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III.
Acerca de psiquis y soma

El alcance del fenómeno mental

Comencemos por citar dos fragmentos de Bion, extraídos de su “Segunda reunión en Nueva York” (Bion, 1977): “Es mucho más razonable suponer que el feto, incluso el embrión, tienen una mente que quizás algún día sea descripta como altamente inteligente […] ‘pensar’ es una nueva función de la materia viva. No quiero sugerir, sin embargo, que ciertas plantas no tengan mente, ya que no sabemos cómo es una mente vegetal, como la de la atrapamoscas (muscípula), por ejemplo”.

Parece evidente que Bion traza los parámetros de aquello que denomina “mente”, de un modo lo suficientemente amplio como para permitirle, en principio, incluir en el fenómeno al conjunto entero de los seres vivos. “Protomental” no es, entonces, un término que designa a una actividad psíquica que precede a lo mental, sino, por el contrario, a una actividad mental que es distinta de un tipo de pensar y de soñar que Bion equipara con la función alfa.

¿Esta mente “primitiva” (sea del feto, de la planta o del perro) que tal vez, en opinión de Bion, es “altamente inteligente” coincide con lo que denomina “protomental”? ¿Podemos afirmar que es sólo una pantalla beta? Cito nuevamente un párrafo de su “Segunda reunión en Nueva York”: “Se puede considerar que las cosas llamadas materiales son ajenas a nuestra jurisdicción porque son hechos de constitución física. Pero —y aquí entro en terrenos que sin duda darán lugar a controversia, y con razón— quisiera suponer que, además de esos teóricamente supuestos e imaginarios elementos alfa y elementos beta, también el pensamiento entra en una fase que yo llamaría primordial”.

Por último, volviendo sobre la cuestión definitiva: ¿podemos sostener que el aparato protomental, o la mente primordial, no son capaces de simbolizar? Es imposible ponerse de acuerdo en este punto sin aclarar previamente cómo definimos lo que entendemos por símbolo. Sin embargo, por extraño que parezca, los colegas que se ocupan de este tema no suelen aclararlo.

Me parece razonable sostener, como lo hace Susan Langer, que lo que mejor define al símbolo es su posibilidad de representar a un particular ausente manteniendo noticia de su ausencia. Podemos aceptar o no este criterio, pero no se nos ofrecen definiciones mejores.

Reparemos en que toda definición es una solución de compromiso en la cual ganamos y perdemos algo. Pensar que lo esencial del símbolo es representar a un particular ausente, por oposición a la función de indicar una presencia, permite comprender que el símbolo es un constituyente fundamental del psiquismo que nos faculta para evocar, recordar, desear, abstraer y establecer el proceso secundario desplazando pequeñas cantidades de investidura. Lo cual, a su vez, nos faculta para transformar al pensamiento en un ensayo anticipado de la acción.

Pero esa definición de símbolo no alcanza para diferenciar con ella al psiquismo humano del psiquismo animal. Tal como lo hemos mencionado, cuando un perro que desea un hueso escarba y desentierra uno que antes había ocultado en el lugar donde ahora escarba, es evidente que, si entonces algo tiene “en su mente”, de modo consciente o inconsciente, ese algo es el representante de un ausente, y que si “busca” es porque tiene noticia de esa ausencia. En ese sentido, desear es simbolizar.

Lo cierto es que no se nos ofrece otro concepto de símbolo lo suficientemente general y elemental como para que funcione de manera adecuada en todas aquellas situaciones que se categorizan habitualmente como simbólicas. Si quisiéramos trazar una definición de símbolo que fuera aplicable a la letra alfa de una ecuación matemática, y no lo fuera, en cambio, para la fotografía que conservamos de un paisaje, nos encontraríamos luego con que esa definición no nos sirve para asignar a una bandera el carácter de símbolo, o, lo que es peor, no nos serviría para concebir una función distinta en la manera de llegar a uno y otro representante del ausente. Otra vez, como siempre, el problema radica en encontrar el criterio para trazar un límite en el interior de una serie continua.

