Читать книгу: «Veneficus El Embaucador», страница 2
–Conde, sed menos diplomático. Conozco los planes de Flavienne. Estáis aquí con el fin de codearos con Cagliostro y con la complicidad de Rohan visitar su laboratorio.
–¡Qué va! ¿Cómo se os ha ocurrido semejante cosa?
–Mathis, os lo ruego, no insultéis vuestra inteligencia y tampoco a la mía. La mentira no os pega.
El joven conde se puso tenso y en sus ojos apareció un destello de cólera. La marquesa levantó los hombros en un gesto de excusa.
–Sí, es verdad –Mathis fue categórico al responder provocando a la marquesa –¿no os gusta?
–Claro que sí.
–¿Pero...? –preguntó Mathis instigándola.
–Querría vuestra colaboración para una empresa mía. A los servicios que vais a hacer a Flavienne podríais añadir mis necesidades.
–¿Qué serían...?
La marquesa, con aire malicioso, se sentó en el sofá, invitando al conde a ponerse a su lado.
–Mathis, mis peticiones son muy sencillas. Cuando estéis en el laboratorio de Cagliostro deberéis recoger alguna prueba de que es un charlatán.
–¿Qué tipo de pruebas?
–Escritos, notas, venenos y todo cuanto pueda ser usado contra él.
–Marquesa, ¿pero con qué fin hacéis esto?
–Cagliostro tiene muchos amigos poderosos, no es por casualidad que se encuentra aquí en la mansión de Rohan, pero tiene también muchos enemigos. Yo y el vizconde de Grépon formamos parte de un grupo que lucha contra este embaucador sin escrúpulos.
–Durante la cena, igual que yo, no habéis dicho una palabra contra Cagliostro.
–En toda guerra que se respete, hay siempre el frente y la retaguardia. El primero ataca y la segunda organiza los refuerzos y los abastecimientos. Se actúa con astucia.
–¿Yo qué gano con todo esto?
–Mi amistad.
–Entonces, consiento sin dudarlo.
–Perfecto, estamos de acuerdo, haréis todo lo posible también por mí, secundando los deseos de nuestra amiga la duquesa, pero esto ella no deberá saberlo.
–¡Marquesa! Os pido sólo que me hagáis entender lo que me es difícil comprender en toda esta historia –añadió Mathis con una voz en la que se advertía una nota de sufrimiento –Vos y la duquesa de Beaufortain parecéis ser amigas pero, en esta ocasión, actuáis a sus espaldas, usáis sus medios para alcanzar vuestros objetivos, este es un comportamiento típico de un hipócrita –acabó de decir el conde sonrojándose un poco.
–Yo y Flavienne nos conocemos desde hace tiempo; no siempre pensamos lo mismo o nos gustan las mismas personas, y cuando esto ocurre no nos entrometemos. Nos toleramos. Para sobrevivir en este mundo son necesarias las alianzas y la nuestra funciona a pesar de todo. Y, de todas formas, ¿quién os dice que no conozca ya mis intenciones?
Mathis sonrió con tranquilidad, tenía otras preguntas para la marquesa:
–Habéis hablado de un grupo contra Cagliostro; ¿cómo es posible que el cardenal no esté al corriente? Y sin embargo, vos y el vizconde sois sus huéspedes, y el anciano Ignace-Sèverin no ha sido suave con el Gran Maestro.
–No subestiméis al cardenal, también él sabe jugar bien a este juego –la afirmación de la marquesa de Morvan encendió la curiosidad en el joven que levantó una ceja mirándola fijamente a los ojos. –Du Grépon es el ojo de lince, el oído atento del rey. Rohan lo sabe y ha aceptado de buen grado la presencia de este noble que conoce desde hace mucho tiempo; si el rey hubiese mandado a uno de sus generales de confianza o al vizconde de Narbonne, para Su Eminencia hubiera sido peor. El cardenal ha escogido el mal menor.
