Читать книгу: «El credo apostólico», страница 5

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Por consiguiente, la creación se origina en la bondad de su corazón y mantiene su presencia en ella por medio de su cuidado, providencia y gobierno. La comprensión de esta experiencia en Israel y en el Cristianismo es como si la creación le perteneciera a Dios por derecho propio, y da lo mismo que aquella se coloque en posición de obediencia o en actitud de rebeldía.

4.2. Dios soberano

«Pero la fe en Dios Padre todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento» (CCE 272). Esto se observa, en segundo lugar, cuando se piensa en su Hijo y en todos los inocentes perseguidos en la historia humana. En efecto, Jesús pide al Padre que lo libre de la cruz (cf Mc 14,36par). Dios guarda silencio, y ante el silencio de Dios, Jesús acepta cumplir su voluntad. Esta voluntad entraña, entre otras cosas, no cambiar el rostro amoroso de Dios que Jesús ha mostrado durante su ministerio. Por la identidad amorosa, Dios está imposibilitado para forzar las determinaciones criminales humanas cuando estas se asumen desde la libertad, aunque sean actos diabólicos. El amor no fuerza la voluntad libre del otro, pues de lo contrario no es amor. Por consiguiente, la ausencia de Dios en la pasión de Jesús no se comprende cuando se entiende a Dios como una omnipotencia entendida sólo físicamente y que es capaz de liberar a su Hijo de toda adversidad.

Los hechos relatan la ausencia de Dios desde la perspectiva del judaísmo ortodoxo y de todas las religiones; ellas adoran a un Dios todopoderoso. Sin embargo, en la experiencia y proclamación de Jesús que poco a poco se va imponiendo entre sus seguidores después de la Resurrección, Dios es Soberano de todo, dimensión muy distinta a la anterior. Ahora la creación entera está bajo su mirada y providencia (Lc 12,22-32; cf Mt 6,25-34), aunque su pleno Reinado se dará al final del tiempo, cuando Él «sea todo en todos» (1Cor 15,28). Dios no es la fuerza total; por eso no contesta a Jesús desde una supuesta y creída omnipotencia. Y es que Dios, como Jesús ha anunciado, no es poder, sino amor, y el amor sin la libertad no puede darse; por tanto, el amor es débil, y pierde cuando es rechazado. Dios respeta las decisiones injustas de las autoridades judías y no las castiga: «Todos juzgaron que era reo de muerte» (Mc 14,64). Y poco más tarde hace lo mismo con su pueblo: «La gente volvió a gritar: ¡Crucíficale!» (Mc 15,13-14). Ante esto, no cabe el milagro que rompa la decidida manipulación y maldad humana y salve al inocente. Dios no puede cambiar estas decisiones cuando la libertad de los que las toman se cierra ante Él, pues, de lo contrario, reduciría al hombre a un esclavo y le incapacitaría para amar, y sólo desde la relación de amor es como Dios se puede manifestar, hacer comprender y potenciar la vida del hombre.

Por esta concepción y actitud básica de Dios, Él no influye para cambiar los acuerdos de los intereses políticos y religiosos de los judíos sobre Jesús, porque la historia está en manos de los hombres desde su principio. Ha sido precisamente Dios quien ha dotado a la criatura humana de la libertad para que sea responsable de la construcción de su propia historia, y no va a intervenir para mejorar las consecuencias de las decisiones de la libertad del hombre. Dios no soluciona problemas, sino que ama, y, por tanto, acompaña al hombre para que alcance su plena autonomía y plenitud de ser del que ha sido dotado. La presencia de Dios en la historia humana nace de su amor, y, por tanto, no se puede imponer por la fuerza.

