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EL DUENDE DE CALDERÓN
En los retratos de la época, Pedro Calderón de la Barca lleva sotana y siempre parece algo cabreado. Casi como un reflejo de una obra teatral que en general relacionamos con los sombríos temas del honor, la culpa, la venganza, el sacrificio, la inconsistencia de cualquier felicidad... Pero se trata en parte de un tópico. Ya en 1632, el «Índice de los ingenios de Madrid», redactado por el escritor Juan Pérez de Montalbán, consideraba a don Pedro «florido, galante, heroico, lírico, cómico y bizarro poeta», y autor de «muchas comedias» —unas cincuenta—, entre ellas la deliciosa La dama duende, llevada a escena recientemente por la prestigiosa Compañía Nacional de Teatro Clásico: una hora y cuarenta y cinco minutos de alborozo. La palabra «duende» posee un significado tan inaprensible que ni siquiera en España pueden definirlo con precisión. Se refiere a una especie de geniecillo travieso, pero también significa encanto, conjuro, inspiración, posesión: la misteriosa energía primigenia que, entre el suplicio y la catarsis, irrumpe durante los momentos mágicos del flamenco o de la tauromaquia. En la comedia de Calderón nos encontramos más cerca de la primera acepción. Doña Ángela se asemeja a un duende; se trata de una viuda todavía demasiado joven como para no ser alegre. En cambio, sus hermanos querrían verla sumida en la tristeza para siempre. Pero ella no piensa aceptarlo. Gracias a un pasaje secreto, aparece y desaparece en los aposentos del apuesto Manuel, que queda seducido por lo que considera una visión. Sin embargo —cosa comprensible—, se alegra mucho más cuando en el happy end descubre que es una atractiva mujer de carne y hueso. Se cierra el telón. La decidida Ángela constituye el motor de la trama, que la directora Helena Pimenta, en su montaje, trasladó a un siglo XIX de vodevil. Por ello, algunos han visto en el personaje el germen de una mujer rebelde frente a las cadenas del patriarcado. Pero es una interpretación feminista totalmente absurda.
Calderón (1600-1681) no fue el conformista sumiso al absolutismo que presenta la crítica ultraconservadora, pero tampoco el subversivo contrario al tradicionalismo que creyeron ver republicanos y románticos. En las comedias, las convenciones más asfixiantes no se afrontan directamente, sino que se van erosionado poco a poco mediante la ironía; en los dramas, mediante la duda. Longevo, Calderón vivió intensamente «el siglo de la duda», la atmósfera barroca en la que las antiguas certezas quedan reducidas a polvo, Dios se oculta e incluso se extiende la sospecha de que no existe. Se ha subrayado que en sus textos confluyen las inquietudes intelectuales más relevantes de su época: angustia teológica del agustinismo, tomismo, jesuitismo; herencia platónica, aristotélica y estoica... En cambio, la vena escéptica de Calderón ha sido mucho menos estudiada: «Ese humor socarrón siempre disimulado», me explica, en un café de Madrid, Rafa Castejón, quien en La dama duende dirigida por Helena Pimenta interpreta, con un estilo algo británico, el papel de don Manuel, es decir, el galán. «Ciertos muros, ciertas barreras culturales son tan absurdas que, en la convivencia entre seres humanos, no pueden durar, tarde o temprano caerán. Tal vez sea este el mensaje que continúa transmitiendo la ironía de Calderón, una de las claves de su modernidad». Pero no es el único. Don Pedro también diluye los límites rígidos entre los géneros teatrales: «En las comedias hay momentos ambiguos, que parecen virar hacia el drama y en los que no sabes del todo si reír o tener miedo. Como en las series estadounidenses o en las películas de los hermanos Coen». Llena de equívocos, eros en filigrana, La dama duende (1636) pertenece a las llamadas comedias «de capa y espada». Más espada que capa. Los hombres de Calderón se pasan el día batiéndose en duelo. Aquí el teatro no transforma la realidad: la refleja. La sociedad española de los siglos XVI y XVII estuvo marcada por un grado tan elevado de brutalidad mezquina y rutinaria que desconcertaba a los viajeros extranjeros. Rencores y odios, duelos a primera sangre o a muerte, tanto daba mientras corriera la sangre: el recurso instintivo al estoque, al puñal o a la daga no es un atributo exclusivo de los plebeyos, sino un automatismo transversal de todas las clases sociales. La gente se hiere con una desenvoltura casi deportiva. Tal como señaló el hispanista Bartolomé Bennassar, muchas actas de procesos inquisitoriales evidencian la práctica de una violencia casi permanente, incluso con aspectos lúdicos.
