Читать книгу: «Filosofía de la imagen: lenguaje, imagen y representación», страница 9

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§ 22. Críticas al logocentrismo

Para Jean-Jacques Rousseau, la música no es sólo el arte de combinar sonidos de un modo agradable para el oído, sino ante todo la expresión de nuestras pasiones: «es la melodía la que, al imitar las inflexiones de la voz, expresa las quejas, los gritos de dolor, las amenazas, los gemidos [...] su lenguaje inarticulado pero vivo [...] tiene cien veces más energía que la palabra misma». En contraste con su exaltación de la melodía, considera que la armonía no es signo de nada y que los acordes no tienen nada en común con nuestras pasiones.[127] Esta idea concuerda plenamente con su concepción del lenguaje, según la cual éste no necesariamente “mejoró” al volverse más significativo y menos expresivo, sino que en muchos sentidos se empobreció: perdió cualidades emotivas a medida que ganó en precisión y claridad conceptuales. [Ibíd., p. 24]

En lo que más insiste Rousseau a lo largo de su célebre ensayo sobre el lenguaje es en la insuficiencia de palabras y enunciados como medios expresivos. Por ejemplo, la palabra es limitada para expresar el amor, la ira, etc. Pero hay otros modos de dar a entender con mayor eficacia lo que con palabras no es posible dar a entender: acciones, gestos, objetos, símbolos…

El lenguaje más enérgico es aquel en que el signo lo ha dicho todo antes de que se hable. Tarquino Trasíbulo abatiendo las cabezas de las adormideras, Alejandro aplicando su sello a la boca de su favorito, Diógenes paseándose ante Zenón, ¿no hablan así mejor que con palabras? ¿Qué circuito de palabras hubiese sido capaz de expresar tan bien las mismas ideas? [Ibíd., pp. 13-14]

Cuando se desarrollaba la lingüística como una ciencia emergente y se exaltaban las “ventajas” del lenguaje como herramienta civilizatoria, las tesis rousseaunianas no podían encontrar mucho eco. Fue quizá hasta la segunda mitad del siglo XX —esto es, cuando la curva del logocentrismo fue hacia abajo— que pudieron empezar a ser verdaderamente apreciadas.

Ejemplo sobresaliente de reivindicación de lo no verbal son las propuestas de Marshall McLuhan, quien hace más de cuatro décadas comenzó a examinar críticamente la cultura basada en el lenguaje fonético-articulado. Sin duda alguna, McLuhan era un espíritu en la misma tonalidad que Rousseau. Él sí encontró eco a sus ideas, aunque al inicio no precisamente entre los filósofos. En sus estudios sobre los medios de comunicación llegó a resultados que subvertían el orden logocéntrico. Por ejemplo, en relación con la palabra escrita y con el lenguaje articulado indicaba que ambos son incapaces de decir un sollozo, un gemido o un grito: ambos desmenuzan y ponen en secuencia lo que es implícito y rápido, impiden que la inteligencia se implique totalmente en los objetos y separan a los hombres unos de otros. El lenguaje articulado en sí es la Torre de Babel. En cambio, la tecnología eléctrica, que no necesita de palabras, subsana tales fallas: conduce a un estado de conciencia colectiva, carente de habla y semejante al estado preverbal.[128]

En cuanto a los mecanismo del conocimiento, McLuhan afirmaba que éstos no deben identificarse con la organización secuencial y lineal de las ideas mediante el lenguaje: «En el campo total del conocimiento que existe en cualquier momento de conciencia no hay nada lineal ni secuencial. El estado consciente no es un sistema verbal. Sin embargo, durante todos nuestros siglos de instrucción fonética hemos sido partidarios de la cadena de inferencias como la huella de la lógica y la razón». [Ibíd., p. 116] La razón, esa facultad suprema del hombre occidental, ha sido identificada con el orden lineal y con la palabra organizada por escrito:

Desde hace mucho tiempo la palabra “racional” significa para el Occidente «uniforme, continuo, en secuencia». Dicho en otras palabras, hemos confundido la razón con la alfabetización, y el racionalismo con una sola técnica. Así, en la era eléctrica, al Occidente convencional le parece que el hombre se está volviendo irracional. [Ibíd., p. 32. Cursivas de F.Z.]

