Ensayos de Michel de Montaigne

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En segundo lugar, porque así me acuerdo menos de las injurias que he recibido, de modo que, como decían los antiguos [Cicerón, Pro Ligar, c. 12], debería tener un registro de injurias o un apuntador, como Darío, que, para no olvidar la ofensa que había recibido de los atenienses, cada vez que se sentaba a cenar, ordenaba a uno de sus pajes que le repitiera tres veces al oído: "Señor, acuérdate de los atenienses" [Herodes, v. 105.]- y entonces, de nuevo, los lugares que vuelvo a visitar, y los libros que vuelvo a leer, todavía me sonríen con una nueva novedad.

No sin razón se dice "que el que no tiene buena memoria no debe tomar nunca el oficio de mentir". Sé muy bien que los gramáticos [Nigidius, Aulus Gellius, xi. ii; Nonius, v. 80.] distinguen entre una falsedad y una mentira, y dicen que decir una falsedad es decir una cosa que es falsa, pero que nosotros mismos creemos que es verdadera; y que la definición de la palabra mentir en latín, de la que se ha tomado nuestro francés, es decir una cosa que sabemos en nuestra conciencia que es falsa; y es de esta última clase de mentirosos solamente de la que hablo ahora. Ahora bien, éstos, o bien inventan las falsedades que dicen, o bien alteran y disfrazan de tal manera una historia verdadera que termina en una mentira. Cuando disfrazan y alteran a menudo la misma historia, según su propia fantasía, les es muy difícil, en un momento u otro, escapar de ser atrapados, por razón de que la verdad real de la cosa, habiendo tomado primero posesión de la memoria, y estando allí alojada impresa por el medio del conocimiento y de la ciencia, será difícil que no se represente a sí misma a la imaginación, y que se cargue con la falsedad, que no puede tener allí un pie tan seguro y asentado como el otro; y las circunstancias del primer conocimiento verdadero siempre corriendo en sus mentes, serán aptas para hacerles olvidar aquellas que son ilegítimas, y sólo, forjadas por su propia fantasía. En lo que inventan totalmente, como no hay ninguna impresión contraria para empujar su invención, parece haber menos peligro de tropezar; y sin embargo, incluso esto, por ser un cuerpo vano y sin ningún asidero, es muy apto para escapar de la memoria, si no está bien asegurado. De lo cual tuve muy grata experiencia, a expensas de los que profesan sólo formar y acomodar su discurso al asunto que tienen entre manos, o al humor de las grandes gentes a quienes hablan; porque estando las circunstancias a que estos hombres se atienen para no esclavizar su fe y conciencia sujetas a varios cambios, su lenguaje debe variar en consecuencia: De donde resulta que de una misma cosa dicen a uno que es esto, y a otro que es aquello, dándole varios colores; los cuales hombres, si una vez llegan a conferir notas, y descubren el engaño, ¿qué es de este fino arte? A lo que puede añadirse que, por necesidad, tienen que hacer muy a menudo el ridículo, pues ¿qué memoria puede ser suficiente para retener tantas formas diferentes como han forjado sobre un mismo tema? He conocido a muchos en mi época muy ambiciosos de la reputación de este fino ingenio; pero no ven que si tienen la reputación de ella, el efecto no puede ser más.