La mezcla de drama y comedia: Calderón crece en ese ambiente. Hijo de un funcionario severo hasta la crueldad (causa, se sospecha, de que en sus dramas sean tan frecuentes los conflictos con los padres), Pedro es enviado a estudiar con los jesuitas y en universidades de prestigio, pero muy pronto comienzan las dificultades. Al morir, el padre deja todos sus bienes a su segunda esposa, lo que provoca que sus hijos se subleven. Los tres hermanos Calderón —Pedro es el mediano— impugnan el testamento y consiguen quedarse con una parte. Forman un trío de granujas más propio de películas del oeste. En 1621, tras cargarse en un duelo a un joven de buena posición, Nicolás de Velasco, escapan a una embajada que les garantiza la inmunidad. El asunto pinta mal, pero al final, para salvarse, acuerdan con la familia de la víctima una sustanciosa indemnización. Ocho años más tarde, cuando Pedro ya es un escritor bastante reconocido, los tres hermanos vuelven a la carga: tras una pelea con la banda Calderón, el comediante De Villegas se refugia en un convento de trinitarias. Convencidos de que el actor se ha disfrazado de monja, sus perseguidores irrumpen en el edificio y examinan a las monjas una por una. Un gran escándalo, pero sus buenos contactos en la corte permiten a Pedro salir impune de nuevo. Con todo, sabemos relativamente poco sobre su vida. Si en cada pieza de su ilustre predecesor y maestro Lope de Vega se entrevé algo de su agitada biografía, en Calderón, en cambio, prevalecen cierta modestia respecto a su propia vida y una tendencia a la abstracción, a la fantasía, al concepto que se desvanece en un sueño (La vida es sueño se remonta a 1632-1633). Fue militar, caballero con la cruz de Santiago, poeta de éxito en palacio y, finalmente, sacerdote, quién sabe hasta qué medida convencido. Se ordenó con cincuenta años, pero para obtener una renta eclesiástica a la que le daba derecho el testamento de una abuela materna. «El diablo, harto de carne, se metió a fraile», dice un antiguo refrán español. Pese a sus achaques, el viejo Calderón continuó escribiendo hasta el final.
De él se conservan ciento veinte dramas y comedias, más unos setenta autos sacramentales (alegorías religiosas) y varias piezas teatrales de otros géneros. Una nimiedad en comparación con las cuatrocientas, quizás mil obras creadas por Lope, pero tampoco es una mala cifra. Amor, honor y poder se titula la comedia con la que Calderón debuta en 1623. Esas tres palabras encierran casi todo su mundo. Cuando don Pedro lo recoge para llevarlo a escena, el susceptible concepto español del honor está sumido en una decadencia desenfrenada y sangrienta. En un principio se refería a la virtud aristocrática del guerrero que está dispuesto a sacrificarse por Dios y la patria, pero ahora ese «valor» ha perdido cualquier connotación caballeresca, cualquier esencia individual, para degenerar en mera respetabilidad formal. Honor, honra, honradez... Con la proliferación de sinónimos, el honor se ahoga en un delirio de sutilezas, cavilaciones y sofismas: «Un sistema de normas tan complicadas y retorcidas que difícilmente se puede dar un paso sin violar alguna», escribió Ortega y Gasset. Paradójicamente, al formalizarse, el honor se convierte en una noción oscura, un arcano. Por esta razón, se ha dicho que en los dramas calderonianos desempeña la función que en la tragedia griega había correspondido al destino. Cualquier nimiedad es suficiente para perder el honor. ¿Y para recuperarlo? Pues a golpes, mandobles o cuchilladas, una carnicería. El de Calderón no es el teatro del honor, como se suele repetir, sino de su crisis. Sin embargo, no serán los dramas los responsables de su declive, sino la novela picaresca, con sus magníficos rufianes, golfillos y huérfanos. Un ejército de mendigos que al fariseo honor gentilicio oponen el antihonor de la parodia, de la carcajada y de la fullería, incluso del ambiente del hampa. El universo calderoniano es decididamente más severo, sumergido en una luz cenicienta contra la cual se perfilan inolvidables figuras de personajes solitarios y melancólicos atormentados por oscuros resentimientos. Personas cuyas motivaciones y psicología no siempre logramos comprender plenamente desde un punto de vista moderno, si bien nos inspiran una infinita ternura jeroglífica. Uno de estos personajes, Cipriano, abre así la comedia El mágico prodigioso, del año 1637:
En la amena soledad
de aquesta apacible estancia,
bellísimo laberinto
de flores, rosas y plantas,
podéis dejarme, dejando
conmigo —que ellos me bastan
por compañía— los libros
que os mandé sacar de casa.
