Читать книгу: «El credo apostólico», страница 3

Шрифт:

2.2. Dios como Padre de Israel

Israel experimenta a Dios también como Padre. No es un «Padre» y una «Madre» con las características de las religiones que le rodean, es decir, en un sentido teogónico o cosmogónico. Ni engendra dioses, ni tierras y cielos, aunque algo de esto haya tenido en ciertas épocas de las creencias judías. Quizá por esta impronta biológica de las religiones vecinas, Israel ha sido reticente en usar este título para el Señor. Dios es «Padre» porque elige a Israel como pueblo de su propiedad. Comienza así una relación entre Dios y el pueblo en la que es posible que se le nombre como Padre, y más tarde se le invoque como tal, llegando con el tiempo a ser un atributo suyo. Pero esta progresión en la religiosidad judía se manifiesta siempre en un contexto histórico y en medio de una relación permanente, con los altibajos que la historia muestra. No es el Señor quien engendra a Israel, sino el que lo elige y, en cuanto tal, lo sitúa en la historia con una identidad propia como Pueblo de Dios en medio de otros pueblos, y le hace caminar hacia la conquista de una promesa que está en la raíz misma de la elección. Dios está en el origen del pueblo, pero de una forma diferente de como la relación entre un hombre y una mujer está en el origen de una criatura.

En la montaña del Horeb, Dios se revela a Moisés como «Dios de los padres» (Éx 3,13.15-16). Es el Dios de Abrahán, que le guía, protege, encamina a una nueva tierra, promete una descendencia, y al que el patriarca cree, obedece y adora como su Dios universal, creador de todo cuanto existe (cf Gén 14,18-22). Dios se constituye como Padre de Israel, porque lo engendra con la liberación de la esclavitud y con la elección: «Yo soy el Señor [...]. Os adoptaré como pueblo mío y seré vuestro Dios; para que sepáis que soy el Señor, vuestro Dios, el que os quita de encima las cargas de los egipcios, os llevaré a la tierra que prometí con juramento a Abrahán...» (Éx 6,6-8). Por eso el Señor dice a Moisés que le comunique al Faraón: «Israel es mi hijo primogénito» (4,22-23). Después les dará la ley de la alianza, por la que se canalizará la paternidad divina y la filiación de Israel (cf Dt 32,6).

Estas relaciones paterno-filiales sufren muchos altibajos. Israel se descuida de sus obligaciones de hijo adorando a otros dioses. Y Dios, en este caso con rasgos maternales, intenta atraerlo de nuevo a su regazo: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo [...]. Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas; me inclinaba y les daba de comer» (Os 11,1-4). Al irse el pueblo tras los dioses extraños, brota en Dios la cólera que le tienta a destruirlo, porque se le ha confiado y revelado de una manera especial, porque «vuestra lealtad es nube mañanera, rocío que se evapora al alba» (Os 6,4). Más tarde, cuando Israel sufre el exilio en Babilonia, Dios responde a las quejas de la experiencia de abandono con amor de madre: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15; cf Is 54,7-8).

En las situaciones de infidelidad no es extraño tampoco que se empleen las fórmulas paternas de corrección y castigo ante el mal realizado, o de ejercer la autoridad y exigir la obediencia, que se usan en los ámbitos familiares, muy típicas de la tradición sapiencial. Por eso amonesta al pueblo para su propio bien: «Porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido» (Prov 3,12). Y también Dios reclama la obediencia y respeto debido a los padres, tanto más cuanto Él los supera a todos (cf Mal 1,6). La finalidad es invitar a Israel a la conversión (cf Jer 31,18-19) para que reciba el perdón que le conduzca a la restauración de la alianza. Dios se relaciona con bondad, característica de todo buen padre: «Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece el Señor con sus fieles» (Sal 103,13; cf 31,9.20). O se da a conocer con ternura, como una madre a la que se le destroza el corazón y se le conmueven las entrañas (cf Os 11,8), sentimientos que exteriorizan el hondón de una persona, es decir, la interioridad llena de conocimiento, compasión y amor.

