Ensayos de Michel de Montaigne

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Señora, la ciencia es un ornamento muy grande, y una cosa de maravillosa utilidad, especialmente en personas elevadas a ese grado de fortuna en el que os encontráis. Y, a decir verdad, en personas de condición mezquina y baja, no puede desempeñar su verdadero y genuino oficio, siendo naturalmente más pronta para ayudar en la conducción de la guerra, en el gobierno de los pueblos, en la negociación de las ligas y amistades de príncipes y naciones extranjeras, que en la formación de un silogismo en la lógica, en el alegato de un proceso en la ley, o en la prescripción de una dosis de píldoras en la física. Por lo tanto, señora, creyendo que no omitirá este rasgo tan necesario en la educación de sus hijos, que usted misma ha probado su dulzura, y es de extracción erudita (pues aún tenemos los escritos de los antiguos condes de Foix, de los que mi señor, su marido, y usted, descienden ambos, y el señor de Candale, su tío, cada día obliga al mundo con otros, que extenderán el conocimiento de esta cualidad en su familia por muchas épocas sucesivas), en esta ocasión me atreveré a familiarizar a su señoría con una fantasía particular mía, en contra del método común, que es todo lo que puedo aportar a su servicio en este asunto.

El cargo de tutor que usted debe proporcionar a su hijo, de cuya elección depende todo el éxito de su educación, tiene otras partes y deberes grandes y considerables que se requieren en un encargo tan importante, además de lo que estoy a punto de decir: éstos, sin embargo, no los mencionaré, ya que no pueden añadir nada importante a las reglas comunes: y en esto, en lo que me encargo de aconsejar, puede seguirlo sólo en la medida en que parezca aconsejable.

Pues un muchacho de calidad, que pretende las letras no por razón de lucro (porque un objeto tan mezquino es indigno de la gracia y el favor de las Musas, y además, en él un hombre dirige su servicio a otros y depende de ellos), ni tanto por el ornamento exterior, como por su propio y peculiar uso, y para amueblarse y enriquecerse por dentro, teniendo más bien el deseo de salir un caballero consumado que un simple erudito o un hombre culto; Para uno así, digo, yo también querría que sus amigos se preocuparan de encontrarle un tutor, que tenga más bien una cabeza bien hecha que una cabeza bien llena;-["'Tete bien faite', expresión creada por Montaigne, y que ha permanecido en nuestra lengua. "-Servan.]- buscando, en efecto, tanto lo uno como lo otro, pero prefiriendo de los dos los modales y el juicio a la mera erudición, y que este hombre ejerza su cargo según un nuevo método.

Es costumbre de los pedagogos estar eternamente tronando en los oídos de sus alumnos, como si estuvieran vertiendo en un embudo, mientras que el negocio del alumno es sólo repetir lo que los otros han dicho: Ahora bien, yo quisiera que el tutor corrigiera este error, y que, al principio, según la capacidad de que se trate, la pusiera a prueba, permitiendo a su alumno que él mismo pruebe las cosas, y que por sí mismo las discierna y las elija, abriéndole unas veces el camino, y otras dejándole que lo abra por sí mismo; es decir, no quisiera que él solo inventara y hablara, sino que también oyera a su alumno hablar a su vez. Sócrates, y desde él Arcesilao, hacían hablar primero a sus alumnos, y luego ellos les hablaban a ellos -[Diógenes Laercio, iv. 36.]

"Obest plerumque iis, qui discere volunt,

auctoritas eorum, qui docent".

["La autoridad de los que enseñan, es muy a menudo un impedimento para

Cicerón, De Natura Deor., i. 5.]

Es bueno hacerle, como a un caballo joven, trotar delante de él, para que pueda juzgar su marcha, y cuánto ha de disminuir de su propia velocidad, para acomodarse al vigor y capacidad del otro. Por falta de la debida proporción lo echamos todo a perder; que también saber ajustar, y mantener dentro de una exacta y debida medida, es una de las cosas más difíciles que conozco, y es efecto de un alma alta y bien templada, saber condescender con tan pueriles movimientos y gobernarlos y dirigirlos. Camino más firme y seguro cuesta arriba que cuesta abajo.