Una aproximación al problema de psiquis y soma

De acuerdo con lo que afirma Meltzer, Bion imaginaba el aparato protomental en los confines entre el funcionamiento neurofisiológico y el funcionamiento mental. Dejando de lado el hecho de que no es fácil imaginar, más allá de una metáfora burda, qué quiere decir “en los confines”, la función del aparato protomental consistiría, entonces, en la evacuación de una experiencia emocional que no ha alcanzado a constituirse como un símbolo. Se afirma, también, que esa evacuación puede realizarse a través de fenómenos psicosomáticos.

Creo que es necesario reconocer que sostener que algo suceda en los límites entre el funcionamiento neurofisiológico y el mental, un tipo de proceso que no es “completamente” fisiológico ni mental, ingresa en el terreno de lo inconcebible. Nos recuerda algunas pseudoexplicaciones de la medicina que ocultan púdicamente la ignorancia. Reparemos en que afirmaciones “medievales”, como la de que el opio contiene un principio dormitivo (satíricamente consignada por Molière en El enfermo imaginario), todavía se conservan en diagnósticos como los de hipertensión esencial o ictericia idiopática.

Se trata, en todo caso, de que lo que se sostiene lleva implícito que esos dos funcionamientos no son partes concomitantes o simultáneas de un mismo proceso, sino que se presentan como alternativas. También, que uno de estos funcionamientos puede transformarse en el otro o, por lo menos, influir en el otro, lo cual significa, además, que cada uno de ellos puede funcionar independientemente de la modificación del otro.

Es cierto que encontramos en la obra de Freud numerosos pasajes que se apoyan en una concepción semejante, pero existen otros en que su pensamiento se expresa en conceptos más elaborados y más originales, y parece razonable tener en cuenta estos últimos si se trata de evaluar el desarrollo que ha alcanzado en este punto el psicoanálisis freudiano.

Cuando Freud sostiene, por ejemplo, que tanto el lenguaje como el síntoma somático extraen sus materiales de una misma fuente inconsciente, que el síntoma somático “interviene en la conversación” (Freud y Breuer, en Estudios sobre la histeria), y que el “órgano habla” (en “Lo inconsciente”), alude al proceso de simbolización en la histeria, pero es necesario recordar que incluía en esta enfermedad numerosos trastornos en el territorio de la vida vegetativa.

Hay un punto en el cual Freud (en “Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis” y en “Esquema de psicoanálisis”) se expresa de un modo que excluye toda duda. Es cuando afirma que la segunda hipótesis fundamental del psicoanálisis consiste en sostener que el pretendido concomitante somático, por oposición a lo psicológico consciente, no es otra cosa que lo psíquico inconsciente.

Si queremos ocuparnos, como psicoanalistas, de comprender el fenómeno llamado “psicosomático”, debemos comenzar por reexaminar el concepto que acerca de lo físico (o de lo somático) tenemos. Reproduzco aquí lo que escribí en otro lugar (en “La capacidad simbólica de la estructura y el funcionamiento del cuerpo”):

En la sala de cirugía en donde se opera un enfermo de litiasis biliar con el auxilio de una colangiografía, se ve una vesícula en el abdomen abierto y otra en la pantalla de radioscopia. Se piensa cotidianamente que la vesícula de la colangiografía es una representación, obtenida por medio de los rayos X, de la vesícula “real”, que se ve en el abdomen, pero esto constituye un error. La vesícula que se observa en el campo quirúrgico, lejos de ser la “cosa en sí” vesícula, es una representación diferente, aunque más habitual, obtenida mediante la luz incidente. No sólo el color, sino también la forma, observados en un microscopio, varían según el colorante con el cual se la ha hecho visible. De modo que aquello que vemos, oímos, tocamos, gustamos u olemos siempre es el producto del encuentro entre la “cosa en sí” y nuestra posibilidad perceptiva, nunca la “cosa en sí” misma.

Lo que llamamos somático penetra en la consciencia “atravesando las ventanas” de la percepción, y no únicamente, mediante sus derivados, como una “fuente somática”. De modo que lo que llamamos físico, o somático, es aquello que posee caracteres organolépticos, que “actúa” frente a los órganos de los sentidos como un tipo de existente que ocupa un lugar y permite la noción de espacio, mientras que lo psíquico, o mental, en cambio, es aquello que posee un significado, que se presenta como una interpretación que cualifica el instante vivido y permite la noción de tiempo.