Por consiguiente, Dios es Padre con entrañas de Madre, no sólo de Israel, contemplado como una colectividad humana, sino también de ciertas personas que tienen una situación especial dentro de las instituciones del pueblo, o porque se ubican en el corazón de Dios. Así el rey se concibe con una dimensión sagrada que le entronca de una forma especial con Dios. Si Dios es Padre para todo el pueblo, también lo es del rey. Por eso es el elegido de Dios e hijo predilecto suyo: «Voy a recitar el decreto del Señor. Me ha dicho: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”» (Sal 2,7). Una de las funciones fundamentales del rey es la defensa de los marginados (cf Sal 72,1-2.4), los predilectos de Dios. Y Dios, como Padre, muchas veces es el que directamente los defiende y protege, obligando a tener esta actitud a los demás hijos: «Padre de huérfanos, protector de viudas es Dios en su santa morada» (Sal 68,6).

Estos rasgos antropomórficos de Dios, a los que se pueden unir otros, como Pastor, Rey, etc., transmiten la experiencia originaria de Israel, en la que Él, sin duda trascendente, se revela como Persona porque habla, y habla para hacerse conocer con un nombre, para elegir, para salvar y para dar sentido a un pueblo en la historia, al que espera al final para revelarse del todo y revelarle la verdadera vida. Pero también Dios dialoga, es decir, necesita la respuesta libre de los hombres que le acojan y respondan a su plan de salvación. La experiencia de Israel sobre Dios, que sufre avances y retrocesos, pero siempre dentro del marco de su alianza, es decir, de la fidelidad de Dios y respuesta fiel del pueblo, va progresivamente decantándose hacia un monoteísmo: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Dt 6,4; cf 11,13-21). La unicidad de Dios obliga a excluir cualquier referencia politeísta. Se ladean los símbolos, las imágenes, las metáforas o los atributos que pongan en peligro la identidad divina: «Así dice el Señor, Rey de Israel, su redentor, el Señor de los ejércitos: Yo soy el primero y yo soy el último; fuera de mí no hay Dios» (Is 44,6). Israel entonces vive la trascendencia y unicidad de Dios como la de su Señor todopoderoso, ante el cual es preferible el silencio, la adoración y la obediencia por medio de la ley, en la que se especifica con claridad su voluntad. Y en el culto en el templo de Jerusalén se le alaba, se le da gracias, se le pide que remedie las necesidades y se le sacrifican aves y animales.

2.3. El Dios de Israel como centro de la vida y de la fe de Jesús

Jesús no es ajeno a la piedad popular de su pueblo. Enraizado en la tradición judía, Dios es todo para él. Se le nota por doquier en la predicación del Reino. El rígido monoteísmo y la trascendencia de la experiencia divina del judaísmo contemporáneo exigen a Jesús una forma indirecta de nombrar a Dios. El respeto y la distancia hacen que se evite pronunciar su nombre. Jesús participa de esta costumbre popular (poder, Mc 14,62; rey, Mt 5,35; altísimo, Lc 6,35), pero no es el modo habitual de relacionarse con Él. Gusta de dirigirse a Dios de una forma directa. Bastantes veces pronuncia «Dios» (cf Mc 2,26; etc.), «Señor» (cf Mc 5,19; etc.) y «Padre» (cf Mc 14,36; etc).

Jesús habla de Dios como el Otro distinto al hombre. Enseña la rígida separación entre Dios y las criaturas por los atributos de poder, ciencia y bondad que se le otorgan. Dios posee un poder muy superior al hombre. Se demuestra en la controversia que Jesús entabla con los saduceos sobre la resurrección de los muertos. Estos defienden la tradición de que no existe otra vida fuera del tiempo presente en contra de los fariseos que afirman el más allá. Jesús apoya la resurrección invocando el poder y la fidelidad de Dios: «Andáis descaminados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios [...]. Y a propósito de que los muertos resucitarán, ¿no habéis leído en el libro de Moisés el episodio de la zarza? [...]. No es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,24-27).

Además del poder o de la majestad (cf Mc 14,62), se separa Dios de los hombres por la ciencia y el conocimiento. Está el testimonio sobre el fin de la historia: «En cuanto al día y a la hora, no los conoce nadie, ni los ángeles en el cielo, ni el hijo; sólo los conoce el Padre» (Mc 13,32); o Dios sabe todo lo que necesita el hombre antes que este se lo pida (cf Mt 6,7-8). Por consiguiente, se deben olvidar las preocupaciones por el mantenimiento diario de los discípulos que lo han abandonado todo para unirse a Jesús en su ministerio, porque Dios sabe lo que cada uno precisa para vivir (cf Lc 22,22-31). Así es inútil intentar engañar a Dios: «Vosotros [fariseos] pasáis por justos ante los hombres, pero Dios os conoce por dentro» (Lc 14,15; cf Prov 24,12).