A decir verdad, la mentira es un vicio maldito. No somos hombres, ni tenemos otro vínculo con los demás, sino por nuestra palabra. Si descubriéramos el horror y la gravedad de este vicio, lo perseguiríamos a sangre y fuego, y con más justicia que otros delitos. Veo que los padres comúnmente, y con bastante indiscreción, corrigen a sus hijos por pequeñas e inocentes faltas, y los atormentan por trucos gratuitos, que no tienen ni impresión ni consecuencia; mientras que, en mi opinión, la mentira solamente, y, lo que es de una forma algo más baja, la obstinación, son las faltas que deben ser severamente azotadas de ellos, tanto en su infancia como en su progreso, de lo contrario crecen y aumentan con ellos; y una vez que una lengua ha adquirido la destreza de la mentira, no es de imaginar cuán imposible es recuperarla; de ahí que veamos a algunos, que por lo demás son hombres muy honrados, tan sujetos y esclavizados a este vicio. Tengo un muchacho honesto en mi sastrería, a quien nunca conocí culpable de una sola verdad, no, cuando le había sido ventajosa. Si la falsedad tuviera, como la verdad, una sola cara, estaríamos en mejores condiciones, pues entonces daríamos por cierto lo contrario de lo que dice el mentiroso; pero el reverso de la verdad tiene cien mil formas, y un campo indefinido, sin límites ni fronteras. Los pitagóricos hacen que el bien sea cierto y finito, y el mal, infinito e incierto. Hay mil formas de errar el blanco, sólo hay una de acertarlo. Por mi parte, tengo este vicio en tan gran horror, que no estoy seguro de poder prevalecer con mi conciencia para asegurarme del más manifiesto y extremo peligro mediante una impúdica y solemne mentira. Un antiguo padre dice "que un perro que conocemos es mejor compañía que un hombre cuya lengua no entendemos".

"Ut externus alieno pene non sit hominis vice".

["Como un extranjero no puede decirse que nos supla el lugar de un hombre".

-Pliny, Nat. Hist. vii. I]

¿Y cuánto menos sociable es el falso hablar que el silencio?

El rey Francisco I se jactó de haber desconcertado por este medio a Francesco Taverna, embajador de Francesco Sforza, duque de Milán, hombre muy famoso por su ciencia al hablar en aquella época. Este caballero había sido enviado para excusar a su señor ante su Majestad sobre una cosa de muy gran importancia, que era la siguiente: el Rey, para mantener todavía alguna inteligencia con Italia, de la que había sido expulsado últimamente, y en particular con el ducado de Milán, había creído conveniente tener un caballero en su nombre para estar con ese Duque: un embajador en efecto, pero en apariencia privada que pretendía residir allí por sus asuntos particulares; porque el Duque, dependiendo mucho más del Emperador, especialmente en un momento en que estaba en un tratado de matrimonio con su sobrina, hija del Rey de Dinamarca, que ahora es viuda de Lorena, no podía manifestar ninguna práctica y conferencia con nosotros sin su gran interés. Para este encargo, un tal Merveille, caballero milanés, y ecuestre del Rey, fue enviado allí con credenciales privadas, e instrucciones como embajador, y con otras cartas de recomendación al Duque sobre sus propios asuntos privados, para enmascarar y colorear mejor el negocio; y estuvo tanto tiempo en esa corte, que el Emperador finalmente tuvo alguna idea de su verdadero empleo allí; lo cual fue la ocasión de lo que siguió después, como suponemos; que fue, que bajo el pretexto de algún asesinato, su juicio fue despachado en dos días, y su cabeza en la noche fue cortada en la prisión. Llegado Messire Francesco, y preparado con una larga historia falsa del asunto (pues el Rey se había dirigido a todos los príncipes de la Cristiandad, así como al propio Duque, para exigirle satisfacción), tuvo su audiencia en el consejo de la mañana; donde, después de haber expuesto, en apoyo de su causa, varias justificaciones plausibles del hecho de que su señor nunca había considerado a este Merveille más que como un caballero privado y su propio súbdito, que estaba allí sólo en orden a sus propios negocios, ni había vivido nunca bajo ningún otro aspecto; negando absolutamente que hubiera oído que era uno de la casa del Rey o que su Majestad lo conociera, tan lejos estaba de tomarlo por un embajador: El Rey, a su vez, presionándolo con varias objeciones y demandas, y desafiándolo por todos lados, lo hizo tropezar al final preguntando, ¿por qué, entonces, la ejecución se llevó a cabo de noche, y como si fuera a escondidas? A lo que el pobre y confundido embajador, para desentenderse mejor, respondió que el Duque, por respeto a su Majestad, no quería que tal ejecución se hiciera de día. Cualquiera puede adivinar si no fue bien valorado cuando volvió a casa, por haber tropezado tan groseramente en presencia de un príncipe de tan delicada nariz como el rey Francisco.