Aquellos que, según nuestro modo común de enseñar, se empeñan, con una misma lección y una misma medida de dirección, en instruir a varios muchachos de diferentes y desiguales capacidades, se equivocan infinitamente; y no es de extrañar que en toda una multitud de escolares no se encuentren más que dos o tres que den buena cuenta de su tiempo y disciplina. Que el maestro no sólo le examine sobre la construcción gramatical de las meras palabras de su lección, sino sobre el sentido, y que juzgue el provecho que ha sacado, no por el testimonio de su memoria, sino por el de su vida. Que le haga poner lo que ha aprendido en cien formas diferentes, y acomodarlo a tantos temas diferentes, para ver si todavía lo comprende correctamente, y lo ha hecho suyo, tomando la instrucción de su progreso por las instituciones pedagógicas de Platón. Es un signo de crudeza e indigestión degustar lo que comemos en las mismas condiciones en que fue tragado; el estómago no ha cumplido su función a menos que haya alterado la forma y condición de lo que se le encomendó confeccionar. Nuestras mentes trabajan sólo en base a la confianza, cuando están atadas y obligadas a seguir el apetito de la fantasía de otro, esclavizadas y cautivadas bajo la autoridad de la instrucción de otro; hemos sido sometidos de tal manera a la trampa, que no tenemos un ritmo libre ni natural propio; nuestro propio vigor y libertad se han extinguido y desaparecido:

"Nunquam tutelae suae fiunt".

["Siempre están bajo tutela" -Séneca, Ep., 33.]

En Pisa me llevaron privadamente a ver a un hombre muy honesto, pero tan gran aristotélico, que su tesis más usual era: "Que la piedra de toque y el cuadrado de toda imaginación sólida, y de toda verdad, era una conformidad absoluta con la doctrina de Aristóteles; y que todo lo demás no era más que inanidad y quimera; porque él lo había visto todo, y lo había dicho todo". Una posición que, por haber sido interpretada de forma demasiado injusta y amplia, le hizo correr una vez y durante mucho tiempo un gran peligro de la Inquisición en Roma.

Que lo haga examinar y tamizar minuciosamente todo lo que lee, y que no aloje nada en su fantasía por simple autoridad y por confianza. Los principios de Aristóteles no serán entonces más principios para él que los de Epicuro y los estoicos: que se le proponga y se le exponga esta diversidad de opiniones; él mismo elegirá, si es capaz; si no, permanecerá en la duda.

"Che non men the saver, dubbiar m' aggrata".

["Amo dudar, así como saber" -Dante, Inferno, xi. 93]

pues, si abraza las opiniones de Jenofonte y Platón, por su propia razón, ya no serán de ellos, sino que se convertirán en las suyas. Quien sigue a otro, no sigue nada, no encuentra nada, es más, no busca nada.

"Non sumus sub rege; sibi quisque se vindicet".

["No estamos bajo ningún rey; que cada uno se reivindique a sí mismo".

-Séneca, Ep.,33]