Por último, la bondad de Dios. En el diálogo que sostienen Jesús y el joven rico, este lo saluda reconociendo la bondad que respiran sus obras. Sin embargo, Jesús le dice que «bueno» sólo es Dios (cf Mc 10,18par). Y lo ha demostrado por el cuidado que ha tenido con Israel liberándolo de Egipto, dándole una tierra, salvándolo de los enemigos. Israel se lo reconoce y lo alaba: «Alabad al Señor, porque es bueno» (cf 1Crón 16,34). La alteridad respecto al hombre que entraña la bondad divina se ratifica cuando, en otro pasaje, sitúa lo «malo» en el hombre a pesar de las obras buenas que se inscriben en las acciones humanas, sobre todo cuando existe una relación afectiva: «Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos...» (Q/ Lc 11,13; Mt 7,11). La bondad humana es un don que proviene de Dios, que es magnánimo en su concesión (cf Mt 20,15). Entonces hay que reconocer que la raíz y fuente de esta bondad está siempre en Dios: «Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (Q/Lc 6,35; Mt 5,45). Jesús introduce en su programa del Reino que el hombre sea imagen de la bondad divina para recrear su dignidad primera regalada al principio del tiempo, y concretada en la relación mutua como ternura y compasión.

Jesús retiene como experiencia básica de Dios las acciones que han configurado a su pueblo entre los demás pueblos de la tierra y que Israel ha mantenido vivas casi siempre. Jesús llama a Dios el «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» (Mc 12,26; cf Éx 3,6), que es como se presenta a Moisés cuando cuida las ovejas y las cabras de su suegro en el monte Horeb. Dios se revela a Moisés como el Dios de la alianza y como Aquel que protege, libera y salva. Que cite Dios a los Patriarcas es la garantía de una actitud de fidelidad al pueblo y una garantía de salvación, que es la que llevará a cabo con la liberación de Egipto: «Os tengo presentes y veo cómo os tratan los egipcios. He decidido sacaros de la opresión egipcia y haceros subir [...] a una tierra que mana leche y miel» (Éx 3,16-17).

Todavía más. El Dios de Jesús manifiesta su voluntad al pueblo con el que ha pactado una alianza por medio del Decálogo. El Decálogo no se comprende como un ordenamiento jurídico que obliga a cumplir la autoridad constituida en una sociedad, sino que es la forma de relación que se emplea dentro de una comunidad originada por el mismo Dios. Se parece más a los padres que enseñan a los hijos unos comportamientos para que prosigan en su vida un estilo y unas actitudes heredadas de generaciones anteriores, que a prohibiciones vinculadas a leyes con amenazas de castigos (cf Mc 7,10; Éx 20,12).

Con todo, el mandamiento principal y el fundamento de la vida, de todo, es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mc 12,29-31; cf Dt 6,4-5). La plena y total disposición del hombre para cumplir la voluntad de Dios, la apertura a Dios como realidad envolvente de la vida y en la que se incluye todas las dimensiones del hombre y a todos los hombres, hace que este sea el mandamiento más importante y esté por encima de los 613 preceptos que suma la tradición rabínica. Es el Shema que cada fiel judío recita por la mañana y por la noche para tenerlo presente siempre. Y tenerlo presente como principio que recorre todos los actos de la vida. Jesús, así, se instala en el centro de la fe de su pueblo al concebir a Dios como persona y capaz de tener relaciones personales. Al ser la atmósfera que respira no se ve en la obligación de demostrarlo.

3. Dios Padre en Jesús

3.1. Dios distinto de la Creación

La omnipresencia de Dios en la vida de Jesús hace que se refiera a Él con los tres atributos que expresan la relación que ha mantenido Dios con su pueblo: Creador, Providente y Salvador.