Habiendo enviado el Papa Julio II un embajador al Rey de Inglaterra para animarle contra el Rey Francisco, el embajador tuvo su audiencia, y el Rey, antes de dar una respuesta, insistió en las dificultades que encontraría para poner en marcha una preparación tan grande como sería necesaria para atacar a un Rey tan potente, y urgió algunas razones a tal efecto, el embajador replicó muy intempestivamente que él también había considerado las mismas dificultades, y se las había representado al Papa. De esta afirmación suya, tan directamente opuesta a la cosa propuesta y al negocio al que venía, que era incitarle inmediatamente a la guerra, el rey de Inglaterra dedujo primero el argumento (que después comprobó que era cierto) de que este embajador, en su propia mente, estaba del lado de los franceses; de lo cual, habiendo anunciado a su señor, su hacienda a su regreso a casa fue confiscada, y él mismo se salvó por muy poco de perder la cabeza.-[Erasmi Op. (1703), iv. col. 684.]

CAPÍTULO X—DEL HABLA RÁPIDA O LENTA

"Onc ne furent a touts toutes graces donnees".

["Todas las gracias nunca fueron dadas a un solo hombre" -Un verso

en uno de los Sonetos de La Brebis].

Así vemos en el don de la elocuencia, que algunos tienen tal facilidad y prontitud, y lo que llamamos un ingenio presente tan fácil, que siempre están listos en todas las ocasiones, y nunca son sorprendidos; y otros más pesados y lentos, nunca se aventuran a decir nada más que lo que han premeditado durante mucho tiempo, y se han tomado gran cuidado y cuidado para adaptarse y preparar.

Ahora bien, así como enseñamos a las jóvenes aquellos deportes y ejercicios que son más apropiados para resaltar la gracia y la belleza de aquellas partes en las que radica su mayor ornamento y perfección, así debería ser en estas dos ventajas de la elocuencia, a las que los abogados y predicadores de nuestra época parecen pretender principalmente. Si yo fuera digno de aconsejar, el orador lento, me parece que debería ser más apropiado para el púlpito, y el otro para la abogacía: y ello porque el empleo del primero le permite naturalmente todo el tiempo libre que pueda desear para prepararse, y además, su carrera se desarrolla en una línea uniforme e ininterrumpida, sin paradas ni interrupciones; mientras que el negocio y el interés del abogado le obligan a entrar en las listas en todas las ocasiones, y las inesperadas objeciones y réplicas de su parte adversa le sacan de su curso, y le ponen, al instante, a bombear para nuevas y extemporáneas respuestas y defensas. Sin embargo, en la entrevista entre el Papa Clemente y el Rey Francisco en Marsella, sucedió, muy al contrario, que el Señor Poyet, un hombre criado toda su vida en la abogacía, y de la más alta reputación por su elocuencia, teniendo el encargo de hacer la arenga al Papa, y habiéndola meditado tanto de antemano, como, según dicen, haberla traído ya hecha desde París; el mismo día en que debía pronunciarse, el Papa, temiendo que se dijera algo que pudiera ofender a los embajadores de los otros príncipes que estaban allí asistiendo a él, envió a dar a conocer al Rey el argumento que consideraba más adecuado para el momento y el lugar, pero, por casualidad, muy distinto al que el señor de Poyet se había esmerado tanto: por lo que el buen discurso que había preparado no sirvió de nada, y tuvo que idear otro al instante; lo que al verse incapaz de hacer, el cardenal du Bellay se vio obligado a desempeñar ese oficio. La parte del abogado es, sin duda, mucho más difícil que la del predicador; y sin embargo, en mi opinión, vemos más abogados pasables que predicadores, al menos en Francia. Debería parecer que la naturaleza del ingenio es tener su operación pronta y repentina, y la del juicio tenerla más deliberada y más lenta. Pero el que se queda totalmente callado, por falta de tiempo para prepararse a hablar bien, y aquel a quien el tiempo no beneficia para hablar mejor, son igualmente infelices.

