El apocalipsis

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El apocalipsis
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JUAN VILLORO

EL APOCALIPSIS

[TODO INCLUIDO]

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS

© 2014 Juan Villoro

© 2020 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

México, D.F.,

C.P. 11800.

RFC: AED 140909BPA

www.facebook.com/editorialalmadia @Almadia_Edit

Edición digital: agosto de 2020

ISBN: 978-607-8667-92-5

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

JUAN VILLORO EL APOCALIPSIS [TODO INCLUIDO]


Almadía


LOS SUCESORES

Ramón tenía el peculiar prestigio de quien diseña monstruos de autor. Muy pocos sabían que esas criaturas a las que les faltaban o sobraban ojos llevaban su firma, pero los enterados hablaban de él con reverencia.

Julio pertenecía al círculo de profesionales que admiraba la capacidad de su primo para distorsionar la naturaleza. Hacía mucho que no se veían. Con cierto ánimo masoquista, tenía ganas de revisar los nuevos trabajos de Ramón para comprobar lo mucho que lo aventajaba como diseñador.

Intercambiaron correos antes de que Julio despegara a España. Su primo comentó que le hubiera encantado mostrarle el engendro que hizo para una película de Guillermo del Toro, pero esa maravilla cubierta de babas traslúcidas había sido comprada por un coleccionista australiano. En cambio, podría mostrarle los dinosaurios que había hecho para Faunia, el parque temático en las afueras de Madrid.

Llevaban décadas sin encontrarse. Para Julio, la primera sorpresa del reencuentro fue el coche en que llegó Ramón. Él creía que en Europa los modelos deportivos eran exclusividad de los cracks del futbol o los miembros más estables del crimen organizado.

Julio tenía en su escritorio una réplica a escala de un Ferrari Murciélago. Su primo no pasó por él en ese modelo de superhéroe, pero verlo llegar en un F360 fue asombro suficiente.

Reunirse después de treinta y tres años de no frecuentarse era una manera de competir. Las comparaciones serían inevitables. En la adolescencia habían medido sus genitales con cinta métrica y habían cotejado la potencia de sus tiros en la cancha de futbol. En su condición de primos que eran hijos únicos –es decir, falsos hermanos– habían convivido en espejo; cada uno se estudiaba en el otro.

Ahora ambos se dedicaban a formas muy distintas del diseño industrial. Eso hacía más importante el Ferrari de Ramón. Julio había asumido una rama del oficio que podía llamarse “arqueología automotriz”. México fue el último país en fabricar el “Escarabajo”, Volkswagen Sedán, y él inventaba refacciones para los sobrevivientes de esa especie.

Ninguno de los dos tuvo el mal gusto de decir: “Estás igualito”. No se habían inyectado glándulas raras ni habían buscado milagros dermoestéticos. A los cincuenta y tres, el rostro de Ramón estaba más cruzado de arrugas, pero transmitía mayor energía.

Además, Julio venía disminuido por el jet lag. De cualquier forma, sabía que tampoco al día siguiente, después de dormir gracias a la pastilla que le había dado Carmen, tendría los ademanes de su primo, la gestualidad entusiasta de quien otorga más importancia a los proyectos que a los hechos. La culpa podía ser de su medianía –crear prótesis para el “Escarabajo” no era un motivo de gloria–, de que se quedó en México, donde lo único que prosperaba era el crimen, o del ADN, que le ahorró la parte buena que sólo recibió su primo. También podía ser suya, pero prefería no pensar así a doce horas de vuelo de su psicoanalista.

Ramón encendió un cigarro al arrancar el coche con una lujosa aceleración. Fumaba como si el tabaco tuviera Omega 3. Siguió fumando en la autopista a Faunia, mientras hacía preguntas sobre el país que dejó a los veinte años y que seguramente sólo le interesaba por la presencia del copiloto silencioso, abrumado por el cielo de Madrid, de un azul inaudito para alguien habituado a un manto nuboso, filtrado por las lluvias y la contaminación, el primo hermano sorprendido de estar ahí, en ese asiento de cuero, treinta y tres años después.

Julio y Ramón pertenecían a una rama dos veces derrotada del exilio. Su abuelo común perdió la guerra y luego la tierra prometida (sus socios se quedaron con la fábrica de refrescos de manzana que había fundado en México). Le hubiera convenido perder también la razón, pero envejeció en estado de alerta, escuchando los reproches de su esposa sobre las fantasmagóricas propiedades que dejaron en España.