Todos estos enunciados pueden resultar sumamente provocativos y desagradables para quienes proponen ideales educativos y de superación social basados en la alfabetización, en el lenguaje y en la organización académica, es decir, los ideales “humanistas” que se remontan a la invención de la imprenta, al desarrollo del libro como medio privilegiado de la cultura y a la educación que persigue desarrollar el bien hablar y el bien escribir como signos del bien pensar. Sin embargo, es muy saludable que, después de casi cinco siglos de logocentrismo, se haga una revisión crítica y un balance de sus resultados. Ésta es una de las razones por las que resulta de enorme relevancia lo planteado por McLuhan y otros críticos de la razón logocéntrica.[129]

§ 23. La imagen frente al «imperialismo lingüístico»

¿Por qué decía Paul Valéry que siempre debe uno disculparse por hablar de pintura? Él, uno de los más grandes hombres de letras del siglo pasado, un hombre cuya actividad profesional consistía en escribir o hablar, era consciente de la molestia que pueden causar las palabras dichas a propósito de imágenes que son concebidas por sus propios creadores como productos independientes del lenguaje. Sin embargo, escribía esto:

Siempre debe uno disculparse por hablar de pintura.

Pero hay grandes razones para no quedarse callado. Todas las artes viven de palabras. Toda obra exige que uno le responda, y una “literatura”, escrita o no, inmediata o meditada, es inseparable de aquello que impulsa al hombre a producir, y de las producciones que resultan de ese extraño instinto.

¿La causa primera de una obra no es el deseo de que se hable de ella, aunque esto ocurra sólo entre un espíritu y él mismo? ¿Un museo no es un lugar de monólogos? […] Quitemos a los cuadros la posibilidad de un discurso, interior o de otro tipo, e inmediatamente las más bellas telas del mundo perderán su sentido y su finalidad.

Pero, más aun, la literatura desempeña a veces, en las entretelas de la creación, un papel bastante destacado.

Un pintor que aspira a la grandeza, a la libertad, a la seguridad; que se exige a sí mismo la sensación poderosa y deliciosa de ir hacia delante […] ese pintor se ve conducido a resumir su experiencia […] y también a definir las obras más vastas o más complejas que sueñe con emprender.

Es entonces cuando escribe.[130]

He aquí expuesta en su máximo esplendor la soberbia logocéntrica: toda obra pictórica es creada para que se hable sobre ella, aunque sea al nivel del monólogo; sin el discurso que se emita sobre ellas, las más bellas pinturas del mundo carecerían de todo sentido; el pobre artista cree equivocadamente que puede oponerse al juicio literario. Pero estas ideas, que hoy en día siguen siendo sostenidas por diversos teóricos, fueron cuestionadas ya al mediar el siglo XX.

Mircea Eliade saludó la emergencia de un pensamiento simbólico fincado más bien en las imágenes que en el discurso. Señalaba que con la reacción en contra del positivismo, el simbolismo había sido «restaurado como instrumento de conocimiento» en Occidente. Y advertía: «la cultura europea, a menos de enclaustrarse en un provincialismo estéril, tiene obligacion de contar con otras vías de conocimiento, con otras escalas de valoración que no son las suyas».[131] Ese provincialismo no es otro que la razón logocéntrica de que he tratado aquí. Para Eliade el valor de las imágenes no radica en ningún significado discursivo que esté guardado en su “interior” o que lo “anteceda”, sino que ellas significan como imágenes: y toda imagen queda desnaturalizada al ser “traducida” a palabras. Así, lo que hace el psicoanalista cuando explica verbalmente una imagen onírica es traicionar el sentido originario de ésta: la atracción del niño por la madre se vuelve “escandalosa” cuando es traducida y no se la deja como imagen, pues pierde su carácter multivalente al ser reducida a un “complejo” y a una serie de explicaciones causales.[132] La imagen transformada a conceptos pierden su verdad: «traducirla a una terminología concreta, reduciéndola a uno solo de sus planos de referencia, es peor que mutilarla, es aniquilarla, anularla en cuanto instrumento de conocimiento». [Ibíd., p. 15]