1) Creador

La obra por antonomasia de Dios es la creación, percibida por Israel en la elección y alianza. Jesús recurre a Dios Creador cuando sale en defensa de la mujer, a la que iguala al hombre en el compromiso conyugal: «Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha juntado que el hombre no lo separe» (Mc 10,6-9; cf Gén 1,27). Apela al acto primero de Dios cuando ataca a los fariseos y letrados como prototipos de la hipocresía humana que se preocupan de un mundo externo ordenado y limpio descuidando la actitud interior de amor, pues todo el hombre ha salido de las manos de Dios (cf Lc 11,40). Denuncia el fratricidio practicado con los profetas, que es un suma y sigue del primero cometido por Caín y que quebró las relaciones entre los humanos (cf Q/Lc 11,50; Mt 23,35). Invita a la vigilancia ante la incertidumbre que dominará la parusía y que superará a todos los desastres habidos en la historia (cf Mc 13,19). Anuncia el juicio final, cuando convoque a los elegidos para disfrutar del Reino ya previsto por Dios en el mismo momento de la creación (cf Mt 25,34).

Las apelaciones a un Dios creador traslucen, en definitiva, la experiencia de Jesús de que Dios está pendiente de sus criaturas. Si es Creador por un acto de amor, este acto no significa una acción aislada al principio de la historia humana, sino que revela una actitud de Dios por la que se inserta en el espacio y en el tiempo para recrear de una forma continua las personas y las cosas, que son su reflejo. Dios no se desentiende de sus criaturas, antes bien, salvaguardando la libertad humana para que sea posible la respuesta de amor a su amor creador, sigue ofreciéndose como la fuente desde donde mana la vida. Entonces Jesús integra a su experiencia de Dios como Creador a Dios como providente. Y en este espacio camina.

2) Providente

Cuando Jesús viaja a Jerusalén, según la propuesta evangélica de Lucas, y presiente los sufrimientos que va a padecer, enseña a los discípulos, a sus amigos, que el camino de la cruz también tendrán que recorrerlo ellos. En estos momentos tensos, Jesús se remite a Dios, que, como Creador, es el dueño de la vida (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 16,25-33). De aquí nace la confianza en Él y el coraje del anuncio del Reino. No se debe temer a quien arruina o destruye la vida en esta tierra, sino a Aquel que la puede aniquilar para siempre. «¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno de ellos se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados todos. No tengáis miedo, que valéis más que muchos gorriones» (Q/12,6-7; Mt 10,29-31). Los gorriones y los pelos, de valor insignificante, y la vida humana, la mejor imagen divina en la tierra, están bajo la mirada de Dios. Todo lo existente es objeto de su preocupación y protección. Dios es providente.

Junto al peligro de perder la vida está el de no poder mantenerla. Jesús se ampara en Dios para su defensa. La ocasión le viene cuando enseña que la existencia no puede asentarse en las riquezas, sobre todo si equivalen para el hombre a un apetito desordenado que le conduce a su perdición. Porque la codicia de las cosas encierra desligarse de Aquel que es el propietario de todo: «Por eso os digo que no andéis angustiados por la comida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo. La vida vale más que el sustento y el cuerpo más que el vestido» (Q/Lc 12,22-23; Mt 6,25; EvT 36). La alternativa que ofrece a la seguridad que dan los bienes es Dios, porque Él no exige las preocupaciones que proporcionan conseguir y mantener la riqueza, sino, al contrario, basta con abandonarse en sus manos y dejarse llevar por la conciencia de que su corazón está pendiente del sustento diario: «Observad a los cuervos: no siembran ni cosechan, no tienen silos ni despensas, y Dios los sustenta. Cuánto más valéis vosotros que las aves [...]. Observad cómo crecen los lirios, sin trabajar ni hilar; pero os digo que ni Salomón, con todo su fasto, se vistió como uno de ellos» (Q/Lc 12,24-27; Mt 6,26-29; cf EvT 36).

