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ALESANDRO RIVERO DELGADO
Dypso encuentra la felicidad

Francia, 1680.

En el relato de hoy les quiero contar la historia de Dypso, un pastor de los pirineos ( berger des Pyrénées) de dos años, que vivía en la ciudad de Toulouse, localizada en la región de Occitania, al sur de Francia.

A Dypso le habían adoptado, con solo un mes, una familia adinerada compuesta por el conde Humbert, su mujer Amelie y su hija Celine. Cabe decir que Dypso no siempre se llamó así, puesto que en sus dos primeros años de vida, su nombre era Luc. La vivienda era nada más y nada menos que un castillo, y Dypso tenía todo tipo de lujos, desde luego. Sin embargo, la familia no se ocupaba ni se preocupaba de él. La encargada de la limpieza en el castillo, Giselle, era quien le daba de comer a diario, además de cepillarle el pelo.

Dypso se ponía como loco al recostarse sobre una alfombra de piel al lado de una gran chimenea en el salón. Pero aparte de eso, y por muchas comodidades que tuviese, no se sentía feliz en aquel lugar. A la familia solo le interesaba tenerle como capricho de su hija Celine, quién a los pocos meses de llegar allí ya se había despreocupado totalmente de él. Estaba claro que únicamente le quería Giselle y el mayordomo Damien, que de vez en cuando jugaba con él.

Pero eso sí, toda la actividad del perro estaba dentro de la casa, a Dypso no le dejaban salir a la calle, ni siquiera a dar un paseo, simplemente para que no se manchase ni cogiese nada por ahí. Así de tiquismiquis era la familia del conde Humbert.

Un día Dypso miraba, por la gran ventana del salón, como dos perros se divertían con sus dueños jugando y paseando por la calle. Qué envidia sentía, mientras él estaba allí metido y aburrido. En ese momento a Dypso le afloraron los instintos naturales del pastor de los Pirineos. Fuerte y lleno de energía, rasgó la ventana y se puso a corretear y ladrar por toda la casa. Quería salir de allí ya.

Amelie y Celine solo le gritaban que se callase, la única que pareció entenderle el mensaje al perro fue Giselle. Ella era consciente de que Dypso no era feliz allí, e incluso le oía alguna que otra noche llorando. Entonces, Giselle, abrió la puerta principal del castillo de par en par y Dypso, más rápido que la luz, salió corriendo hacia la calle mientras se alejaba de aquel castillo a toda velocidad. Pudo escuchar a lo lejos a una Giselle que gritaba de felicidad: Court Dyspo, court! (¡Corre Dypso, corre!).

Dypso atravesó bosques, ríos, y muchos campos abiertos. Cabe destacar que la raza del pastor de los Pirineos es muy resistente y tiene la capacidad de recorrer grandes distancias con su gran velocidad. A pesar de esto, Dypso no dejaba de ser un perro domesticado desde muy pequeño, y le costó mucho al principio adaptarse a la naturaleza, así como encontrar comida por sus propios instintos. Aunque eso fue cambiando con el paso de los meses, como es lógico.

Pasó un año, y llegó un día en el que tuvo un encontronazo con una manada de lobos, en las montañas del Midi-Pyrénées. Él estaba solo contra cuatro lobos, que al igual que él, solo buscaban comida. Dypso había conseguido atrapar un cerf (ciervo en francés), era su comida, pero aun así mostró solidaridad y estaba dispuesto a compartir la comida con los lobos, pero estos no tenían la misma intención. Le querían robar la comida, algo que Dypso no permitió. Él solo, con su agilidad y audacia característica de su raza, se enfrentó a los cuatro lobos, saliendo por supuesto victorioso.

Aunque había ganado, espantado a los lobos y pudo comer, Dypso estaba completamente agotado y con varias heridas de la pelea. Además, hacía mucho frío allí arriba, empezaba a nevar y estaba anocheciendo. Intentó buscar refugio, pero sin éxito, así que finalmente cayó rendido. Lo último que vio, antes de perder definitivamente la conciencia, fue a una persona acercarse deprisa.

Desde que Dypso salió corriendo de Toulouse, hacía ya un año, se había alejado 136 kilómetros, y desde entonces, en los últimos meses, merodeaba por aquellas tierras, llegando finalmente a las cercanías del pequeño pueblo de Conques, en la prefectura de Aveyron, donde sería rescatado por una humilde familia granjera.

Se temió por la vida de Dypso, estaba en muy malas condiciones por las heridas, además de estar aquejado por hipotermia. Sin embargo, pasaron las horas y Dypso despertó. Se encontraba en una pequeña cabaña de no más de 20 metros cuadrados. En seguida se acercaron un hombre y un niño que decían: Il s’est réveillé! Cours Marcel, apporte de l’eau et de la nourriture. (¡Se ha despertado! Corre Marcel, trae agua y algo de comida.). Dypso no sabía por qué, pero se sentía increíblemente bien una vez se hubo recuperado y repuesto fuerzas con la comida. Le gustaba el humilde ambiente de aquel hogar, y el buen humor de sus nuevos dueños, el padre, de nombre, Bastien y su hijo de 8 años, Marcel.

Marcel lo abrazó y abrazó, como nadie antes lo había hecho, y fue entonces cuando le preguntó a su padre si se lo podían quedar, a lo que este afirmó. Marcel entonces dijo: Tu t’appelleras Dypso. (Te llamarás Dypso.).

Dypso entonces ya tenía 3 años, y no solo fue la mascota y mejor amigo de Marcel, también acompañaba al campo a Bastien para controlar el rebaño de ovejas que tenía, pues este era pastor.

Podrían pasar épocas de hambre, frío, y no tener ni pizca de los lujos que tuvo una vez... daba igual. Él amaba la humildad y la simplicidad que allí reinaba,

los tres eran una piña indestructible que poco a poco superarían las dificultades, con trabajo y fe en ello. Dypso, al fin, había encontrado la felicidad, con una familia que lo quería y le daba ese amor que nunca tuvo en Toulouse.

ANGELIQUE PFITZNER
La muñeca

Mi madre siempre fue una mujer de obligaciones. Y así me educó. Hijo único bajo sus faldas, la imagen del infierno me acompañaba en los momentos de debilidad fustigándome la mente hasta el límite de contemplarme carente de manos, ojos, lengua. No merecía pagar su vida a cambio de conservarme a su lado. Ella jamás cometió pecados, jamás infringió castigo alguno sobre nadie. Y a pesar de no confesarle nunca la verdad, las madres lo saben todo. El valor del silencio es moneda de cambio frente a la silla eléctrica y el precio pagado por mi vida era demasiado incluso para ella.

Entendía las visitas a la iglesia, sus actos de generosidad hacia los indefensos más allá de cualquier lógica, los billetes verdes cuando el Señor pedía solidaridad. Jamás la culpé por ello. Siempre a su lado mil veces quise hablar, pero nunca tuve el valor. Era demasiado tarde. El discurso del padre Francisco cerraba la misa en despedida de ir con Dios y así me llevaba su voz hasta acabar olvidándola.

Cuando mi madre murió entre mis brazos después de una larga agonía, un final de plácida calma y el frío gélido en el interior de mi pecho, que he llevado encima desde entonces, sus últimos susurros en impotencia fue escuchar aquel nombre. El primero de todas ellas. Repetido una y otra en la purificación de intentar limpiar el alma y viajar al infinito. No sin antes clavar sus uñas sobre mis manos y pedirme la promesa de ser un niño bueno.

Mamá se fue con el regalo de unas palabras imposibles de cumplir. Solo era cuestión de tiempo.

Palabra de seis letras. Tiempo cruel de yacer en el momento justo para volver a encontrar el sabor de la inocencia.

Juré permanecer en cautiverio. No salir de casa para evitar la tentación. Era la mejor forma de no volver a caer en actos impuros, seguir firme y huir de cualquier debilidad de la carne en deleite de satisfacción. Me daba miedo salir al mundo exterior. Regresar a las calles, a la necesidad de recorrer los parques, las entradas de colegios. No sabría decirles si el destino guiaba mis pasos. Tal vez fuera la sed de regresar a ellas bajo la losa de mis podridas entrañas. Pero después de mis primeros días encerrado entre cuatro paredes llenas de recuerdos, el problema principal llegó al abrir la nevera. Necesitaba comer.

La primera vez fue una sensación extraña. Siete y diez de la mañana. Del supermercado abierto 24 horas frente a la ventana de mi habitación y vuelta de nuevo a casa sin detenerme un segundo. Las provisiones aguantaron cuatro días.

La segunda vez la calma detuvo mis pies unos breves segundos en la lejanía de una ciudad todavía engullida bajo la noche, antes de regresar.

Después de cuatro semanas de enterrar a mamá, mis salidas se convirtieron en la necesidad de buscarla.

La descubrí por primera vez frente a mis ojos en aquel escaparate. Esperaba a alguien como yo. Me fascinaron sus facciones, su belleza. Era perfecta. Una muñeca de porcelana de los años cuarenta, de pelo natural en forma de tirabuzones rubios, vestido de satén blanco con encajes y un enorme sombrero de tela color azul a juego con sus dos vivaces esferas redondas sobre la cara. La viva imagen de un regalo imposible de rehusar.

Con su frágil rostro esculpido en el recuerdo regresé a casa. Tan solo tenía nueve años cuando desapareció mi vecina. El barrio se llenó de carteles buscando a la niña Agustina. Nadie podía creer que alguien se la hubiera llevado al volver de la escuela. Siempre recelosa de acercarse a desconocidos, su padre no cesaba de decir que su hija seguía entre nosotros.

Recuerdo a mamá y sus historias de niñas robadas para venderlas, o gitanas que las hacían trabajar hasta morir. Sus palabras caían como puñales cuando hablaba de las cosas feas que podía hacer el hombre del saco a niñas como Agustina. Yo tan solo era un niño dos años mayor con unos caramelos en el bolsillo para compartir con ella.

Tres meses después de no tener noticias, cerraron la panadería a tres calles de nuestra casa y se mudaron. Atrás dejaron al hombre del saco que para Agustina jamás existió. Sigue conmigo como todas ellas. El frío metal penetra sin remordimiento y dejan de acor-darse de nada. El resto forma parte de un cuchillo en la medida precisa de un silencio mortal. Los enormes sirulos de casi tres metros del río se encargan de saciar sus estómagos con voraz apetito. Hambrientas criaturas, en menos de diez segundos no queda nada.

Con los años dejé atrás los caramelos. Ahora prefiero regalos más apetecibles. Es cuestión de saber escoger.

Y allí estaba de nuevo. No podía creerlo. Fiel a su cita pedía llevarla conmigo. El mismo impulso animal creciente de tenerla. Entré en la tienda de antigüedades y dos minutos después yacía entre mis manos. Me daba igual su precio. Solo ansiaba contemplarla fascinado.

Uno, dos, tres, cuatro pasos totalmente abducido en ella, salí del establecimiento. Cinco, seis, siete metros más, cuando de pronto detrás de mí tan solo un largo sonido acompañado del viento hasta sentir el impacto cruel, absoluto, desgarrador. Desde la distancia, un corrillo de gente morbosa contemplaba el desecho humano convertido en mil trozos de carne sobre el asfalto. El autobús no pudo frenar a tiempo y evitar el atropello.

Tiempo. Palabra de seis letras y una muerte en el registro de difuntos.

«Remigio Gonzalo Fuentes – 22.06.1989»

Alguien me llama. Escucho su voz. En el silencio suspendido entre los hilos de un espacio desconocido es ella.

Me doy la vuelta despacio hasta fijar mis ojos sobre sus pupilas.

Mamá ha venido a buscarme. Las madres lo saben todo. Estaba segura que jamás podría cumplir mi promesa.

ANTINEA RAVAROTTO
Desengaño de una noche de invierno

Era la víspera de Navidad en el Gran Hotel Campo dei Fiori. Una espesa manta de nieve abrigaba esa extensión de prados hasta las orillas del lago Maggiore. Se esperaban muchos huéspedes respetables pero, sin duda, todo el interés se centraba en un único protagonista: el señor Rossi, el magnate propietario de la nueva fábrica textil más importante de la región. De las carrozas aparcadas en la entrada Liberty, mientras los lacayos se apresuraban a descargar un sinfín de equipajes, bajaban damas envueltas en opulentos visones. Una vez entradas en el cálido vestíbulo, un majestuoso abeto les deseaba la bienvenida y les iluminaba el camino hacia las escaleras que se perdían pisos arriba, hasta las suites más lujosas.

Cuando mi primer paso resonó en el mármol del atrio, me estremecí. Nunca había visto un lugar tan hermoso y refinado, aunque me temía que esa solo era la primera de muchas más ocasiones tan exclusivas. La pequeña tintorería de mi padrastro había llegado a ser una gran fábrica y, con ello, nuestra liberación de una vida de sacrificios. Además, yo no tenía hermanos; así que, muy a mi pesar, en unos años, sería la encargada de preservar el buen nombre de mis progenitores adoptivos. Angelina me regaló una mirada tranquilizadora y subimos hasta la habitación donde nos esperaban toallas suaves, sales de lavanda, agua caliente y una elegante cama con dosel.

Pocas horas después empezaría la cena de Navidad en el fastuoso comedor. No sabíamos cómo ocupar el tiempo y decidimos explorar esa jaula dorada que nos habría recluido durante los siguientes quince días. Al recorrer los pasillos, apreciamos todos los detalles de ese hotel tan nuevo como mi título nobiliario: salas termales para aliviar los reumas, una capilla y, desde los inmensos ventanales, se divisaba hasta una pequeña pista de patinaje privada. Hordas de chiquillos ricos y aburridos acosaban a los pobres sirvientes mientras las jóvenes de buena familia suspiraban detrás de los folletines románticos. Me sentía muy ajena a ese mundo. Al igual que mis coetáneas, soñaba con el amor romántico, pero era muy consciente de que mi tonalidad de piel y mis orígenes dudosos no resultaban muy alentadores para los posibles pretendientes de las clases más acomodadas. Y, encima, apenas sabía leer con fluidez, ya que mi única formación se limitaba a las nociones más básicas de contabilidad y de estrategias comerciales para poder seguir adelante con el negocio familiar. Con todo, mi fiel amiga Angelina se encargaba de mantenerme con los pies en el suelo y me invitaba a dejar de perseguir quimeras imposibles.

Rápidamente me di cuenta de que mi presencia no había pasado desapercibida entre los vástagos de la alta sociedad. Mi paso dejaba una estela de murmullos divertidos sobre el mismo tema de siempre: mi procedencia. De hecho, yo tampoco estaba acostumbrada al silencio perpetuo sobre mi pasado; sin embargo, el tiempo me había enseñado a convivir con ello.

Al otro lado del vestíbulo, una espesa cortina de terciopelo enguataba una puerta cándida que atrajo nuestra atención. Dejamos atrás los chismorreos y nos adentramos en el corazón cálido del hotel. Pasado el umbral, lo que vimos nos cortó la respiración.

Estábamos en el centro de una sala circular de tonos azulados con las paredes tapizadas de libros. La luz tenue de la biblioteca iluminaba las letras doradas de los lomos que nos recordaron una inmensidad de pequeñas estrellas. Nos encontrábamos en un espacio aún más grandioso que el resto del hotel y, por suerte, estaba totalmente a nuestra disposición. Quizás había pasado una hora, o tal vez dos, cuando escuchamos los timbres que anunciaban el comienzo de la cena de gala. Guardamos todos los volúmenes que estábamos hojeando y nos apresuramos hacia la salida. Fue en ese momento que Angelina lo vio, abandonado en una pequeña mesa de lectura: mi retrato en la portada de un periódico. Sabía que mi padre se había convertido en un personaje público, pero ¿por qué aparecía yo en esa gaceta? El artículo captó mi atención:

No son todas luces las que acompañan a los Rossi. El rico empresario esconde una sombra aterradora. Muchos se preguntan sobre las razones de la adopción de su actual hijastra, Manuela. Según fuentes cercanas a la familia, ella habría sido el salvoconducto para que su padrastro se redimiera de haber matado, en la lejana India, a su socio: el dueño de las plantaciones de algodón que le proporcionan la materia prima para sus negocios…

No pude seguir leyendo. Un calor improviso se apoderó de mí. Me mareé y caí desplomada al suelo. Alguien me sacudía. Voces confusas se mezclaban en mi cabeza.

Intenté abrir los ojos, pero mis párpados eran de plomo. Un olor punzante me catapultó de nuevo en esa magnífica biblioteca que, en ese momento, me pareció asfixiante. Mi madrastra me acariciaba la cabeza, con sus manos finas y delicadas, como siempre hacía cuando me ponía enferma. A su lado, estaba él: un asesino enfundado en un traje del mismo algodón que empapó la sangre de mi padre. Esa Nochebuena se llevó consigo mi inocencia y, también, a Angelina, mi amiga imaginaria.

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