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II.
Simbolización y significación

El problema del significado y el símbolo

Comencemos por decir que, atendiendo a su origen etimológico, “significado” es aquello (en primera instancia un objeto) que ha recibido un signo. Un signo es una marca o señal colocada sobre algo que, de este modo, ha quedado significado, es decir, diferenciado del conjunto de sus similares, mediante el acto de significarlo. El motivo de la diferenciación es la vivencia o experiencia habida con ese “algo” que se intenta significar. Ese motivo queda de este modo conservado en la forma del signo; conservado para quien (en primera instancia el mismo que ha trazado esa señal) en un instante posterior se acerque a la contemplación del signo. Así procede un niño que le pone una marca a su pelota para diferenciarla de otra, igual, que le han regalado a su hermanito.

Como veremos, creo que la forma del signo es una parte de aquel todo que dicha forma es capaz de evocar. Ese “todo” es la experiencia habida con algo, es la vivencia que el signo intenta perpetuar, es el motivo para la diferenciación de ese “algo” mediante su significación. Algo fue así significado mediante el acto que le coloca un signo.

Por otro lado, la palabra “significado”, utilizada primitivamente para calificar a algo que ha recibido un signo, pasa a denominar al contenido de la experiencia misma que motivó la significación. Ese segundo sentido de la palabra “significado” es el habitual, y si volvemos aquí sobre su primitivo sentido es porque ese primer sentido nos parece útil para enriquecer la comprensión del actual.

El estudio etimológico de la palabra “símbolo” (tal como surge del Breve diccionario etimológico de la lengua castellana de Corominas) demuestra su conexión con la palabra “signo”, a través de términos como “émbolo” y “emblema”, que son parientes de “símbolo”. Un émbolo es algo que se inserta o arroja (un “ob-jeto”). Un emblema es un adorno o agregado que adquiere el sentido de un signo. Pero la palabra “símbolo” implica, por su etimología, algo más: el juntar o el coincidir de dos (o más) emblemas. Mejor sería decir que el símbolo es un emblema que se constituye en una coincidencia.

Si el signo es una seña, la palabra “símbolo” subraya el carácter de contraseña que se oculta en todo signo. La contraseña funciona, y se constituye, como un re-conocimiento, mediante la coincidencia de dos mitades destinadas precisamente a esa reunión. Podemos comprender, entonces, que el signo no funcionaría como tal si no fuera un símbolo, en el sentido más primario de la palabra “símbolo”. El símbolo, como toda contraseña, funciona en la cofradía constituida mediante la comunidad de una experiencia previa.

Significar y simbolizar

De acuerdo a lo que acabamos de señalar, “significar” y “simbolizar”, en primera y última instancia, aluden a un mismo proceso. Pero hay signos que, como sucede con el humo respecto del fuego, indican una presencia, y otros que, como sucede con el edecán respecto al presidente, re-presentan a un ausente. Susan Langer (en Nueva clave de la filosofía) señala que el uso habitual ha reservado el nombre de signo para indicar una presencia y el nombre de símbolo para representar a un ausente. Creo que es por este motivo que Meltzer denomina al signo “pseudosímbolo”. Así, en el lenguaje verbal, la palabra suele, por lo general, evocar la representación de una cosa ausente, y cuando, por excepción, debe indicar una presencia, es necesario acompañarla de otros signos, no verbales, para connotar este cambio de código. Sucede de este modo cuando decimos “¡cuidado!” para señalar un peligro. Cuando la palabra es un signo indicador de presencia, su función nominativa confluye con su función expresiva.