INFELICÍSIMA ARMADA
Era una jovencita de mil trescientas toneladas. Hija de carpinteros de ribera venecianos, con treinta y seis metros de eslora y doce de ancho. Debido a su tonelaje, la habían bautizado La Ragazzona. Se convirtió en la nave más imponente de aquella que para los españoles fue la Grande y Felicísima Armada, y que —para tomarles el pelo tras el desastre— los ingleses renombraron como Invencible. Mercante transformado en máquina de guerra —a bordo treinta cañones, trescientos soldados y ochenta marineros—, La Ragazzona sobrevivió al fracaso militar del siglo, pero acabó hundida por la mala suerte. Cuando regresaba a España se esfumó en la tormenta a un suspiro de la meta. Su misterio dura desde hace cuatrocientos veinticinco años. Pero un equipo de arqueólogos submarinos podría resolverlo. Todo comenzó en 2013, cuando se recuperaron siete piezas de artillería del fondo de las aguas de la ría de Ferrol, en Galicia. Los restos «están diseminados en un área de novecientos metros cuadrados. A doce metros de profundidad. No demasiados. Pero tenga presente que el galeón se estrelló contra la costa», me dice David Fernández Abella, jefe del equipo de arqueodetectives.
Era la noche del 8 de diciembre de 1588. Tras meses de horror, La Ragazzona avistaba las tierras de las que había partido. Exhausta pero no sometida, avanzaba como un enorme esqueleto flotante: el velamen hecho trizas, la arboladura muy deteriorada, las anclas perdidas. Entonces se vio atrapada por las galernas —los vientos que azotan el noroeste español— y lanzada contra los escollos.
Los investigadores se frotan las manos. Pero por miedo a equivocarse se muestran cautos: «Existe un noventa y cinco por ciento de probabilidades de que los hallazgos pertenezcan a la gran nave veneciana, construida en Dubrovnik, en Croacia, y alquilada por Felipe II para la expedición a Inglaterra». De la madera no queda nada. Lo han devorado los moluscos xilófagos. Hasta ahora el fondo ha restituido tan solo piezas metálicas localizadas mediante el magnetómetro bajo espesas capas de sedimentos. Cañones. Pero ¿por qué en la zona del pecio no se ha encontrado ningún elemento cerámico que permita la datación de los restos? «En efecto, es extraño», dice Fernández Abella. «Eso y las marcas que hemos encontrado en los sedimentos refuerzan la sospecha de que la zona haya sido “visitada”». Saqueadores de los abismos. Predadores de la Armada perdida.
Se continúa hurgando en las profundidades. A manera del CSI, porque el área de un antiguo naufragio se parece mucho a la escena de un crimen: «Todo se analiza in situ. Se deja allí. Remover los restos, llevarlos a la superficie, significaría alterar el contexto en el que han sido encontrados, el cual es decisivo para cualquier investigación», explica Fernández Abellán. «Por otro lado, trasladar las piezas podría deteriorarlas todavía más. Además, una convención de la Unesco establece que, en la medida de lo posible, los restos deben permanecer en el ambiente submarino. También el fondo del mar es Patrimonio de la Humanidad».