Gillo Dorfles se unió a esa crítica de las traducciones verbalistas de las imágenes, rechazando el logocentrismo psicoanalítico, que con su reducción lingüística de los simbolismos los despoja de toda su riqueza.[133] Apuntaba que la terapia psicoanalítica clásica se centra en la verbalización, dejando de lado otras estrategias que han sido probadas con buen éxito, como el uso de dibujos hechos por el propio paciente. Al lado del bildhafte Denken (pensamiento visual), que es más confiable como mecanismo de acceso al inconsciente, el pensamiento verbalizado «deforma y altera los posibles “indicios” de una revelación auténtica por parte del individuo». [Ibíd., pp. 34-36] Otro ámbito en que el bildhafte Denken resulta más adecuado en comparación con las reducciones verbalistas, que son insuficientes y empobrecedoras, es el de los ritos y los mitos, tanto antiguos como actuales. [Ibíd., pp. 27-28] De hecho, los mitos de todas las culturas son la formulación de conocimientos sobre psicología profunda, pero no en términos conceptuales o “científicos”, sino en una forma simbólica, visual e imaginaria. [Ibíd., p. 29]

Vayamos a las obras visuales. Dorfles encuentra que el pensamiento conceptual es inadecuado para comprender tanto el arte como la actividad artística. [Ibíd., pp. 25-26] En la génesis y en la contemplación de obras plásticas lo que entra en juego es el pensamiento visual, no el verbal. Para el creador artístico, el punto de partida es

en primer lugar, un pensamiento visual, un factor imaginativo, una Stimmung, una atmósfera, de lo que partirá la obra, que después podrá desarrollarse “racionalmente”, es decir, de acuerdo con un razonamiento lógico, esquemático, traducible en palabras, pero que, en su fase auroral, no podía sino estar vinculado exclusivamente a una imagen e imaginación exclusivamente de tipo visual. [Ibíd., pp. 44-45]

Y lo mismo sucede con el crítico o el contemplador de dicha obra: su primera impresión no es formulable en palabras y conceptos: «sólo en un segundo momento podrá intervenir la reflexión, el disfrute valorativo, el juicio crítico, expresable en formulaciones verbales precisas, pero siempre será indiscutible la prioridad de una primera percepción imaginativa». [Ibíd.] Tenemos de nuevo una posición exactamente opuesta a la de Valéry.

Las imágenes que produce un creador artístico han sido consideradas por el psicoanálisis como «procesos secundarios», derivaciones de los «procesos primarios» del inconsciente. María Rosa Palazón dedica una parte de sus investigaciones sobre estética a esclarecer las relaciones entre unos y otros. Como se explicará más abajo,[134] la autora dedica su estudio a examinar seis vertientes de la imaginación, la cuarta de las cuales viene ahora al caso: «las artes figurativas como actividades imaginarias o fantasiosas […] se deben indirectamente al sistema inconsciente del emisor».[135] Las imágenes artísticas son una especie de conciliación entre la censura y «los deseos más profundos o vetados». [Ibíd., p. 343] Y, en cuanto a las palabras y su relación con el inconsciente:

El lenguaje —«proceso secundario»— es coherente; se funda en una relación plausible entre significantes y significados, en reglas que enlazan los signos; en cambio, lo inconsciente es menos pergeñado y se hace con cadenas de imágenes, acompañadas de palabras y demás efectos acústicos, que no son reductibles a los circuitos asociativos que establece el entendimiento. [Ibíd., p. 345]

Las mismas imágenes artísticas, al ser procesos secundarios, están estructuradas de modo coherente. Dicha estructuración se organiza, según el psicoanálisis clásico, en dos modalidades: condensación y desplazamiento. La primera sintetiza o resume aspectos diversos del objeto, seleccionando los que más interesan y desechando los que no (por ejemplo, imaginar o dibujar objetos que reúnen características diversas o disí-miles). La segunda atribuye a un objeto las cualidades de otro (por ejemplo, cuando Hamlet identifica a su tío con su padre). Comenta Palazón que «la literatura está plagada de desplazamientos que revelan la capacidad que tienen sus emisores de amalgamar lo preconsciente-consciente con lo reprimido». [Ibíd., p. 351] Mas aquí surge un problema: es muy difícil distinguir claramente un proceso del otro, por lo cual la autora advierte: «varias veces estuve tentada de poner los que consideré desplazamientos metonímicos en los desplazamientos metafóricos, y viceversa». [Ibíd., p. 349]

