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EL FRANQUISMO
José Luis Ibáñez Salas
ISBN: 978-84-15930-19-8
© José Luis Ibáñez Salas, 2013
© Punto de Vista Editores, 2013
http://puntodevistaeditores.com/
info@puntodevistaeditores.com
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Índice
El autor
Agradezco con orgullo…
Prólogo
Un prefacio
Capítulo primeroLa Guerra Civil. Francisco Franco Bahamonde, un militar español
1. El inicio del conflicto. Comienza la guerra de los mil días
2. Franco, jefe político y militar de los insurrectos. Comienza el franquismo
3. Franco, ese hombre
4. No ha llegado la paz, ha llegado la victoria: Franco domina toda España
Capítulo segundo Institucionalización del Nuevo Estado (1938-1959)
1. El primer Gobierno de Franco
2. Las consecuencias de la Guerra Civil
3. El nacionalcatolicismo: Iglesia y franquismo, unidos desde los primeros días
4. El franquismo durante la Segunda Guerra Mundial
5. Sociedad e institucionalización en la década de 1940
6. El largo camino hacia Occidente
7. Principios fundamentales y un cerco roto
Capítulo tercero El desarrollismo: un régimen viento en popa. El segundo franquismo
1. El Plan de Estabilización de 1959: hacia el “segundo franquismo”
2. Crecimiento económico de una monarquía tradicional
3. La década del aperturismo
4. Las contradicciones del éxito
Capítulo cuarto El tardofranquismo, agonía y muerte de una época y su dueño
1. El régimen no era la solución: el régimen era el problema
2. Los dos últimos gobiernos de la dictadura
3. Avances y retrocesos: a la deriva
4. XXXIX año triunfal… Y último
Un epílogo
Libros, los libros
El autor
José Luis Ibáñez Salas nació en 1963 en Madrid. Se licenció en Filosofía y Letras y se especializó en Historia Moderna y Contemporánea. Editor e historiador, fue el responsable del área de Historia de la Enciclopedia multimedia Encarta, ha dirigido la colección Breve Historia para Nowtilus y ahora es promotor de nuevos proyectos en Sílex ediciones. Asimismo, dirige la revista digital Anatomía de la Historia y es editor de Santillana Educación y socio fundador de Punto de Vista Editores. Su último libro en Sílex ediciones es El franquismo.
Ricardo y Adelaida, mis padres, vivieron el franquismo, completo.
A ellos van dedicadas las palabras de este libro, porque sin sus vidas ninguna de las frases que en él se han escrito (me) habrían merecido la pena.
Agradezco con orgullo…
El ansia literaria de escribir es muy posible que se remonte en mi caso a aquella primera vez que leí una página de agradecimientos escrita por un autor para cerrar un libro que me entusiasmó. Sí creo que las inmensas ganas de escribir un libro me vienen desde que soy lector y las arrastro, a partir del momento en que quiera que aquello ocurriera, por el mero hecho de gozar con este ejercicio de estilo.
A ver qué tal se me da.
Comienzo plagiando (citando, mejor) a mi amigo el escritor Francisco Rodríguez Criado, quien en uno de sus libros (iba a calificarlos de excelentes, pero como le he calificado de amigo no me creerás aunque debieras) lo borda en su página de Agradecimientos:
“Uno cree que la escritura es una cruzada en solitario hasta que llega el instante de rellenar el apartado de agradecimientos. Es entonces cuando se da cuenta de la suerte que tiene de estar tan bien acompañado”.
Francisco lo estuvo, bien acompañado, en ese libro de cuentos y yo lo he estado en este ensayo histórico (¿demasiada palabra la palabra ensayo?).
Mi agradecimiento habría de comenzar por dos historiadores y profesores míos ya tristemente fallecidos, Antonio María Calero Amor y Marta Bizcarrondo, por Manuel Pérez Ledesma, que tuvo el valor de comenzar a dirigirme una tesis doctoral que nunca fue (dedicada al principio a la resistencia guerrillera antifranquista en Cantabria y luego a la Guerra Civil en esa región, la mía materna), y, por supuesto, a Miguel Artola, la única persona a la que siempre que me refiero a ella en público apelo de don, don Miguel Artola, de quien recibí entre otras muchas cosas no menos apreciables algo que me ha guiado siempre aunque no sé si le atendí bien, una frase legendaria que decía algo así como “un escritor [las comillas no son textuales, claro] ha de escribir bien y un historiador es un escritor”. Maestros, espero no defraudaros.