Cuando Jesús está crucificado, los judíos le piden que baje de la cruz: «Los que pasaban lo insultaban meneando la cabeza y diciendo: –El que derriba el templo y lo reconstruye en tres días, que se salve, bajando de la cruz. A su vez los sumos sacerdotes, burlándose, comentaban con los letrados: –Ha salvado a otros y él no se puede salvar. El Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15,29-31). La petición revela una concepción de Dios, no sólo como todopoderoso, sino también fiel (cf Dan 1,1-15; 6,17-29), que protege y recompensa a sus elegidos (cf Job 38-41). La fidelidad que Jesús demuestra a la vocación y misión que Dios le encarga al inicio de su ministerio público debería ser correspondida bajándolo de la cruz y salvando su vida. Pero Jesús no desciende de la cruz, precisamente por ser Hijo de Dios, ya que lo que se revela en este patíbulo es la nueva dimensión de Dios: el Dios del amor, y no el Dios omnipotente del judaísmo tradicional, capaz en otros tiempos de hacer justicia y clavar en la cruz a los asesinos y bajar a su Hijo del madero. Sin embargo, el siervo Jesús sufre hasta el extremo para testimoniar el rostro amoroso de Dios, y, por tanto, débil; por eso es víctima del poder del mal, como demuestra la cruz. Este Dios está incapacitado para salvar a su Hijo desde su omnipotencia. Así es Dios quien sufre la muerte de su Hijo por ser todo y sólo amor.

Contemplando la escena de la crucifixión, ya se sabe que Dios padece la cruz de su Hijo como sufre el dolor de todos los crucificados de la historia. La comunidad cristiana primitiva lo comprende muy bien cuando, después del último grito y la muerte del crucificado, pone en boca del centurión –en boca de una persona alejada del Dios y del templo judíos– esta confesión de fe libre de la exigencia de los signos de poder de las autoridades judías: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Es la condición de ser de Jesús (cf Mc 1,1; Mt 4,3), que se proclama en su resurrección, y que se hace a partir de la muerte por amor de la inocencia y debilidad del justo, del siervo.

La cruz de Jesús prueba la forma como Dios se relaciona con sus criaturas. Dios no se impone a la libertad del hombre, ni sustituye sus responsabilidades, sino que se acerca y se hace presente con bondad y libertad al mundo. La identidad y contenido de este amor, que configura las relaciones de Dios con los hombres, los cristianos de las primeras generaciones los comprenden a través de una seria reflexión de la vida de Jesús celebrada en el culto. La expresión «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14) lleva consigo que Dios es un amor solidario con la historia humana, y que al vivir en las condiciones de cualquier ser puede descubrir quién es quién en la historia desde la riqueza ontológica de amor que le caracteriza y que es indestructible; es decir, este amor sabe quién derriba y quién edifica la humanidad por esa palabra o gesto de amor que es toda la historia de Jesús. Por eso, Dios rehízo desde su propio amor eterno la vida de Jesús, aprobando todo lo que este realizó; y dejó pudrirse en el olvido las actitudes y acciones que lo ajusticiaron.

Esta solidaridad del amor de Dios, que es misericordia entrañable (cf Flp 2,1), proviene de una libre decisión de su voluntad. Es gratuita; por tanto no es compensación a su entrega y menos supone un dominio real sobre la persona amada o la criatura. Ello hace que se potencie y florezca la riqueza de cada cual y en sí mismo. Dios ama, no por la posible respuesta humana, sino por la propia dinámica de su ser, y tantas veces y todas las veces que sea necesario, a pesar de que no espere contestación alguna. Por consiguiente, esta forma de amar de Dios se concibe como un don que se incrusta en las experiencias de amor y libertad humanas y que configura el sentido de vida cristiano: «...porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5; cf 8,15; Gál 4,6).

4.3. El poder del amor

En tercer lugar, hay que afirmar que la historia humana no es sólo cruz. En ella se da también el poder del amor de Dios. La potencia y fuerza del amor de Dios se hacen presentes por la fe en el Evangelio: «No me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1,16); por la fe en Él: «[Abrahán] no cedió a la duda con incredulidad, más bien, fortalecido en su fe, alabó a Dios, totalmente convencido de que Él es poderoso para cumplir lo prometido» (Rom 4,21).

La influencia poderosa del amor de Dios hace que el creyente pase de la muerte a la vida, al menos como inicio de una existencia nueva que alumbra como será al final de los días y que remite al «hágase» del principio de los tiempos: «Es decir, lo hizo padre nuestro [a Abrahán] el Dios en quien creyó, el Dios que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen» (Rom 4,21).