Aquí llego al punto que interesa en este parágrafo. ¿Por qué se da esta dificultad? Para mí, se debe a que con las denominaciones de «condensación» o «desplazamiento» se intenta reducir discursivamente un conjunto de procesos que son irreductibles a categorías lingüísticas. Dichos procesos no son verbales, y tampoco son visuales: el inconsciente es averbal y avisual; como tal, es una dimensión significante irreductible al lenguaje verbal. Por eso, cuando es “traducido” a palabras (metáforas o metonimias), con éstas no se captura toda su riqueza. En otros términos, puede decirse que lo auténticamente irreductible son las imágenes del inconsciente, que no son visuales ni verbales.

Cuando se producen obras de arte visuales, también esas imágenes visuales son intentos de reducir las otras (las del inconsciente), que no son visuales y por tanto son intrínsecamente i-rrepresentables, irreductibles.

Resumiendo,

a) Los procesos inconscientes no son en sí ni visuales ni verbales: son en principio a-representativos.

b) Tanto las palabras como las imágenes visuales pueden fungir (al ser «procesos secundarios») como reducciones de los procesos inconscientes («primarios»).

Cuando Palazón afirma que «la obra de arte no es igualable con las imágenes o palabras (y efectos acústicos) del inconsciente», [Ibíd., p. 457] entiendo que en el inconsciente no hay imágenes o palabras, sino procesos que son “traducidos” o “trasladados” a imágenes o palabras. Debido a esto, precisamente, afirma que «el sueño es agramatical. [...] La obra de arte altera parcialmente el código, pero jamás es agramatical. Si las obras oníricas se transcribieran o calcaran, no serían entendibles […] no serían artísticas: se considerarían como caos». [Ibíd., p. 459]

El sueño es irreductible no sólo a las formas discursivas, sino a cualquier forma representante, y por eso es imposible saber si una imagen representa icónicamente un sueño. Una obra de arte visual es, por un lado, una reducción (o un intento de reducción) de los procesos inconscientes y, por otro lado, es a su vez en principio irreductible a la palabra. Sin embargo, ésta puede intentar reducir la obra visual a sus términos. Por ello agrego un tercer resultado:

c) La obra de arte visual es en principio es irreductible al lenguaje discursivo. Su “traducción” a palabras implica la posibilidad de que sea desnaturalizada.

Las críticas al reduccionismo lingüístico no han sido plenamente asimiladas. Se sigue practicando la “traducción” de imágenes a palabras, incluso de aquellas que no reclaman la intervención del lenguaje; se sigue creyendo que sólo mediante el lenguaje verbal tienen sentido las imágenes, las acciones o cualquier emisión sígnica. Por eso es muy importante, tanto para la actividad filósofica como para crítica de arte, que se ponga en su justo lugar a la palabra. Hay que abandonar la idea de que las imágenes necesitan del lenguaje para que se sepa «qué quiso decir el pintor» con su trabajo.

Debemos cuidarnos también de no caer en la idea de que las imágenes son “superiores” a las palabras. En realidad, si las palabras son incapaces de darnos todo el sentido que “contienen” las imágenes no es porque sean inferiores, sino porque son diferentes. Asimismo, si las imágenes no «dicen nada», ello no es signo de que algo les “falta”. Lo que sucede es que en muchos casos son dos lenguajes irreductibles el uno al otro. Como apunta Foucault:

Por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis.[136]

Lo visto y lo dicho son tan distintos, que al ser traducidos entre sí sufren cierta desnaturalización.

El estudio de Michael Baxandall sobre la pintura italiana renacentista[137] es un buen ejemplo de reivindicación de la imagen frente a la palabra. Este autor, refiriéndose a una carta enviada a Milán (fechada alrededor de 1490), en la que se expresan diversos juicios sobre algunos pintores (Botticelli, Filippo Lippi…), afirma que «tanto el pintor como su público […] pertenecían a una cultura muy distinta a la nuestra, y algunas zonas de su actividad visual están muy condicionadas por ella». [Ibíd., pp. 43-44] Ni las imágenes ni las percepciones pueden ser verbalizadas sin más: son, en todo caso, interpretadas verbalmente dentro de un entorno cultural determinado. Baxandall demuestra que el universo conceptual renacentista era un todo coherente dentro del cual se manejaban imágenes, colores, estilos dancísticos, cálculos matemáticos, mercancías, dinero… y palabras. Es decir que estas últimas no eran, ciertamente, el lenguaje “principal”. De modo que «las prácticas sociales más relevantes para la percepción pictórica son prácticas visuales. Es natural que las prácticas visuales de una sociedad no estén representadas to­tal ni aun mayormente por los registros verbales». [Ibíd., p. 139] Y, en el mismo sentido, «La oscuridad de la carta a Milán se debe en parte a la inseguridad del escritor con sus palabras: carece de la facultad verbal para describir el estilo pictórico en forma muy completa o precisa». [Ibíd., p. 141] Con esto debería quedar demostrado que las palabras no alcanzan a abarcar toda la riqueza de las imágenes.

René Huyghe pregunta: «¿De qué nos valdremos sino de palabras para destruir el falso prestigio de las palabras?»[138] Y en la paradoja está ya la respuesta: sólo con palabras podemos convencer a los amantes de las palabras de que éstas no son el único camino para pensar y comprender el mundo. Huyghe considera que, en Occidente, las imágenes han estado rodeadas de una «tupida vegetación de paráfrasis que [las] aprisionan y ahogan». [Ibíd.] Por lo cual hay que liberarlas de ese asfixiante logocentrismo. Ésta es su tarea, y la acomete al señalar como punto crucial el momento en que la pintura occidental abrió la puerta al abstraccionismo, dejando que los elementos plásticos y pictóricos «se abandonen [...] al juego y a las combinaciones de sus solos recursos». [Ibíd., p. 76] Con giros como éste, la imagen artística del siglo XX se independizó de la palabra. Así, «lo que el artista intentará decir con su lenguaje de imágenes, no corresponde al dominio del lenguaje de las palabras», y la imagen puede ya «expresarse directamente mediante sus elementos constitutivos». La noción de “lenguaje” dejó de ser privativa del discurso articulado: «Hablar del lenguaje de las imágenes no implica que éste daba confundirse con el lenguaje de las palabras o se le convierta en su mero sustituto. [...] El lenguaje de las imágenes cubre una zona de la vida interior distinta de la de las ideas, de las cuales se nutren las palabras». [Ibíd., pp. 100-101. Cursivas de F.Z.]

Ese lenguaje de las imágenes es para Huyghe un «lenguaje del alma», no de la razón. ¿En qué sentido? En tanto que las palabras funcionan muy bien «para la inteligencia recíproca de los humanos», pero son incapaces de expresar «la totalidad de nuestra vida interior». El amor o el dolor nombrados o descritos por el lenguaje verbal, no son los mismos «que experimentamos en el fondo de nosotros mismos». [Ibíd., pp. 235-236] Y entonces, cuando el lenguaje verbal resulta insuficiente se transforma en imágenes: «El inconsciente y la espiritualidad, de los que se nutre la vida interior de los individuos tanto como la de las colectividades, se ven condenados al mutismo por la insuficiencia del lenguaje usual, a menos que se liberen y se manifiesten a través del arte y sus imágenes». [Ibíd., p. 238]

Se implica que el lenguaje articulado se libera de sí mismo tendiendo hacia la imagen, hacia la poesía. Y el autor dice explícitamente que en esa liberación se enriquece; en cambio, cuando se empeña en llevar la imagen hacia sus terrenos, la empobrece: «La idea-palabra se enriquece, se recarga de sensibilidad (de esa sensibilidad de la que se había despojado en su origen) empleando su facultad de sugerir imágenes; a partir de aquí tiene acceso a la poesía. La imagen, por el contrario, se empobrece en cuanto intenta intelectualizarse». [Ibíd., pp. 239-240]

Entre los investigadores que he consultado para esta investigación, Régis Debray es especialmente radical en su postura antilogocéntrica. «No hace falta verbalizar para simbolizar», apunta. Considera que, históricamente, la palabra no ha sido el principal medio de transmisión: pues enviamos y recibimos informaciones por el cuerpo, por la mirada, por el olfato. La frase de Valéry «hay que disculparse por hablar de pintura», es tomada por Debray en un sentido literal, pues en efecto resulta impertinente reducir el lenguaje pictórico a un lenguaje de la palabra. Por eso es que «los artistas plásticos siempre se han entendido mejor con los poetas que con los filósofos». Por eso, también, el silencio es una manera de rebelarse contra el dominio de la razón discursiva: «Hay algo profundamente subversivo en no querer expresar nada». En la historia de la imagen, durante siglos o milenios, ha habido operaciones simbólicas que no pasan por el control de la palabra, como los mitogramas y pictogramas, los vitrales, la estatuaria o las imágenes piadosas en general... En suma, «mostrar nunca será decir [...] aprender a leer una foto es aprender a respetar su mutismo».[139]

Otro investigador de la imagen es Gottfried Boehm, quien no reconoce al lenguaje articulado como un modelo adecuado para estudiar la imagen y establecer una “gramática” o una “sintaxis” visuales. La «diferencia icónica» hace difícil o imposible traducir a palabras la experiencia que se tiene con las imágenes. Pues toda imagen es una «unidad de sentido» en sí misma, indepediente de la palabra.[140]

En un artículo de carácter más metodológico,[141] trata sobre las relaciones entre imagen y palabra. Para muchos parecería obvio que el «contenido» de una imagen se explica verbalmente, o se “extrae” mediante palabras. Sin embargo, Boehm propone preservar el carácter propio de la imagen frente a su enajenación lingüística y reconocer que la imagen tiene una validez en sí misma, al no entenderla como una «provincia en el reino universal de la palabra», donde domina el logos. No importa que esto vaya contra la tradición europea logocéntrica, en donde se ha negado a la imagen legitimidad conceptual, y se la relega a la esfera de una materialidad tosca, sorda (dumpf) y carente de espiritualidad. [Ibíd., pp. 447-449]

A partir de esto, Boehm llega al centro de la confrontación entre imágenes y palabras. El lenguaje verbal distingue entre, por un lado, el sujeto-ser (Subjekt-Sein) y, por otro lado, el predicado-cualidades, que se refiere a las apariencias del sujeto-ser (prädikativen Erscheinungsweisen). Con ello se supone una estabilidad del sujeto-ser, de modo que los cambios de apariencias no implican un cambio esencial del sujeto-ser: éste tiene una identidad aparte de sus cualidades. En contraste, «la identidad de la cosa representada visualmente se constituye de un modo completamente distinto»: el objeto que aparece en la imagen «no puede ser separado del lugar y el contexto de su aparición»; si éstos cambian, cambia el objeto. Ahí reside la ontología de la imagen: «ser y aparecer son indisociables en la imagen», y esto es «innominable con palabras, no es verbalizable, es a-fónico y silencioso». [Cursivas de F.Z.] De manera que, mientras en la verbalidad se presupone una estabilidad del ser independiente de la forma en que se manifiesta, en la visualidad no es posible separar el ser de la aparición. En el reino de la palabra es posible, y tal vez necesario, distinguir entre hecho y aparición (Sachlage und Erscheinungsform); pero ¿cuál es el “hecho” que se puede identificar en la Venus de Urbino, en una naturaleza muerta de Zurbarán o en el Homenaje al cuadrado de Albers, y que sean distintos de su forma de aparecer? [Ibíd., pp. 450-451. Cursivas de F.Z.]

Así, para Boehm la imagen es «un lenguaje mudo o silencioso», y es un malentendido considerar ese silencio de la imagen como una deficiencia o una «falta de claridad lingüística». Por el contrario, la tarea que se plantea a toda posible hermenéutica de la imagen es: «entender el lenguaje de la imagen como un lenguaje específico, aunque no lo sea en absoluto según los principios del logos, pues no “habla”, sino “calla”. Este callar es la forma de articulación del modo de ser específico de la imagen, de su potencialidad». [Ibíd., p. 456. Cursivas de F.Z.]

Boehm plantea un interesante reto: aplicar a la imagen la interpretación, pero fuera de los límites logocéntricos que han encerrado a la hermenéutica. Para llevar adelante propuestas como la de Boehm, necesitamos disponer de un concepto de “imagen” construido fuera de los límites logocéntricos, cuyo resultado sería una nueva ontología de la imagen, “liberada” de logocentrismo. Tal es mi propuesta con estas indagaciones, sobre todo a partir de la Segunda Parte.

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