Читать книгу: «El pecoso y los comanches», страница 2
–Vengan, vamos a mostrarle a Thad el nido de la codorniz.
A corta distancia de las carretas, bajo uno arbustos, estaba el nido. Thad se sorprendió cuando vio que en él había 18 huevos.
–No los toques –le advirtió Melissa–, porque de lo contrario la madre los abandonará.
–Ya lo sé –respondió Thad–. He descubierto uno cerca de mi casa, pero tiene solo doce huevos. Me guardaré dos pichones cuando nazcan.
–¿Cómo vas a hacer para cazarlos? –quiso saber Beau.
Thad se dio cuenta, entonces, de que Beau no había vivido mucho en el campo; de otro modo, no le hubiera hecho esa pregunta.
–Poco antes de que nazcan, pondré los huevos bajo una gallina clueca, y allí saldrán del cascarón.
En ese momento, su madre lo llamó porque debían regresar. Había sido uno de los días más felices de su vida. Hasta entonces, no había comprendido que había estado viviendo solo o, mejor dicho, que necesitaba la compañía de otros muchachos y niñas de su edad.
Mientras cabalgaba de regreso al hogar con su madre y Ellie, Thad se retrasaba, envuelto en sus pensamientos sobre los Branson. Llegó a la conclusión de que las chicas eran algo especial. No eran rudas como los muchachos, sino hermosas y gentiles en su comportamiento, al menos las chicas de Branson. Si no volvían pronto a realizar otra visita, se propuso buscar él la oportunidad para verlas otra vez. Su madre no podía salir muy a menudo, pero su padre o alguno de los peones con frecuencia hacían ese camino para ver el ganado. Su padre estaba escaso de gente para trabajar, por causa de la guerra, de manera que Thad ocupaba largas horas ayudando en las tareas de la hacienda. De alguna manera se las arreglaría para ir con los peones la próxima vez que tuvieran algo que hacer por el sur.
Habrían andado unos nueve kilómetros cuando, de pronto, Cosita irguió las orejas, y comenzó a resoplar y a tirar del freno. Mostraba señales de impaciencia y parecía querer alejarse de aquel lugar rápidamente. Thad comprendió lo que significaba. La espoleó, y en un momento alcanzó a su madre y a Ellie.
–¡Mamá, hay indios cerca! ¡Cosita los ha olfateado!
El caballo que montaba su madre ya reaccionaba de la misma manera, y ella le dijo a la compañera:
–Ellie, dame uno de los niños.
Tomó al pequeño Tommy Clark y lo sentó delante de sí. Thad empezó a oír enseguida los golpes sordos y lejanos de los tambores indios. Sus oídos eran tan agudos como los de un coyote. Las mujeres todavía no habían percibido el tum-tum.
–Mamá, ¿no oyes los tambores?
–¡Yo sí! –exclamó Ellie–. ¡Tambores indios!

La madre esforzó el oído un instante y luego asintió. Ahora también ella oía los golpes rítmicos de los parches distantes.
–¡Apuremos el paso! –gritó.
Nadie necesitaba que se repitiera esa orden. Los caballos galopaban desesperadamente. Esos tambores solo podían significar una cosa: que no lejos había un campamento indio, y los caballos presentían el peligro. Todo caballo que hubiera estado un tiempo en manos de los comanches conocía el trato cruel al que era sometido y temía a los indios.
Una flecha silbó cerca de la cabeza de Cosita, poniéndolos al tanto de que eran perseguidos. Thad quedó a la zaga del grupo y miró hacia unos árboles que bordeaban el arroyo. Inmediatamente desenfundó el Colt 45 que su padre siempre le recomendaba que llevara. Cosita casi rompía el freno por irse, pero Thad la sujetaba. Advirtió un movimiento apenas perceptible entre los arbustos que crecían junto a la arboleda. Apuntó hacia el lugar y disparó. Luego fue a reunirse con su madre y Ellie. No hubo más flechas. Después de un rato, aflojaron el paso. Los niños de Ellie no dejaron escapar un solo grito. Eran niños de la frontera.
Unos cinco kilómetros antes de llegar, se reunieron con el padre de Thad y con Ben Atkins, que venían a encontrarlos.
–Estábamos preocupados por ustedes –explicó el padre–, después de que Ben volvió de por ahí y dijo que había oído tambores indios.
–Sí, también nosotros los oímos –respondió la madre–. Corrimos un buen trecho luego de eso.