La vida nueva alumbrada en la historia humana descubre la potencia amorosa de Dios en la resurrección de su Hijo, y en ella la de todo ser cuando llegue el final de la historia humana y el inicio de la vida eterna transformada por la venida en poder y gloria de Jesucristo: «Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder» (1Cor 6,14). Entonces «cuando todo le quede sometido, también el Hijo se someterá al que le sometió todo, y así Dios será todo para todos» (1Cor 15,28).

5. Creador del cielo y de la tierra

Si Dios es todopoderoso lo es en razón de ser el Creador de todo cuanto existe, que en el lenguaje bíblico se expresa con «el cielo y la tierra» (cf Gén 1,1; DH 30), o en el símbolo Niceno-Constantinopolitano con la frase de «todo lo visible y lo invisible» (DH 150; cf CCE 279). Veamos qué es lo que ha creado el Señor según alcanza la ciencia actual del hombre.

5.1. Datos actuales de la ciencia

La ciencia enseña que el Universo tiene 13.700 millones de años aproximadamente. Si se imagina que es un círculo y la Tierra su centro, observado desde ella en todas las trayectorias posibles, abarca un espacio de 93.000 millones de años luz. El Universo se expande en la actualidad y comporta un espacio-tiempo geométricamente plano en apariencia, o con la forma de una cabalgadura. Sus constituyentes primarios son un 73% de energía oscura, 23% de materia oscura fría y un 4% de átomos.

El Universo se compone de galaxias y aglomeraciones de galaxias. La Vía Láctea es una de ellas, que comprende 200.000 millones de estrellas. El Sol, que dista del centro de la Vía Láctea 27.700 años luz, es la estrella que alumbra la Tierra. La Vía Láctea se ve como una estela blanquecina de forma elíptica, que posee brazos espirales. En el brazo de Orión está el sistema solar y en él la Tierra. Si la Vía Láctea tuviera forma de círculo, su diámetro mediría 100.000 años luz y giraría sobre su eje a una velocidad lineal superior a los 216 km. Las estrellas se agrupan en constelaciones cuando se pueden identificar. Se han descubierto 88 constelaciones, entre las cuales están la Osa Mayor, Flecha, etc. La Tierra dista del Sol 150 millones de km. aproximadamente y se formó hace unos 4.540 millones de años. Hasta hoy es el único planeta del Universo en que existe la vida tal y como la conocemos.

El hombre tiene una antigüedad de casi 200.000 años y procede de Etiopía. Es el hombre entendido como animal inteligente, y que, con el tiempo, desarrolla la capacidad de introspección, o de especulación, o de elaborar conceptos y sistemas lingüísticos e ideológicos, y con tal vigor que crea culturas, ideologías y creencias, que dan sentido a toda su existencia y a la existencia del Universo.

El hombre, pues, forma parte del Universo y depende de sus procesos evolutivos, procesos que lo configuran como tal. Los datos que aporta la ciencia sobre las dimensiones del Universo producen la sensación de que el hombre es una minucia sin importancia. No es el centro ni la cumbre de la realidad, y se toma cada vez más conciencia de la evidencia de que es una criatura, contingente y finita, falible y mortal, dependiente y necesitada, partícula de un todo, que está objetivamente bien lejos de su pretensión secular de erigirse en el ser absoluto de cuanto existe. Si esto es cierto según el espacio y el tiempo, no lo es según la complejidad y la conciencia: «El mayor grado de complejidad no se ha alcanzado en las dimensiones atómicas o galácticas, sino en la franja de tamaño intermedio. El cerebro humano tiene cien billones de sinapsis, o contactos de las células nerviosas; el número de posibles conexiones entre ellas es mayor que el número de átomos que hay en el Universo. Un solo ser humano posee un grado de organización –¡y una riqueza de experiencia!– superior al de mil galaxias sin vida» (Barbour 98).

La potencia intelectual del hombre es equivalente a la actual, pero para desarrollarla necesitó miles de años. Por más que haya avanzado la ciencia, todavía no se puede explicar con seguridad la cadena que une el nacimiento y las diferentes etapas de la vida. Lo cierto es que la evolución muestra que los seres vivos formamos parte de un orden que se inscribe en la historia de la Tierra.