La marquesa, visiblemente satisfecha, se dejó ir.
–Antes habéis hablado con sinceridad, así que, decidme conde, ¿qué os han dicho sobre mi persona?
–Marquesa, es innegable que vuestras detractoras os describen como una comehombres. Las calumnias contra vos se refieren al campo de la conquista, de la seducción, del embaucamiento. Los difamadores os pintan como una irresistible Circe y una inagotable seductora. Marquesa, no debería ser yo quien os debe recordar que en Versalles la reputación de una persona es ridiculizada o degradada según los casos.
El conde leyó en el rostro de su interlocutora una mezcla de complacencia y una velada tristeza.
–Sin embargo, al mismo tiempo, está el juicio benévolo de mi amada duquesa que, al describiros, ha usado sólo palabras de elogio, de estima y de respeto. Por lo tanto, creo que es sumamente difícil juzgaros sin haber tenido el placer de conoceros.
–Me alegro. Ser mujer es un arte, ser una amante es sublime. Pensad en la gloria de la seducción, en las numerosas batallas de los placeres carnales y en la alegría al ver la propia victoria en los rostros de nuestros adversarios. Ser la rival de otras mujeres y prevalecer sobre ellas y vencer, es una satisfacción única en el mundo. Si en mí no fuese innata esta voluntad, hoy no estaría aquí, delante de vos, alabando los elogios de este delito para mí tan querido. El hecho delictivo, para mí, es siempre único, fatal y en ese instante que acompaña al orgasmo de los sentidos de la víctima escogida, que estará para siempre en mi poder. En mi caso, el hombre con el que me he casado es el que íntimamente conozco menos. Sabed, conde, he visto siempre la lujuria como una comilona y yo adoro comer.
–Estoy de acuerdo con vos, las pasiones deben ser secundadas, perseguidas y conducidas a buen fin.
–Entonces, ¿me autorizáis a que os seduzca?
Con aquella salida alegre, la dama acogió el pensamiento expresado por Mathis como una invitación para proceder a su conquista.
Los dos explotaron en una risotada común y cómplice.
La marquesa era un mujer ingeniosa, débil ante la belleza, maleable a las pasiones. Ardía en los mismo deseos pecaminosos que Mathis y esto los hacía sentirse próximos.
El conde comprendió el interés por parte de la dama. Sus miradas se volvieron coquetas.
–Sois una maldita intrigante, vuestra edad no corresponde con vuestra seducción.
El placer recíproco los arrastró a un beso apasionado. La marquesa se concedió aquella evasión con deleite, gozando de los labios sensuales del joven que, como un maestro, dieron placer a la noble dama.
–La fechoría se ha consumado, ahora, de verdad, tengo que ir a confesarme con el cardenal.
Ante esta broma, los dos rompieron a reír y la marquesa, bromeando, volvió a hablar al conde.
–Silencio, no demos pábulo a más habladurías a nuestra cuenta. Contención.
Los dos volvieron a su habitual conducta
–Trahit sua quemque voluntas –dijo Mathis.
–La sensualidad acompaña siempre al vicio –añadió la marquesa.
Cuando llegaron los otros huéspedes que, mientras tanto, se habían juntado en otra sala, interrumpieron la conversación.
–¡Bienvenidos! –exclamó el vizconde du Grépon –¿Os habéis perdido en los meandros del castillo?
–En realidad, en la biblioteca. Antes de iros deberéis pasar algunas horas en ese salón, veréis sorpresas maravillosas.
Después del breve cambio de palabras, el vizconde se despidió para retirarse a sus aposentos.
También la condesa de Cagliostro decidió retirarse y el vizconde se ofreció a acompañarla a sus habitaciones. La marquesa de Morvan pestañeó hacia Mathis, invitándolo a hacer lo mismo. Después de dejar a la dama en su alojamiento, el joven se dirigió, sin detenerse, hacia su habitación para liberarse de su indumentaria y para comenzar con la escritura de la carta a su duquesa, como había prometido hacer al acabar cada día.