Reparemos, también, en lo que sostenía Heráclito, hace ya más de dos mil años, cuando afirmaba que no nos bañamos dos veces en el mismo río, porque el agua que lo constituye circula. Hoy sabemos que, si marcáramos los átomos de nuestro cuerpo con carbono radioactivo, veríamos, en unos pocos meses, que han sido sustituidos. De modo que, con la corriente de la carne que atraviesa nuestro cuerpo, sucede lo que ocurre con el agua del río. Lo que permanece, pues, en un cáncer que, durante el transcurso de dos años, paulatinamente obstruye el intestino no es su materia, sino precisamente una “forma” acerca de la cual creo que deberíamos asumir que coincide con aquello que el psicoanálisis denomina “idea”, o fantasía, inconsciente.

¿Qué deberemos decir, entonces, de lo psicosomático? En primer lugar, que lo inconsciente, en sí mismo, no es psíquico ni es somático, ya que estas dos categorías son artefactos de la consciencia. En segundo lugar, que psicosomático es aquello que se presenta a la consciencia por una doble entrada, como existente material perceptible y como significado inteligible. En tercer lugar, que aquellos procesos que ingresan a la consciencia por una sola puerta, como procesos somáticos desprovistos de un significado psicológico intrínseco inteligible, o como procesos psíquicos sin una modificación material registrable en los órganos, constituyen, ante todo, una evidencia de nuestra actual insuficiencia, en uno u otro campo, y no nos autorizan a sostener el carácter unilateral del fenómeno.

IV.
La realidad a la que el símbolo alude

La simbolización en la enfermedad “somática”

Tomemos como ejemplo tres afirmaciones sucesivas: 1) el dolor de cabeza se produce como consecuencia de un fenómeno vasomotor local; 2) el dolor de cabeza ocurre porque existe un fracaso en el intento de elaborar emociones traumáticas a través de pensamientos; 3) el dolor de cabeza sucede como si hubiéramos introducido bolitas de metal en una máquina para moler café.

Frente a ese enunciado, dividido en tres sentencias, una gran mayoría de colegas sostendrá que las dos primeras podrían corresponder a la afirmación de un hecho, y la tercera, a una metáfora. Dicho en los términos en que se expresa Cassirer (en su Antropología filosófica), las dos primeras podrían referirse a fenómenos que pertenecen al universo del ser, y la tercera, a “comparaciones” que pertenecen al universo humano del sentido.

¿Es posible sostener que las tres sentencias afirman hechos ciertos o, si se quiere, que todas aluden a fenómenos que pertenecen al universo del ser? Parece absurdo sostener que la cabeza es “en verdad” parecida, “en alguna forma”, a una máquina de moler café, y que cuando duele es porque sucede “efectivamente” algo similar a introducirle bolitas de metal. Pero, lejos de intentar legitimar ese pensamiento, me propongo subrayar precisamente lo contrario: aquello que llamamos “afirmación de un hecho cierto” es, aunque de lo somático se trate, siempre una metáfora, o, si se prefiere, un símbolo que representa a una experiencia inabarcable.

Colin Turbayne ha dedicado un libro hermoso (El mito de la metáfora) para recordarnos que, cuando un físico teórico afirma que la valencia química del hidrógeno depende del número de electrones que posee su átomo en la órbita exterior, sabe que su afirmación no es menos metafórica que la que ahora ejemplificamos con las municiones en el molinillo de café. Pirandello, en su Seis personajes en busca de un autor, nos enfrenta con el pensamiento de que no existe un hecho histórico “objetivo”, sino solamente un conjunto de versiones acerca de un presunto suceso. En el terreno de la patología médica no tiene por qué ser diferente que en el de la física o la historia.