–También nos arrojaron una flecha –agregó Ellie–, pero Thad los amedrentó.
El padre miró a Thad con ojos de aprobación.
–Muy bien, hijo –expresó–; yo sabía que lo harías.
Thad se movió incómodo, como si le apretara la ropa, y respondió, algo incómodo:
–No fue nada...
–Sospecho que son muchachones los que nos persiguieron –dijo la madre–. Andarían a la búsqueda de cabelleras o caballos.
–No conviene que salgan solos otra vez–apuntó el padre–. La próxima vez, puede haber más que muchachones y quizás se los lleven. No es seguro.
Ellie se rio en voz baja.
–Por ningún lado que lo mire es seguro vivir en esta parte de Texas –le dijo a Conway–, pero no haremos otra vez lo que hicimos.
Cuando desmontaban, el padre sacudió la cabeza, mientras decía:
–Mucho me temo que tendremos que hacer frente a unas cuantas incursiones de los comanches este verano. Demasiado pronto andan rondando las poblaciones.
Capítulo 3

Merodean los comanches
El padre de Thad era diferente de algunos de los hombres de la frontera de Texas. Era un devoto creyente en la Biblia y gobernaba su conducta por las enseñanzas del Libro. Cada noche a las ocho, antes de ir a la cama, reunía a la familia, incluyendo a todos los que vivían en la casa y a algunos de los peones que estaban dispuestos a acompañar a la familia en sus oraciones. Cada noche, con un acento de reverencia que conmovía el corazón de Thad, su padre leía un pasaje de la Biblia. Luego se arrodillaban y él oraba fervientemente a Dios. A Thad le parecía que su padre estaba seguro de que Dios lo escuchaba. Para finalizar, cantaban un himno.
Los pensamientos de confianza que allí se expresaban y el lenguaje sublime de la Escritura llenaban el alma del muchacho. Lo poético de algunos pasajes hacía vibrar su corazón como un poderoso trueno de tormenta, o la cálida belleza del otoño. En cuanto a literatura, era lo único que Thad conocía por entonces, y sus pensamientos estaban llenos del gozo y de la belleza de la creación.
Su mamá le había impartido todo el conocimiento escolar que poseía. Más tarde, tuvieron una escuela que distaba unos seis kilómetros y que funcionaba durante unos tres meses al año. Thad tenía buena memoria y su madre le hizo aprender muchos de los textos que su padre leía en los cultos vespertinos.
Una vez, durante los últimos diez días de julio, se celebró en la hacienda de los Conway una serie de reuniones. Era una especie de concentración a la antigua. Había venido el predicador Heston, de Waco, y se había invitado a los rancheros de los alrededores a que asistieran.
Se preparó un estrado adornado con guirnaldas y un auditorio compuesto de bancos rústicos cubiertos con colchas. Esparcieron paja silvestre bajo el estrado, y todo quedó listo.
Las familias llegaron de cerca y de lejos, a caballo o en carros, preparadas para permanecer allí durante una semana. Los hombres llevaban revólveres al cinto y de cada montura pendía un rifle.
Desde temprano por la mañana hasta el atardecer, había predicación y cantos. Thad sacó más provecho de su amistad con nuevos muchachos y niñas que de la predicación, pero el canto satisfacía cierta necesidad que sentía.
Por su parte, Conway padre decía:
–De una cosa estoy seguro. Todos estamos aquí bien alimentados, física y espiritualmente, con la comida que preparan las mujeres y con lo que nos da el predicador Heston.
Hubo algo que preocupaba a Thad y que el predicador repitió varias veces en su sermón: “Debemos amar a todos los hijos de Dios”, decía. Y Thad se preguntaba: “¿También a los comanches?” Luego de uno de esos sermones, Thad y Beau oyeron que uno de los rancheros, llamado Lafe Alien, discutía acaloradamente con el pastor Heston.
–Pastor Heston, ¿quiere usted decir que debemos amar a esos comanches viles y asesinos?
–No, yo no digo eso. Fue Jesucristo el que dijo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”.
Alien sacudió su cabeza con impaciencia.
–Bien, yo considero que un comanche no es un ser humano, y pienso que nunca podría amar a uno de esos bribones.
Sus sentimientos eran semejantes a los de Thad, por eso el muchacho y otros hombres y niños se agruparon para oír la argumentación.