Mi amada duquesa:
Os mando fielmente mis impresiones sobre Saverne y sus huéspedes. Pongo en vuestro conocimiento mi preocupación por lo que respecta al conde Cagliostro. Su consorte, la condesa Seraphina, me ha informado de que mi encuentro con el alquimista, tan deseado por vos, podría resultar arduo por culpa de sus muchas obligaciones.
He reflexionado sobre esto, pensando que la condesa no estuviese al corriente del encuentro programado con el marido, ya que si fuese así, el cardenal me lo habría dicho, y pienso también que deben permanecer secretas vuestras peticiones al Siciliano.
La jornada ha transcurrido en armonía, he sido presentado a todos los nobles convenidos. La marquesa de Morvan, vuestra querida y estimada amiga, es una mujer de intensa profundidad que me ha acogido de manera calurosa y ha animado mi introducción en el castillo de Rohan.
El vizconde du Grépon, por su manera directa de hablar, podría resultar poco simpático pero, personalmente, creo que es un hombre interesante e independiente de pensamiento.
El cardenal de Rohan se está mostrando muy amable conmigo.
Con la esperanza de haberos hecho un servicio agradable, prometo escribiros de asuntos que han acabado bien y de apetitosas charlas, a las cuales tendré atento el oído y que os harán feliz cuando los leáis.
Vuestro Mathis.
Capítulo 2
Habiéndose despertado pronto Mathis se dio cuenta de que era el único huésped despierto en todo el castillo. Decidió no tomar el desayuno solo e investigar los alrededores de la residencia. Observó los altísimos abetos plantados a los lados y las fontanelas dispuestas simétricamente en los jardines.
El joven conde fue hasta los límites del parque y, transcurrida una buena hora paseando, decidió volver a entrar en la mansión. Se dirigió hacia la estancia a la derecha de la entrada, de donde provenían las voces familiares de los otros nobles. En la mesa el anciano vizconde y la marquesa de Morvan estaban desayunando.
El primero estaba ocupado tomándose un té mientras que la dama tenía en la mano un plato de dulces, ésta, al ver entrar a Mathis, le dijo:
―Buenos días, conde. Sed amable conmigo, echadme un poco de té, agradecería incluso el mismo que está saboreando el vizconde.
El conde fue hacia una consola y sirvió a Sylvie.
―Buenos días, vizconde, ¿a vos en que os puedo servir? ―dijo risueño Mathis volviéndose al anciano noble que no lo había saludado.
―En nada ―respondió du Grépon.
El conde Mathis, hambriento, volvió a la consola rebosante de manjares y se sirvió. Después de prepararse un plato se sentó al lado de la marquesa y la mujer comenzó a hablar:
―¿Habéis dormido bien, conde?
―Magníficamente, marquesa.
―¿Habéis dormido solo? ¿Ninguna condesa os ha visitado?
―¡No! ¿Qué queréis decir, señora? ―el joven estaba desconcertado.
―A la condesa de Cagliostro no le habéis sido indiferente ayer, y se sabe que es una buena potranca.
Ante aquel descaro de la marquesa, el vizconde, que estaba saboreando su té, tragó por el sitio equivocado, casi ahogándose.
―Ignace, ¿va todo bien? ―exclamó la noble preocupada.
El vizconde tosió e hizo una señal afirmativa con la cabeza intentando recuperarse.
―Marquesa, ¿conocéis bien a la condesa? ―preguntó Mathis todavía confundido por la broma de la mujer noble.
―No, pero sus modales son de dominio público, como también las del maleducado de su consorte que ni siquiera se ha dignado a dejarse ver, ni trasmitir sus saludos.
―Por lo que he entendido, el conde Cagliostro es una persona muy atareada, tanto que no tiene tiempo para la vida social. Él mismo es consciente de su don y de lo que tiene que hacer, actúa por el bien común.
Placenteramente sorprendida por las palabras de Mathis, la dama replicó:
―Os veo muy apasionado defendiendo al siciliano, ¿estáis seguro de que vale la pena?
―Sabed, amada marquesa, ante los prodigios que él ha producido yo no puedo hacer otra cosa que creerle. De otro modo, ¿cómo podría juzgar a un hombre así sin caer en una irreverente arbitrariedad?
El vizconde du Grépon tomó al vuelo la ocasión para echar leña al fuego:
―Yo, señores, sostengo que además de ser un bufón, es de esos que se pavonean.
―Efectivamente, es un hombre muy extraño, pero hay testigos de sus empresas cumplidas con éxito ―continuó con su defensa Mathis.
―Jovencito, dada vuestra edad, no estáis todavía acostumbrado a ciertos sujetos que engañan a las personas de buena fe acuden a él ―replicó con pasión el noble Ignaze-Séverin ―En Londres ha estado implicado en el escándalo de los números de la lotería al persuadir a una burguesa acomodada para que le diese sus joyas. Ni siquiera hace dos años, Catalina de Rusia, a pesar de no conocerlo, le anticipó el dinero que sabía que le sacaría con sus artimañas. Vive como un rajá pero ningún banquero le ha hecho pagar nunca una letra de cambio o dado una bolsa de dinero.
―Vos, vizconde, según me parece, sois su mayor detractor, no sólo por el hecho de que conocéis anécdotas espinosas sobre su vida ―puntualizó Mathis.
―Es necesario saber de todo de los propios enemigos para poder desafiarlos ―concluyó el vizconde.
La marquesa se unió a su amigo:
―También yo tengo información sobre el siciliano.
Aquella afirmación capturó la atención del joven conde:
―En Varsovia, parece ser que ha sido bien acogido por el príncipe Poniski.
Interrumpiéndola, el vizconde dijo:
―Madame, esto fue porque el heredero al trono es un apasionado de la alquimia. Cagliostro en ese país ha encontrado un inocentón de rango, ideal para sus fines. Por no hablar también de otros poderosos de Europa, gente que ha creído en sus charlatanerías de vendedor de sueños.
―Amigos, os lo ruego, todos los hombres comenten errores, intentemos permanecer indiferentes a las noticias con respecto a este científico y juzguémoslo sólo después de haberlo conocido ―concluyó Mathis, harto de los prejuicios.
―¡Conde! Me asombráis, sois prudente y posibilista, estoy complacida ―la noble dama se puso seria y dispuesta a polemizar ―pero, ¿estáis seguro de que no sea un jactancioso y presuntuoso hombrecillo que se beneficia de una inesperada buena suerte?
―Podría ser, pero quiero conocerlo.
―Conde, vuelvo a repetir que vuestra ingenuidad es debida a vuestra edad. Haced caso de la experiencia, yo y la marquesa somos personas de mundo y sabemos reconocer a los malhechores y aquí, con Rohan, tenemos a uno de la peor especie.
―Por vos, vizconde, albergo una gran estima y estaré dispuesto a honraros en el momento en que consigáis desenmascarar a Cagliostro pero, por el momento, permanezco en zona neutral.
―El vil huye de la confrontación, si sólo pudiese debatir con él, estoy convencido que callaría a ese embaucador ―continuó hablando el vizconde seguro de sus intenciones.
―Estoy convencida que lo conseguiréis y yo os daré mi apoyo ―afirmó con decisión la marquesa de Morvan sonriendo al amigo vizconde.
La ausencia de Cagliostro alimentaba las discusiones acerca de él, financiando aquella máquina de maledicencia que ahora ya se había puesto en marcha contra él. El vizconde, el peor de sus detractores, no hacía otra cosa que echar descrédito y desprecio sobre el alquimista y también la marquesa hacía sus críticas, aunque estas resultaban más sosegadas, a pesar de ser igualmente calumniosas. Ambos nobles se habían unido en una guerra sin cuartel contra el conde Cagliostro, defendido solamente por su amigo Rohan, máximo admirador y su obediente discípulo.