Que, al menos, sepa que lo sabe. Será necesario que se impregne de sus conocimientos, no que se corrompa con sus preceptos; y no importa que olvide dónde tuvo su aprendizaje, siempre que sepa aplicarlo a su propio uso. La verdad y la razón son comunes a todos, y no son más de quien las habló primero, que de quien las habla después: No es más según Platón, que según yo, ya que tanto él como yo las vemos y entendemos por igual. Las abejas recogen sus diversos dulces de esta y aquella flor, aquí y allá donde los encuentran, pero ellas mismas hacen después la miel, que es toda y puramente suya, y no más tomillo y mejorana: así los diversos fragmentos que toma prestados de otros, los transformará y barajará juntos para compilar una obra que será absolutamente suya; es decir, su juicio: su instrucción, trabajo y estudio, no tienden a otra cosa que a formar eso. No está obligado a descubrir de dónde ha sacado los materiales que le han ayudado, sino sólo a producir lo que él mismo ha hecho con ellos. Los hombres que viven del pillaje y de los préstamos, exponen sus compras y construcciones a la vista de todos, pero no proclaman cómo han conseguido el dinero. No vemos los honorarios y las prebendas de un caballero de la túnica larga; pero vemos las alianzas con las que se fortalece a sí mismo y a su familia, y los títulos y honores que ha obtenido para él y los suyos. Ningún hombre divulga sus ingresos; o, al menos, de qué manera entran, pero todos publican sus adquisiciones. Las ventajas de nuestro estudio son llegar a ser mejores y más sabios. Es, dice Epicarmo, el entendimiento el que ve y oye, es el entendimiento el que lo mejora todo, el que lo ordena todo, y el que actúa, gobierna y reina: todas las demás facultades son ciegas, y sordas, y sin alma. Y ciertamente lo hacemos timorato y servil, al no permitirle la libertad y el privilegio de hacer algo por sí mismo. ¿Quién ha preguntado a su alumno qué le parece la gramática y la retórica, o tal o cual frase de Cicerón? Nuestros maestros las clavan, a toda pluma, en nuestra memoria, y allí las establecen como oráculos, de los cuales las letras y las sílabas son la sustancia de la cosa. Saber de memoria, no es conocimiento, y no significa más que retener lo que uno ha confiado a nuestra memoria. Lo que un hombre sabe y entiende correctamente, lo dispone libremente con su propia libertad, sin tener en cuenta el autor de donde lo obtuvo, ni tantear las hojas de su libro. Un mero aprendizaje libresco es un aprendizaje pobre y mísero; puede servir de adorno, pero no hay fundamento para ninguna superestructura que se construya sobre él, según la opinión de Platón, que dice que la constancia, la fe y la sinceridad son la verdadera filosofía, y las otras ciencias, que se dirigen a otros fines, mera pintura adulterada. Quisiera que Paluel o Pompeyo, aquellos dos notables bailarines de mi tiempo, nos hubiesen enseñado a cortar cabriolas, con sólo verles hacerlo, sin movernos de nuestro sitio, como estos hombres pretenden informar al entendimiento sin ponerlo nunca a trabajar, o que pudiésemos aprender a cabalgar, a manejar la pica, a tocar el laúd, o a cantar sin la molestia de la práctica, como estos pretenden hacernos juzgar y hablar bien, sin ejercitarnos en juzgar o hablar. Ahora bien, en esta iniciación de nuestros estudios en su progreso, cualquier cosa que se presente ante nosotros es libro suficiente; un truco pícaro de un paje, un error sotástico de un criado, una broma en la mesa, son otros tantos temas nuevos.

 

Y por esta razón, la conversación con los hombres es de gran utilidad y los viajes a países extranjeros; no para traer de vuelta (como la mayoría de nuestros jóvenes monsieurs hacen) una cuenta sólo de cuántos pasos Santa Rotonda-[El Panteón de Agrippa. ]- está en el circuito; o de la riqueza de las enaguas de la signora Livia; o, como algunos otros, de cuánto es el rostro de Nerón, en una estatua en una ruina tan antigua, más largo y más ancho que el que se le ha hecho en alguna medalla; sino para poder dar cuenta principalmente de los humores, los modales, las costumbres y las leyes de aquellas naciones en las que ha estado, y para que podamos afinar y agudizar nuestro ingenio frotándolo con el de los demás. Me gustaría que se enviara a un muchacho al extranjero muy joven, y primero, para matar dos pájaros de un tiro, a aquellas naciones vecinas cuya lengua difiere más de la nuestra, y a las que, si no se forma a tiempo, la lengua se volverá demasiado rígida para doblarse.

Y también es la opinión generalizada de todos, que un niño no debe ser criado en el regazo de su madre. Las madres son demasiado tiernas, y su afecto natural tiende a hacer que las más discretas se vuelvan tan cariñosas, que no pueden encontrar en su corazón la manera de darles la debida corrección por las faltas que puedan cometer, ni permitirles que se acostumbren a las dificultades y los peligros, como debería ser. No soportan verlos volver todo polvo y sudor de su ejercicio, ni beber bebida fría cuando tienen calor, ni verlos montar un caballo indómito, ni tomar un florete en la mano contra un rudo esgrimista, ni siquiera disparar una carabina. Y, sin embargo, no hay remedio; quien quiera criar a un niño para que sirva para algo cuando llegue a ser un hombre, no debe de ninguna manera prescindir de él cuando es joven, y debe transgredir muy a menudo las reglas de la física:

"Vitamque sub dio, et trepidis agat

In rebus".

["Que viva al aire libre, y siempre en movimiento sobre algo".

-Horace, Od. ii., 3, 5.]