–Cuando usted se relaciona con una persona, cualquier clase de persona –dijo el predicador–, y conoce sus dificultades y comparte sus alegrías, y comprende su manera de pensar, entonces puede amarla.
Otro ranchero, llamado Chet Owen, que había visto morir a su hijo, quemar su casa y desaparecer su ganado por obra de los comanches, dijo con amargura:
–Un hombre debería pasar por alto la maldad de un comanche para llegar a amarlo.
–No tanto, quizás –repuso el pastor–, como lo que el Señor ha pasado por alto de cada uno de nosotros para amarnos. Y el único camino que conozco para poner fin al odio entre los indios y los blancos es que nosotros, que conocemos al Señor, oremos para que ambos, ellos y nosotros, podamos tener su amor en nuestro corazón.
Thad no oyó el resto de la argumentación porque en ese momento vio que Bynum llegaba con las vacas.
–Ven aquí, Beau –dijo Thad–. Debo ordeñar y hacer algunas otras tareas.
Corrieron los dos a la cocina, buscaron los cubos de ordeñar y luego fueron al corral. En el camino, Thad comentó:
–Yo pienso como Alien. Nunca podría amar a un comanche y odio al que quiere robarme a Cosita.
Una tarde en que no había reunión, Travis invitó:
–Vamos a cazar mapaches.
Beau y Thad fueron en busca de sus armas y Thad, con un silbido, llamó a Whizzer, el perro viejo y fiel. Travis llamó a otros dos perros cazadores llamados Bugle y Lady Lou. Bajaron por el arroyo siguiendo a los perros. Ni se les ocurrió pensar que podría haber indios cerca, a esa hora del día.
Habrían andado quizás un kilómetro por el arroyo deslizándose bajo los arbustos de la orilla, cuando los perros dieron con la huella de un mapache. Thad sabía que se trataba de un mapache por la forma en que Whizzer ladraba. Los perros estaban en el lecho del arroyo entre barrancos de casi cinco metros de altura. Ladraban furiosamente alejándose por el arroyo. Los muchachos los siguieron tan rápido como podían hacerlo, descendiendo junto a la corriente, por donde se podía ir más fácil.
Solo había un pequeño caudal de agua, pero aquí y allá contra las raíces de algún árbol viejo, las aguas habían hecho socavones formando profundos remansos.
Corrieron otro medio kilómetro antes de alcanzar a los perros. Cuando llegaron, el mapache intentaba trepar por el tronco de un árbol de pacana, o nuez pecan. Whizzer dio un gran brinco y lo tiró abajo. Como un relámpago, los perros se le lanzaron encima. Luchando con entereza, el mapache se lanzó al agua.
Whizzer saltó tras él para continuar la batalla. Pero el mapache luchaba valientemente y no se entregaba. Al final, luego de varios ataques y contraataques, Whizzer optó por retirarse y vino quejándose a los pies de Thad.

En ese momento Thad, sin saber por qué, sintió como si alguien los estuviera observando. Se dio vuelta y allí, en lo alto de la barranca, vio tres caras bronceadas, dos de las cuales ostentaban restos de las marcas especiales para los casos de guerra. Habían estado contemplando la lucha entre Whizzer y el mapache, y se reían de buena gana.
Thad lanzó un grito:
–¡Miren, indios!
Los muchachos miraron al tiempo que empuñaban sus armas.
De las tres caras, una en particular quedaría grabada en la memoria de Thad. Los únicos indios que había tenido ocasión de ver eran unos pocos exploradores amistosos de los tonkawa y los escasos comanches pintarrajeados que aparecían de vez en cuando. Estos últimos tenían caras de pocos amigos. Pero el rostro que Thad no podía olvidar era el de un muchacho sin pintar, de mirada franca, que reía por las alternativas de la lucha entre el perro y el mapache. Se diría que, por un momento, casi le gustó a Thad. Los otros desaparecieron en el mismo instante en que gritó “¡Indios!”, pero ese, todavía sonriendo, se alejó despaciosamente.
Todos se olvidaron del mapache. Los muchachos se hallaban a kilómetro y medio de la casa y sin cabalgadura, mientras que los indios estaban en una posición ventajosa en lo alto de la barranca. Thad y sus compañeros no tenían idea de cuántos podría haber, pero los indios conocían perfectamente la situación de ellos.