Establecido el género «homo», este se constituye por medio de diversos niveles que comprenden la dimensión somática y psíquica. La última etapa del género «homo» presenta dos especies humanas inteligentes que coexistieron por un tiempo. La primera, «hombre de Neandertal», proviene del «homo heidelbergensis» en el que evoluciona el «hombre erectus/ergaster». El «hombre de Neandertal» no es el antepasado del «homo sapiens», sino una especie paralela a esta. Vive en Europa y Oriente Medio hace unos 230.000 años. La segunda es el nombrado «homo sapiens» y se encuentra con la anterior hace unos 90.000 años en el Próximo Oriente. Con el tiempo desaparece el «hombre de Neanderthal», quizá hace unos 28.000 años.

El «homo sapiens», nuestro antecesor, se expande desde Etiopía hacia Europa en torno a 45.000 años. Se ha encontrado una muestra de arte de hace unos 75.000 años, los primeros grafismos se dan entre 40.000 y 35.000 años y las primeras escrituras entre 5.500 y 5.000 años. Esto quiere decir que hay una evolución de una inteligencia que actúa en contacto con la realidad, de aprehender las cosas como realidades, a otra con capacidad de abstracción. No se necesita el contexto vital para el desarrollo de la naturaleza intelectiva racional humana. La potencia del pensamiento abstracto que prueba el arte, la lengua y la escritura demuestra que el hombre supera la etapa de la inteligencia que procede sólo de estímulos exteriores y se expresa por signos. El desarrollo de la inteligencia alcanza una dimensión en la que es posible la conciencia de sí mismo y de su existencia en comunidad, busca medios para mantenerla, defenderla y hacerla progresar. La imaginación le hace poblar e interpretar lo desconocido y lejano con otra clase de seres superiores, a los que venera para que le ayuden en la conservación de la vida, o le defiendan de las acometidas de la naturaleza, tenidas como castigo de ellos. Así, pues, cree en seres superiores y, por medio de ritos concretos, se pone en comunicación con ellos. Quizá ciertas manifestaciones artísticas van en este sentido.

A la lenta evolución física se contrapone la rápida evolución cultural. Hace unos 20.000 años se dan grupos humanos que encuentran parajes fértiles que se regeneran antes de ser consumidos. Hay muestras en el noreste de África y en el actual Egipto. Entonces permanecen en estos territorios para cultivarlos, fundamentalmente cereales, con lo que se crean poblados: el hombre se hace sedentario. Se conservan restos de cabañas de madera, adobe y piedra entre los años 15.000 y 10.000 en Palestina. A continuación el hombre es capaz de domesticar animales y asegurarse la alimentación. Para mantenerlos debe ir en busca de pastos, con lo que se alterna la vida sedentaria que exige la agricultura con la nómada. Junto a la ganadería y la agricultura se trabaja la cerámica en Palestina y Siria.

El agrupamiento humano no se formaliza por medio de una suma de individuos, sino que vive y se relaciona en unas instituciones que lo moldean con el tiempo: la familia, el trabajo, la economía, las relaciones sociales, la religión, etc.; ellas determinan la identidad a las personas dentro del grupo en el que viene a la existencia. Estas instituciones entrañan tanto elementos físicos: los alimentos, los vestidos, las construcciones, las herramientas para el trabajo, etc.; como elementos simbólicos: las creencias, los valores, la comunicación, el arte, las normas de convivencia, etc. Pero, a la vez, la cultura capacita al hombre para reflexionar y ampliar el campo de su conciencia y libertad; aprender y encarnar un conjunto de valores que dan consistencia al grupo, haciendo posible actuaciones individuales y grupales que sobrepasan la vida personal y colectiva de una o varias generaciones. Conforme se avanza en el tiempo, y según sea el contexto espacial, o medio ambiental en el que se desarrollan los grupos humanos, se acentúan unos u otros elementos que constituyen los sentidos de vida de los pueblos. En definitiva, la cultura la crea el hombre, y la crea de una forma consciente y libre, a diferencia de los procesos de la naturaleza y de los animales, que obedecen a sus códigos genéticos de conservación y reproducción dentro del marco evolutivo del mundo. Y la cultura, a su vez, formaliza la identidad humana.