Frente a todos los registros, sean somáticos o psíquicos, que de un cáncer podemos obtener, no existe uno acerca del cual pueda decirse: “Este no es sólo una metáfora, este es real”. Llamamos “hecho” a una metáfora que funciona de un modo tan privilegiado como para adquirir ubicuidad en el consenso. No sólo el electrón o la permeabilidad de la membrana neuronal son metáforas de este tipo, sino (tal como lo afirma Turbayne) nuestro concepto entero de aquello que llamamos realidad. Paul Watzlawick (1976) ha dedicado un libro (How Real is Real?, traducido al francés como La réalité de la réalité) a la exposición de este asunto, y Emanuel Lizcano (2006) escribió Las metáforas que nos piensan, abordando la misma cuestión desde otro ángulo.

Nada tiene de sorprendente que todo cuanto podamos afirmar acerca de lo que existe entre dentro de la categoría que llamamos símbolo. Cuando hablamos de la enfermedad somática, nuestras palabras y nuestros conceptos, como es obvio, son símbolos acerca de esa enfermedad. Pero hemos visto que hay ocasiones en que nuestros símbolos funcionan como signos que nos indican la presencia de “algo” frente a lo cual se justifica abandonar las pequeñas investiduras tentativas y “autorizar” una descarga plena.

Decimos, entonces, que nuestro “dicho” corresponde a un “hecho”. O, también, que el síntoma del cual el paciente se queja no corresponde a una “mera fantasía”, sino a una enfermedad “real”. En ese último caso, cuando nuestro aparato sensorial registra una alteración somática que acompaña a la queja del paciente, decimos que esa alteración, que percibimos, no es un símbolo que “sólo representa” una determinada enfermedad; es un signo, en cambio, que indica su presencia. Sin embargo, tal como lo muestran el ejemplo de la naranja y el del sombrero del cowboy, sucede que, si nos hallamos en presencia de un signo de una enfermedad “real”, es precisamente porque el carácter de símbolo, que posee ese signo, permanece inconsciente.

No se trata de negar que “algo” hay allí, sino sólo de afirmar que lo que hay no es exactamente aquello que percibe el observador, ni aquello que percibe el paciente, porque lo que ambos “perciben” es una interpretación que han hecho de lo que hay allí. Esta interpretación fue realizada a partir de un dato sensorial que es un símbolo inconsciente de lo que entonces, “luego” de la interpretación, fue “percibido”. Se trata en estos casos de un símbolo que en la consciencia funciona como un “signo” de que aquello que hay allí, presente detrás de la roca, es, efectivamente, el cowboy, y no otra cosa que, como el rifle, también “tiene sombrero”. En otras palabras, tal como ha sido repetidamente señalado por múltiples autores, nuestra percepción de un territorio es siempre un mapa.

El déficit simbólico

Volvamos ahora a la manera en que se sostiene que el trastorno psicosomático constituye un fracaso del representar mediante símbolos, y que se mantiene, en cambio, en el terreno de los signos “privados de significado”.

Meltzer afirma que los elementos beta, privados de significado, se evacúan en el trastorno psicosomático “atacando a la parte fisiológica” como pseudosímbolos cuya función es esencialmente asimbólica. Agrega que no tienen significado emotivo, pero que, sin embargo, tienen significado a nivel del ello. Afirma también que las sensaciones somáticas (acerca de las cuales aclara que no se refiere a las funciones somáticas) están ligadas a las alucinaciones. Pero además añade que se trataría en este caso de un tipo de simbolización que no ha llegado al nivel del pensamiento, del sueño y de la emoción consciente.

No logro formular un concepto, aunque más no sea que tenuemente diseñado, acerca de un existente que pueda recibir el calificativo de “pseudosímbolo asimbólico”, y lamentablemente Meltzer no se esfuerza en explicarlo. Creo comprender que sostiene que el significado que “únicamente” tienen a nivel del ello es emotivo. Si así fuera, es posible pensar que el vínculo que establece Meltzer entre las sensaciones somáticas y la alucinación hace referencia al carácter de presencia que poseen dichas sensaciones, lo cual las avecina a la función del signo.

Nos encontraríamos, pues, por un lado, con una función asimbólica que tiene significado a nivel del ello y, por el otro, contrariando su carácter asimbólico, con “un tipo de simbolización” que podemos aproximar a la función del signo. Creo que ambos conceptos ganan en claridad, y dejan de ser contradictorios, si aceptamos que el dato sensorial identificado como somático (y no sólo el del médico que observa, sino también aquel que registra el paciente acerca de sí mismo) es un símbolo que en la consciencia funciona como un signo que indica una presencia “física y real” (lo cual corresponde, en otras palabras, a “un dicho que coincide con un hecho”).