Con los siglos, en torno a la tragedia de la Armada se han acumulado capas y capas de leyendas, patrañas y distorsiones propagandísticas. En su mayor parte «made in England», dado que el rechazo de la flota española se convirtió en mito fundacional de la supremacía inglesa sobre los mares y símbolo de la inviolabilidad de Albión. Sin embargo, algunos historiadores y estudiosos han desmontado hoy día muchas de esas invenciones. Comenzando por la presunta inferioridad isabelina frente al coloso invasor. ¿Inglaterra-David contra la España-Goliat? Bulos. Para hacer frente a los ciento treinta buques enviados por Felipe II, la Royal Navy desplegó más de ciento sesenta. Ciertamente, la «mayor flota jamás vista desde la creación del mundo» daba mucho miedo. En la característica formación en media luna —concebida para atenazar al enemigo en un abrazo mortal—, la Armada se extendía a lo largo de casi cuatro kilómetros. En Lepanto todo había funcionado a la perfección. En la misión atlántica fue diferente. Porque solo una minoría de los monstruos españoles eran galeones de combate. En su mayoría «se trataba de medios para el transporte de tropas de desembarco. Naves cuyos amplios cascos y pesadas cargas las volvían torpes y vulnerables», escriben el arqueólogo submarino Colin Martin y el historiador Geoffrey Parker en La Gran Armada. A la desmesura española, los ingleses opusieron naves ligeras y dinámicas, sin los ampulosos castillos de popa y de proa; barcos capaces de zigzaguear en medio de la flota enemiga «descargando dos andanadas de nuestros cañones por cada una de ellos», refería un oficial.
Y ahora, la artillería. Actualmente parece fuera de duda que la potencia de fuego de la Armada era inferior a la inglesa. Y no solo eso. Los cañones españoles iban montados sobre cureñas de dos ruedas (en cambio, los de la Navy, más ágiles, de cuatro), y eran difíciles de manejar a causa de sus largos soportes y complicados de recargar. Pero si la Grande y Felicísima hizo poco uso de sus bocas de fuego —como atestiguan las grandes cantidades de munición inutilizada encontrada posteriormente—, ello se debió sobre todo a razones de técnica militar. Por tradición, en los galeones españoles se disparaba poco. Tan solo alguna salva para crear confusión entre los enemigos antes de abordarlos y jugárselo todo en el cuerpo a cuerpo. Los almirantes de Felipe II se mantenían fieles a algo que todavía en 1592 defendía el tratadista italiano Eugenio Gentilini respecto a la necesidad de evitar «herir desde lejos, siendo el principal objetivo el abordaje y el combate cuerpo a cuerpo a poca distancia».
Mas en ninguno de los dos duelos que tuvieron lugar en el canal de la Mancha los ingleses se dejaron abordar. Ni esos ni los combates del 7 y 8 de agosto de 1588 —en los que Drake & Co. utilizaron los legendarios brulotes (una especie de drones kamikazes, barcos sin tripulación abarrotados de explosivos y lanzados contra el enemigo)— derivaron en grandes batallas. Por lo demás, el objetivo de la Armada no era desbaratar la flota isabelina, sino dirigirse hasta Flandes para reunirse con las tropas de tierra: veintisiete mil hombres, entre ellos los mortales y odiados tercios, reunidos por el feroz duque de Parma Alejandro Farnesio, el mejor general de la época. Escoltada por los barcos de guerra de la Armada —que disponía a su vez de diecinueve mil soldados y siete mil marineros—, la flota de desembarco debería haberse dirigido hacia el estuario del Támesis y desde allí remontar hasta Londres. Para derrocar a Isabel, la impía soberana protestante, y retornar Inglaterra —según Madrid, un auténtico Estado canalla— al seno del catolicismo.