El Príncipe de la Iglesia Rohan, después de haber concedido audiencia toda la mañana y disertado en la mesa con sus apreciados huéspedes, organizó un pequeño concierto para ellos por la tarde. La jornada soleada consintió que se desarrollase el acontecimiento en el gran quiosco del parque. Los aristócratas se prepararon para escuchar al clavicémbalo a una famosa concertista vienesa.
La agradable temperatura era adecuada para que las damas mostrasen sus escotes, luciendo cada una sus propios encantos.
La condesa Seraphina se unió a los otros convidados bastante tarde. Su exigencia de aparentar le imponía una larga preparación. Su traje había sido traído desde Italia, confeccionado con un tejido veneciano con referencias a la Serenísima y a su grandiosidad. Por otra parte, Casanova era su estimado admirador. Valiosas eran sus joyas, un feliz homenaje a su famoso marido que se enorgullecía de haberlas creado él mismo.
El vizconde saludó a la recién llegada y tomó la palabra:
―Queridísima condesa, ¿dónde habéis encerrado a vuestro consorte? Me convertiré en vuestro cuidadoso guardián.
―¡Ja, ja! ― comenzó a reír la señora condesa ―ya gracioso a estas horas.
La charla y el buen humor fueron el preludio de aquel placentero acontecimiento concertístico que tendría lugar dentro de breves instantes.
―Mathis, ¿no os deja un poco perplejo esta ausencia del conde Cagliostro? ―preguntó la marquesa un poco enojada.
―Está trabajando ―respondió el joven conde en tono irónico.
También el cardenal se unió a la comitiva sin dar importancia a las palabras de su viejo amigo.
A las cuatro de la tarde tuvo lugar el concierto. Los nobles tomaron sus puestos de frente a los artistas a punto de comenzar con las arias. En el momento de afinar los instrumentos al contrabajo le saltó una cuerda. Para Mathis fue la ocasión para ser el alma de la fiesta por encima de la torpeza del músico que, con maneras apresuradas y torpes, intentó poner remedio al incidente. Resuelto el problema, la esperada de la artista vienesa dio el primer acorde. Los músicos empezaron con el movimiento alegre, restableciendo la atención en un público efusivo y alegre.
Con las elegantes notas de las distintas sonatas que tocaron, el tiempo transcurrió alegremente y los espectadores, raptados por la música, no se dieron cuenta de la llegada de otro huésped, el conde de Cagliostro.
De estatura media y de complexión robusta, el rostro redondo y los rasgos simétricos y armónicos, una nariz recta y bien formada, una frente amplia y alta y los expresivos ojos negros. Sin molestar se sentó al fondo de la platea permaneciendo en silencio hasta la conclusión del concierto.
Después de los aplausos finales, la atención se dirigió hacia él.
―Amigos ―dijo Rohan ―tengo el placer de presentaros a aquel que gracias a sus experimentos es ahora ya famoso en toda Europa: el conde Alessandro Cagliostro.
El cardenal se esforzó en presentar lo mejor posible a su amigo pero el hombre fue acogido con frialdad.
Ningún aplauso, ningún tipo de reconocimiento surtieron las palabras del cardenal y esto enfrió el entusiasmo del dueño de la casa y del famoso huésped.
Mathis, para rebajar la tensión, se levantó homenajeando a Cagliostro con una reverencia, conquistando el reconocimiento de Rohan.
―Finalmente tenemos el honor de conoceros ―exclamó el conde de Armançon todavía inclinado en señal de respeto.
―Gracias, conde. Sí, delante de vos tenéis a aquel que es mi guía, el ejemplo en el que me inspiro: misericordioso con los infelices, amable con las necesidades de los menos favorecidos, me sirve de inspiración en su entusiasmo por el prójimo necesitado.