 

Se dice de Severo Casio que hablaba mejor extemporáneamente, que estaba más obligado a la fortuna que a su propia diligencia; que le era ventajoso que le interrumpieran al hablar, y que sus adversarios temían orillarle, no fuera que su ira redoblara su elocuencia. Conozco, experimentalmente, la disposición de la naturaleza, tan impaciente por la premeditación tediosa y elaborada, que si no se pone a trabajar franca y alegremente, no puede realizar nada a propósito. De algunas composiciones decimos que apestan a aceite y a lámpara, a causa de una cierta aspereza que la manipulación laboriosa imprime en las que se ha empleado. Pero además de esto, la preocupación de hacer bien, y un cierto esfuerzo y contención de una mente demasiado tensa y empeñada en su empresa, se rompe y se obstaculiza como el agua, que por la fuerza de su propia violencia y abundancia, no puede encontrar una salida fácil a través del cuello de una botella o una esclusa estrecha. En esta condición de la naturaleza, de la que estoy hablando ahora, hay también esto, que no sería desordenada y estimulada con tales pasiones como la furia de Casio (porque tal movimiento sería demasiado violento y grosero); no sería empujada, sino solicitada; sería despertada y calentada por ocasiones inesperadas, repentinas y accidentales. Si se le deja solo, flaquea y languidece; la agitación sólo le da gracia y vigor. El accidente tiene más derecho que yo a cualquier cosa que provenga de mí; la ocasión, la compañía, e incluso la misma subida y bajada de mi propia voz, extraen más de mi fantasía de lo que puedo encontrar cuando la hago sonar y la empleo por mí mismo. Por lo cual, las cosas que digo son mejores que las que escribo, si se prefiere cualquiera de ellas, cuando ninguna vale nada. También me sucede esto, que no me encuentro donde me busco, y doy con las cosas más por casualidad que por cualquier inquisición de mi propio juicio. Tal vez a veces doy con algo cuando escribo, que me parece pintoresco y alegre, aunque a otro le parecerá aburrido y pesado; pero dejemos estos bellos elogios; cada uno habla de sí mismo según su talento. Pero cuando vengo a hablar, ya estoy tan perdido que no sé lo que iba a decir, y en tales casos un extraño suele descubrirlo antes que yo. Si hiciese borrón y cuenta nueva tan a menudo como me ocurre este inconveniente, haría un trabajo limpio; la ocasión, en otro momento, me lo dejará tan visible como la luz, y me hará preguntarme a qué debo atenerme.

CAPÍTULO XI—DE LOS PRONÓSTICOS

Por lo que respecta a los oráculos, es cierto que un buen tiempo antes de la venida de Jesucristo habían comenzado a perder su crédito; pues vemos que Cicerón se preocupó por averiguar la causa de su decadencia, y tiene estas palabras:

"Cur isto modo jam oracula Delphis non eduntur,

non modo nostro aetate, sed jam diu; ut nihil

possit esse contemptius?"

["¿Cuál es la razón por la que los oráculos de Delfos ya no son

ya no se pronuncian: no sólo en esta época nuestra, sino desde hace mucho tiempo,

de modo que nada es más despreciable".

-Cicerón, De Divin., ii. 57.]

Pero en cuanto a los otros pronósticos, calculados a partir de la anatomía de las bestias en los sacrificios (a cuyo fin Platón atribuye, en parte, la constitución natural de los intestinos de las propias bestias), el raspado de las aves de corral, el vuelo de las aves-

"Aves quasdam . . . rerum augurandarum

causa natas esse putamus".