Precedida de grandes procesiones populares y acompañada de tres oras de plegaria diaria de toda la corte en El Escorial, la expedición se rigió por la más estricta disciplina religiosa también a bordo. En los barcos estaban severamente prohibidos el juego, la blasfemia y el «pecado nefando» de la sodomía. Solo un barco, el Santiago, llevaba mujeres: treinta y dos mujeres de soldados.
Megafiasco más que derrota, «el gran designio» que Felipe II consideraba teledirigido directamente por Dios, naufragó por errores de comunicación (el duque de Parma conoció las fechas de la operación tan solo en el último momento); por el excepcional mal tiempo (en julio parecía diciembre), y por las innovaciones bélicas adoptadas por los ingleses (a las cuales, ironía de la historia, había contribuido precisamente Felipe II al modernizar la Navy durante su breve matrimonio con María Tudor).
Pero la verdadera catástrofe comenzó una vez finalizados los combates. Cuando, sin contacto con el ejército de Flandes, dispersa e impelida por los vientos hacia el mar del Norte, la Armada a la fuga decidió regresar a España, en vez de por el canal de la Mancha, que estaba bloqueado por la Navy, circunnavegando Gran Bretaña e Irlanda. Un periplo de 2.625 millas náuticas, más de 4.860 kilómetros. Durante los cuales se desataron epidemias y hambrunas, y todos los animales de carga —caballos, mulas— fueron arrojados al mar para ahorrar agua. Fue definido sarcásticamente como «un viaje de Magallanes» por el capitán Alonso Martínez de Leyva, que tal vez sea uno de aquellos nobles de rostro oblongo retratados por el Greco, y que, frente a Londonderry, naufragó en la galeaza Gerona junto a la flor y nata de la nobleza española (en proporción, la aristocracia sufrió más pérdidas que el pueblo). Perdidas en aguas desconocidas y hostiles, más de sesenta naves españolas desaparecieron durante la gran fuga.
Los españoles albergaban esperanzas respecto a la solidaridad de los católicos irlandeses. Quienes, en cambio, temiendo la venganza de sus señores ingleses, se abalanzaban sobre los náufragos para robarles. Desde su barco a punto de hundirse, el capitán Cuéllar observaba la playa, que estaba llena de enemigos que bailaban ante su desgracia y que, tan pronto como uno de ellos tocaba tierra, saltaban sobre él a centenares, dejándolo completamente desnudo. Las órdenes de los ingleses habían sido claras: los españoles fugitivos debían ser exterminados. Tal vez haciéndolos pasar por el corredor de la muerte, entre dos filas de hombres que los mataban a golpes de espada, maza o cuchillo. Tan solo algo de consideración para los miembros de la nobleza: fueron repatriados tras el pago de los pertinentes rescates. A diferencia de la victoriosa Isabel, que después de la gesta dejó que nueve mil de sus hombres murieran de tifus y disentería, el derrotado Felipe se distinguió por su clemencia y piedad. No atribuyó el fracaso al almirante jefe, el duque de Medina Sidonia, que se había mostrado muy reacio a aceptar el encargo y había obedecido solo para evitar acusaciones de cobardía. «El gran almirante» conservó sus títulos y se le permitió retirarse a sus agradables posesiones andaluzas. En cuanto a los supervivientes, el soberano se encargó de que fueran licenciados con indemnizaciones justas. Intelectual introvertido, abrumado por el imponente fantasma de su padre Carlos V, «el rey prudente» encajó esta gran humillación con su habitual aplomo. ¿Dios le había vuelto la espalda? Paciencia: alabemos igualmente a Dios.
La Armada regresó a España con poco menos de cuatro mil de los siete mil marineros enviados, y con solo nueve mil de los diecinueve mil soldados. Una desgracia digna de ser llorada toda la vida, la definió un monje de la corte. La que salió peor parada fue la Escuadra de Levante, el grupo de barcos mediterráneos del que formaba parte La Ragazzona. Parece que antes del naufragio gran parte de los cañones fueron salvados. En 1589 fueron utilizados en la defensa de La Coruña contra el asalto de Francis Drake. Aquella minirevancha fue guiada por la aguerrida María Pita, que hoy se alza en bronce en la plaza principal de la ciudad. Pero esto también es propaganda.
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