No basta con fortificar su alma, sino que también hay que fortalecer sus tendones, pues el alma se verá oprimida si no es asistida por los miembros, y tendría una tarea demasiado ardua para desempeñar dos oficios sola. Sé muy bien a mi costa, cuánto gime la mía bajo la carga, por estar acomodada con un cuerpo tan tierno e indispuesto, que eternamente se inclina y presiona sobre ella; y a menudo en mi lectura percibo que nuestros maestros, en sus escritos, hacen pasar por ejemplos la magnanimidad y la fortaleza de ánimo, que realmente son más bien dureza de piel y dureza de huesos; pues he visto hombres, mujeres y niños, nacidos naturalmente de una constitución corporal tan dura e insensible, que un buen golpe de garrote ha sido para ellos menos de lo que hubiera sido para mí un coqueteo con un dedo, y que no gritarían, ni harían muecas, ni se encogerían, por una buena paliza; y cuando los luchadores falsifican a los filósofos en la paciencia, es más bien fuerza de nervios que robustez de corazón. Ahora bien, estar acostumbrado a sufrir el trabajo, es estar acostumbrado a soportar el dolor:

"Labor callum obducit dolori".

(El trabajo nos endurece contra el dolor) -Cicerón, Tusc. Quaes., ii. 15.)

Un niño debe ser educado en el trabajo y la rudeza del ejercicio, para ser entrenado en el dolor y el sufrimiento de las dislocaciones, los cólicos, las cauterizaciones, e incluso el encarcelamiento y el propio potro; porque puede llegar por desgracia a ser reducido a lo peor de esto, que (como este mundo va) a veces se inflige a los buenos como a los malos. En cuanto a la prueba, en nuestra actual guerra civil quien saca su espada contra las leyes, amenaza a los hombres más honestos con el látigo y el cabestro.

Y, además, al vivir en casa, la autoridad de este gobernador, que debería ser soberana sobre el muchacho que ha recibido a su cargo, se ve a menudo frenada y entorpecida por la presencia de los padres; a lo que puede añadirse también que el respeto que toda la familia le dispensa, como hijo de su amo, y el conocimiento que tiene de la hacienda y la grandeza de que es heredero, son, en mi opinión, inconvenientes no pequeños en estos tiernos años.

Y, sin embargo, incluso en esta conversación con los hombres de la que hablé hace un momento, he observado este vicio, que en lugar de recoger las observaciones de los demás, hacemos que todo nuestro negocio sea exponernos a ellas, y estamos más preocupados por cómo exponer y exponer nuestros propios productos, que por cómo aumentar nuestro stock adquiriendo nuevos. El silencio, por tanto, y la modestia son cualidades muy ventajosas en la conversación. Por lo tanto, hay que educar a este muchacho para que sea parco y esposo de sus conocimientos cuando los haya adquirido; y para que se abstenga de hacer excepciones o de reprender todo dicho ocioso o historia ridícula que se diga o se cuente en su presencia; pues es una grosería muy impropia de él reñir con todo lo que no es agradable a nuestro propio paladar. Que se contente con corregirse a sí mismo, y que no parezca condenar todo lo que en otro no haría él mismo, ni lo discuta por ir contra las costumbres comunes.

"Licet sapere sine pompa, sine invidia".

["Seamos sabios sin ostentación, sin envidia".

-Séneca, Ep., 103.]

Que evite estas imágenes vanas e incívicas de la autoridad, esta ambición infantil de codiciar parecer más educado y más consumado, de lo que realmente, por tal porte, descubrirá ser. Y, como si no debieran omitirse las oportunidades de interrumpir y reprender, desear de ahí derivar la reputación de algo más que ordinario. Porque, así como sólo los grandes poetas pueden hacer uso de la licencia poética, es intolerable que sólo los hombres de almas grandes e ilustres se arroguen privilegios por encima de la autoridad de la costumbre:

"Si quid Socrates ant Aristippus contra morem et consuetudinem

fecerunt, idem sibi ne arbitretur licere: magnis enim illi et

divinis bonis hanc licentiam assequebantur".

["Si Sócrates y Aristipo han cometido algún acto contra los modales

y costumbres, que no piense que se le permite hacer lo mismo; pues

que fue por grandes y divinos beneficios que ellos obtuvieron este

Cicerón, De Offic., i. 41.]