["Creemos que algunas clases de pájaros son creados a propósito para servir

Cicerón, De Natura Deor., ii. 64.]

los truenos, el desbordamiento de los ríos...

"Multa cernunt Aruspices, multa Augures provident,

multa oraculis declarantur, multa vaticinationibus,

multa somniis, multa portentis".

["Los Arúspices disciernen muchas cosas, los Augures prevén muchas cosas,

muchas cosas son anunciadas por oráculos, muchas por vaticinios, muchas por

Cicerón, De Natura Deor., ii. 65].

-y otros de la misma naturaleza, sobre los cuales la antigüedad fundó la mayoría de sus empresas públicas y privadas, nuestra religión los ha abolido totalmente. Y aunque todavía quedan entre nosotros algunas prácticas de adivinación a partir de las estrellas, de los espíritus, de las formas y complexiones de los hombres, de los sueños y similares (un ejemplo notable de la salvaje curiosidad de nuestra naturaleza por captar y anticipar las cosas futuras, como si no tuviéramos bastante con digerir el presente)

"Cur hanc tibi, rector Olympi,

Sollicitis visum mortalibus addere curam,

Noscant venturas ut dira per omina clades...

Sit subitum, quodcumque paras; sit coeca futuri

Mens hominum fati, liceat sperare timenti".

["¿Por qué, soberano del Olimpo, has creído conveniente añadir a los ansiosos mortales

añadir este cuidado, para que sepan por, presagios la futura matanza?...

Que lo que preparas sea repentino. Que la mente de los hombres sea

ciega al destino que le espera; que se permita a los tímidos esperar".

-Lucano, ii. 14]

"Ne utile quidem est scire quid futurum sit;

miserum est enim, nihil proficientem angi,"

["Es inútil saber lo que va a suceder; es una cosa miserable

cosa miserable ser atormentado sin propósito".

-Cicerón, De Natura Deor., iii. 6.]

Sin embargo, ahora tienen mucha menos autoridad que antes. Lo que hace mucho más notable el ejemplo de Francesco, marqués de Saluzzo, que siendo teniente del rey Francisco I. en su ejército ultramontano, infinitamente favorecido y estimado en nuestra corte, y obligado a la generosidad del rey por el propio marquesado, que había sido perdido por su hermano; y en cuanto a lo demás, no habiéndosele dado ninguna clase de provocación para hacerlo, y hasta su propio afecto oponiéndose a tal deslealtad, se dejó aterrorizar tanto, como se informó confiadamente, con los buenos pronósticos que se difundieron por todas partes a favor del emperador Carlos V., y para nuestra desventaja (especialmente en Italia, donde estas necias profecías fueron tan creídas, que en Roma se aventuraron grandes sumas de dinero a la vuelta de mayores, cuando los pronósticos se cumplieron, tan seguros de nuestra ruina), que, habiendo lamentado a menudo, a sus conocidos más íntimos, los males que veía que caerían inevitablemente sobre la Corona de Francia y los amigos que tenía en esa corte, se rebeló y se volvió al otro lado; para su propia desgracia, sin embargo, sea cual sea la constelación que gobierne en ese momento. Pero se comportó en este asunto como un hombre agitado por diversas pasiones; pues teniendo en sus manos ciudades y fuerzas, el ejército enemigo al mando de Antonio de Leyva cerca de él, y sin que nosotros sospecháramos en absoluto de su designio, hubiera estado en su mano hacer más de lo que hizo; pues no perdimos hombres por esta infidelidad suya, ni ninguna ciudad, sino sólo Fossano, y eso después de un largo asedio y una valiente defensa.

"Prudens futuri temporis exitum

Caliginosa nocte premit Deus,

Ridetque, si mortalis ultra

Fas trepidat".