Las cuatro personas más influyentes y a quienes van dirigidas especialmente las palabras que siguen, sin contar a Ramiro Domínguez, amigo y editor de este libro que te dispones a leer, y a Cristina Pineda, amiga y editora también del mismo, son mi mujer, dos amigos historiadores y una auténtica eminencia en el asunto sobre el que esta síntesis trata.
Excuso decir nada de lo que ha significado mi esposa en el trayecto de lo que ha acabado por ser este libro para que su natural tendencia a pasar desapercibida no se vea menoscabada, pero quiero que conste que ella es el alma mater esencial, el motor de todas y cada una de las frases que en él han quedado escritas por mí.
Continúo con los dos amigos historiadores, y empiezo por Rafael Esteban de los Ángeles, una persona que si hubiera tenido que inventármela no podría haber dado en el personaje real que es Rafa, amigo entre los amigos como difícilmente se puede encontrar por más que uno buscara alguien así con ahínco, y lo que redunda todavía más en la poca o mucha calidad que pueda tener este libro, un historiador de formación concienzuda y certera que se leyó mi manuscrito y me dejó una estela de sugerencias y modificaciones de tal excelencia que nunca podré agradecer lo bastante. Aun así lo intento. Gracias, amigo Rafa.
Luis Enrique Íñigo Fernández también me regaló su tiempo y su talento y los puso a ambos a leer mi original, así que la satisfacción que me produjeron sus palabras cuando acabó de hacerlo fueron el aval perfecto para decirme a mí mismo “el libro merece la pena, porque le gusta a Luis”, y ya nunca he tenido duda de que si a Luis le merecía la pena a mi me debería de merecerla defenderlo a capa y espada. Luis, como seguiremos colaborando juntos en tantos otros proyectos, solo te puedo decir que te debo una.
A la eminencia ya la conoces porque el prólogo lo ha escrito ella, la eminencia. Ángel Viñas me ha demostrado una generosidad inusitada por la mucha atención que me prestó durante todo el proceso final del original, cuando ya lo había yo enviado a la editorial y a él le pedí, no sin cierto arrojo, que siendo él quien era le escribiera el prólogo al primer libro de historia de alguien a quien casi no conocía. Y no solo hizo eso, escribir la maravilla que podrás leer tras estas páginas (maravilla no porque hable bien del libro sino porque es pura literatura de la buena, escrita por un historiador de los de verdad), sino que además… se leyó completo el manuscrito (sí, c-o-m-p-l-e-t-o) y me envió un elenco de acertadas sugerencias para que puliera algunas frases inconvenientes, inexactas o sencillamente erróneas. Darle las gracias a Ángel Viñas es poca cosa pues hizo mucho más de lo que yo hubiera soñado que alguien con una carrera profesional como la suya hiciera jamás por mí. Pese a todo, qué menos que dárselas otra vez, eso sí, con mi reverencia, maestro.
Mis agradecimientos no son solo los que has dejado atrás, porque ahora y para finalizar he de agradecerte a ti que hayas elegido este libro.
Prólogo
En los últimos cinco años he impartido varios cursos en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense como catedrático invitado en el Departamento de Historia Contemporánea. Mis clases versaron sobre la Guerra Civil, la política exterior española de 1936 a 1986 y la historia política de España en el siglo XX. Todas ellas son materias a las que llevo prestando atención desde que comencé a hacer mis primeros pinitos en la investigación histórica sobre fuentes primarias allá por el año 1970.