Que se le enseñe a no entablar discursos o disputas sino con un campeón digno de él, e incluso allí, a no hacer uso de todas las pequeñas sutilezas que puedan parecer pat para su propósito, sino sólo de los argumentos que mejor le sirvan. Que se le enseñe a ser curioso en la elección y selección de sus razones, a abominar la impertinencia y, por consiguiente, a ser breve; pero, sobre todo, que se le enseñe a aceptar y a someterse a la verdad tan pronto como la descubra, ya sea en el argumento de su oponente o en una mejor consideración del suyo propio; porque nunca será preferido a la cátedra por un mero estrépito de palabras y silogismos, y no está más comprometido con ningún argumento que el que apruebe a su propio juicio: ni tampoco es la argumentación un oficio, en el que la libertad de retractarse y de salir a pensamientos mejores, se vende por dinero fácil:

"Neque, ut omnia, qux praescripta et imperata sint,

defendat, necessitate ulla cogitur".

["Tampoco es necesario que defienda

todas las cosas que se le prescriben y ordenan".

-Cicerón, Acad., ii. 3.]

Si su gobernador es de mi humor, formará su voluntad para ser un súbdito muy bueno y leal a su príncipe, muy afectuoso a su persona, y muy recio en la disputa; pero con todo enfriará en él el deseo de tener otro vínculo con su servicio que el deber público. Además de otros varios inconvenientes que son incompatibles con la libertad que todo hombre honesto debe tener, el juicio de un hombre, al ser sobornado y preposicionado por estas obligaciones particulares, o se ciega y es menos libre para ejercer su función, o se mancha con ingratitud e indiscreción. Un hombre que es puramente cortesano, no puede tener poder ni voluntad para hablar o pensar de otra manera que no sea favorable y buena de un señor, que, entre tantos millones de otros súbditos, lo ha escogido con su propia mano para alimentarlo y promoverlo; este favor, y el beneficio que fluye de él, debe necesariamente, y no sin alguna muestra de razón, corromper su libertad y deslumbrarlo; y comúnmente vemos a estas personas hablar en otra clase de frase que la que ordinariamente hablan otros de la misma nación, aunque lo que dicen en ese lenguaje cortesano no es muy creíble.

Que su conciencia y su virtud sean eminentemente manifiestas en su hablar, y que sólo tengan la razón como guía. Hazle comprender que reconocer el error que descubra en su propia argumentación, aunque sólo sea descubierto por él mismo, es un efecto del juicio y la sinceridad, que son las principales cosas que debe buscar; que la obstinación y la contención son cualidades comunes, que aparecen más en las almas mezquinas; que revisar y corregirse a sí mismo, y abandonar un argumento injusto en el apogeo y el calor de la disputa, son cualidades raras, grandes y filosóficas.

Que se le aconseje, estando en compañía, tener el ojo y el oído en cada rincón; porque encuentro que los lugares de mayor honor son comúnmente aprovechados por hombres que tienen menos en ellos, y que las mayores fortunas rara vez van acompañadas de las partes más hábiles. He estado presente cuando, mientras en el extremo superior de la cámara se limitaban a comentar la belleza de las arras, o el sabor del vino, muchas cosas que se han dicho muy finamente en el extremo inferior de la mesa se han perdido y desechado. Que examine el talento de cada hombre; un campesino, un albañil, un pasajero: se puede aprender algo de cada uno de ellos en sus diversas capacidades, y se recogerá algo de su discurso de lo que se puede hacer algún uso en un momento u otro; es más, incluso la locura y la impertinencia de los demás contribuirán a su instrucción. Observando las gracias y los modales de todos los que ve, se creará una emulación de lo bueno y un desprecio de lo malo.

Que una curiosidad honesta sea sugerida a su fantasía de ser inquisitivo después de todo; cualquier cosa que sea singular y rara cerca del lugar donde está, que vaya a verla; una casa fina, una fuente noble, un hombre eminente, el lugar donde se ha librado una batalla antiguamente, los pasajes de César y Carlomagno:

"Qux tellus sit lenta gelu, quae putris ab aestu,

Ventus in Italiam quis bene vela ferat".

["Qué país está atado por la escarcha, qué tierra es friable por el calor,

qué viento sirve más a Italia" -Propercio, iv. 3, 39.]

Que indague en las costumbres, los ingresos y las alianzas de los príncipes, cosas en sí mismas muy agradables de aprender y muy útiles de conocer.