["Un Dios sabio cubre con la noche espesa el camino del futuro, y

se ríe del hombre que se alarma sin razón".

-Hor., Od., iii. 29.]

"Ille potens sui

Laetusque deget, cui licet in diem

Dixisse vixi! cras vel atra

Nube polum pater occupato,

Vel sole puro".

["Vive feliz y dueño de sí mismo quien puede decir al pasar cada día

que puede decir cada día: "He vivido", ya sea que mañana nuestro Padre nos dé

Hor., Od., iii. 29].

"Laetus in praesens animus; quod ultra est,

Oderit curare".

["Una mente feliz, alegre en el estado presente, tendrá buen cuidado

no pensar en lo que está más allá de él" -Ibid., ii. 25].

Y los que toman esta frase en sentido contrario la interpretan mal:

"Ista sic reciprocantur, ut et si divinatio sit,

dii sint; et si dii lint, sit divinatio".

["Estas cosas son tan recíprocas que si hay adivinación

si hay adivinación, debe haber deidades; y si hay deidades, adivinación" -Cicerón, De

Divin., i. 6.]

Mucho más sabiamente Pacuvius-

"Nam istis, qui linguam avium intelligunt,

Plusque ex alieno jecore sapiunt, quam ex suo,

Magis audiendum, quam auscultandum, censeo".

["En cuanto a los que entienden el lenguaje de las aves, y que más bien

consultar los hígados de los animales que no son los suyos, prefiero

oírlos que atenderlos".

-Cicerón, De Divin., i. 57, ex Pacuvio]

El tan célebre arte de la adivinación entre los toscanos tuvo su comienzo así: Un labrador, golpeando la tierra con su cizalla, vio ascender al semidiós Tages, con un aspecto infantil, pero dotado de una sabiduría madura y senil. Al oír el rumor, todo el pueblo corrió a ver el espectáculo, y sus palabras y su ciencia, que contenían los principios y los medios para alcanzar este arte, fueron grabadas y conservadas durante muchas épocas [Cicerón, De Devina, ii. 23]-Un nacimiento adecuado a su progreso; yo, por mi parte, preferiría regular mis asuntos por el azar de un dado que por sueños tan vanos y ociosos. Y, en efecto, en todas las repúblicas, una buena parte del gobierno se ha remitido siempre al azar. Platón, en el régimen civil que modela según su propia fantasía, deja a ésta la decisión de varias cosas de gran importancia, y quiere, entre otras cosas, que los matrimonios sean designados por sorteo; atribuyendo tan gran importancia a esta elección accidental como para ordenar que los hijos engendrados en tal matrimonio sean criados en el país, y los engendrados en cualquier otro sean expulsados como espurios y viles; Sin embargo, si alguno de esos exiliados, a pesar de todo, diera alguna buena esperanza de sí mismo al crecer, podría ser devuelto, así como también que los que habían sido retenidos fueran exiliados, en caso de que dieran pocas expectativas de sí mismos en su crecimiento temprano.

Veo a algunos que son muy dados a estudiar y comentar sus almanaques, y nos los presentan como una autoridad cuando algo ha caído en saco roto; y, por lo mismo, no es posible sino que estas supuestas autoridades tropiecen a veces con una verdad entre un número infinito de mentiras.

 

"Quis est enim, qui totum diem jaculans

non aliquando collineet?"

["Pues ¿quién dispara todo el día a las colillas que no acierta a veces con el

blanco?" -Cicerón, De Divin., ii. 59.]

Nunca pienso que sean mejores por algún golpe accidental de este tipo. Habría más certeza en ello si hubiera una regla y una verdad de mentir siempre. Además, nadie registra sus flimflams y falsos pronósticos, ya que son infinitos y comunes; pero si pican en una verdad, eso lleva un informe poderoso, por ser raro, increíble y prodigioso. Así respondió Diógenes, apellidado el Ateo, en Samotracia, que, mostrándole en el templo las diversas ofrendas e historias en pintura de los que habían escapado del naufragio, le dijo: "Mira, tú que piensas que los dioses no tienen cuidado de las cosas humanas, ¿qué dices de tantas personas preservadas de la muerte por su especial favor?". "Pues digo", respondió él, "que no están aquí sus cuadros que fueron arrojados, que son por mucho el mayor número" -[Cicerón, De Natura Deor., i. 37.]