Los acontecimientos que realizan los hombres que responden a los sentidos de vida que establecen las culturas, cuando se ordenan, se relacionan entre sí y se les proporciona un significado a partir de su propio contexto, se deduce que el hombre no sólo es cultura, sino también historia. El hombre es un ser inconcluso, se forma poco a poco y se hace en comunidad, perteneciendo a un pueblo con sus estructuras culturales. El devenir humano narrado con los hechos del pasado se mantiene en el tiempo cuando se reconstruyen, porque su interpretación se hace siempre en un presente; pero no se queda aquí. La comprensión de los acontecimientos remite a una tradición que se proyecta al futuro si se abre a un horizonte universal en el que se contempla a toda la humanidad caminando. Los escasos datos aportados de cómo evoluciona el hombre es una muestra de ello; los mitos que las culturas elaboran para narrar el origen de los pueblos, su fin y cómo debe transcurrir la existencia son un símbolo de la conciencia de la vida humana, y el relato escrito de los acontecimientos más importantes de las culturas es la prueba de que el ser humano se realiza en el espacio y en el tiempo.

La naturaleza con su devenir y ritmos permanentes que remiten a unas leyes constantes y universales, por una parte, y la razón y la libertad humanas, por otra, determinan el discurrir histórico del hombre y rompen el círculo cerrado que traza la genética. Entonces la historia humana se puede entender como una sucesión ininterrumpida de cosmovisiones parciales de los pueblos, absoluta en sí misma cuando se experimenta, y relativa cuando se observa y narra desde otra cosmovisión posterior. En la elaboración de estas cosmovisiones pueden intervenir las creencias religiosas, o la libertad y la razón humanas, o simplemente la historia humana se une a la naturaleza y a su evolución a partir de estructuras surgidas del azar, cuyo término puede ser la autoaniquilación. El cristianismo, por el contrario, tiene una comprensión de la historia humana enraizada en la libertad de Israel, en la racionalidad de Grecia y en la experiencia de Dios de Jesús de Nazaret, y habida cuenta de una idea global de la evolución que tiende hacia la complejidad y a la conciencia, pues los organismos han mostrado una capacidad impresionante para acumular y procesar información sin cesar.

5.2. Dios creador

1) El origen del universo

Los científicos no suelen preguntarse ni sobre la eternidad del mundo (ni tiene origen ni tiene fin, tiempo), ni sobre su infinitud (espacio sin límites). Porque la realidad analizada es tan compleja, –que una bola de un centímetro de diámetro contenga más materia que todo el sistema solar y cómo se ha originado esto–, que hace imposible por ahora cualquier explicación lógica, venga de Dios, venga del azar. Sin embargo, cuando los científicos se preguntan sobre el origen de la realidad, se dividen en creyentes (Dios es el que lo ha creado), o no creyentes. Como esta última teoría es más difícil de demostrar –nadie acierta a explicar el paso de la nada al algo; no se pregunta por el modo de la evolución, sino por el hecho de la evolución–, pongámonos en el supuesto de Dios; de otro Ser que ha originado la realidad creada. Entonces podemos preguntarnos que el origen y el proceso de la evolución comporta un sentido fundamental.

Hay pensadores que defienden que el mundo fue creado in nuce, es decir, la primera partícula existente contiene en sí todos los elementos que irán apareciendo con el tiempo. Los seres emergen de la primera realidad, fuere cual fuere, dentro de un marco evolutivo de la existencia. Por otro lado, se sostiene que la vida humana es la razón de ser del origen del Universo. Este no se contempla en sí mismo, sino en razón del hombre. Así, pues, la evolución tiene un objetivo: la vida inteligente. Aún más: todo lo existente tiene sentido porque lo envuelve o unifica el Espíritu, lo que entendemos como Dios en relación. Con esta perspectiva, todo el cosmos es como un cerebro en acción creadora permanente, y, además, está interconectado. Es decir, la vida es energía y energía intercambiable de una forma perdurable. En todos estos casos se postula la existencia de un Creador, sobre todo por el paso de la nada a algo. Aunque el primer principio, o el relojero, etc., siempre refiere un Dios omnipotente, que está muy lejos del Dios de Israel: Creador, Providente, Salvador, y del Padre de Jesucristo.