Al conversar con los hombres, me refiero también, y principalmente, a los que sólo viven en los registros de la historia; él, leyendo esos libros, conversará con las grandes y heroicas almas de las mejores épocas. Es un estudio ocioso y vano para aquellos que lo hacen de manera negligente, pero para aquellos que lo hacen con cuidado y observación, es un estudio de inestimable fruto y valor; y el único estudio, como informa Platón, que los lacedemonios se reservaban para sí mismos. ¿Qué beneficio no obtendrá en cuanto a los asuntos de los hombres, leyendo las Vidas de Plutarco? Pero, además, recuerde mi gobernador a qué fin se dirigen principalmente sus instrucciones, y que no imprima tanto en la memoria de su alumno la fecha de la ruina de Cartago, como las costumbres de Aníbal y Escipión; ni tanto dónde murió Marcelo, como por qué fue indigno de su deber que muriera allí. Que no le enseñe tanto las partes narrativas de la historia como a juzgarlas; la lectura de ellas, en mi opinión, es una cosa a la que de todas las demás nos aplicamos con la más diversa medida. Yo he leído cien cosas en Livio que otro no ha leído, o no ha reparado al menos en ellas; y Plutarco ha leído allí cien más de las que yo he podido encontrar, o de las que, tal vez, ese autor haya escrito jamás; para algunos es un mero estudio de gramática, para otros la propia anatomía de la filosofía, por la que penetran las partes más abstrusas de nuestra naturaleza humana. Hay en Plutarco muchos discursos largos muy dignos de ser leídos y observados con atención, pues es, en mi opinión, de todos los demás, el mayor maestro en esa clase de escritos; pero hay otros mil que sólo ha tocado y ojeado, en los que sólo señala con el dedo para dirigirnos por dónde podemos ir si queremos, y se contenta a veces con dar sólo un golpe enérgico en el artículo más bonito de la cuestión, de donde hemos de sacar a tientas el resto. Como, por ejemplo, cuando dice -[En el Ensayo sobre la falsa vergüenza]- que los habitantes de Asia llegaron a ser vasallos de uno solo, por no haber podido pronunciar una sílaba, que es el No. Este dicho suyo dio quizá materia y ocasión a La Boetie para escribir su "Servidumbre voluntaria". Sólo verle escoger una acción ligera en la vida de un hombre, o una simple palabra que no parece llegar ni siquiera a eso, es en sí mismo todo un discurso. Nos perjudica que los hombres de entendimiento sean tan inmoderadamente breves; sin duda su reputación es mejor por ello, pero mientras tanto nosotros somos peores. Plutarco prefirió que aplaudiéramos su juicio a que elogiáramos su conocimiento, y prefirió dejarnos con el apetito de leer más, a que nos saciáramos con lo que ya hemos leído. Sabía muy bien que un hombre puede decir demasiado incluso sobre los mejores temas, y que Alejandridas le reprochó justamente que hiciera discursos muy buenos, pero demasiado largos, a los éforos, cuando dijo: "Los que tienen cuerpos flacos y escasos se rellenan con ropa, y los que son defectuosos en la materia se esfuerzan por compensar con palabras.

 

