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En 1635 se certificaba que Jerónimo Márquez y su familia habían comprado una sepultura en medio de la capilla de la Virgen del Rosario de la iglesia conventual, y que habían agregado, además del monto de la compra, algunas “limosnas” para costear su entierro y el de su mujer325. En poco tiempo y a medida que afloraban los recursos, algunos llegaron a construir monumentos funerarios propios, copiaban así una milenaria costumbre europea. Tales monumentos a menudo requerían capilla aparte. Para el caso del Convento del Rosario de Santafé se tiene un ejemplo. En 1624 Juan de la Sarte, vecino de la ciudad y benefactor del Convento, donó una obra pía con la condición de que él y sus descendientes fueran enterrados en la iglesia de Santo Domingo. La familia de la Sarte había tenido vínculos con la Orden desde tiempo atrás. Así, el padre de Juan había fundado en el Convento una capellanía por cuatro mil pesos de plata, y Juan, por su parte, había hecho donaciones con anterioridad.
Con el fin de fijar la escritura de su tumba familiar, Juan de la Sarte se comprometía a dar adicionalmente, como «limosna», unos seis mil pesos de plata corriente «de la de este Reino». A cambio, no solo se le debía conceder la sepultura, sino, además, satisfacer unos requerimientos sobre su adorno, con imágenes de la Virgen del Rosario, San Juan Bautista, Santa Elena, Santa Catalina Mártir y Santa Catalina de Siena, santos de la devoción de la familia Sarte. En cada imagen o cuadro debía ponerse el escudo de armas de su familia y las puertas de la bóveda sepulcral debían ser de bronce; agregó, además, su escudo de armas en las barandillas de la puerta. El Convento también se comprometió a ceder la propiedad sobre la tumba «para siempre» a los descendientes de Juan de la Sarte326.
Estos casos ilustran la hipótesis de la existencia un fuerte engranaje entre las familias criollas y el Convento. Esta relación de alianza cobijaba a todos los miembros de la familia, y se transmitía por herencia. Asimismo, en ella el factor económico era muy importante: considerables sumas de dinero se ponían a disposición del Convento a cambio de ayudas para la salvación de sus almas, como la concesión de sepultura perpetua, en el caso de la familia La Sarte. Más adelante se tendrá la oportunidad de profundizar en esto. Este engranaje iba más allá del apoyo económico y tenía que ver también con lo expresamente religioso. Los santos que Sarte escogió para adornar su capilla funeraria eran propios de la orden dominicana, en particular, la Virgen del Rosario y Santa Catalina de Siena. De esta forma, el Convento propiciaba un apoyo espiritual a las familias más importantes de la ciudad, y estas le retribuían con bienes y dinero.
El vínculo que propiciaba tal relación era mediatizado por distintas corporaciones creadas para este fin, como las cofradías y la Orden Tercera. De hecho, los miembros de la Cofradía del Rosario tenían asegurado no solo su sepultura en el suelo sagrado de la iglesia conventual, sino, además, sus exequias gratuitas celebradas por los frailes del Convento. Era, de hecho, uno de los privilegios o retribuciones que se obtenían por pertenecer a esa corporación. Así lo dejó estipulado el visitador y reformador Fr. Francisco de la Cruz en 1639:
Nuestro muy reverendo fray Francisco de La Cruz, Visitador de esta Provincia de San Antonino del Orden de Predicadores, dijo que, atento a que los hermanos de esta santa cofradía de Nuestra Señora del Rosario y hermanas de ella acuden con toda devoción y puntualidad al servicio de la Virgen celebrando de sus fiestas y limpieza de la Iglesia de este dicho convento para que le animen, y en satisfacción de este cuidado, mandaba a los prelados que son o por tiempo fueren y por modo de visita y buen gobierno y todas las veces que algún hermano o hermana de esta dicha cofradía muriere y se viese de enterrar en la iglesia de este dicho convento den para el entierro y su acompañamiento cuatro religiosos y por ello hayan de tener obligación los dichos hermanos a dar cosa alguna327.
Esta importante intervención del Convento en el tema de la muerte, que incluía tanto el entierro del cuerpo como la oración por el alma, no dejó de despertar celos del clero secular, el cual veía tal intervención como una usurpación de sus funciones o una competencia. Entre las causas de esta reacción del clero había evidentemente cuestiones económicas de fondo, y, a juzgar por lo que se dice en los documentos, fueron numerosas las acciones con las que se intentó evitar que se diera sepultura a difuntos en la iglesia de los dominicos, que se encontraba dentro de la jurisdicción de la parroquia de la Catedral de Santafé. Algunas reacciones llegaron a generar serios conflictos que merecieron numerosos procesos judiciales y por lo tanto quedaron registrados en los archivos328.
Promotor de una sociedad corporativa
El Convento de Nuestra Señora del Rosario participó en el fomento de las cofradías, los beaterios y otras organizaciones laicales, que eran corporaciones de origen medieval y que tenían varias intereses en común: unir a grupos sociales de condiciones similares para protegerse, realizar proyectos comunes, evitar la intromisión de extraños (y de extranjeros) y asegurar la conservación del grupo. Las corporaciones coloniales protegían a sus miembros del paganismo indígena, de las herejías, del hedonismo, y ayudaban a la perpetuación y a la supremacía de las familias criollas al evitar el mestizaje y defender los valores hispánicos. El objetivo final era la salvación eterna. Estas corporaciones desarrollaban métodos para intensificar la fe y la piedad, la devoción a los santos, la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, la celebración de fiestas y la práctica de la caridad. En realidad se trataba de una estrategia social compartida por el Estado y la Iglesia.
La Cofradía del Rosario
En esta lógica, el Convento dominicano de Santafé organizó algunas cofradías, entre ellas la más conocida fue la de la Virgen del Rosario, fundada en 1558, que mantuvo durante toda la época colonial una gran popularidad y atracción entre las existentes en la ciudad329. Una de las primeras actividades de la Cofradía, luego de su nacimiento, fue la construcción de la capilla del Rosario, en la iglesia de Santo Domingo, cuyos máximos donantes fueron los encomenderos y los conquistadores Juan de Penagos y Arias Maldonado330. La Cofradía, articulada en torno a una imagen de la Virgen del Rosario del Convento, se encargó de propagar su culto, y con el tiempo incidió en la proclamación del patronazgo que se dio a la imagen y advocación en el Nuevo Reino de Granada331, pues también se fundaron cofradías similares en todos los demás conventos dominicanos establecidos en el país332.
La Cofradía tenía dos tipos de miembros: los miembros fundadores y los miembros hermanos. Los fundadores tenían más preferencias. La Cofradía tenía tres ramas: la masculina y la femenina, ambas integradas por personajes nobles y distinguidos de la ciudad, y una tercera rama, que existía a mediados del siglo XVII, fue la que integraba indígenas, también en un “doble coro” de hombres y mujeres333. Las dos primeras ramas estaban vigentes todavía a comienzos del siglo XVIII334. Cada una se reunía de forma separada, aunque coincidían para las actividades principales, las más representativa de estas eran mantener y adornar la capilla de la Virgen del Rosario, y, sobre todo, preparar solemnemente su fiesta, para lo cual no se escatimaban gastos. También la Cofradía debía cargar las andas de la Virgen en la procesión del Martes Santo y portar el pendón respectivo en la procesión del Santísimo Sacramento. Otra actividad que realizó la Cofradía, al menos entre durante el siglo XVII y comienzos del XVIII, fue el rezo del rosario todos los días y de manera pública en la iglesia conventual. Cada una de estas actividades era financiada por los mismos cofrades, a través de censos, capellanías y donaciones pías335.
La Cofradía no era solamente una asociación piadosa, era también una congregación para la buena muerte y para la buena vida. Así, si alguno de los cofrades moría, los demás compañeros debían acompañarle en el entierro, alumbrarlo con doce cirios, si era hombre, y con diez cirios, si era mujer, y aportar para el entierro. Por otro lado, la Cofradía ayudaba económicamente a los hermanos y los fundadores presos, y acompañaba los funerales y el entierro de los frailes del Convento, velándolos con doce cirios. El Convento, por su parte, concedía espacio en su iglesia para las tumbas de los fundadores y otro sitio para los demás hermanos. Las reglas de la Cofradía insistían en la observancia de la obediencia y de un comportamiento «ejemplar». Por ello se permitía expulsar a aquellas personas «soberbias» que precisamente dieran «mal ejemplo» y fueran rebeldes o díscolas336.
La Cofradía del Rosario en su rama criolla estaba íntimamente ligada a las autoridades locales. Varios mayordomos o priostes eran miembros de la Real Audiencia o del Cabildo de la ciudad, siempre en rigurosa observancia jerárquica. En este sentido, la cofradía no rompía, sino que reproducía el cuadro del poder político local, y exaltaba las jerarquías políticas, que tuvieron un espacio de sociabilidad que difícilmente se podía obtener de ora manera, ante la ausencia de ambientes cortesanos. Había lo que Rosemarie Terán llama «una apropiación del espacio sagrado como recurso decisivo para la reproducción simbólica de las élites»337. Con base en esta simbiosis, se intuye la decisiva importancia que debían tener las ceremonias religiosas en las que la Cofradía participaba o era protagonista.
La tercera orden dominicana
Pero no fue la Cofradía del Rosario la única organización por medio de la cual los religiosos del Convento dominicano de Santafé colaboraron en el proyecto corporativo de la época. Aunque más pequeña y menos extendida, la Tercera Orden jugó un papel importante. Un 28 de enero, de algún año entre 1665 y 1669, bajo el auspicio de Fr. Esteban Santos, fue creada la Milicia Angélica en el Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé. Según lo que refieren Báez y Ariza, esta fraternidad estaba ligada a la Universidad de Santo Tomás, y tenía como fin promocionar el culto al santo patrón y propagar su pensamiento. Contaba con bienes muebles e inmuebles, patrocinaba la fiesta anual del santo y las novenas, y tenía rentas, como las demás asociaciones piadosas. Sin embargo, no era considerada como una cofradía y se encontraba adscrita a la tercera orden dominicana, siguiendo unos lineamientos similares a los que existían en la Universidad de Lovaina, en la actual Bélgica.
La organización correspondía a una asociación penitencial, antes que a una cofradía338. A comienzos del siglo XVIII los documentos refieren la existencia de otra hermandad, llamada Escuela de Cristo, dirigida en la fecha por Fr. Francisco Romero. Esta asociación también había sido instituida en los conventos dominicanos de Cartagena, Tunja y Ecce-Homo339. Su fin era educativo y se dedicaba a la instrucción primaria de niños, en articulación con el Colegio y Universidad de Santo Tomás. Estas corporaciones fueron inestables y su organización nunca estuvo totalmente clara, especialmente en el siglo XVIII, cuando personas que pertenecían a la tercera orden dominicana llegaron a integrar también la Tercera Orden Franciscana340.
Las terceras órdenes fueron creadas por las órdenes mendicantes en la Baja Edad Media, y constituyen una de sus grandes realizaciones. A través de esas instituciones los laicos podían prestar sus servicios sin renunciar a su profesión, a sus vínculos afectivos; en suma, a ningún privilegio de la vida secular. Las terceras órdenes son el antecedente directo de la participación laical activa en la vida de la Iglesia341. Eran organizaciones diferentes a las cofradías, aunque guardaban similitudes con ellas, algo que ha hecho que muchos autores, por error, no realicen la distinción entre unas y otras342. Una gran diferencia era que las terceras órdenes seguían constituciones universales, mientras que las de las cofradías eran particulares.
La regla mediante la cual se rigió la Tercera Orden de los Dominicos hasta comienzos del siglo XX se dividía en veintidós capítulos, que comenzaban con la admisión y la profesión, después versaban sobre el modo de vida y las obligaciones de los penitentes y terminaban con la manera como estas asociaciones debían gobernarse. El vocabulario utilizado era clerical: se habla de priores, de novicios, de noviciado, de ‘maestro’ para referirse al director espiritual, etc. Los laicos debían tomar un nombre ‘de religión’, portar un hábito (algunos lo llevaban externamente, otros bajo la ropa) y tener ritos de admisión y de profesión, que era perpetua. Las obligaciones de los laicos de la Tercera Orden se centraban sobre todo en la celebración de las horas canónicas y en la ascesis. Quienes no podían leer recitaban una serie de padrenuestros en lugar de los maitines, las vísperas, etc. También se definía el ritmo de frecuencia de los sacramentos, los tiempos de ayuno y abstinencia, ligados estos a los tiempos mandados por la Iglesia, como la cuaresma o fiestas especiales. Se pedía, además, orar mucho por los hermanos y hermanas fallecidos.
Un aspecto que merece destacarse era la ausencia casi total de distinción entre el estatus de los hombres y el de las mujeres. Los artículos de las constituciones se aplicaban sin distinción a hombres y mujeres, y las obligaciones fijadas para unos y otros eran recíprocas: por ejemplo, si una mujer casada no podía ser admitida en una fraternidad sin la aprobación de su esposo, la regla preveía lo mismo para el hombre casado343. En el mundo colonial esta organización estaba reservada a las «personas de vida honesta, de buen nombre y de ninguna manera sospechosas de herejía»344. Ella era el apoyo civil del convento y de la orden. La Tercera Orden tenía pretensiones intelectuales. Había un espacio para la formación espiritual e intelectual (en el tomismo, obviamente), que las cofradías no tenían. Ejercicios espirituales semanales, sermones y conferencias complementaban a los rosarios, letanías, látigos, luces, velas, sombras, misas y procesiones que constituían la rutina de las cofradías.
En la Tercera Orden los lazos familiares eran muy importantes. Generalmente los parientes de los frailes ingresaban a sus filas; también lo hacían clérigos seculares. Así, al igual que la cofradía, la Tercera Orden fomentaba una red de compromisos sociales y profesionales entre sus miembros. Esto generó que la fraternidad se elitizara y se restringiera a un tipo de población, que al no ser abundante impedía su expansión numérica. Pero esto último no era lo que se buscaba. Según Thomas Calvo, estudioso de la corporación para el caso mexicano, la Tercera Orden adquiría mayor importancia ante los ojos de los frailes cuando se encontraba integrada por personajes de la élite local y regional. De otra forma el apoyo brindado era menor345. Así, «la religiosidad de los ricos también pasa por su religión de poder... y por lo tanto su ejercicio»346.
Las beatas dominicanas
Dentro de la Tercera Orden se encontraban también las beatas dominicanas. Se trataba de mujeres piadosas de las clases pudientes de la ciudad, que se encontraban dentro de un proceso de conversión. Según Magdalena Chocano: «Las beatas eran mujeres que prometían llevar una vida de recogimiento, penitencia, castidad y oración por su cuenta; aunque nunca profesaron, sí usaban los hábitos de la orden religiosa con la que mantenían un vínculo formal. Podían vivir solas o en grupo en el beaterio»347. Estaban supervisados por el clero. Los beaterios podían, y muchos lo hicieron, convertirse en conventos formales. «La beata era un personaje ambiguo, pues podía representar muy bien un ideal de mujer casta, capaz de controlarse y llevar una vida religiosa autónoma. A algunas beatas esta circunstancia les permitió crearse un aura de autoridad y publicidad que llegó a ser inquietante en el medio en que se desenvolvían»348. Por ello, en varios lugares algunas pasaron a ser sospechosas para la Inquisición349. Los beaterios surgían por consejo de los frailes, confesores de estas mujeres, y ellos dirigían la obra espiritualmente, mas no materialmente.
Una de las primeras beatas de la tercera orden dominicana registradas en los anales de la historia fue María Ramos, vidente del milagro de Chiquinquirá (1586), quien recibió 1623, ya anciana, el hábito de la Orden350. Por la misma fecha aparece una hija de Juan de Mayorga, encomendero del Valle del Ecce Homo, cerca de Villa de Leyva. Ella asumió el nombre de Catalina de Jesús Nazareno, y en la época era venerada como una santa viva; según narra Flórez de Ocáriz, Catalina «traía una corona de espinas en la cabeza taladrada de sus púas y de penitencias, y enflaqueció y enfermó de tal modo que se rindió en una cama sin quien la socorriese, sin faltarle que comer con moderación ni que dar a los pobres liberal (sic)»351. No era extraño, dadas estas manifestaciones externas, que se tejieran leyendas piadosas en torno a ella. Pero lo que más se recuerda es el activo papel que jugó en la fundación del Convento del Ecce Homo, en tierras de su familia, para que en él se venerara una imagen de Jesús doliente que poseía y que había sido obtenida originalmente durante el saqueo de Roma en 1525.
Ocáriz menciona otros casos de «beatas de Santo Domingo y de santa Catalina de Siena», lo que indica que llegaron a crearse por lo menos dos beaterios dominicanos, en Santafé y Cartagena. El de Santafé estaba dedicado a santa Catalina de Siena. A él pertenecía Isabel de San José, natural de la capital, hija de una familia encomendera de la región. De ella se dice que «recibió el hábito de beata dominica y profesó mejorándose cada día en la virtud y frecuencia de sacramentos, de tal modo que recibía la comunión todos los días sin perder en ninguno misa»352. No está claro si las beatas vivían en comunidad; tal parece que no. Lo cierto es que se regían según la regla de la Tercera Orden, y hacían profesión solemne en el Convento de Santo Domingo de la ciudad.
Las beatas eran reconocidas dentro de la familia dominicana. Fr. Alonso de Zamora, en su crónica, afirma que «ha sido muy feliz este Convento del Rosario con las religiosas profesas de nuestra Tercera Orden, porque, resplandeciendo todas en su honestidad, recogimiento y frecuencia de sacramentos, sobresalen con estimaciones de virtud, como mujeres fuertes de precio incomparable»353. Incluso varias de ellas fueron enterradas en el Convento de los frailes, en sepulturas hechas por los mismos familiares. Por ejemplo, Bárbara Suárez, destacada por Zamora entre la lista de terciarias notables, murió en 1659, y fue enterrada en el Convento del Rosario de Santafé, «en la capilla de San Andrés, propia de sus padres»354.
Las mujeres se hacían beatas por varias razones y en varios momentos de su vida. En la mayoría de los casos el factor ‘conversión’ era muy importante, a diferencia de lo que ocurría con las monjas de los conventos. Una razón era haber enviudado a edad relativamente avanzada, sin esperanza de conseguir otro partido y habiendo experimentado un proceso de conversión interior que les invitaba a cambiar radicalmente su vida. Por ejemplo, Isabel de San José se hizo beata dominica porque enviudó sin tener hijos «y con desengaño de la vanidad del mundo, por habérsele pasado los dos primeros tercios de su edad»355. Este caso fue común. Sor Bárbara Suárez, viuda, con hijos, «pasados algunos años de viuda, en los últimos de su edad, con repugnancia de su yerno el gobernador Fernando Lozano Infante Paniagua, se vistió el religioso hábito»356; sor Agustina de San Pablo, al enviudar sin tener hijos de su esposo Ciprián de Avalaos, encomendero de Tambia, «se hizo beata de Santa Catalina de Siena»357.
Otra razón era la conversión a edad temprana, caso similar al ocurrido, por ejemplo, con Santa Rosa de Lima, en el Perú. En Santafé, el cronista resalta a Margarita de Penagos, quien permaneció «en estado de doncella y en su mocedad usó de afeites y galas hasta que advertida que semejantes cosas podían perderla, les dio de mano y se acogió al hábito de beata del glorioso patriarca Santo Domingo»358. Otro motivo era la influencia de terceras personas, quienes escogían por ellas. Juana de Jesús, natural de Pamplona, huérfana a temprana edad, fue criada en Santafé por Catalina Romero de Saavedra, quien «la instruyó en buenas costumbres; tomó el hábito y profesión de beata dominica»359.
Las beatas, además de cumplir con sus oraciones diarias (rosarios, oficio parvo, etc.) y de ir a la misa cada día, ayudaban al Convento dominicano en actividades concretas, una de ellas era ayudar a preparar la comida en la fiesta de Santo Domingo. Por ejemplo, Sor Margarita de Penagos era reconocida por ser experta en «curiosidades de conservas y guisos»360. También ayudaban en la caridad del Convento, en las actividades que este realizaba con enfermos y pobres. Así, Penagos ayudaba a visitar enfermos «de todos estados» y a cuidarlos. También amortajaba los muertos, «velándolos y acudiendo a sus entierros y honras». Igualmente recogían limosna y ellas mismas daban de sus fondos361. Está en mora la realización de estudios profundos sobre esta forma de vida, cuyo papel en la sociedad de la América Colonial, en mi opinión, fue especial y diferente al de los conventos de monjas, en los cuales se han centrado preferentemente los estudios históricos sobre la vida religiosa femenina.
El Convento de monjas de Santa Inés
Otra forma de corporación que el Convento de Nuestra Señora del Rosario contribuyó a fundar, aunque no de forma directa, fue el Convento de monjas de Santa Inés. Y es que, a diferencia de los beaterios, que surgían por inducción directa de frailes confesores del Convento frente a algunas de sus feligresas, el Convento de monjas, debido a su estructuración, necesitaba mucho más apoyo y recursos.
En la América hispana, el origen de la mayoría de estas entidades fue, generalmente, producto de la iniciativa secular-episcopal. No obstante, en el caso del Convento-Monasterio de Santa Inés, su nacimiento tuvo que ver también con la influencia del Convento dominicano de Nuestra Señora del Rosario en las élites locales. Sucedió que el Convento era un lugar preferido por los varones de familias prestantes para hacer retiros espirituales y otros ejercicios piadosos362. A comienzos del siglo XVII uno de ellos, el acaudalado Hernando Caicedo, con la ayuda de Alonso López de Mayorga y de Tomás Velásquez, parientes suyos, intentó fundar en la ciudad un convento de religiosas dominicas. En un comienzo la iniciativa no tuvo éxito, para ello se requería un procedimiento legal jurídico que concluía con la aceptación del rey. Había que dejar, además, cuantiosos bienes para el sostenimiento del convento. Más adelante, el proyecto fue recogido por Juan Clemente de Chávez, alférez mayor de Santafé, quien se propuso fundar ese monasterio dominicano bajo la advocación de Santa Inés de Montepulciano, luego de haber sido gratamente impactado por una hagiografía de la santa, suministrada por un fraile del Convento del Rosario, durante una confesión general realizada por Chávez, quien también expresó su voluntad en el testamento, pues dejó una obra pía de más de cincuenta mil pesos representados en estancias de ganado, trapiches, rentas de encomienda y dinero en efectivo363.
Tal proyecto sí prosperó, pues su mujer, Antonia de Chávez, al morir su marido, se dedicó a hacer realidad este deseo, logró incluso que una de sus hermanas, que ya era religiosa de la Concepción, hiciera parte del grupo fundador del nuevo convento. El hecho de que gran parte del grupo fundador fuera integrado por religiosas de otros monasterios de la ciudad era común, pues la limitada movilidad de las mujeres de la época impedía que vinieran de España monjas de la misma orden y regla. Lo que importaba era que las monjas fundadoras tuvieran la «experiencia necesaria para el gobierno» del Convento364. También fue decisivo el apoyo prestado por el arzobispo de Santafé, el dominico Fr. Cristóbal de Torres.
El proyecto se cristalizó en 1645. Las reglas de ingreso de las nuevas monjas no diferían mucho de las de los frailes, salvo en la dote: si se quería ser religiosa de coro, la familia de la candidata debía desembolsar dos mil pesos de dote, más ajuar y cien pesos o patacones extra para la alimentación durante el año de noviciado. Además de dinero, la familia debía demostrar su limpieza de sangre, y las candidatas debían provenir de «legítimo matrimonio, [ser] nobles de sangre, virtuosas y por lo menos limpias de toda mala raza, sin excluir la hija natural»365.
Por lo demás, el nuevo convento pasó a cumplir la misión que por entonces se le encomendaba como lugar de salvaguarda de fortunas familiares, de “protección” de doncellas y viudas y aún de refugio y penitencia para las mujeres arrepentidas de su vida pasada. También cumplió con otros papeles que la sociedad colonial le otorgó, como el de ser una entidad financiera, además de servir de guarda de valores y tradiciones religiosas y culturales de las élites hispano-criollas, gracias a las relaciones de parentesco que allí se generaban, con mayor intensidad incluso que en los conventos masculinos. Por ello, los monasterios de monjas eran protegidos pero a la vez intervenidos constantemente por los vecinos de la ciudad.
Pero lo que poco que se conoce es el papel que jugaban las comunidades religiosas masculinas de su misma orden en la vida de los monasterios de monjas y viceversa. En el caso del de Santa Inés, existía una larga tradición de colaboración entre las ramas masculina y femenina de la familia dominicana366. Por otra parte, entre los fines del monasterio, se encontraba el ‘apoyo a la predicación’ que realizaban los frailes, lo que implicaba que las monjas dedicaban sus oraciones, misas y sacrificios por el éxito de la tarea de sus hermanos de orden367. Los frailes, por su parte, predicaban en las fiestas del monasterio y en las propias de la orden, y eran además directores espirituales de varias monjas. El primer director espiritual del monasterio de Santa Inés fue Fr. Francisco de Achurri368, quien era uno de los religiosos más influyentes de la Provincia de San Antonino. Los frailes, además, enseñaban a las monjas canto y liturgia dominicana. Por otra parte, no faltaban las relaciones de parentesco entre los religiosos y las religiosas: por ejemplo, el día del estreno de la iglesia del Convento de Santa Inés, el sermón estuvo a cargo de Fr. Antonio de la Bandera, «tío de la madre priora»369. Fr. Francisco Núñez, prior del Convento del Rosario, a mediados del siglo XVII, era hermano de la madre Beatriz de San Vicente, a su vez, priora del monasterio de Santa Inés370. Así, con el apoyo de los provinciales y priores del Convento del Rosario, las monjas lograron conseguir su afiliación oficial a la Orden de Predicadores, en 1675.
Algunos dominicos llegaron a ayudar en la administración económica del Convento de las Inesitas, como se les conoce, sabedores de que las monjas necesitaban colaboración externa, debido a su condición de clausura. Por ejemplo. Fr. Francisco Núñez, hermano de la madre Beatriz de San Vicente, «se dedicó de todo en todo a las disposiciones y agencias con penoso afán y perseverancia y el buen gobierno de las haciendas, tomando cuentas a mayordomos y a los distribuidores del dinero de la obra»371. Fr. Francisco Núñez había sido nombrado por el Arzobispo, el también dominico Fr. Juan de Arguinao como su “compañero” en «el cuidado y asistencia de la obra y demás cosas tocantes a aquel santo Monasterio, como sustento de las religiosas, régimen de sus rentas y haciendas por estar dicha obra a nuestro cargo y cuidado y el amparo de dicho monasterio»372.
Además, el monasterio se articuló estrechamente con el arzobispado, proceso que dio especialmente en sus primeros treinta años de vida, época clave para que la fundación de un monasterio femenino se consolidara. Según Beatriz Álvarez, fue fundamental el apoyo brindado por dos arzobispos que coincidencialmente fueron dominicos: Fr. Cristóbal de Torres, bajo su mandato se efectuó la fundación del Convento, y Fr. Juan de Arguinao, limeño, arzobispo de Santafé desde 1661. Este último ayudó a que un pleito entablado en contra de la fundación del monasterio que exigía la devolución de los bienes entregados para su fundación –lo cual significaba la extinción del monasterio– no las afectara, pues ese arzobispo «compró las haciendas de campo en tierra fría con las casas, semillas y ganados y las que tenían en tierras cálidas con trapiches, cuadrillas de negros, fondos y otros instrumentos para labrar miel y azúcar. Todo le costó muchos miles de pesos, asegurando con otros socorros continuos los réditos»373. Gestionó, además, la construcción de una nueva iglesia y del nuevo edificio conventual. En consecuencia, al morir este arzobispo en 1678 su cuerpo fue enterrado en el altar mayor de la nueva iglesia del Convento.
El arzobispo de Santafé era el principal encargado de proteger, supervisar y ayudar al Convento-monasterio. Asimismo, por su carácter dominicano, también esa labor le correspondía a la Provincia de San Antonino y a su convento máximo, previa autorización del arzobispo y del maestro general de la Orden, quien remitía originalmente las patentes necesarias374.
Por todo esto, podría hablarse de una actividad de apoyo recíproco entre los dos conventos, el arzobispado y los laicos. Estos últimos ofrecían bienes y apoyo jurídico; los frailes, apoyo espiritual y organizativo, y las monjas retribuían con sus oraciones por el éxito de las actividades que estas personas y corporaciones desempeñaban. Así, el Convento del Rosario en sus relaciones con el de Santa Inés se inscribía en la lógica de intercambio de bienes espirituales y materiales, tan acorde con la mentalidad de la época.
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