3) Salvador

Jesús da un paso más en su fe en el Dios de los Padres y cierra el arco de la vida humana. En efecto, si la vida procede y se mantiene por Dios (Creador y Providente), Dios tampoco abandona al hombre al poder de la muerte (Salvador). Jesús invoca al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (Mc 12,26), que es como se revela a Moisés como signo de salvación y fidelidad al pueblo y que va a demostrarlo con la liberación de Egipto. Jesús recoge esta actitud de Dios para con Israel y la aplica a la superación de la muerte, el mayor enemigo del hombre, en la controversia que sostiene con los saduceos, fieles al Pentateuco y, por tanto, enemigos de toda prolongación de la vida (cf Mc 12,19-23). Argumentan con la ley del levirato, por la que el hermano menor debe dar descendencia al mayor si falleciera sin tener hijos (cf Gén 38,8; Dt 25,5-10). Aunque las posiciones en tiempos de Jesús sobre las modalidades de la resurrección son diferentes, lo cierto es que esta se introduce en la fe judía para superar la crisis de la retribución del justo, que desaparece como el impío tras la muerte. La solución se encuentra no con la respuesta divina a los anhelos de inmortalidad inscritos en el corazón humano, sino remitiéndose al poder, soberanía y fidelidad de Dios a sus criaturas. El amor de Dios es más poderoso que la muerte. La maldad de la muerte conduce a separar al justo de Dios; rompe la comunión de Dios con su pueblo; impide que Dios sea el «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob», ya que si los Padres no existieran después de morir no tendría sentido el Dios de la Alianza y la promesa, el Dios vivo y presente en el pueblo. Por consiguiente, termina Jesús: Dios «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27par).

3.2. El Padre de Jesús

1) Dador de bienes, y obediencia

Dios Padre se preocupa de sus hijos y, por tanto, les da «cosas buenas». «¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O, si le pide pescado, le dará en vez de pescado una serpiente? ¿O, si pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo (cosas buenas [Mt]) a quienes lo pidan!» (Q/Lc 11,11-13; Mt 7,9-11).

La solicitud de Dios Padre se compara con la de los padres de familia, cuya tendencia natural es la protección y cuidado de sus hijos. Jesús verifica en el orden de la creación cómo es la relación familiar, realidades buenas y generosas y que están inscritas en la naturaleza humana. El contraste que hace Jesús es claro y sencillo, pasando de lo absurdo a lo que es lógico en una relación paterna con los hijos. Así, alimentos básicos para el mantenimiento humano en Galilea como son el pan, el pescado y el huevo no se pueden cambiar por otra cosa semejante, pero nociva, como es la piedra, y dañina y cruel, como son la serpiente, parecida al pez, y el escorpión que, encogido, aparenta un huevo. Pues bien, si todo padre de la tierra, cuando distribuye la comida a sus hijos, les pasa estas cosas buenas, cuánto más el Padre de los cielos, que es plenamente bondad. Es el convencimiento de Jesús de que Dios es bueno: en la parábola del padre que acoge al hijo pródigo (cf Lc 15,11-32) y en la respuesta que da al rico (cf Mc 10,18).

Lucas cambia las «cosas buenas» de Mateo por el «Espíritu Santo». La relación de amor que Dios inicia con Jesús en el momento de su concepción (cf Lc 1,35) y cuando comienza la predicación del Reino (cf Lc 3,22), por las que declara su Paternidad, el Evangelista la traslada a los discípulos de Jesús, cuya filiación les capacita para dirigirse a Dios como al buen Padre que, con dicha relación de amor, les dará todo lo necesario para vivir.

Experimentar al Padre como dador de los bienes lleva consigo la ausencia de preocupaciones por las necesidades de cada día. No es lo que antes ha descartado Jesús para sus discípulos sobre las riquezas que tienen los demás, es decir, la codicia de acumular, cuando se es consciente de que la vida depende de Dios. Ahora Jesús se refiere a los bienes esenciales para vivir: comer, beber, vestir (cf Gén 28,20): «Todo eso son cosas que busca la gente del mundo. En cuanto a vosotros, vuestro Padre sabe lo que os hace falta» (Q/Lc 12,30; Mt 6,32). Por tanto, «no andéis buscando qué comer o qué beber; no estéis pendientes de ello» (Q/Lc 12,29; Mt 6,25). Esto lo conoce la gente pobre que se llena de afanes y fatigas para satisfacer lo indispensable para vivir. Es la condición de su existencia (cf Gén 3,17-19). Sin embargo, en una sociedad teocrática como la de entonces se aconseja: «Encomienda al Señor tus tareas, y te saldrán bien tus planes [...], dichoso el que confía en el Señor» (Prov 16,3.20). Se ha comprobado al hablar del Dios providente. Ahora se toma a Dios por Padre, y los discípulos, en cuanto hijos, saben que pasa a Él el desvelo por procurarse alimento y bebida. De hecho, por más que se impacienten por alcanzar cualquier objetivo, están incapacitados para adelantar o prolongar el tiempo: «¿Quién de vosotros puede, a fuerza de cavilar, prolongar un tanto la vida? Pues si no podéis lo mínimo, ¿por qué os preocupáis de lo demás?» (Q/Lc 12,25-26; Mt 6,27).