El fracaso del abuelo alimentó muchas tardes de puros en la Casa del Exilio. Con los años, los republicanos encontraron una rara compensación en realzar su derrota, exagerando las fincas, los caballos, los campos que les arrebató el vendaval de la historia. Habían sido más ricos, más influyentes, más valientes, más virtuosos de lo que acreditaba su exigua realidad. La memoria era su último frente de lucha, el sitio donde aún podían perder un tesoro.

Fermín y Vicente, padres de los primos, crecieron en una casona de la calle Mina de la colonia Guerrero, que no había acabado de derrumbarse y parecía pedir misericordia a la iglesia de San Fernando, que estaba justo enfrente. Los descalabros del abuelo los llevaron a rentar la parte baja de la casa y luego las habitaciones superiores. Terminaron refugiados en un cuarto de azotea, como conserjes de una mansión que por accidente era suya.

El presidente Cárdenas salvó y destruyó al abuelo; le concedió una nueva patria y congeló las rentas cuando ese era su único negocio. De niño, Julio oyó suficientes historias sobre el general Cárdenas para imaginarlo como un mutante asombroso, alguien que rescataba y hundía. Si los historiadores hablaban con admiración del “divisionario michoacano”, ellos lo mencionaban con la ambivalencia que merece un misterioso dios de la dualidad, el señor de la seguridad y la zozobra.

El abuelo miraba con ironía el nombre de la calle donde había ido a vivir: Francisco Javier Mina, el navarro que combatió del lado mexicano en la guerra de Independencia. En realidad, el abuelo sólo se integró a un sitio: la Casa del Exilio. Elogiaba a los mexicanos con adjetivada gratitud, pero los evitaba en lo posible, y odiaba a todo español que tuviera el atrevimiento de vivir en México sin ser republicano.

Fermín y Vicente respetaron escrupulosamente los prejuicios del abuelo: estudiaron en el Colegio Madrid; jamás asistieron al Casino Español, bastión de las peinetas y las mantillas franquistas; desconfiaron de la Beneficencia Española, donde no había certeza del bando al que podía pertenecer el cirujano, y jugaron dilatadas partidas de dominó en la Casa del Exilio, frente a rivales que envejecían sin perder su acento, los dedos amarilleados por el puro, y que tocaban con apremio la mesa de madera que un día se volvió de plástico y que para ellos significaba “España”.

Fermín y Vicente perfeccionaron su endogamia casándose con hijas de exiliados que usaban ropa interior de Casa Rionda. Julio y Ramón fueron hijos únicos de matrimonios que llevaban vidas paralelas. Sus madres se embarazaron de manera casi simultánea y se mudaron al mismo edificio de la colonia Condesa. Eran hermanos electivos, gemelos mágicos con comunicación paranormal. Si a uno le dolía el estómago, el otro estaba enfermo.

En una época en que el futbol privilegiaba la alineación 4-2-4, Julio y Ramón integraron la media cancha del equipo Principado en el Club Asturiano. Su ilusión de ser dobles accidentales se cumplió en los partidos en los que se pasaban el balón en forma adivinatoria, sabiendo en qué hueco aparecería el otro. Tal vez por estar en la punta sur de la ciudad, en un sitio tan alejado que parecía pertenecer a otra jurisdicción, el Club Asturiano reunía a distintas comunidades españolas. Ahí sudaban y se bañaban hijos de anarquistas, falangistas, comerciantes sin partido, mexicanos que le ponían chile a la paella.

Cuando Ramón cayó con hepatitis a los catorce años, Julio supo por primera vez lo que significaba estar solo. Las calles le parecieron repentinamente asiáticas: sobraba gente y los guisos tenían demasiado cilantro. Durante semanas, si alguien lo veía le preguntaba de inmediato: “¿Y Ramón?”. Esa enfermedad fue un periodo de prueba para Julio, el paréntesis en que tener “vida propia” significó explicar por qué su primo no estaba ahí.

Al entrar a Faunia, Ramón señaló un edificio esférico: el pabellón de los dinosaurios.

–¿Te acuerdas del Desierto de los Leones? –preguntó.

Tenían doce años cuando fueron de excursión a ese bosque en las afueras del D.F. Julio recordó el convento agobiado por el musgo, donde ser monje habría significado ser tuberculoso. Por ese tiempo, aún les gustaba pisotear hormigas, pero comenzaban a pensar que era algo estúpido. Caminaron por un sendero que rodeaba el bosque. De pronto, Julio dejó caer su cantimplora con limonada y se adentró en la vegetación. Nunca entendió si lo hizo para cortejar un peligro concreto o por un alarde inexplicable. Lo cierto es que la maleza representó para él un rito de paso; se sintió valiente sin motivo alguno, pensó en verdes superhéroes, creyó distinguir las alas de un halcón, y se perdió.

 

Gritó y su voz fue absorbida por el follaje del que caían gotas frías. Las frondas conservaban la lluvia del día anterior. Caminó cada vez más despacio, cediendo a la resignación de no volver nunca. Pensó con vanidad que los demás sufrirían mucho su pérdida. Él sobreviviría como un salvaje y sería encontrado años después, cuando ya hablara un idioma de su invención. Entonces su familia volvería a sufrir.

Por esos días, él y Ramón dibujaban un murciélago gigante. Cada uno se hacía cargo de un ala; trazaban venas caprichosas, como un tatuaje iridiscente. Si él no salía del bosque, el dibujo iba a quedar interrumpido. Tal vez Ramón lo conservaría en la cabecera de su cama como recordatorio del gemelo que se fue, el ala que no acabó de ser pintada.

Pensar que su ausencia arruinaría varias vidas le dio extraña fuerza para seguir andando.

Mientras tanto, en el sendero que circundaba el bosque, su primo encontró a un hombre descomunal. El cabello le crecía en densos racimos; las uñas, de un grosor sobrenatural, estaban esmaltadas por una mugre negrísima. Era el Hotentote.

En los años sesenta del siglo XX, la ciudad entera conocía a ciertos vagabundos y ciertos freaks. El Hotentote era célebre por sus retratos minuciosos. Siempre llevaba dos o tres lápices encajados en el pelo. Lo habían visto una vez fuera de la Catedral y admiraron especialmente el dibujo de un mastín de dos cabezas. Costaba unos cuantos pesos, pero sus padres no quisieron comprarlo.

El gigante irradiaba una energía excesiva que reclamaba ser utilizada. Ramón le pidió ayuda para encontrar a su primo.

El ogro entró al bosque sin decir palabra. Una hora más tarde regresó cargando a Julio, que tenía el rostro arañado y se había luxado un tobillo.

El Hotentote quiso llevarlo con sus padres, pero Ramón se opuso. Después del rescate, el energúmeno se volvía incómodo.

Julio cojeó hasta el claro donde su madre lloraba, viendo una fotografía de su hijo tamaño credencial, como si él ya llevara años desaparecido y sólo pudiera ser evocado de ese modo.

No dijeron nada del Hotentote.

El pabellón de los dinosaurios olía a plásticos superiores.

Ramón había copiado dos velocirráptores, el de Parque jurásico y el que se extinguió en la lluviosa antigüedad. El auténtico era menos verosímil que el de la película; tenía plumas en las patas que lo hacían ver como un pollo excesivo; más que una bestia de interés parecía una tragedia genética. El otro era formidable.

Julio admiró el trabajo de su primo. En ese momento, unos escolares llegaron a la sala y corrieron a fotografiarse junto al mejor velocirráptor.

Le había ido bien a Ramón. Todo comenzó un 20 de noviembre, con la muerte de Franco. Para la familia, ese dejó de ser el día de la Revolución Mexicana para convertirse en la fecha en que el granítico abuelo lloró de gusto en la Casa del Exilio.

En 1976, Julio y Ramón pudieron ir a España a resolver un litigio que sus padres posponían desde hacía varios años, tratando de que su negligencia para resolver trámites se interpretara como integridad política.

Un tío remoto había muerto sin descendencia y su última voluntad fue unir a la España dividida, legando unas propiedades a la rama del exilio. Fermín y Vicente supieron que podían reclamar una peluquería y una casa con corral en San Martín de la Vega, cerca de Madrid. Eso había ocurrido en 1969, pero no se dieron prisa en reclamar sus bienes, tan distintos a los castillos que la abuela perdía en su recuerdo. Después de algunas indagaciones supieron, o creyeron saber, que las aguas negras de Madrid iban a dar a San Martín de la Vega. “Heredamos mierda”, dijo Fermín o Vicente, y el asunto se archivó con un trago de Bobadilla 103 para ser resuelto por la próxima generación.

A principios de 1976, a los veinte años, Julio y Ramón viajaron a un Madrid donde todo era barato y nada ni nadie parecía moderno. Un hombre con un oficio salido de una comedia de Lope de Vega (consultor jurado de cuentas) los enteró de que la sucesión duraría décadas.

–Me quedo aquí –dijo Ramón.

¿Qué podía hacer en un país donde el diseño más audaz era el casco de la Guardia Civil?

Julio no olvidaría las caminatas por el Madrid de los Austrias, tratando de convencer a su primo de que volvieran juntos a México.

–¡Aquí no hay dentistas! –fue el último de sus desesperados argumentos.

México era entonces la utopía de la sonrisa perfecta, dientes blanqueados por la cal de las tortillas y la tecnología norteamericana.

En las olimpiadas del 68 la familia entera se había conmovido con el oro del Tibio Muñoz y las otras ocho medallas mexicanas. España se había quedado en ceros. Una nación rota, que ostentaba en sus dientes la tristeza de no ganar nada.

¡Qué equivocada parecía la decisión de Ramón treinta y tres años atrás y qué equivocado parecía haberla visto así! Cuando propuso que Julio se quedara con la casa de Mina y él con lo que pudiera rescatar en España sonó como un mártir de la herencia.

Ahora, en Faunia, aquella decisión suicida cobraba la forma de una astucia.

Salieron a la excesiva luz del día. Ramón propuso que se asomaran a la sala de los animales nocturnos.

–Verás murciélagos –prometió.

La calle de Mina seguía una trayectoria moral. Comenzaba en un punto donde el deseo era una promesa (las coreografías tropicales del teatro Blanquita), continuaba hacia el Salón México, donde se podía bailar con alguna desconocida, y avanzaba rumbo a bares de mala estrella. Poco más adelante, aparecían hoteles de paso recubiertos de incierto mármol color de rosa y que incluso en la acera despedían un olor a desinfectante; el último de ellos se llamaba Ferrol, en honor al pueblo del tirano, y se había recargado contra la casa del abuelo, como si también los inmuebles disputaran su posguerra. Frente a la casa estaba el ábside de la iglesia de San Fernando. Ahí concluía la serie simbólica. La calle de Mina ofrecía espacios de tentación, caída y redención.

Julio y Ramón visitaban la casona una vez al mes para cobrar las rentas congeladas, cada vez más parecidas a limosnas.

Una tarde, Julio encontró a su primo en compañía de Mariana, junto a la puerta de cristales polarizados del Hotel Ferrol. Esa imagen se volvió obsesiva, canónica, inagotable.

Mariana era una belleza de pelo castaño y cejas decididas. Usaba un cinturón espantoso que le sentaba de maravilla y dividía su espalda frágil de la deliciosa curva de las nalgas. Del pecho le colgaba un gran reloj de plástico, que no daba la hora. El mal gusto de Mariana venía de su familia, comerciantes gallegos de tendencias políticas cavernarias que, según rumores de la Casa del Exilio, habían colgado en el comedor un pintoresco tapiz con la efigie del Cid.

Mariana tenía el atractivo del fruto prohibido. Para redondear el prejuicio que significaba amarla, su hermano militaba en el Muro, asociación de pandillería católica.

Hasta ese momento, la vida de los primos había sido como la de sus mayores, un universo viril en el que se jugaba a las cartas, se compartían cigarros, se puteaba por los resultados del futbol.

Julio nunca advirtió un roce afectivo entre sus padres. Hablaban de la guerra y sus penurias. La pólvora y la metralla se habían llevado a los muertos y acaso también el cariño que podía quedar para los vivos. “Oye, mujer”, era la forma hermética –tal vez atenta, tal vez despectiva– en que su padre se dirigía a su madre.

Julio no escuchó en la austera Casa del Exilio comentario alguno sobre mujeres. Se sorprendió de su propia capacidad para detallar el cuerpo de Mariana y admirarla en partes: pechos pequeños y levantados, un lunar en la base del cuello, los dedos que asomaban de sus sandalias.

Ramón se presentó con ella en cines, fiestas y la romería de la Covadonga, hasta que Julio los encontró en los bajos del Ferrol. Al saludar de beso a Mariana respiró su piel como un detective ruin. No detectó rastros de jabón barato, pero creyó advertir que su primo tenía la mirada enrarecida por el nerviosismo.

Julio recordaría mal esos meses en que apenas vio a Ramón. Le llegaron noticias dispersas de que su romance prosperaba, se volvía notorio y comentado, ampliaba su rango de provocación y peligro, hasta llegar a las adversas fabadas del Casino Español.

Una noche, Ramón fue interceptado por un auto que lo llevó a la carretera a Toluca. Tres encapuchados se pusieron bóxeres en los nudillos para desfigurarlo. No le costó trabajo reconocer la voz del hermano de Mariana cuando decía algo sobre sus huevos o la falta que le harían.

Julio no visitó a su primo en el hospital. Los olores médicos le revolvían el estómago. Pero hubo algo más en su cuidado alejamiento. Fue él quien descubrió a Ramón y Mariana a la salida del Hotel Ferrol y fue él quien reveló la historia una tarde de partido en el Asturiano. Su primo no se presentó a ese juego. Alguien dijo que estaba harto del puto de Ramón, que los dejaba colgados para irse a coger con albañiles. Julio sintió que la sangre le hervía ante la afrenta que mancillaba el vestidor, ese sitio de olor rancio que tenía algo de santuario, el lugar donde las glorias y las tristezas eran íntimas. Quiso defender al primo al que ya apenas frecuentaba, dijo frases confusas, mencionó a Mariana, la indignación lo volvió preciso y se dio el lujo de ofrecer el nombre del hotel donde los había visto: su primo no estaba en esa cancha porque se la estaba metiendo a la diosa que detenía el tiempo en su reloj de plástico. Para defender al pariente que le hacía tanta falta, contó un chisme que pronto se convertiría en un rumor envenenado.

Esa tarde, Julio falló un gol hecho; se extravió en el campo ante la ausencia de su primo. En el equipo Principado jugaban amigos de la familia de Mariana. Julio había delatado a su primo cuando trataba de defenderlo. Por eso la “España eterna” lo llevó a un matadero rumbo a Toluca. Le reventaron los testículos para que no olvidara lo que quería decir Ferrol.

Durante meses, Julio mezcló demasiadas emociones; sintió la oscura satisfacción de haber intervenido en el atropello del primo que se había alejado de él, y al que le tenía minuciosa envidia, y la culpa de ser cómplice involuntario del fascismo. ¿Qué le habían dicho sus verdugos a Ramón? ¿Qué escuchó al suponer que moría? ¿El hermano de Mariana aumentó el daño señalando al delator? ¿Ramón oyó su nombre?

Cuando su primo salió del hospital, buscó a Julio como si nada nuevo hubiera sucedido entre ellos. No volvió a ver a Mariana ni a hablar de ella. La transformó en un misterio, lo más importante de lo que no hablaban.

Julio sintió el aleteo de los murciélagos detrás del cristal. Recordó la epifanía de Batman, cubierto por los animales que decidirían su destino.

–¡Son horribles! –en voz de Ramón, horribles significaba “magníficos”.

Se dirigieron a una vitrina más tranquila, un trozo de desierto en el que costaba trabajo encontrar un roedor.

–Estamos viejos: ahora vemos animales –comentó Ramón.

En su primer viaje a Madrid, en 1976, nada les hubiera parecido más absurdo que ir a un zoológico. De hecho, preferían no ir a sitio alguno, caminar sin rumbo fijo. Dedicaron semanas a respirar el aire oloroso a Ducados y aceite de oliva. No faltaron momentos para hablar, pero Julio no encontró el modo de mencionar a Mariana. Le pesaba haber provocado la golpiza y la ruptura posterior; su primo se apartó de su novia como si ella hubiera sido responsable del asalto.

Además, le dolía el afecto de Ramón. Tal vez habría valido la pena visitar el Valle de los Caídos para estallar en un frenesí confesional, como un travesti embriagado de contradictorias emociones: “¡Te traicioné; te quería defender, no supe hacerlo, dijeron que eras puto!” Hubiera querido blasfemar en el altar del enemigo, pero él no era alguien de catarsis, ni de sinceridad suicida, ni de verdades cara a cara.

Fue Ramón quien dijo lo único definitivo de aquel viaje: “Aquí me quedo”. Julio se resignó a llevar esa carga adicional: el voluntario exilio de su primo. Se sintió traidor y perfeccionó el melodrama pensando en el destino de su gemelo: una casa con corral y una peluquería en San Martín de la Vega.

Los siguientes años estuvieron marcados por la ausencia de Ramón. Julio se obsesionó con la ciencia ficción y supo que Philip K. Dick nunca se repuso de la pérdida de su hermana gemela. Aquella niña muerta a los dos años regresó en las mujeres de pelo negro que anunciaban una realidad paralela y en las cinco esposas que no lograron consolar al escritor. A los cincuenta y dos años, Dick pasó a su definitivo mundo alterno y fue enterrado junto a su hermana. Su epitafio reza: “Gemelos”. La historia, repasada decenas de veces, se volvió acuciante cuando Julio llegó a la edad de Dick. A los veinte años, en España, había perdido la vida paralela que daba por sentada. Sabía que su primo era un brillante diseñador de adefesios, pero nada más. En Faunia pudo hacer otras comparaciones: el destino lo había tratado a él como al velocirráptor real, un tanto disminuido, menos feroz. Ramón era una versión acrecentada de lo mismo. El bicho elegido.

 

Mientras bebían cervezas en una terraza que daba a un estanque artificial, hablaron de la herencia que motivó el viaje del 76. Piedras de una historia dividida. Los trámites para recuperar esos exiguos bienes tardarían años, si no décadas, porque los títulos de propiedad se habían quemado en la alcaldía durante la guerra y lo único que los acreditaba como dueños era que los inquilinos continuaban pagando alquiler. Ante esa maraña burocrática, los padres decidieron que fueran los hijos, Ramón y Julio, quienes decidieran el destino de propiedades que se disipaban hacia un futuro incierto y acaso inexistente.

Ramón pareció sacrificarse en favor de su primo, pero el destino de los bienes raíces fue tan inesperado como el de los países donde vivían. La mansión de Mina se convirtió en una carga fiscal hasta ser expropiada por el gobierno del D.F., que pagó una indemnización simbólica. En cambio, los terrenos en las cercanías de Madrid subieron de precio con la instalación del parque temático de la Warner. La casa con corral se había transformado en el frenético hogar de los dibujos animados.

Ramón había elegido bien el sitio del reencuentro, otro parque temático, un bosque regulado, algo más que un doméstico jardín, algo menos que la maleza donde él se perdió a los doce años.

Su primo luchó contra el viento para encender otro cigarro. Luego tarareó una estúpida canción de su infancia que resultaba entrañable a la distancia: “La vida es una tómbola”.

–Las cosas cambian. ¿Quién iba a sospechar que habría millonarios rusos? –sonrió Ramón.

En su infancia, España, como el Kremlin, era lo que no cambiaba. Ahora los millonarios rusos y los atletas españoles se habían vuelto imparables.

Julio seguía siendo alérgico a la catarsis, la franqueza suicida, las verdades cara a cara; sin embargo (o por eso mismo), padeció dos divorcios (sin hijos, por fortuna), pero desde hacía dos años había encontrado una serena pasión gracias a su noviazgo (de algún modo había que llamarlo) con Carmen, diez años menor que él, venturosamente ajena al exilio español, divorciada, con dos hijas de una cordialidad casi agraviante (hacían pensar en lo distintas que serían de haber crecido con él). Carmen disponía de una sólida pensión del ex marido o dinero propio (averiguarlo en detalle sería de mal gusto y quizá catártico) y se dedicaba, con la desaprensión de quien ejerce un pasatiempo, a enseñar literatura comparada.

En los fines de semana que pasaban en la casa que Carmen tenía en Yautepec, Julio coleccionaba atardeceres en su cámara digital y pintaba criaturas de la noche, murciélagos con alas de nervaduras psicodélicas. Carmen se había propuesto rescatarlo de su monomanía por la ciencia ficción. No lograba que él leyera otros libros, pero le proporcionaba citas que no podía ignorar.

Cuando Julio recibió la invitación al Auto Show en Madrid, Carmen le leyó un pasaje de Henry James: un exiliado regresa a Estados Unidos, contrasta la forma en que el tiempo ha tratado al viejo y al nuevo mundo, y descubre que treinta y tres años son suficientes para recibir una sorpresa. Era el lapso que él llevaba sin ver a su primo.

Le habló a Ramón días antes de partir. “Treinta y tres años”, pensó después.

Una sorpresa merecida.

–¿Sabes algo de Mariana? –preguntó finalmente Julio.

–Nada. ¿Por qué? –Ramón lo miró extrañado.

–Te partieron la madre por ella. Es una razón para recordarla.

–No me partieron la madre por ella, me la partieron por ti –Ramón aspiró el humo con calma.