Con independencia del contenido de los cursos aprendí dos cosas de los alumnos que a ellos acudieron. La primera, y muy reconfortante, fue su alto grado de interés, algo muy de agradecer en tiempos como los presentes en los que una licenciatura, un grado o un máster en historia no son garantía de empleo. La segunda, el despiste con que llegaban a las clases, fuesen alumnos de 2.º a 5.º de licenciatura, de 3.º de grado o de máster.
Según pude colegir de mis frecuentes conversaciones, individuales y colectivas, tres razones pueden explicar tal situación. En primer lugar, el escaso conocimiento fundado adquirido en la ESO y en el Bachillerato sobre los temas en cuestión. En segundo término, la influencia decisiva del entorno familiar que, naturalmente, no siempre presenta versiones científicamente fundadas del pasado, incluso del más próximo. Por último, el impacto de los medios de comunicación, con sus incesantes polémicas sobre la República, la Guerra Civil y la Dictadura.
De ello extraje la conclusión de que la labor del historiador español ha de situarse hoy en dos planos: el primero, el de la investigación. El segundo, y no menos importante, el de la divulgación.
Sobre el primero poco puedo decir que no haya dicho y escrito por activa y por pasiva en los últimos años. Los archivos españoles y extranjeros están, en gran medida, abiertos. Señalo lo de “en gran medida” porque quedan recodos, huecos y esquinillas en donde todavía no se han abierto las puertas a la investigación. Aun con estas limitaciones, en mi opinión lamentables, lo que ya es explorable permitirá trabajar a por lo menos una nueva generación de historiadores, quienes son, en realidad, nuestro futuro.
Sobre el segundo plano, las necesidades no son menos urgentes. Los historiadores, y en particular los de corte académico, hemos siempre tenido una cierta tendencia a escribir para “los del gremio”. El público en general no forma parte del colectivo que se pretende alcanzar y convencer. En cierta medida es lógico porque una carrera académica no se fundamenta en la aceptabilidad del autor por el público sino en el abrazo de los pares. Son estos los que van a evaluar su producción en las diversas etapas de la carrera académica, ya sea de forma directa en los Departamentos o en la ANECA: desde la del modesto principiante (todos hemos pasado por ese tramo) hasta la del catedrático.
De aquí que el historiador, en plena carrera o ya establecido, descuide con frecuencia la necesidad de divulgar. De aquí también la necesidad de libros como el presente.
José Luis Ibáñez Salas me ha pedido un prólogo para su libro sobre el franquismo. Es un tema sobre el cual ya existe una abundante literatura. Pero se trata también de una etapa cuyo conocimiento histórico empieza a difuminarse aun antes de que los historiadores hayamos penetrado profundamente en sus intersticios. A medida, en efecto, que se avanza en su análisis científico y documentado las dificultades de acceso a la evidencia primaria relevante de época van aumentando. O esta evidencia ha desaparecido.
El historiador que escribe una obra de divulgación tiene en cuenta tales circunstancias. También Ibáñez Salas. Las etapas republicana, de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial están ya bastante trabajadas, aunque la entrada en los archivos permite pensar en lo mucho que queda por descubrir o documentar. Incluso sobre los años cincuenta del pasado siglo se dispone de una literatura nada despreciable. El tardofranquismo está, por el contrario, menos estudiado con fuentes primarias. Todavía predomina el análisis politológico, sociológico o basado en los medios de comunicación. Ya cambiará, con el tiempo, el abanico de fuentes explotables.
En base a la literatura, especializada o de síntesis, Ibáñez Salas ofrece al público generalista esta breve obra como quintaesencia de sus muchas lecturas sobre la evolución política, económica y social española entre 1931, fecha de establecimiento de la Segunda República, y 1975, cuando muere el general Francisco Franco.
El libro gira en torno a la combinación entre la figura de Franco y el régimen de “democracia orgánica” que ya empezó a instalar antes de la Victoria copiándolo de ciertos sistemas políticos poco recomendables: los fascistas. El lector apreciará que la presente síntesis se exponga con sencillez, en un estilo asequible y directo en el que se llama al pan, pan y al vino, vino. Esta voluntad de llegar a la esencia de las cosas es encomiable. Ibáñez Salas ha leído mucho y el abanico de autores en que se basa es extenso. En él se reflejan cuando menos los esfuerzos de tres generaciones de historiadores, por lo general españoles. En tal sentido, esta obra muestra lo que siempre he dicho y repetido: desaparecida la censura y reestablecidas las libertades democráticas, los historiadores, sobre todo españoles, hemos acometido con ganas y con sonados ejemplos la dura tarea de explicar el pasado más reciente. En puridad, la historiografía sobre la historia contemporánea de España (República, Guerra Civil, franquismo y transición) constituye la demostración más vibrante de las aportaciones de los investigadores españoles a la forja de una auténtica historia nacional. Como es lo normal fuera y como fue durante muchos lustros lo más anormal en nuestro país, cuando teníamos que recurrir a extranjeros (los hispanistas) para que nos interpretaran un pasado escasamente conocido y sobre el cual pesaba, como una apisonadora, la losa del canon franquista. Un canon, por cierto, forjado por periodistas, militares, clérigos, policías y académicos complacientes. Un canon que va siendo barrido lenta, pero sistemáticamente, de la conciencia de los españoles, aunque todavía quede para muchos una memoria difusa del mismo.
La divulgación no tiene solo que ver con el conocimiento del pasado. Es un elemento de formación cívica, de espíritu crítico y de concienciación moral. Debemos saber de donde venimos para saber adonde vamos. Cuantos más sean los ciudadanos que estén informados sobre el pasado mejor estarán dispuestos a establecer continuidades y discontinuidades en la evolución de la política y de la sociedad. En este sentido, el libro de Ibáñez Salas muestra con lucidez las muchas sombras, y los pocos claros, de un régimen como el pasado sobre el cual siguen pesando las apisonadoras de la desmemoria y de la manipulación.
Ángel Viñas
Bruselas, noviembre de 2012
Un prefacio
“Haga como yo, no se meta nunca en política”.
Lo que acabas de leer es una frase lapidaria atribuida al general generalísimo Francisco Franco, al parecer dirigida a Rodrigo Royo, exdirector del diario Arriba. Todo apunta a que el periodista acudió a quejarse al dictador, luego de ser cesado en 1962 como director de dicha publicación a raíz de haber intentado publicar en ella un editorial crítico –más allá de lo admisible– con el Opus Dei, pretendidamente titulado «Por el dinero hacia Dios» y, finalmente, prohibido por la censura. Aunque es más que probable que en esa destitución aparecieran razones más complejas relativas al posicionamiento falangista ultraortodoxo de Royo, el caso es que en lo que a nosotros concierne en estos momentos la frase es simplemente perfecta. Perfecta porque define con pulcra exactitud la figura del social e historiográficamente polémico militar que ayudó a provocar una guerra civil que según algunos alargó premeditadamente, para literalmente acabar con la vida o al menos con las ansias de quienes tenía por enemigos de su personal forma de entender el poder, y que, tras ganarla con la ayuda directa cuando no con la desidia internacional, gobernó dictatorialmente el país donde nació, hasta instaurar un régimen político que llamamos franquismo.
En realidad usamos, y usaremos nosotros aquí, esa palabra –franquismo– para referirnos indistintamente al régimen político promovido, encabezado y personalizado por Franco como al periodo histórico durante el cual el militar autócrata ejerció el poder en España entre 1936 y 1975, desde el comienzo de su autoridad sobre la zona sublevada por él y los suyos hasta su defunción el 20 de noviembre del último año mencionado (aunque no es descabellado, más bien al contrario, considerar que el verdadero final del franquismo tiene lugar cuando en diciembre de 1976 se produce la aprobación en referéndum de la Ley para la Reforma Política). El periodo de dominio personalizado en un gobernante más largo de la historia de España ha sido el franquismo, superior incluso al del reinado de Felipe II.
Porque importa empezar diciendo que el origen del ejercicio del poder por parte de quien adoptaría y gustaría intitularse con los apelativos de Caudillo y Generalísimo fue haber vencido en una guerra civil, la Guerra Civil por antonomasia. Guerra provocada ante el fracaso del intento de golpe de Estado erigido sobre una sublevación militar pretendidamente respaldada por movilizados seguidores de una solución antidemocrática y contraria a las posibilidades abiertas por la segunda de las repúblicas brotadas en la historia de España. Sublevación que acabó por provocar en buena parte del país lo que había venido a subsanar, según sus voceros: la revolución.
Y si el régimen se erigió sobre los restos de un país enfrentado a muerte, el régimen y el periodo histórico se difuminaron al unísono de la noche a la mañana con la defunción del propio personaje que le dio nombre, con la extinción del militar que nunca se metió en política.
Capítulo primero La Guerra Civil. Francisco Franco Bahamonde, un militar español
“Franco no fue un caudillo militar salvador de la patria en dramáticas circunstancias, sino un hábil general de desmedida ambición política. Franco sabía lo que quería: el poder, y lo quería para siempre”.
Alberto Reig Tapia, Franco Caudillo: mito y realidad, 1995.
Aunque determinados escritores avalados únicamente por sus miles de lectores pretenden esparcir el infundio de que la causa de la guerra civil española está en la propia instauración de la Segunda República o, como muy cerca, en la llamada Revolución de Octubre de 1934, lo cierto es que tan brutal conflicto fue originado por el fracaso ante la toma del Estado de una sublevación militar iniciada a mediados del mes de julio del año 1936.
Es decir, que si el origen del franquismo está en la Guerra Civil y esta lo tiene a su vez en una rebelión llevada a cabo por militares, Franco entre ellos, que habían jurado fidelidad a una Constitución… el franquismo nació de una traición. Una traición justificada de inmediato por quienes la cometían como la única salida posible para evitar que una revolución acabara con los más elementales principios de una tradición, la suya, la de los rebeldes. Revolución que no se produciría, por cierto, hasta que los sublevados decidieron subvertir el orden constitucional, y que tuvo lugar solo cuando el golpe sedicioso fue incapaz de conquistar el poder de forma absoluta en toda la geografía española. Pues lo que hizo el autodenominado Alzamiento fue precisamente desmoronar la capacidad coercitiva del Estado en los territorios que no apoyaron la rebelión y, con ello, provocar el inmediato impulso necesario a la vocación revolucionaria de las fuerzas del movimiento obrero más concienciado que se vieron solas defendiendo lo poco que hasta entonces habían conseguido, o luchando por aprovechar la brecha para obtener la ansiada sociedad sin clases.
La guerra, civil, claro, no puede tacharse de tal hasta que los implicados no se concienciaron de que era eso, y no otra cosa, lo que había estallado a raíz del éxito demediado del pronunciamiento en el norte de África a la hora de arrastrar al resto del país. Al margen de eso, la propia expresión ya como nombre propio (Guerra Civil) no ha sido siempre la utilizada para denominar al periodo de enfrentamiento bélico entre los partidarios de acabar violentamente con el régimen republicano instaurado en 1931 y con los variopintos defensores de los principios básicos de la legitimidad constitucional o de los avances sociales acometidos o por acometer por la República amenazada.
Cruzada, guerra nacional, guerra revolucionaria y hasta Alzamiento fueron durante mucho tiempo formas de denominar al conflicto cainita español de la primera mitad del siglo XX. Dado que a estas alturas no se usa sino la expresión guerra civil española (Guerra Civil, sin más), no incidiré más en el tema.
Recurrir a Santos Juliá para fijar cuál fue la causa de que estallara una guerra civil en la España de mediados de la década de 1930 nos ha parecido una opción inmejorable, y por eso reproducimos aquí la página 78 de la edición de 2011 de su excelente Elogio de Historia en tiempo de Memoria:
“[…] la fragmentación interna de ambos bloques que, por la derecha, llevó a depositar todas las perspectivas de futuro en un golpe militar y, por la izquierda, liquidó de hecho al Frente Popular como instrumento de gobierno, un error estratégico que el PSOE y la República habrían de pagar, el primero al muy alto precio de su perdurable escisión en los años de guerra civil y de exilio y, la segunda, al no menor de su derrota”.
1. El inicio del conflicto. Comienza la guerra de los mil días
“El golpe de Estado y la Guerra Civil fueron las consecuencias directas del fracaso político de la derecha española en su asalto a la democracia: las fuerzas derechistas no consiguieron acabar con la experiencia republicana ni por la vía electoral de una CEDA que veía un buen ejemplo en el caso austriaco, ni por la vía de la conspiración reiteradamente intentada por monárquicos alfonsinos y tradicionalistas, ni por la vía de un ascenso irresistible de un partido fascista de masas”.
Ismael Saz Campos, “Política en zona nacionalista: la configuración de un régimen”, Ayer, n.º 50, 2003.
Durante la segunda mitad del mes de julio de 1936, España se inundó de zozobras, audacias, resignaciones y expectativas.
Todo comenzó en el protectorado español en Marruecos. En África. Después de que el levantamiento contra el Gobierno constitucional arrancara el 17 de julio en la ciudad norteafricana de Melilla y las unidades militares sublevadas se hicieran de inmediato asimismo con Tetuán y Ceuta, Franco partió al día siguiente desde Canarias hacia Marruecos en el tantas veces mencionado y ya tan cinematográfico Dragon Rapide. Ese día, el emblemático 18 de julio que sería la fiesta por antonomasia del franquismo, se sublevaron con mayor o menor éxito las regiones militares peninsulares.
Pero lo previsto por los sediciosos no funcionó y la sublevación fracasó en donde la confabulación esperaba triunfar, en las principales ciudades españolas. Y, además, especialmente para lo que a nosotros nos interesa, que es allanar explicativamente el camino hacia la larga trayectoria del franquismo, el día 20 de ese mes de julio, moría en su exilio portugués en un accidente de aviación el general José Sanjurjo, jefe de los sublevados, cuando se disponía a ponerse al frente de las operaciones. Franco estaba más cerca de encarnar la dictadura que inevitablemente nacería con el triunfo rebelde.
El plan previo de los conjurados venía tramándose casi desde el mismo día de la proclamación de la Segunda República, cinco años antes, pero no es hasta la primavera de este año 1936 cuando se aceleran los pasos para llevarlo a cabo. Coordinados por el general Emilio Mola, numerosos altos mandos militares se van uniendo a la sedición y se rodean de los promotores ideológicos de la misma, conspiradores ellos mismos, sobre todo monárquicos borbónicos o carlistas y también seguidores de los distintos grupos parafascistas surgidos a imitación de las corrientes en alza en la Europa del momento pero con el tinte castizo propio de la extrema derecha española, sin olvidar a numerosos simpatizantes y militantes de partidos menos comprometidos con las nuevas formas del autoritarismo occidental.
Detengámonos brevemente. Franco ha llegado desde Canarias al norte de África, al epicentro de los alzados. Pero, ¿por qué venía Franco desde Canarias hasta Marruecos? ¿Qué hacía allí el general ferrolano?
Retrocedamos un poco en el tiempo. Franco había sido destinado a la comandancia general de Canarias por el Gobierno presidido por Manuel Azaña, un mes después del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Allí, en las islas atlánticas, donde admitió sentirse confinado, se mantuvo indeciso respecto a los compañeros de armas que le animaban a unirse a la conspiración que pretendía derrocar al régimen republicano por medio de un golpe de Estado. Indeciso casi hasta última hora. De hecho, se sabe que Franco no había participado en ninguna de las primeras confabulaciones antirrepublicanas, ni siquiera en el intento de 1932, en el que fracasó su exjefe directo, el general José Sanjurjo, y al cual negó explícitamente su participación cuando se pidió su implicación en la sublevación. Pero indeciso no quiere decir contrario, sino más bien partidario mas no dispuesto a llevarlo a cabo de inmediato; de hecho se puede afirmar que tras varias reuniones mantenidas en Madrid antes de partir desde Cádiz hasta su destino tinerfeño, Franco se involucró en la preparación de un golpe militar para el momento en que fuera irremediable llevarlo a cabo, aunque eso sí, carente del optimismo de los más conspicuos sediciosos. Mola, Manuel Goded, Joaquín Fanjul, pero también otros generales como Alfredo Kindelán, Ángel Rodríguez del Barrio o Andrés Saliquet, José Enrique Varela y Luis Orgaz, se encontraban entre los confabulados.
Se puede decir que, pese a que el general Franco tuvo escasa incidencia en la preparación conspiratoria, su participación en la fase final de la confabulación acabó por ser sencillamente decisiva. Aunque por lo general se ha tenido la creencia de que, a raíz del asesinato del dirigente de extrema derecha y exministro primorriverista, José Calvo Sotelo, la misma mañana en que conoció el luctuoso acontecimiento, el 13 de julio del año 36, Franco se comprometió por completo con la revuelta e incluso pasó a proponer que se produjera cuanto antes; el historiador español Ángel Viñas ha demostrado que el general se había sumado ya a la conspiración activamente hacia mitad de junio de 1936 y desarrollado su propia participación en la misma, lo que implicaba hacerse con el control previo de Canarias y la eliminación del comandante militar de Las Palmas, el general Amado Balmes. En cualquier caso, el hispanista estadounidense Stanley G. Payne ha afirmado, en una de sus monografías dedicadas al franquismo, que Francisco Franco “se decidió a participar en la revuelta cuando llegó a la conclusión de que era más peligroso no hacerlo”.
En cualquier caso, el general llegó a Tetuán el 19 de julio con el objetivo cumplido de tomar el mando del Ejército de África, la más profesional fuerza de choque con que se podía contar en aquellos momentos.
A medida que pasaban los días, el país iba quedando fracturado en dos zonas bajo el control de cada uno de los dos bandos, pues de bandos podemos hablar ya propiamente. El éxito o el fracaso de la rebelión era lo que medía la asignación territorial a una o a otra zona. Se ha hecho notar en ocasiones que de alguna manera lo que resultaba en este primer mapa del conflicto era una cierta reproducción del dibujo salido tras las elecciones del mes de febrero. Salvo excepciones, como en el caso de lo que entonces era la provincia de Santander, donde tras nueve días de tira y afloja la región quedó en el lado prorrepublicano, las zonas en las que habían logrado la victoria las candidaturas del Frente Popular evitaron caer en manos de los rebeldes y, por el contario, aquellas otras donde las derechas se habían impuesto pasaron con armas y bagajes a incrementar el territorio de los golpistas.
En efecto, ni el Gobierno reconstituido a trompicones ni los sediciosos habían resultado vencedores en ese primer asalto. Nadie dominaba el país por completo. Se avecinaba una guerra de duración impredecible dada la situación de cada contendiente. Una guerra civil que desde los dos bandos se tacharía en ocasiones de lucha contra un invasor, según se refiriera cada uno a la ayuda exterior que el enemigo recibía de sus aliados internacionales.
Si seguimos la división territorial actual, el régimen provincial imperante y las comunidades autónomas salidas de la Constitución de 1978, las áreas de la España de aquellos días quedaron como sigue.
Además del territorio bajo soberanía española en el norte de África, los sublevados dominaban a finales de julio los municipios de lo que hoy son las comunidades autónomas de Galicia, Navarra, La Rioja e Islas Canarias y una buena parte de Castilla y León; en Euskadi, la provincia de Álava; el occidente de Aragón; Islas Baleares, a excepción de la isla de Menorca; en Extremadura, la provincia de Cáceres casi en su totalidad; Oviedo en Asturias; y, por último, algunas zonas de Andalucía, entre ellas la ciudad de Sevilla.
Antes de continuar, creo que es de rigor hacer una precisión. Terminológica.
Dado que los rebeldes y los historiadores favorables a sus actos llamaron nacional a su bando y a la zona conquistada por sus tropas, conviene dejar claro que en este libro semejante adjetivo no será usado por cuestiones en absoluto ideológicas, más bien profesionales. Nacionales eran los dos bandos. Y de hecho es curioso que quienes más ayuda internacional recibieran se adjudicasen, llevados por su ideario nacionalista, claro, ese apelativo. Prosigamos con nuestro relato, pues.