A pesar de que Rohan había hablado en modo enfático de su amigo, aquellas palabras no surtieron tampoco el efecto esperado en sus huéspedes. Las miradas desconfiadas y juiciosas de la marquesa de Morvan y del señor du Grépon decían mucho.
Después de un justificado resoplido Cagliostro comentó con cierta sutileza:
―Vuestro entusiasmo me emociona, conteneos caballeros.
―Los buenos ejemplos se imitan sólo en la gloria y en la virtud ―volvió a la carga du Grépon.
―Somos demasiado educados con respecto a vos ―dijo a continuación la marquesa de Morvan molestando al alquimista.
―Eximio Gran Cofto habladnos un poco de vos ―le pidió Mathis.
―Sobre mi vida se han dicho cosas buenas y a veces cosas malas se han escrito. Es verdad, no tengo títulos académicos pero las curaciones que he hecho por todas partes son un loable testimonio de mi ciencia. Los ataques a mi persona por parte de esos doctores que infaman mi obra no son otra cosa que celos.
―Sinceramente ―intervino el vizconde ―los doctores que yo conozco no sienten ninguna envidia hacia vos. Vuestras obras os ridiculizan. Hace unos años habéis convencido a un anciano noble de que eráis capaz de hacerlo rejuvenecer y devolverle las fuerzas. Sois sólo un fanfarrón.
Sonriendo y mirando a los otros invitados el vizconde Ignaze-Sèverin continuó hablando:
―Es inútil que concluyáis el caso del pobre iluso, ya habéis comprendido por vos mismo cómo han ido en efecto las cosas.
Con aquella afirmación el vizconde se marcó un punto a su favor pero su interlocutor respondió cambiando de tema:
―Estas difamaciones os hacen comprender cuán temido soy por los doctores tradicionales y mi confirman que su conocimiento de la medicina no es par al mío. Os exhorto a reflexionar sobre todo lo que estoy a punto de deciros: ¿cómo es que estos iluminados temen tanto mi persona?
―Quizás porque están dotados de aquellas acreditaciones que a vos os faltan, porque vuestra fanfarronería es evidente y no comprenden cómo podéis recolectar tanto éxito de la nada.
―Según mi parecer esos mediocres doctores que creen tener todos los conocimientos, ante lo concreto de los resultados que yo consigo con mis curaciones, creen no tener armas para hacerme frente y ser inferiores.
―Quien generosamente os ha ayudado se ha empobrecido, no recuerdo ninguno que se enorgullezca de enormes riquezas después de vuestro mágico paso. Sois un desastroso ciclón.
El prelado abrió los ojos como platos e intervino para ayudar a su protegido.
―Os lo suplico, tranquilizaos, vizconde ―se entrometió Rohan ―dejad a un lado vuestros ciegos prejuicios que os están haciendo juzgar injustamente a Alessandro, sois vos el que os engañáis, dejad que yo hable en su defensa.
―Os escucho, Eminencia, esperando que seáis prudente.
―Señores, sería muy honesto ser considerado con el hombre que pone a disposición del prójimo los poderes de sanación magníficamente concedidos por Nuestro Señor Omnipotente. No debemos hacer otra cosa que ayudar a su obra y admirar su buen sentido, empujándolo a continuar en la honorable empresa. Sabiamente deberemos, asimismo, extraer de ello una enseñanza, implorando la continuación de ella con ayudas cristianas. Mi amigo Cagliostro hace propaganda del arte y el trabajo del curandero tan bien que incluso los más escépticos que se enfrentan a la evidencia de los hechos se quedan asombrados. Yo mismo he podido constatar los milagros: el príncipe de Soubise, mi hermano, enfermo de escarlatina, desahuciado por todos los médico, después de las curas de Cagliostro ha sanado. Su voz seductora y profunda pone de manifiesto esos pensamientos inspirados e importantes que quiere divulgar. La fascinación del misterio consigue encantar a todos, intrigando y emocionando a las gentiles mujeres de Europa e interesando a los hombres sensatos. Como ya acostumbro a decir, este Paracelso demuestra ser un poderoso hombre con cualidades milagrosas.
―¿Paracelso? Cardinal, también vos, os suplico que no despotriquéis, este es un mago de cuatro patacones.
―¡Vizconde! ¡Cómo osáis! Las palabras injuriosas que estáis usando me ultrajan. Sois merecedor de la excomunión. Me habéis llamado blasfemo y a Alessandro mago, estoy muy desilusionado.
―Os pido excusa sólo a vos, cardenal.
―Definir a Cagliostro como mago, según mi parecer, ofende su obra en todos los campos e incluso en sus misiones caritativas.
De nuevo, du Grépon fue asaltado por un fuerte descontento:
―Mago, en cambio, sería apropiado ya que en Venecia, bajo un falso nombre, quería convencer a todos de que era capaz de transformar el cáñamo en seda y de poder fabricar oro.
―Monsieur, vuestra insistencia es incalificable ―espetó enseguida el cardenal.
Mathis permaneció escuchando, reflexionando sobre toda esta cuestión de manera imparcial.
La marquesa, en cambio, se lanzó sobre el alquimista:
―Lo que estoy por afirmar es vox populi. Vuestros dos mil y pico años de edad me hacen reír. Según vos, excelso inmortal, no ha habido ningún personaje de la historia que no os haya consultado antes de cada una de sus empresas. Decidme, ¿habéis embrollado a nuestro amigo Rohan, haciéndoos perdonar aquella irreverente teoría de que habéis conocido a Jesucristo?
El tono de la afirmación y las taimadas acusaciones de la dama molestaron al alquimista, haciéndolo reaccionar con voz firme y decidida:
―Según vos, marquesa, ¿si yo a partir de ahora refiriera a todos mis conocidos que vos sois una mala persona, dentro de un tiempo cómo creéis que vuelva a vuestros oídos esta calumnia? Según yo creo, más endurecida y más falsa.
―Os informo de que ya soy objeto de esta infamia ―puntualizó la noble dama con tono áspero.
Igualmente ofendido el cardenal continuó a defender valerosamente a Cagliostro.
―Mi consideración sobre el hombre que hoy todos estáis conociendo es la misma que tengo por los beatos de la Iglesia a la que represento.
Después de esta afirmación Rohan miró fijamente a Cagliostro buscando su aprobación. Sus huéspedes, en cambio, escandalizados por lo que había afirmado, estaban comprendiendo cómo el prelado había sido subyugado por el alquimista.
Una ligera y fresca brisa comenzó a sentirse haciendo añorar el sol que estaba ya desapareciendo y obligando a las señoras a cubrirse con coloridos chales.
―Las cosas absurdas que se han dicho han hecho cambiar el tiempo ―afirmó convencido el vizconde provocando la risa de la marquesa.
Alguien se sobresaltó al oír un trueno a lo lejos. Después de entrar de nuevo en el castillo a toda prisa, la discusión se reanudó en el salón habitual.
Insistente y pretencioso el vizconde Ignace-Sèverin continuó:
―Vuestra Eminencia, permitidme contradecir las afirmaciones dictadas por los principios que os inspiran. Creo que los fraudes de un pasado reciente urdidas por supuestos curanderos, nos han puesto en alerta y convertidos en escépticos hacia los milagros. El desencanto de los científicos, de los médicos y de los sabios refuerzan estas dudas que todos nosotros tenemos hacia Cagliostro. La llamada de la riqueza ciega también al hombre más razonable llevándolo a delinquir.
Ante estas palabras el noble siciliano saltó furioso:
―Zoquete sin educación, iluso atrasado, no sois nada con respecto a la sabiduría.
Ante el estupor de todos, el científicos recuperó la calma y la contención y continuó con suavidad:
―Os perdono vuestra ignorancia e irresponsable incredulidad, pero de vuestras negativas apreciaciones no hago caso dado que sois incapaz de gobernar vuestra razón.
―Conde, es mejor para vos que yo sea un enemigo, de manera que a través de mi podáis comprender mejor vuestros defectos.
―No hay abusador más fastidioso que los que creen ser graciosos ―replicó picado Cagliostro concluyendo a continuación con una máxima que calificaba, según él creía, al vizconde: Vasa inania multum strepunt.
―¡Cierto, y vos lo sabéis muy bien! Las macetas rotas hacen mucho ruido ―tradujo el vizconde la máxima citada por Cagliostro apropiándosela a su vez.
―Vizconde, sois el padre de la maledicencia.
―Y vos, Cagliostro, la inspiración natural.
―¡Vizconde! No puedo tolerar este ultraje al Gran Maestro, también vos sois mi huésped, pero me veré obligado a poneros de patitas en la calle si no os tranquilizáis inmediatamente.
El contundente desagrado que mostraba el rostro de Rohan hizo retroceder a monsieur du Grépon. El alquimista, consolado por su amigo el cardenal, se despidió de todos para volver a sumergirse en su trabajo.
El cardenal Rohan quedó a refutar las insolencias del vizconde con respecto a su amigo Alessandro.
―Siempre os he estimado y admirado, Eminencia, pero no entiendo cómo os habéis podido dejar engatusar por un sablista de su calaña como Cagliostro. Volved en vos, expulsad al despreciable hombrecillo y retomad la acreditada estima de todo aquellos que os aprecian.
Perplejo por las palabras, el cardenal acabó la disputa y decidió ir con Alessandro a su laboratorio junto con Mathis.
La condesa Seraphina, también bastante alterada, salió del salón para volver a sus habitaciones.
La marquesa de Morvan se acercó al vizconde e le renovó su estima por haber dado voz a sus pensamientos.
El irreductible Ignaze-Sèverin junto con la marquesa se deleitó con una bebida y brindaron por ellos mismos.
Mientras tanto las condiciones meteorológicas estaban empeorando: una sucesión de truenos y relámpagos herían la oscuridad y delineaban las siluetas de los árboles.
Rohan y Mathis descendieron la pequeña escalera que conducía a los subterráneos. El sonido de los pasos resonaba por el estrecho pasillo advirtiendo a un laborioso Cagliostro la llegada de los dos hombres.
―Acercaos ―la invitación del mago era educada.
Mathis se acercó a él inclinándose con extrema deferencia, como le había ordenado el dueño de la casa antes de bajar.
El cardenal puso en manos del señor del laboratorio una carta y se alejó para ir a colocarse la bata de trabajo.
Cagliostro, con la ligera presión de la mano, hizo saltar el lacre con el emblema de los Beaufortain y comenzó a leer.
Excelso Maestro:
Cuando leáis esta carta tendréis delante de vos a Mathis, un joven noble de grandes cualidades que, humildemente, pongo a vuestra disposición.
Disponed de él como más os agrade.
El conde Armançon es cortés y complaciente, os servirá fielmente
Vuestra devota Flavienne.
Resonó un trueno, señalando el inicio de un aguacero repercutió en toda la zona levantando un viento silbante que alimentó la fascinación sentida por Mathis en aquel taller de ciencia.
Durante la lectura, Mathis inspeccionó el lugar con cuidado. Aquella especie de templo inspiraba veneración y admiración.
Libros voluminosos abiertos encima de los cuales había otros más pequeños que presentaban imágenes con escritos en cirílico.
Había grandes y pequeños tamices tirados a lo loco, prensas, morteros y balanzas de todos los tamaños, todavía sucios por los polvos utilizados en los múltiples ensayos. Las ampollas de distintos colores conservaban sustancias volátiles encerrando inocuos efluvios pero también indefinibles sensaciones: fuertes y desagradables al olfato. El joven, irritado, se alejó y se dirigió hacia otra zona del laboratorio.
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