Cicerón observa que de todos los filósofos que han reconocido una deidad, sólo Jenófanes el Colofónico se ha esforzado por erradicar todo tipo de adivinación -[Cicerón, De Divin., i. 3.]-; lo que hace menos sorprendente que de vez en cuando hayamos visto a algunos de nuestros príncipes, a veces a su costa, confiar demasiado en estas vanidades. Yo hubiera dado cualquier cosa con mis propios ojos para ver esas dos grandes maravillas, el libro de Joaquín el abad calabrés, que predijo todos los futuros Papas, sus nombres y cualidades; y el del emperador León, que profetizó todos los emperadores y patriarcas de Grecia. De esto he sido testigo ocular, de que en las confusiones públicas, los hombres asombrados de su fortuna, han abandonado su propia razón, supersticiosamente para buscar en las estrellas las antiguas causas y amenazas de los percances presentes, y en mi tiempo han tenido un éxito tan extraño en ello, que me hace creer que siendo ésta una diversión de ingenios agudos y volátiles, los que han sido versados en esta maña de desvelar y desatar acertijos, son capaces, en cualquier clase de escritura, de averiguar lo que desean. Pero, sobre todo, lo que más espacio les da para jugar es el galimatías oscuro, ambiguo y fantástico de la cantinela profética, donde sus autores no entregan nada de sentido claro, sino que lo envuelven todo en un enigma, con el fin de que la posteridad pueda interpretarlo y aplicarlo según su propia fantasía.

El demonio de Sócrates tal vez no sea otra cosa que un cierto impulso de la voluntad, que se le impuso sin el consejo o el consentimiento de su juicio; y en un alma tan iluminada como la suya, y tan preparada por un continuo ejercicio de la sabiduría y la virtud, es de suponer que esas inclinaciones suyas, aunque repentinas y no digeridas, eran muy importantes y dignas de ser seguidas. Todo el mundo encuentra en sí mismo alguna imagen de tales agitaciones, de una opinión pronta, vehemente y fortuita; y bien puedo concederles alguna autoridad, que atribuyen tan poco a nuestra prudencia, y que también yo mismo he tenido algunas, débiles de razón, pero violentas de persuasión y disuasión, que fueron muy frecuentes con Sócrates,-[Platón, en su relato de Teágenes el Pitagórico]-por las que me he dejado llevar tan afortunadamente, y tan a mi favor, que se podría haber juzgado que tenían algo de inspiración divina.

CAPÍTULO XII—DE LA CONSTANCIA

La ley de la resolución y la constancia no implica que no debamos, en la medida en que esté en nosotros, declinar y asegurarnos de los males e inconvenientes que nos amenazan; ni, por consiguiente, que no debamos temer que nos sorprendan: Por el contrario, todos los modos y medios decentes y honestos de protegernos de los daños, no sólo están permitidos, sino que además son encomiables, y el negocio de la constancia consiste principalmente en resistir con valentía y sufrir con firmeza los inconvenientes que no se pueden evitar. De modo que no hay ningún movimiento flexible del cuerpo, ni ningún movimiento en el manejo de las armas, por irregular o poco agraciado que sea, que debamos condenar, si sirven para protegernos del golpe que se nos da.