¿Siempre lo había sabido? ¿La sorpresa pronosticada por Carmen consistía en tener que pedir disculpas treinta y tres años después?

Julio dijo lo primero que se le ocurrió:

–No me atreví a ir al hospital. Odio la sangre.

Recordó aquel partido sin Ramón, cuando quiso defender al primo que idolatraba (quizá sólo en ese momento supo que lo idolatraba). Los gemelos mágicos tenían una diferencia, el que abre primero los ojos domina siempre. Julio lo entendió entonces, al gritar en su única catarsis, al defender al primo que comenzaba a irse, sin saber que esos gritos harían que se alejara para siempre.

–Perdóname –dijo.

Ramón sonrió como no lo había hecho desde que pasó por él en el Ferrari.

–Dijiste eso para joderlos y los jodiste. Hiciste bien.

No era extraño que su primo hubiera aceptado con el tiempo un drama remoto. Lo extraño había sido su reacción inmediata, la falta de reproches, de curiosidad siquiera.

–¿Supiste que agarraron al Hotentote? –preguntó Ramón de golpe.

–¿Cuándo?

–Hace siglos, veinte años como mínimo. Él te salvó.

–¿Lo detuvieron por salvarme? –bromeó Julio– ¡Hay delitos peores!

Ramón veía el cielo lapislázuli en el que se cruzaban las líneas espumosas de dos aviones:

–Tal vez debimos hablar de él –hizo una pausa significativa–. ¿Debimos hablar de él?

–Dijiste que nos calláramos. Fue tu idea.

–Era un freak. Nuestros padres se iban a horrorizar. No me latió decirles que él te había sacado del bosque.

–¿Por qué lo detuvieron?

Ramón habló en tono neutro, como si ya se hubiera dicho a sí mismo esas palabras, una y otra vez, pero algo adicional e incómodo se coló ahí: el extravío de un niño, el primo que él buscaba y no sabía cómo encontrar, el gemelo al que llegó a través de un mensajero.

Para eso lo había llevado a Faunia. Para hablar del gigante.

El Hotentote había sido arrestado como violador de menores. Su rostro descomunal apareció en la portada de Casos de Alarma. El pelo que le crecía en plastas, las uñas negras, los hombros torcidos tenían la inconfundible perfección del energúmeno. Que pintara rostros con insólito detalle parecía una perversión adicional, el ultrajante refinamiento de la bestia. Su desmesura lo volvía condenable.

–Fabricaron a un culpable –opinó Julio.

Al Hotentote se le podía atribuir cualquier caso no resuelto. Una captura ejemplar, irrefutable, un perturbado incapaz de defenderse o despertar simpatía.

Un niño pasó ante ellos con una máscara de gorila. Julio entendió lo que su primo había dicho sin decir. La historia criminal encubría otra, la tarde bajo la lluvia en el bosque de los leones, la soledad de Julio y luego el reencuentro en el sendero, la intuición de Ramón de separarlo del ogro, la necesidad de que él cojeara por su cuenta hasta sus padres.

Mientras bebía un último trago de cerveza, ya tibio, comprendió la protección posterior, el cuidado con que su primo lo incluyó en todas sus actividades y vio que nada le faltara, su necesidad de compensar un error, el error de haberlo buscado por vía indirecta, con manos grandes que no eran las suyas. Julio descubrió el secreto que impulsaba a su primo: creía que el Hotentote lo había ultrajado con sus uñas asimiladas a la mugre. Por eso le perdonó cualquier cosa a partir de entonces, como si temiera lastimarlo o que él regresara voluntariamente al bosque. No le reprochó haber hablado de Mariana, ese botín hurtado al enemigo, ni haber sido el involuntario delator que ocasionó su paliza. Más tarde, cuando llegó el tema de la sucesión, la herencia final de una familia derrotada, escogió la peor parte para él, incapaz de saber que sería la mejor.

Lo más extraño era que aquel suceso inexistente –la maldad del Hotentote– volvía lógica la conducta de Julio. Su dependencia y sus vacilaciones adquirían otro peso, otro valor, si eran atribuidas a una caída, el abuso del gigante. Ramón lo tutelaba y protegía porque él necesitaba apoyo y estaba como ausente: podía ver que la leche se derramaba sin que se le ocurriera apagar la estufa; esta sencilla distracción ganaba profundidad si se asociaba con una causa grave, lo que pasó en el bosque.

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