La razón es que se cambia el objetivo y, con él, el afán que supone su búsqueda. No es mantener la vida y la preocupación para sobrevivir en la Galilea gobernada por Herodes Antipas. La tarea fundamental que ahora ocupa a los discípulos es colaborar con Jesús para proclamar el Reino. Y no sólo proclamarlo, sino, siguiéndole con la forma y el sentido que está imprimiendo a su anuncio, testimoniar su presencia en la historia con el mismo estilo de vida: «No temas, pequeño rebaño, que vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Lc 12,32). Dios da por supuesto que ha creado la tierra con los bienes suficientes para vivir; y Dios sabe de su conservación, aunque los hombres duden de que haya bienes para todos y sospechen del cuidado divino ante las catástrofes. Jesús devuelve a sus discípulos al sentir de Dios: Él se responsabiliza del mantenimiento de sus servidores. Pues lo que está en juego en este momento es otra realidad mucho más importante para la existencia humana: mostrar el rostro bondadoso y misericordioso del Padre. Por consiguiente, ni preocupaciones ni miedos por la subsistencia. Es suficiente la confianza en el Padre, que, aunque sean pocos y formen un «pequeño rebaño» (Is 41,14; cf Sal 22,7), poseen el don más grande: el Reino (cf Q/Lc 22,29-30; Mt 19,28).

Pero el Padre muy solícito para cuidar a sus hijos y cubrir sus necesidades fundamentales, exige obediencia a su autoridad y reconocimiento de su dignidad. Fundado en la crítica que Marcos hace de los letrados o escribas (cf Mc 12,38-40par), Mateo elabora un párrafo (cf Mt 23,1-12), compuesto de forma antitética, en el que los reproches se amplían a los fariseos y se convierten en exigencias para la comunidad cristiana. Los versos 8-10, que constituyen una pequeña regla para la comunidad o una catequesis a los discípulos, provienen de la tradición especial del Evangelista. El verso 8: «Vosotros no os hagáis llamar maestros, pues uno solo es vuestro maestro, mientras que todos vosotros sois hermanos» está unido al 10: «Ni os llaméis instructores, pues vuestro instructor es uno solo, el Mesías». Mateo sitúa en su lugar a los «maestros» e «instructores o dirigentes» de las comunidades, ciertamente judías, y que es muy fácil que continúen la función que desempeñaban los escribas o letrados en las sinagogas como guías revestidos de autoridad (cf Mt 13,52; 23,34). Función que fustiga Jesús por la preeminencia que gozan en un mundo teocrático como es el de Israel. El pueblo les admite la competencia en la enseñanza (letrados) y la observancia religiosa (fariseos); por eso son proclives a la ostentación, exhibición, autocomplacencia y poder.

Mateo avisa que una comunidad cristiana no soporta estas grandezas que rompen la relación entre iguales, y enlaza la igualdad fraterna que debe imperar en la vida cristiana con el dicho de Jesús (cf Mt 23,9), fundando su verdadero origen: «En la tierra a nadie llaméis padre, pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo», de manera que, como a nadie se le debe decir «maestro» o «instructor», porque permanece la prioridad de Jesús en dicha función en la comunidad, así nadie debe llamar «padre» a cualquier «hermano», por más digno que sea o por mucho respeto que se merezca. En Israel se ha denominado «padre» a patriarcas, a profetas, etc. (cf 2Re 2,12). La afirmación de Jesús, aislada del contexto donde se ha insertado, puede remitirse al grupo de discípulos, que, unidos a Jesús en la proclamación del Reino y dentro de un clima escatológico, están plenamente dedicados a dicha tarea. Esta les supone una infravaloración de la función paterna, tanto activa como pasiva, para reconocérsela sólo a Dios. Los discípulos deben ser conscientes de que el Padre Dios es su única procedencia y referencia vital.