Con todo, las teorías sobre el origen y evolución del Universo están en una revisión continua. La teoría más aceptada del Big Bang se ha puesto en entredicho al probar unos científicos que el Universo se expande y se contrae en una sucesión de ciclos donde la primera explosión que dio lugar a las galaxias sería un simple eslabón intermedio dentro de una cadena de procesos. Y sobre el origen de la materia aún se espera la experiencia del laboratorio europea que prepara la fusión de partículas. Además sigue sin explicarse de una manera satisfactoria el paso de la vida inanimada a la animada en las tres etapas más visibles: moléculas, macromoléculas y células vivas. Y sigue sin saberse, ya dentro de la evolución humana, el paso que se da del cerebro a lo que comprendemos como entendimiento; sólo podemos comprobar sus acciones externas que han dejado huella en la historia. Lo cierto es que la evolución es una evidencia.

2) La creación del cielo y de la tierra

Los datos que poseemos sobre el Universo originan la admiración de todos y, a la vez que se admiran, se elaboran interpretaciones para darle un sentido. Porque el Universo, que parece que no tiene límites, cobija al hombre con capacidad de pensar y vivir toda su inmensidad en su mínima dimensión. Así como se han alcanzado los datos anteriores con nuevas técnicas de observación y se puede saber su constitución, aún ciertamente provisional y a espera de utilizar otros medios más potentes que los actuales, la tradición griega incluye en la palabra «cosmos» todas las cosas que existen y el vínculo que las une: su orden, su medida, comprendido el hombre como una cosa más, y, por cierto, no la de máximo valor: las estrellas del cielo le superan.

La tradición de Israel observa el Universo a simple vista, y escribe que está formado por «cielo y tierra» (Gén 1,1). Y enseña e interpreta que Dios es Creador. Y Creador se entiende como Aquel que ha colocado el principio de lo que va a constituir «su mundo», es decir, el principio de su relación con las criaturas. Esto es algo muy diferente al comienzo espacio temporal del universo. En los relatos bíblicos de la creación no se trata de establecer el origen de todo cuanto existe: no existía nada y se inicia algo. Los relatos del Génesis revelan la iniciativa de Dios de relacionarse con la realidad. Dicha relación hace que se transforme el caos existente en un orden (cf Gén 1-2,4), que se convierta la muerte, que simboliza el desierto, en la vida que entraña el vergel del paraíso (cf Gén 2,4-3,24). Dios crea («bãrâ») en el caos y en el desierto algo vivo con un sentido nuevo y continúa adelante porque lo capacita su participación en la vida divina. La creación es una obra de Dios que construye una casa para relacionarse con el hombre. Este es varón y hembra (cf Gén 1,26-28), insertado en una familia y en un clan (cf Gén 2,4-4,26), que pertenecen, a su vez, a la familia universal que forma la humanidad (cf Gén 5,1-9,29), humanidad creada a «imagen y semejanza divina» (cf Gén 1,26).

Dios crea al Universo «bueno» y crea al hombre y a la mujer «muy buenos» (Gén 1,31). Esta certeza permanece a lo largo de la historia de Israel (cf Si 39,32-33; Sab 1,14). La bondad divina inscrita en la creación se comprende, tanto por la autorrevelación amorosa de la identidad divina (cf Sal 136,5-9), como por la forma como la ha creado. Dios no es un técnico que hace bien una máquina para después venderla y separarse de ella. Dios ordena la realidad para disfrutar de ella y para bien de ella: coloca cada cosa en su sitio, le da un nombre y con el nombre su sentido y función dentro de toda la realidad. Tan es así, que la armonía que existe en todas las cosas creadas, no es sólo una cuestión del buen hacer divino, sino del amor por ellas, amor que es signo de su poder, sabiduría e inteligencia (cf Jer 10,12). Por eso las bendice, para que, benditas, prosigan su andadura en la creación procreándose, expliciten la identidad inscrita en su ser y se plenifiquen unidas unas a otras (cf Gén 1,22).