Meltzer se refiere a lo que Bion denomina función alfa, y señala que le parece idéntica, o por lo menos muy similar, a la “misteriosa” formación de símbolos. Se trata, en el fondo, del mismo misterio que encontramos en esa “cruza de especies” (a la cual se refiere Turbayne en El mito de la metáfora) tan iluminadora para el intelecto, que denominamos “metáfora”. Creo que el “misterio” se relaciona con el hecho de que en la metáfora confluyen el proceso primario y secundario en un proceso al cual podemos aludir con la palabra “terciario” (Arieti, 1964; Chiozza, 1970b; Green, 1972), porque frente a la discriminación que mantiene noticia de la diferencia entre el símbolo, representante presente, y su referente, ausente, coexiste siempre, en alguna parte, una equiparación del símbolo con lo simbolizado. Sin esta “equiparación” (que Hanna Segal, en “Notas sobre la formación de símbolos”, denomina ecuación simbólica) que vehiculiza la importancia y determina que el símbolo funcione en parte como un signo indicador, el símbolo quedaría totalmente privado de significancia. Me parece que ese mismo misterio subyace en la esencia de lo que consideramos psíquico y que sin esa confluencia de proceso primario y secundario no existe posibilidad alguna de simbolización.

Parece evidente que cuando Meltzer equipara a los elementos alfa con símbolos y a los elementos beta con signos (sosteniendo que estos últimos son pseudosímbolos), se apoya en la distinción entre indicador de presencia y representante de ausente. Conviene agregar, sin embargo, que esa distinción sólo funciona en situaciones gruesas. Los conceptos de animal y vegetal, por ejemplo, funcionan bien cuando se los utiliza en el terreno en el cual han sido creados, para distinguir al elefante de la palmera, pero son inadecuados cuando tratamos de aplicarlos a una bacteria.

Imaginemos que, en el borde de una ruta, colocamos un cartel con el dibujo esquemático de una curva. Podemos entonces preguntarnos: ¿a qué distancia de una curva del camino un cartel que la dibuja deja ya de representar su ausencia para comenzar a indicar su presencia? Imaginemos ahora que hemos establecido a qué distancia un cartel indica a un automovilista la presencia de una estación de servicio. Si el que encuentra el signo así constituido recorre la ruta a pie y empujando su automóvil, este signo volverá, otra vez, a ser un símbolo que representa una estación ausente.

La diferencia entre el signo indicador de una presencia y el símbolo representante de un ausente es útil para distinguir la percepción del recuerdo y categorizar al fenómeno alucinatorio, pero no se mantiene si la llevamos más allá del terreno para el cual ha sido creada.

Ortega y Gasset (en Meditaciones del Quijote) escribe que nadie ha visto jamás una naranja, porque todo lo que podemos hacer en el presente de un acto perceptivo es ver media naranja y suponer, mediante la colaboración de un recuerdo integrado en un concepto, la presencia de la otra mitad. Esto significa que, así como la emergencia de un recuerdo es siempre desencadenada por una percepción presente, toda percepción presente se construye con la colaboración de un recuerdo. Percibir no es, pues, solamente interpretar; percibir es, además, simbolizar.

El signo posee la capacidad de indicar una presencia cuando se cumplen dos condiciones: la primera es precisamente su capacidad de representar a un particular ausente; la segunda es que ese signo es una parte de este objeto, parte que la experiencia ha mostrado como indisolublemente unida a su presencia. Por este motivo, “vemos” al cowboy detrás de la roca cuando sobresale de ella su sombrero, pero es también por este motivo que el cowboy despista a su enemigo enarbolando el sombrero en la punta del rifle que una roca oculta y que el ilusionista del teatro nos hace ver una naranja donde sólo hay media. Concluyamos, pues, en que para indicar una presencia es necesario representar una “ausencia”.

Tal como señala Max Brod (en “Sobre la búsqueda de un nuevo sentido de la existencia”), el rito ha surgido en su origen como elemento acompañante de una vivencia mística que configura en su esencia (como indica Bateson en Pasos hacia una ecología de la mente) un sacramento. Si utilizamos como paradigma la comunión con Dios, ese elemento acompañante representado en la ceremonia que gira en torno de la hostia se conserva y se repite como rito con la intención mágica de recuperar aquella vivencia. Pero cuando la ceremonia sólo consigue representar a un sacramento ausente, se convierte en un rito vacío con el cual se persigue, inútilmente, la vivencia mística. Tenemos aquí, pues, una secuencia circular que va de sacramento a rito y de rito a sacramento. Se trata de una secuencia que he elegido a propósito, porque en ella lo que se busca y se valora (contrariamente a lo que se subraya con mayor frecuencia en el proceso de simbolización), más que la representación de un ausente, es el indicio de una presencia (que en el ejemplo utilizado es la presencia de Dios). Cuando este valor ha desplazado su acento, el mito ha dejado de ser la palabra ritual y mágica que intentaba convocar una precisa presencia, para convertirse progresivamente en una narración que procuraba evocar la imagen de un particular ausente manteniendo la noticia de su ausencia.

En el signo se oculta un símbolo inconsciente

Meltzer aclara que la pantalla beta evacúa elementos que “no funcionan como símbolos”, porque no pueden ser utilizados para evaluar y decidir con miras a la acción. Creo que se refiere aquí a la decisión y evaluación que corresponden al pensamiento consciente, como intermediario entre el impulso y la acción, ya que parece evidente que cualquier signo no sólo “puede” ser, sino que incluso es, siempre, utilizado con miras a la acción.

La mayor o menor eficacia de un acto evaluado y decidido de forma consciente o inconsciente es un asunto que no atañe a esta cuestión. Pero, si se trata de una utilización consciente, ha llegado el momento de preguntarse si los pretendidos “pseudosímbolos”, lejos de no haber alcanzado el proceso de simbolización, no son, precisamente, signos que cumplen su función de indicar una presencia específica (como sucede en el caso del cowboy, la naranja y el sacramento), porque no mantienen noticia consciente de su implícita representación de un particular ausente.

Creo que el signo no es en ese caso pseudosímbolo, porque posee un carácter simbólico, aunque inconsciente. Bion nos habla de una función alfa invertida que reconvierte en beta los elementos alfa. Vinculando este proceso, como lo hace Meltzer, con el de simbolización, produciría “signos” a partir de “símbolos”, invirtiendo la función por la cual los símbolos se forman. Me parece más prudente, sin embargo, sostener que cuando un “símbolo” funciona como “signo” ha perdido su carácter de símbolo sólo en la consciencia, y que la metafórica “inversión” de la función alfa corresponde a una formación o conservación de símbolos que permanece ajena a la consciencia. Vuelvo a mencionar aquí, como sustento de lo que afirmo, el ejemplo constituido por la percepción, en donde el registro de una parte se trasforma en indicio de la presencia de un “todo”.

Creo que los elementos beta que provienen de una función alfa invertida pueden ser contemplados, a partir de los conceptos freudianos de identidad de pensamiento e identidad de percepción (Freud, 1900 [1899]), como productos de una deformación que, proviniendo de la intensidad de un deseo, “transforma” de manera ilusoria una identidad de pensamiento que arroja un resultado negativo, en una identidad de percepción.

Subrayemos aquí dos postulados implícitos de una trascendencia enorme. El primero consiste en que la formación inconsciente de símbolos no tiene por qué ser menos rica ni menos “móvil” que la que se realiza en la consciencia. La aparente “fijeza” de los símbolos inconscientes a sus referentes surge como un “atributo” secundario cuando penetran en la consciencia como si fueran signos. El segundo postulado deriva del primero, que nos conduce a sostener que, dado que no es posible concebir a los procesos primario y secundario existiendo el uno sin el otro, por razones similares es imposible concebir que la función alfa se halle ausente en la producción de signos o elementos beta.

De este modo, hemos llegado por fin al meollo de un asunto fundamental. El ejemplo del sombrero del cowboy (entre tantos otros similares que abundan) nos ha mostrado que, si no fuera porque negamos el carácter de representante de ausente que el signo contiene, y lo convertimos en un indicador de presencia, de una manera que desde un punto de vista lógico es un abuso, y desde un punto de vista estadístico funciona adecuadamente para nuestros fines, la percepción de un objeto sería imposible, y jamás podríamos decidir “a tiempo” la puesta en marcha de una acción eficaz.

Podríamos sostener que, para decidir una acción sobre el cowboy, a partir de su sombrero, es mejor mantener la consciencia de la “probabilidad estadística” que transformar inconscientemente un símbolo en un signo, o la percepción de una parte en la percepción del todo al cual ella representa. Sin embargo, es evidente que, con una consciencia así sobrecargada en cada acto perceptivo, quedaría muy poco espacio para las reflexiones nuevas, y, lo que es más importante todavía, el perjuicio ocasionado por la lentificación de la acción excedería en la mayoría de las veces al beneficio de la disminución del riesgo.

Vemos, entonces, que “transformar” símbolos en signos también puede llegar a ser un beneficio, tal como lo testimonian los numerosos ejemplos que nos ofrece la vida cotidiana. Pero cuando en la evacuación de la experiencia emotiva a través de la pantalla beta el “beneficio” es relativo, porque paga un alto precio bajo la forma de ineficacia en la acción, me parece que no sólo debemos considerar la intervención de una función alfa invertida, sino también la de una función alfa negativa, que produce concepciones erróneas, falsedades conceptuales que se diferencian de las que surgen de la función “invertida” en que no son azarosas, ya que producen procesos cogitativos que son equivocados porque funcionan al servicio del cumplimiento de fantasías optativas, viendo u oyendo lo que se prefiere “percibir”.

Creo que, de uno u otro modo, la capacidad inconsciente para representar ausentes o, en otras palabras, para formar símbolos se conserva íntegra, y que incluso la mentira o la falacia pueden, en algunas ocasiones, funcionar como instrumentos útiles en el logro de una acción eficaz, como sucede con algunas “estrategias” que cuando se utilizan de maneras insalubres calificamos con el rótulo “psicopatía”.

Podemos diferenciar teóricamente a la alucinación de la percepción, y al delirio del pensamiento que capacita para la acción que llamamos eficaz, gracias a que mantenemos una distinción entre el signo indicador y el símbolo representante. Pero esta distinción, que funciona de manera adecuada en los problemas ya pensados y en las situaciones gruesas, se vuelve inadecuada y es una forma de maniatar al pensamiento, cuando se trata de volver a pensar en la presunta carencia de simbolización en el fenómeno que denominamos somático.

Acerca de la relación entre el referente y “su” símbolo

Dentro del complejo sistema simbólico, rico en permutaciones, que constituye el universo cultural del hombre, la extrema distancia que existe entre el referente y el símbolo que lo representa, recorrida a través de innumerables intermediarios simbólicos en un creciente proceso de abstracción, explica el que hayamos perdido noticia de la vinculación “natural” (mantenida en lo inconsciente) entre el referente y su símbolo.

Tal como lo expresamos en “La paradoja, la falacia y el malentendido como contrasentidos de la interpretación psicoanalítica”, la antigua y siempre mantenida controversia, en lingüística, entre naturalismo y convencionalismo (Lyons, 1969) puede condensarse, desde el punto de vista que aquí nos interesa, en dos posiciones diferentes con respecto al tipo de relación existente entre el símbolo y lo simbolizado. La primera posición considera que el símbolo fue alguna vez (o es actualmente) parte de un conjunto, más amplio, que ella, la parte, simboliza. La segunda, por el contrario, considera que el símbolo posee con lo simbolizado una relación convencional y arbitraria. Se trata, en esencia, de si existe o no existe alguna relación simbólica investigable mediante la cual el sentido (más allá de una razón de “uso” que lo deposite asociado con un signo en la memoria) se conserva en la “forma” o estructura configuracional del símbolo.

Bertrand Russell (1921) señala que no conocemos cómo las raíces de las palabras adquieren su significado, pero que sostener su origen convencional es tan mítico como la suposición, de Hobbes y de Rousseau, de que los gobiernos civiles se establecieron por obra de un contrato social. Agrega que es difícil imaginar que un día se reúne un parlamento de ancianos y delibera sobre llamar vaca a una vaca o lobo a un lobo.

La palabra “naturalismo”, por las connotaciones que inevitablemente compromete, no constituye en la actualidad un rótulo adecuado para la primera posición. Pero, más allá de este rótulo, es evidente que la actitud que la sostiene resulta más coherente con el conjunto entero de la teoría y la experiencia psicoanalíticas. La palabra es la herramienta fundamental del psicoanálisis, y sin embargo los psicoanalistas nos hemos mantenido lejos de esta polémica, aceptando demasiadas veces argumentos lingüísticos que olvidan que existe una represión de lo inconsciente.

Todo símbolo, como todo signo, es pues, en última instancia, por su origen y según el postulado de la pars pro toto, una parte de aquello a lo que alude. En otros términos: todo símbolo es un signo natural, y si decimos que los símbolos surgen como producto de una convención arbitraria, es porque hemos perdido consciencia de su inconsciente vinculación con el referente al cual aluden. De manera similar, podemos sostener que el número que sale en la ruleta es un producto del azar, cuando, en realidad, intencionadamente, hemos transformado en imposible la tarea de medir la relación que existe entre el impulso aplicado a la rueda y el resultado que se obtiene.

¿La simbolización es exclusivamente humana?

Quienes han preferido sostener que el proceso de simbolización (y con él la cultura) es un patrimonio exclusivamente humano han tenido que ir más allá del afirmar que el símbolo se define por su capacidad de representar a un particular ausente, porque cuando un perro vuelve a buscar un hueso que antes ha enterrado “sabe” lo que busca.

Se ha dicho que en el animal la relación entre el signo y el referente es fija e inmutable a través de los siglos, y que en el hombre, en cambio, esta relación es enormemente variable. También se ha dicho que en el animal el significado de un signo depende mucho menos del contexto que en el caso del hombre. Por fin, ha sido señalado el hecho de que un perro no puede, como podría un hombre, construir un mapa que conduzca a algún congénere hacia el hueso deseado.

Un argumento semejante a este último (diferenciando un lenguaje de signos, expresivo, de un lenguaje proposicional, simbólico) ha sido utilizado para negar el carácter de “verdadero” lenguaje a los modos en que una abeja comunica a sus compañeras el lugar en donde ha encontrado una fuente de néctar.

Pero las diferencias que acabamos de mencionar se deshacen en cuanto dejamos de aplicar a un intervalo de tiempo, a un contexto o a un mapa los parámetros nacidos de una “medida” humana, a partir de los cuales hemos establecido esos criterios. Bateson (en Espíritu y naturaleza) señala, por ejemplo, que la relación entre elemento y contexto funciona en la embriología y en la anatomía de una manera análoga a como funciona en la gramática. Tal vez sería más adecuado decir que las diferencias señaladas entre la simbolización humana y el fenómeno animal equivalente, de todos modos, se mantienen, pero que no resultan útiles para comprender una función distinta en lo que respecta al proceso que denominamos formación de símbolos. En otras palabras: no alcanzan para negar al animal la facultad de simbolizar.

Los intentos realizados para describir una diferencia sustancial en el proceso de simbolización, que explique el desarrollo peculiar del psiquismo humano, nos ofrecen en cambio un espectáculo patético y pobre, que recuerda otros esfuerzos semejantes por librar de una nueva injuria a nuestro narcisismo antropocéntrico. Creo que en estos casos se incurre en dos omisiones. Se omite definir con más cuidado qué es lo que se entiende por símbolo y, también, tener en cuenta que no es lo mismo carecer de un particular sistema de símbolos que el carecer de una función simbólica.

Cabe reproducir aquí lo que sostiene Carl Safina (2017), cuando señala que reconocerse en una imagen reflejada (como se constata en simios, en delfines o en elefantes, por ejemplo) significa (en sus palabras): “Entender que el reflejo no eres tú, entiendes que te representa a ti. Desentrañar la representación significa que la mente de quien observa el espejo tiene capacidades simbólicas”.

Tal como lo expresa Portmann (en Nuevos caminos de la biología), descubrir la ubicuidad del proceso de simbolización nos ha ayudado a comprender un sentido en la forma, en la función, en el desarrollo y en el trastorno de los organismos vivos. En los últimos cincuenta años, el nacimiento de una nueva disciplina con un desarrollo pujante, la biosemiótica, inaugurada por Thomas Sebeok, condujo a reconocer el proceso de simbolización en las formas biológicas más simples.

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