Parecía que no eran mucho mayores que Travis, Beau y Thad. Pero ¿cuántos más habría ocultos en los bosques o en los vericuetos del arroyo? Whizzer salió husmeando tras los indios hasta que Thad, temeroso de lo que pudiera sucederle, lo llamó.
Los tres muchachos aguardaron allí por espacio de media hora, de espaldas al grueso tronco de un árbol, pero no sucedió nada. Finalmente, Thad dijo:
–Intentemos llegar a casa. Pienso que no eran más que tres.
Escurriéndose de árbol en árbol, llegaron a la hacienda cuando caía la tarde y no podían contenerse en sus deseos de referir lo sucedido. La aparición de esos indios provocó una enorme curiosidad en los habitantes de las fronteras, y con razón. Apenas sí había algunas familias en las reuniones de la hacienda de los Conway que no hubieran perdido alguno de sus miembros en las incursiones de los comanches.
Desde ese día en adelante, los muchachos se cuidaron de aventurarse demasiado lejos de la casa sin la compañía de los adultos y sin caballos. Pero, desde luego, lo hicieron por un tiempito.
Capítulo 4

¡A perseguir a los comanches!
Lev Buchanan, que vivía en Windy Creek, estaba presente en la reunión. Había venido con Sally, su esposa, y sus dos nietos mellizos, Timmy y Tommy. El padre de los mellizos, Buck Buchanan, y su madre, Laurie, también se encontraban allí, pero los pequeños rara vez se desprendían de su abuela. Cualquiera se daba cuenta de que constituían los dos seres más importantes en la vida de la abuela Sally. La manera en que ellos la seguían le hacía recordar a Thad a dos cervatillos siguiendo a su madre.
Pero, para la gente joven, la abuela Sally era el miembro más interesante de la familia. En su niñez, la abuela Sally había sido secuestrada por los comanches. Cuando tenía alrededor de ocho años la rescataron los rangers, después de un combate en Possum Springs. Por entonces, solo hablaba la lengua de los comanches.
–Nadie sabía quién era yo –les dijo ella a los jóvenes–. Me enteré de que mi familia había sido masacrada cuando los comanches me robaron. De manera que los rangers me dieron a un ranchero, Bill Judson, y a su esposa.
–Y ¿cómo se casó con Lev? –preguntó Beau.
–Oh, Lev Buchanan trabajaba con Judson, y cuando cumplí 18 años nos casamos –dijo ella–. Eso fue todo lo que sucedió.
Thad nunca había visto a alguien que gozara tanto cuando cantaba, como la abuela Sally. Su padre solía describirla así: “La abuela Sally no tiene una pizca de oído, pero hace música dando golpecitos con el pie, echando hacia atrás la cabeza y chillando como un gato montés”.
A Thad le pareció una buena descripción. La abuela Sally era delgada, llena de arrugas en su piel curtida y tenía el cabello color de paja. A los niños les parecía que era una mujer vieja, pero probablemente no contaba con más de 45 o 50 años.
Su esposo, Lev, a menudo decía:
–Mi esposa, cuando habla, lo hace de tal manera que parece que estuviera llamando a los cerdos.
Thad y sus amigos la seguían a todas partes para oír de sus labios la historia de su vida entre los comanches. Solía ella repetirles algunas palabras en comanche que Thad aprendió a pronunciar.
–Muchachos –solía decir–, los comanches son seres humanos. Su forma de vivir está bien para ellos, pero a mí me gusta más la nuestra.
–Pero roban niños y los tratan mal –dijo Cecilia.
–Es verdad, roban niños –contestó la abuela–, pero una vez que los han conseguido tratan de convertirlos en buenos comanches. Les enseñan que los comanches son buena gente y que los blancos son malos. “Cuchillos largos”, llaman a los blancos.
–¿Se puso contenta cuando los rangers la rescataron? –preguntó Melissa.
–Te diré que no. Me defendí con uñas y dientes. Estaba hecha una comanche. Eso es todo lo que recuerdo. No, no temo ni un poquito a los comanches. Eso en cuanto a mí misma, pero temo por esos dos pequeños. Espero y ruego que nunca se los lleven. Los transformarían en comanches. Vez tras vez, he visto que lo han hecho.
Por primera vez en muchos meses, los hermanos mayores de Thad, Reed y Giles, volvieron a casa. Estuvieron durante varios de los días de reuniones, pero luego partieron nuevamente a incorporarse en su compañía de rangers.
Cuando finalizaron las reuniones y la gente comenzó a dispersarse hacia sus hogares, Thad cabalgó sobre Cosita acompañando al carro de los Branson durante varios kilómetros. Cuando el vehículo desapareció entre los bosques junto al arroyo, se detuvo en la cima de una loma y por largo rato agitó su mano en alto dándoles el último adiós. Las chicas y el pequeño Stevie le contestaban el saludo, y Beau lo hacía con el sombrero.
Pronto se perdieron de vista.
Una tarde en que Thad arriaba las cuatro vacas lecheras desde un lugar de pastoreo hacia el otro lado del arroyo, oyó lo que parecía ser el grito de un búho cerca del lecho de la corriente. Otro grito se oyó como respuesta que surgía de los árboles de abajo. Cosita irguió las orejas cuando oyó eso, y empezó a resoplar y a morder el freno.
–¿Has oído a los indios, Cosita? –le preguntó Thad.
El muchacho sintió un misterioso cosquilleo cuando oyó que los llamados se repetían. Aun cuando se trataba de una perfecta imitación del grito del búho, estaba seguro de que eran señales que se estaban intercambiando los indios. Apuró a las vacas tanto como pudo hacia el corral de ordeñe, donde encontró a Travis llenando de heno los pesebres.
–Hay indios cerca, Travis –dijo Thad.
Travis le revolvió el cabello y se echó a reír.
–¿Qué te hace pensar que hay indios cerca, muchachito?
–Me lo dice Cosita. Además, se oyen gritos de búhos en la arboleda.
–Quizá sean búhos –arguyó Travis, pero estaba seguro de que su hermano no le creía.
–Aún no es hora de que anden búhos. Además, Cosita sabe siempre cuando hay indios cerca.
–Entonces será mejor que traigas los caballos al corral y asegures bien la puerta –concluyó Travis.
Cuando llegó su padre con los peones, ayudaron a tomar otras medidas de seguridad. A la hora de ir a dormir, Travis y Thad salieron a la galería posterior para escuchar. No se oía ningún ruido raro. Pero, cuando fueron a dormir, Thad puso la cabecera de su cama cerca de la ventana a fin de oír mejor. Luego de pasarse un largo rato escuchando, al fin captó nuevamente los misteriosos gritos de búhos con su correspondiente respuesta. Uno sonaba cerca del establo de los caballos. Travis también oyó. Se levantaron rápido y se vistieron. Tomaron sus armas y salieron.
Dieron vueltas alrededor de la casa y luego fueron hacia los corrales. Las vacas estaban todas en su lugar, y en el corral de los caballos solo Cosita y Avispa Azul parecían intranquilas. El resto de los animales estaba tranquilo.
–Parece que no hay indios ahora –musitó Travis.
Thad no estaba del todo convencido, pero siguió a su hermano de vuelta a la cama.
Antes de que amaneciera, mientras la familia se levantaba y la madre preparaba el desayuno en la cocina, Joe Rivers, que vivía a unos diez kilómetros en Windy Creek, llegó al patio de los Conway, en un brioso caballo.
–Sr. Conway –dijo–, los indios nos atacaron, se llevaron todos mis caballos y mataron al viejo Lev Buchanan, y luego le sacaron la cabellera. También se debieron de haber llevado a la abuela Sally y a los mellizos.
–Y ¿qué pasó con Buck y Laurie? –quiso saber la madre.
–Fueron a Waco hace una semana y se llevaron con ellos al niño mayor. Deben volver un día de estos.
–¿Han enviado a alguien para que avise a los rangers? –preguntó el padre.
–Sí, señor, enviamos a Gibson, pero nadie puede decir cuánto pasará hasta que ellos vengan.
–Cosita y Avispa Azul nos dijeron la verdad, después de todo –dijo Travis.
–Podríamos organizar nosotros la persecución y no esperar a los rangers –dijo el padre–. Los seguiremos y trataremos de rescatar sus caballos. Pero ya no podemos ayudar al pobre viejo Buchanan.
–Desayúnense antes de salir –sugirió la madre.
Thad se colocaba ya su canana, listo para salir, montar sobre Cosita e ir a la caza de los indios, cuando su madre le dijo:
–Thad, no te ilusiones con ir a cazar indios.
–Papá –gimió Thad–, ¿puedo ir yo también? Sé manejar un arma tan bien como cualquier hombre.
–Sí, hijo, es verdad –comentó su padre–. Pero será mejor que te quedes y cuides de mamá y de los animales. Nadie sabe lo que tendremos que pasar ni cuánto tiempo nos demandará esta salida. Ayer, Ben Atkins se lastimó la pierna cuando el caballo lo volteó; él quedará también para ayudarte.
–Pero mamá sabe tirar tan bien como cualquiera de nosotros –protestó Thad–. ¿Por qué debo quedarme en casa?
–No discutas ahora, Thad. Haz lo que te digo.
Thad se dio cuenta de que era inútil insistir, así que se quitó el cinturón y fue a cumplir sus tareas cotidianas de ordeñar, dar agua y alimentar a los animales.
–Hola, Cosita –dijo en voz alta cuando se aproximaba a la puerta del corral–, seguro que conoces a esos indios, los que estuvieron aquí anoche.
Pero no obtuvo ningún relincho de respuesta. Cosita no estaba ni en el corral ni en el establo. Ni Avispa Azul ni ninguno de los caballos de la hacienda. Había muchas huellas de mocasines (calzado que usaban los indios) en el barro junto al bebedero de los animales. Cosita y los demás caballos habían sido robados por los comanches. Thad encontró el lugar por donde los habían sacado. Habían sacado varios postes del cerco.
–¡Pobre Cosita –gritó Thad–; odias a esos comanches, y otra vez te han llevado!
Thad llamó a su padre, a Travis y a Ben Atkins.
–¿Qué pasa, que estás hablando solo, muchacho? –preguntó Travis bromeando.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Thad, pero eran lágrimas de ira y de temor por lo que pudiera sucederle a Cosita.
–¡Comanches, quién más iba a ser! Se llevaron a Cosita.
El padre inspeccionó el corral y el establo.
En ese momento, oyeron un grito bronco más allá del cerco. Era una muía vieja a quien llamaban Nick. Tenía una flecha clavada en uno de los muslos y del cuello le colgaba un trozo de tiento sin curtir.
–¡Nick, te les escapaste! –dijo Conway padre–. Podría habérmelo imaginado.
Nick era una muía que siempre se salía con la suya. Cuando quería estar en el corral con los otros animales, se quedaba; y cuando se le ocurría salir a dar una vuelta, simplemente saltaba sobre el cerco y se marchaba.
Pero Nick era una muía muy trabajadora. El padre siempre decía de ella:
–Nick parece conocer lo que uno quiere hacer cuando trabaja con ella y hace lo mejor para que el trabajo salga bien.
–¿Por qué supones que se ha escapado de los indios? –preguntó uno de los peones.
–Hasta me atrevería a decir que de un mordisco le sacó un pedazo al infeliz comanche que se atrevió con ella –dijo Travis.
El padre rio.
–Es muy capaz de haber hecho eso.
–Cuesta tanto domar a uno de estos animalejos y, cuando uno ya casi lo ha logrado, vienen esos comanches y se lo roban. Ahora me he quedado a pie otra vez, precisamente después de haber gastado tres semanas en amansar a Nubbin.
–De modo que todos nos hemos quedado sin monturas, fuera de Nick, y ella está acostumbrada al trabajo del arado o al carro –dijo Travis.
–La usaremos para montar –dijo el padre–. Ensíllala, Travis, y ve si han dejado algunos caballos por el campo y tráelos. Vamos a seguir tras esos asesinos y ladrones. Quizá tengan en su poder a la abuela Sally Buchanan y a los mellizos, si es que no los han matado ya.
En unas dos horas, Travis volvió arriando unos ocho o diez caballos. Los comanches no los habían hallado.
–Estaban ocultos en el arroyo, en un socavón de la roca. Alrededor había muchos sauces –dijo.
Ya había caballos suficientes para marchar y la Sra. de Conway les preparó algunos alimentos para que llevaran durante el viaje. Thad contempló cómo se alejaban, sumido en una profunda tristeza. Ya había cumplido doce años y pensaba que podrían haberlo llevado.
Thad y su madre siguieron con las tareas domésticas, mientras Ben Atkins salía a dar una vuelta por el campo. Los jinetes de la partida cabalgaron durante dos días. Y entonces, el padre de Thad volvió a casa. Eran todo oídos para escuchar lo que había sucedido.
–Nos costó bastante encontrar la huella de los comanches –comenzó diciendo–. Cuando finalmente dimos con ella, se notaba que varios grupos se habían unido y se dirigían hacia el oeste, pero yo me sentía tan fatigado que debí volver. Me estoy poniendo viejo, y creo que demasiado viejo para andar tan lejos y luego tener que luchar con los indios –concluyó, y se dejó caer pesadamente en el sillón frente a la chimenea.
–Veo que trae algo de carne de búfalo en su montura –terció Atkins.
–Ayer encontramos algunos –dijo el padre–. Parecía como que hubiesen estado separados de la manada. Traje algunos costillares para mí. Los compañeros necesitaban lo demás. Les hubiera comenzado a escasear la ración si no hubiésemos conseguido esa carne. Los hombres de todos los ranchos de cincuenta y sesenta kilómetros a la redonda se nos reunieron en el arroyo. Todos están dispuestos a luchar si se topan con esos asesinos. Están encolerizados contra los indios por lo que hicieron con Lev Buchanan y su familia.
–Dime –preguntó su esposa–, ¿viste algunos comanches?
–No, no corrimos tras ninguno de ellos –respondió Conway–. Pero, como te dije, seguimos sus rastros. Llevan una gran cantidad de caballos con ellos, de modo que no es nada difícil seguirlos. Algunos rangers se nos unieron cerca de los Springs, acompañados por los exploradores de los tonkawa. Pero pudimos ver las enormes devastaciones que los indios habían hecho.
Sacudió su cabeza con tristeza y continuó diciendo:
–Encontramos una cierta cantidad de ganado de nuestra hacienda que había sido sacrificado. Solo habían tomado de cada animal muerto el hígado, el corazón y un poco de carne; a uno que otro le habían quitado también el cuero.
–Creo que no debemos culparlos demasiado por atacar a los blancos, ya que los estamos expulsando de sus tierras –comentó la madre–. Pero también es lógico, de parte de nuestros hombres, que traten de barrerlos.
–Podríamos vivir con ellos en buenos términos, tal como lo hacemos con los tonkawas, Sra.Luisa –agregó Ben Atkins–, si ellos lo quisieran. Hay abundancia de lugar para todos.
–Claro, si los comanches se establecieran en un lugar y trabajaran como lo hacemos nosotros –dijo el padre–. Los comanches han sido una plaga para todas las demás tribus, desde hace muchísimo tiempo, y los demás indios no sienten ninguna simpatía por un comanche, aunque en algunas ocasiones los kiowas se unieron con ellos para protegerse mutuamente.
Diez días después de que regresara Conway padre, Thad se dirigía al corral a ordeñar, cuando oyó cierto resoplido característico y, para su sorpresa, vio en la puerta del corral nada menos que a Cosita. Estaba allí, como si nada hubiera pasado, aunque su mirada era tristona como cuando se la habían traído. Thad pudo contarle las costillas; además tenía la boca lastimada y cojeaba de una pata. Parecía que apenas podía estar en pie.
Thad llamó a gritos a su padre y a su madre, y luego corrió y le echó los brazos al cuello a su amada potranquita.
El padre les había dicho que Reed y Giles se hallaban entre los rangers que se les habían unido para perseguir a los indios y que, cuando pasara todo aquello, vendrían por unos días a casa.
–Ojalá sea pronto –dijo suspirando la madre–. Temo por ellos.
Los indios parecían tener una ventaja de un día o dos sobre los blancos. Debían separarse en pequeños grupos por un tiempo y luego volver a reunir sus fuerzas a cierta distancia. El territorio era tan vasto y deshabitado que dar caza a una banda de comanches era como buscar una aguja en un pajar. Además, los indios se valían de tretas como arrear todos los animales un largo trecho por el agua, conducirlos por zonas rocosas o arenosas donde el viento pronto borraba toda huella.
No obstante, cierta mañana muy temprano, los rangers y los vaqueros sorprendieron a un pequeño grupo de comanches que habían acampado cerca de una aguada y dieron buena cuenta de ellos. Los sobrevivientes se dieron a la fuga y abandonaron a los animales. Uno de los blancos resultó seriamente herido. El mejor resultado del encuentro fue que se recuperó una buena cantidad de caballos robados, de los cuales muchos pertenecían a la hacienda de los Conway.
Poco tiempo después, los rangers fueron enviados a otro lugar de la región que había sufrido devastaciones. Los vaqueros volvieron a las haciendas con sus animales. Los Conway se enteraron de todo eso por las noticias de sus hijos Travis, Reed y Giles, y del peón Bynum.
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