Varias naciones muy belicosas han hecho uso de una forma de lucha en retirada y volando como algo de singular ventaja, y, al hacerlo, han hecho que sus espaldas sean más peligrosas para sus enemigos que sus rostros. De este tipo de lucha los turcos todavía conservan algo en su práctica de las armas; y Sócrates, en Platón, se ríe de Lachés, que había definido la fortaleza como el mantenerse firme en las filas contra el enemigo. "¿Qué?", dice, "¿sería, entonces, una reputada cobardía vencerlos cediendo terreno?" instando, al mismo tiempo, a la autoridad de Homero, que encomienda en AEneas la ciencia de la huida. Y mientras que Lachés, considerándolo mejor, admite la práctica en cuanto a los escitas, y, en general, toda la caballería, lo ataca de nuevo con el ejemplo de los pies lacedemonios -una nación de todas las demás la más obstinada en mantener su terreno- que, en la batalla de Platea, al no poder irrumpir en la falange persa, pensaron en dispersarse y retirarse, para que al suponer el enemigo que huían, pudieran romper y desunir aquel vasto cuerpo de hombres en la persecución, y con esa estratagema obtuvieron la victoria.

En cuanto a los escitas, se dice de ellos que, cuando Darío emprendió su expedición para someterlos, envió, por medio de un heraldo, un gran reproche a su rey, que siempre se retiraba antes que él y declinaba una batalla; a lo que Idanthyrses,-[Herod, iv. 127.]-pues ese era su nombre, respondió que no lo hacía por miedo a él, ni a ningún hombre vivo, sino que era la forma de marchar en la práctica con su nación, que no tenía campos cultivados, ni ciudades, ni casas que defender, ni temía que el enemigo sacara alguna ventaja, sino que si tenía tal estómago para luchar, que viniera a ver sus antiguos lugares de sepultura, y allí se saciaría.

Sin embargo, en lo que respecta a los disparos de cañón, cuando un cuerpo de hombres se encuentra frente a un tren de artillería, como a menudo lo requiere la ocasión de la guerra, es poco elegante abandonar su puesto para evitar el peligro, ya que debido a su violencia y rapidez lo consideramos inevitable; y muchos de ellos, al agacharse, hacerse a un lado, y otros movimientos de miedo, han sido, en todo caso, suficientemente reídos por sus compañeros. Y sin embargo, en la expedición que el emperador Carlos V. que el emperador Carlos V hizo contra nosotros en la Provenza, el marqués de Guast fue a reconocer la ciudad de Arles, y avanzando desde la cubierta de un molino de viento, a favor del cual había hecho su aproximación, fue percibido por los señores de Bonneval y el senescal de Agenois, que estaban caminando en el "teatro aux ayenes"; que habiéndole mostrado al Sieur de Villiers, comisario de artillería, apuntó tan admirablemente bien un culverin, y lo dirigió tan exactamente contra él, que si el Marqués, al ver el fuego que se le daba, no se hubiera deslizado a un lado, se concluyó ciertamente que el disparo le había dado de lleno en el cuerpo. Y, del mismo modo, algunos años antes, Lorenzo de' Medici, duque de Urbino y padre de la reina-madre -[Catalina de' Medici, madre de Enrique III]-, sitiando Mondolfo, un lugar en los territorios del Vicariato en Italia, al ver que el cañonero daba fuego a una pieza que apuntaba directamente contra él, fue bueno para él que se agachara, porque de lo contrario el disparo, que sólo arrasó la parte superior de su cabeza, sin duda le habría dado de lleno en el pecho. A decir verdad, no creo que estas evasiones se realicen a cuenta del juicio; porque ¿cómo puede un hombre vivo juzgar la alta o baja puntería en una ocasión tan repentina? Y es mucho más fácil creer que la fortuna favoreció su aprehensión, y que podría ser tan bueno en otro momento hacerles enfrentar el peligro, como tratar de evitarlo. Por mi parte, confieso que no puedo evitar sobresaltarme cuando el traqueteo de un arcabuz retumba en mis oídos de repente, y en un lugar donde no debo esperarlo, lo que también he observado en otros, compañeros más valientes que yo.

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