Pienso, además, que cabría distinguir, de acuerdo con las conceptualizaciones de Meltzer anteriormente mencionadas, dos tipos de fenómenos: los que corresponden al “área de las sensaciones somáticas” que el paciente recibe en la consciencia como sensaciones “de origen físico” que, privadas de un significado psíquico intrínseco emotivo, constituyen los síntomas somáticos, y los que corresponden a la evacuación de los elementos beta, que constituyen los signos físicos que registra el médico y el paciente ignora.

La utilidad clínica que deriva de categorizar esos distintos procesos es innegable. Aquello que resulta discutible es lo que suele entenderse por déficit simbólico. No sólo se trata del hecho, repetidamente observado, de que muchos pacientes que padecen trastornos llamados “psicosomáticos” son personas que evidencian una riquísima capacidad de simbolización en los órdenes más diversos, sino que el concepto mismo de déficit simbólico debe ser mejor aclarado.

Lo que se denomina “déficit simbólico” no parece ser el producto de una ausencia de capacidad simbólica o de un aparato protomental que funciona “desde su interior”, aislado de la función alfa. Parece, en cambio, mucho más convincente asumir que los llamados elementos beta son siempre el producto de una función alfa invertida, pero no ausente, y que el resto de los “pseudosímbolos”, o signos, son símbolos falsos (en el sentido de mentiras) que provienen de una función alfa negativa. Esto equivale a sostener que los elementos beta nunca son “primarios”, en el sentido de que, originalmente, han surgido como tales (pensando que han surgido, desde un comienzo, como tales, Bion hubiera debido bautizarlos, dicho sea de paso, con la primera letra del alfabeto griego, y no con la segunda).

Señalemos, además, que la diferencia entre las funciones alfa invertida y negativa correspondería, en cierto modo, a la que existe entre la psicosis, en donde se alucina mediante la invertida, y la psicopatía, que procura “pasar gato por liebre” utilizando la negativa.

Así como decimos que la represión es un retiro de la investidura, o una contrainvestidura que obtiene su magnitud de la misma pulsión inconsciente que inviste a los objetos, debemos reconocer que un “pseudosímbolo” es un símbolo inconsciente que funciona como signo en la consciencia, y que un símbolo falso no es un sinsentido, sino un contrasentido.

Planteamos que hay una negación, “normal” en todo acto perceptivo, que transforma a un símbolo en un signo a los fines de poner en juego la plena investidura. Ahora debemos añadir que esta negación, incrementada más allá de lo “normal” bajo el dominio de una defensa o de una fantasía optativa, corresponde a la operatividad de la función alfa invertida.

¿Qué es, desde una óptica psicoanalítica, “la parte fisiológica”?

Parece evidente que muchas de las descripciones acerca de la función alfa en la evaluación y decisión se refieren a un proceso que pertenece al sistema de la consciencia. Su fallo equivaldría, entonces, a una ausencia de significación en la consciencia. Es fundamental reparar además en que, cuando se hace uso de expresiones tales como “los elementos beta pueden atacar a los órganos, a la parte fisiológica”, se ingresa en un tipo de pensamiento que queda fuera de la teoría psicoanalítica precisamente porque no se han utilizado los elementos de esa teoría que nos permiten comprender qué es, psicoanalíticamente hablando, “la parte fisiológica”.

Si tenemos en cuenta el segundo supuesto fundamental del psicoanálisis, que postula que los pretendidos concomitantes “únicamente” somáticos de los procesos psicológicos conscientes constituyen precisamente lo psíquico inconsciente, tanto la fisiología como la fisiopatología, vistas desde una óptica psicoanalítica, describen signos cuyo significado psíquico (sea como signo expresivo o como símbolo representante) permanece fuera de la consciencia por obra de un proceso defensivo cuyos productos, en los casos que estudia la fisiopatología, deseamos, como psicoanalistas, mejorar.

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