La armonía, belleza y orden del Universo son frutos del Hacedor, pero un Hacedor que no lo deja ni lo abandona. Las cosas son bellas y todas constituyen un todo armónico, porque Dios las ha hecho y reside en ellas. Y hay que saber captar a Dios en las criaturas, como creador y como providente (cf Sab 13,1-8), en el silencio de la noche, en la luz de la mañana: todo tiene y encuentra su sentido en Él (cf Sal 19,2-5). Hay momentos en la vida en que no se intenta narrar y comprender el Universo, sino simplemente contemplarlo y cantarlo, por lo que es y significa, por quien lo ha hecho y engrandece con su presencia: «Las nubes te sirven de carroza y te paseas en las alas del viento. Los vientos te sirven de mensajeros, el fuego llameante, de ministro. Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás. La cubriste con el vestido del océano; y las aguas asaltaron las montañas [...]. De los manantiales sacas torrentes que fluyen entre los montes; en ellos abrevan los animales salvajes [...]. Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó. Allí anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña. Los riscos son para las cabras, y las peñas, madrigueras de tejones. Hiciste la luna con sus fases y el sol que conoce su ocaso [...], ¡cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con maestría» (Sal 104).

Sin embargo, porque Dios resida en el Universo y lo inunde con su gloria (cf Is 6,3; 1Re 8,27), no es el Universo; no forma parte de Él. Dios es distinto de sus criaturas y las trasciende. De ahí que nada de lo que existe pueda ser divinizado y, como tal, adorado por el hombre. Se supera la relación habida en bastantes culturas en las que el hombre se integra plenamente en el Universo formando una unidad que la religión refuerza dándole el estatuto de la divinidad. Esta «ley» del Universo, vehiculada por la creencia, impide al hombre trascenderlo en la medida que lo trasciende su Autor. Y, por otra parte, se supera la emanación, que piensa que un ser hace uno nuevo distinto de sí a partir de lo que él es, con lo que se tiende a identificar a Dios y al mundo, por tener una misma sustancia.

3) La creación del hombre

La tradición de Israel sitúa al hombre en la cumbre de la creación. Es tan importante su existencia en el proceso creativo, que Dios se para a deliberar, lo crea a su «imagen y semejanza», le da la misión de dominarlo todo (cf Gén 1,26.28: «rãdhâ» del acádico «redû» que significa guiar, dirigir, mandar) y le encomienda que su presencia cubra todo lo creado (cf Gén 1,28). Dios le entrega el Universo al hombre (cf Gén 2,19-20). Este cometido se inserta en su misma constitución creada, debe administrarlo según la finalidad que comporta cada cosa contemplada en sí misma y con relación a las demás, pues la armonía y la belleza del Universo la establece el conjunto que resulta de su comunicación mutua. El hombre se incorpora al mundo creado, no como un «dios» capaz de crear otro ser nuevo u otro mundo nuevo, sino como «administrador»: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el parque de Edén, para que lo guardara y cultivara» (Gén 2,15). Y se integra porque forma parte esencial del Universo, pues es contingente como él. Su desarrollo y capacidad de ser hombre se vincula a las relaciones que mantenga con él, y la naturaleza dependerá, a su vez, de que el hombre capte el sentido que Dios le ha dado a cada ser. Creación e historia humana se entrelazan.

Las catástrofes naturales ocurren tantas veces (cf diluvio, Gén 6,1-22), porque el hombre no se comporta con la naturaleza y con los demás humanos según el proyecto divino que los hizo salir a la luz. La corrupción humana deteriora la creación y oscurece su belleza (cf Gén 3,1-4,16; 6,11; etc). Hay, pues, una correspondencia entre el orden teológico y antropológico con el cósmico, pues Israel lee el Universo con una perspectiva divina y humana, muy distinta a los datos objetivos que ofrece la ciencia actual: el cosmos es creado por Dios para el hombre, y su equilibrio y razón de ser dependen del proceder que el hombre tenga con su Creador (cf Is 40,44; Jer 14,3-7; etc.), con los demás hombres (cf Sal 72,1-7) y con las cosas, que también se vengan (cf Sab 5,20; 16,24). La conducta humana se examina según la Alianza del Sinaí (cf Éx 19,24). El desquiciamiento del hombre, no sólo provoca el castigo divino y de la naturaleza, sino también hace verla de forma caótica.

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