El entendimiento humano se ilumina maravillosamente con la conversación diaria con los hombres, ya que, de lo contrario, estamos comprimidos y amontonados en nosotros mismos, y tenemos la vista limitada a la longitud de nuestras propias narices. Cuando se le preguntó a Sócrates de qué país era, no respondió de Atenas, sino del mundo -[Cicerón, Tusc. Quaes., v. 37; Plutarco, Sobre el exilio, c. 4.]-, él, cuya imaginación era más plena y amplia, abarcaba el mundo entero como su país, y extendía su sociedad y amistad a toda la humanidad; no como nosotros, que no miramos más allá de nuestros pies. Cuando las vides de mi pueblo son cortadas por la escarcha, mi párroco concluye en seguida que la indignación de Dios se ha desatado contra todo el género humano, y que los caníbales ya se han llevado la palma. ¿Quién es el que, viendo los estragos de estas guerras civiles nuestras, no grita que la máquina del mundo está cerca de la disolución, y que el día del juicio está cerca; sin considerar, que se han visto muchas cosas peores, y que mientras tanto, la gente está muy alegre en mil otras partes de la tierra por todo esto? Por mi parte, considerando la licencia y la impunidad que siempre acompañan a tales conmociones, me sorprende que sean tan moderadas, y que no se hagan más males. Para quien siente el granizo golpear sus oídos, todo el hemisferio parece estar en tormenta y tempestad; como el ridículo saboyano, que dijo muy gravemente, que si ese simple rey de Francia hubiera podido administrar su fortuna como debería haberlo hecho, con el tiempo podría haber llegado a ser mayordomo de la casa del duque su señor: el tipo no podía, en su superficial imaginación, concebir que pudiera haber algo más grande que un duque de Saboya. Y, en verdad, todos nosotros estamos, insensiblemente, en este error, un error de un peso muy grande y de consecuencias muy perniciosas. Pero quien se represente a su fantasía, como en un cuadro, esa gran imagen de nuestra madre naturaleza, en toda su majestad y lustre, quien en su rostro lea una variedad tan general y tan constante, quien se observe a sí mismo en esa figura, y no a sí mismo, sino a todo un reino, no mayor que el menor toque o pinchazo de un lápiz en comparación con el todo, ese hombre es el único capaz de valorar las cosas según su verdadera estimación y grandeza.

Este gran mundo, que algunos multiplican como varias especies bajo un mismo género, es el espejo en el que hemos de contemplarnos, para poder conocernos como debemos hacerlo en el verdadero sesgo. En resumen, me gustaría que este fuera el libro que mi joven caballero debería estudiar con más atención. Tantos humores, tantas sectas, tantos juicios, opiniones, leyes y costumbres, nos enseñan a juzgar correctamente los nuestros, e informan a nuestro entendimiento para que descubra su imperfección y su debilidad natural, lo cual no es una especulación trivial. Tantas mutaciones de estados y reinos, y tantos giros y revoluciones de la fortuna pública, nos harán lo suficientemente sabios como para no hacer grandes maravillas de la nuestra. Tantos grandes nombres, tantas victorias y conquistas célebres ahogadas y tragadas en el olvido, hacen ridículas nuestras esperanzas de eternizar nuestros nombres por la toma de medio caballo ligero, o de un gallinero, que sólo deriva su memoria de su ruina. El orgullo y la arrogancia de tantas pompas extranjeras, la majestuosidad inflada de tantas cortes y grandezas, acostumbran y fortifican nuestra vista sin cerrar los ojos para contemplar el lustre de la nuestra; tantos trillones de hombres, enterrados ante nosotros, nos animan a no temer ir a buscar tan buena compañía en el otro mundo: y así del resto quiso decir Pitágoras,-[Cicerón, Tusc. Quaes, v. 3.]-que nuestra vida se asemeja a la gran y populosa asamblea de los juegos olímpicos, en la que algunos ejercitan el cuerpo, para llevarse la gloria del premio; otros traen mercancías para venderlas con provecho; también hay algunos (y los que no son de la peor clase) que no persiguen otra ventaja que la de mirar y considerar cómo y por qué se hace todo, y ser espectadores de la vida de los demás hombres, para así juzgar y regular mejor la propia.

A los ejemplos pueden aplicarse apropiadamente todos los provechosos discursos de la filosofía, a los que todas las acciones humanas, en cuanto a su mejor regla, deben dirigirse especialmente: se enseñará a un erudito a saber-

"Quid fas optare: quid asper

Utile nummus habet: patrix carisque propinquis

Quantum elargiri deceat: quern te Deus esse

Jussit, et humana qua parte locatus es in re;

Quid sumus, et quidnam victuri gignimur".

["Aprende lo que es justo desear; cuál es el verdadero uso del dinero acuñado

dinero acuñado; cuánto nos conviene dar en liberalidad a nuestro país

y a nuestros queridos parientes; quién y qué te ha ordenado la Deidad que seas

y en qué parte del sistema humano estás colocado; qué somos y para qué

Somos y con qué propósito fuimos engendrados" -Persio, iii. 69].

lo que es saber y lo que se ignora; cuál debe ser el fin y el propósito del estudio; qué son el valor, la templanza y la justicia; la diferencia entre la ambición y la avaricia, la servidumbre y la sujeción, la licencia y la libertad; en qué medida un hombre puede conocer el verdadero y sólido contento; hasta qué punto se debe temer la muerte, la aflicción y la desgracia;

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