La confesión de la autoridad y dignidad de Dios Padre la revela Jesús en la segunda petición del Padrenuestro: «Padre, sea respetada la santidad de tu nombre» (Q/Lc 11,2; Mt 6,9: «¡Padre nuestro del cielo!»). El nombre es la persona, como se ha visto. El nombre de Dios, el Señor, manifestado a Moisés (cf Éx 3,14-15; 6,3-2), se cubre pronto de un extremado respeto que lleva consigo el poder y la perfección inherente a la persona divina (cf Is 29,23). La santidad del nombre de Dios significa, a la vez, distinguirlo y separarlo, para que se le estime, se le dé el honor debido y, en cuanto tal, se afirme su trascendencia. Por eso el israelita evita decirlo: «No te acostumbres a pronunciar juramentos ni pronuncies a la ligera el nombre santo» (Si 23,9).

La actitud ante la santidad de Dios proviene de Dios, porque se declara contrario al pecado o a las actitudes blasfemas de los hombres. De ahí la aclamación de los serafines en el templo: «¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!» (Is 6,3), a los que también imitan los creyentes con la adoración y la alabanza. Este contenido se incluye en la Tefillá, en la tercera bendición a Dios (Dieciocho bendiciones=Shemoneh Eshreh): «Tú eres santo, y tu nombre es santo; fuera de ti no hay otro Dios. Bendito eres, Señor, Dios Santo». Al Padre Dios hay que darle también estas prerrogativas judías.

2) Oración de Júbilo y tentación en Getsemaní

Jesús sufre una experiencia negativa de sus conciudadanos, teóricamente más capacitados que los gentiles para comprender el Reino. Escribas y fariseos le acusan de compartir la comida y la bebida con los pecadores, y siente el rechazo de las tres ciudades en las que ha puesto más tiempo y énfasis en su ofrecimiento de salvación (cf Q/Lc 10,13-15; Mt 11,21-24). A continuación, y aún perplejo por esta incomprensión, siente una de las experiencias más hermosas de su ministerio y que la tradición transmite como su realidad vital fundante, como es Dios, y su auténtica pertenencia social, como son los pequeños y humildes. «En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: ¡Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra!, porque, ocultando estas cosas a los entendidos, se las has revelado a los ignorantes. Sí, Padre, esa ha sido tu elección» (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26).

Jesús eleva la mirada al cielo y «bendice» al Padre, le reconoce públicamente con una acción de gracias, alabanza y confesión (cf Sal 7,18; 9,2); y, en este caso, no lo hace por su experiencia personal, sino por la de los pequeños e ignorantes. Apela al Padre como Señor y Soberano amoroso de todo lo existente. Dios es Creador y Providente, y en cuanto tal, es Señor de todo lo creado. Se le glorifica por todo lo que ha salido de sus manos para el bien de los hombres (cf Tob 7,17).

Se une el señorío de Dios a su inigualable sabiduría, y enseña a la vez que bendice. Veamos. Dios concede su sabiduría a los maestros, a los sabios de los ambientes apocalípticos, a los entendidos de los grupos sectarios, en fin, a los letrados. Ellos componen un grupo de elegidos de Israel. Se separan del pueblo como beneficiarios de la sabiduría divina y formulan su saber sobre Dios en cuanto participación del saber de Dios (cf Dan 2,27-30). Estos entendidos constituyen los círculos privilegiados de ámbito divino, del que quedan excluidos los potentados de la tierra, los paganos o las personas no elegidas (cf Sab 9,13-18). Pero saber de las cosas divinas depende de la revelación de Dios; más en concreto, del contenido de la revelación que Él ha tenido a bien transmitir. En la proclamación del Reino, y aquí viene la contraposición que hace Jesús, Dios esconde a los sabios su revelación, a los que iguala a los poderosos, y se la descubre a los ignorantes, o incultos, o simples, o pequeños.

538,13 ₽

Начислим

+16

Покупайте книги и получайте бонусы в Литрес, Читай-городе и Буквоеде.

Участвовать в бонусной программе
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
440 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788428565301
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
Черновик
Средний рейтинг 4,8 на основе 184 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,1 на основе 1059 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,6 на основе 314 оценок
Аудио
Средний рейтинг 3,9 на основе 48 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,8 на основе 5272 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,6 на основе 1094 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,8 на основе 332 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,4 на основе 128 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,8 на основе 784 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 3,7 на основе 51 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок