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100 Clásicos de la Literatura

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Sin embargo, en el caso de Shakespeare es muy evidente que el público en realidad no ve la belleza ni los defectos de sus obras. Si apreciaran su belleza, o si repararan en sus defectos, no se opondrían al desarrollo del arte dramático. El hecho es que el público utiliza los clásicos de un país para frenar el progreso del arte. Degradan a los clásicos y los convierten en autoridades. Los utilizan como cachiporras para impedir la libre expresión de la belleza en formas nuevas. Se pasan el día preguntando a los escritores por qué no escriben como algún otro, o a los pintores por qué no pintan como algún otro, sin darse cuenta de que, si lo hicieran, dejarían de ser artistas. Cualquier forma nueva de belleza les resulta totalmente desagradable y cada vez que aparece alguna se enfadan y desconciertan tanto que utilizan siempre dos expresiones estúpidas: la primera que la obra de arte es totalmente incomprensible y la segunda que es totalmente inmoral. En mi opinión, lo que quieren decir es lo siguiente: cuando dicen que es totalmente incomprensible quieren decir que el artista ha dicho o hecho algo bello y nuevo; cuando afirman que es totalmente inmoral, se refieren a que ha dicho o hecho algo bello y verdadero. Lo primero se refiere al estilo, lo segundo al tema. Pero probablemente utilicen esas expresiones tan vagas igual que una turba utiliza los adoquines que encuentra más a mano. No hay un verdadero poeta o escritor en prosa en este siglo, por ejemplo, a quien el público británico no haya concedido solemnemente el diploma de inmoral; entre nosotros, dicho diploma equivale, en la práctica, a lo mismo que supone en Francia el reconocimiento formal de la Academia de las Letras, y por suerte hacen innecesario el establecimiento de semejante institución en Inglaterra. Por supuesto, el público utiliza las palabras a la ligera. Que tildaran a Wordsworth de poeta inmoral es lógico, pues Wordsworth era poeta. Pero que tildasen a Charles Kingsley de novelista inmoral resulta extraordinario, ya que la prosa de Kingsley dejaba mucho que desear. Pero ellos cogen las palabras y las utilizan lo mejor que pueden. Al artista, por supuesto, todo eso le trae sin cuidado. El verdadero artista cree totalmente en sí mismo porque es absolutamente él mismo. Aunque puedo imaginar que, si un artista produjera una obra de arte en Inglaterra y, justo después de su aparición, fuese alabada por el público a través de su medio habitual, que es la prensa pública, como una obra profundamente comprensible y moral, empezaría a preguntarse seriamente si de verdad había sido él mismo en su creación y si no se trataría de una obra de segunda e indigna de él o simplemente carente de valor.



En conjunto, en Inglaterra, el artista sale beneficiado de estos ataques. Su individualidad se intensifica. Se convierte más aún en sí mismo. Por supuesto, se trata de ataques groseros, impertinentes y despreciables. Pero ningún artista espera elegancia de una mente vulgar, o estilo de un intelecto suburbano. La vulgaridad y la estupidez son dos hechos muy presentes en la vida moderna. Son lamentables, claro. Pero no por eso dejan de estar ahí. Son sujetos de estudio, como cualquier otra cosa. Y es justo señalar que los periodistas modernos siempre se disculpan en privado por lo que han escrito contra uno en público.



Puede decirse que, en los últimos años, se han añadido otros dos adjetivos al limitadísimo vocabulario a disposición del público que desee insultar al arte. Uno es «malsano» y el otro «exótico». El último expresa meramente la rabia del efímero champiñón ante la orquídea arrebatadora, exquisita e inmortal. La palabra «malsano», no obstante, se presta más al análisis. Es una palabra interesante. De hecho, lo es tanto que quienes la utilizan ignoran su significado.



¿Y qué significa? ¿Qué es una obra de arte sana o malsana? Todos los términos que se aplican a una obra de arte, siempre que se apliquen de forma racional, hacen referencia al estilo, al tema, o a ambas cosas a la vez. Desde el punto de vista del estilo, una obra de arte sana es aquella cuyo estilo reconoce la belleza del material que utiliza, ya sean las palabras o el bronce, el color o el marfil, y la utiliza como un factor para producir un efecto estético. Desde el punto de vista del tema, una obra sana es aquella en la que la elección del asunto está condicionada por el temperamento del artista y procede directamente de él. En suma, una obra de arte sana es una obra que tiene perfección y personalidad. Por supuesto, la forma y la sustancia no pueden separarse en una obra de arte; siempre son una sola cosa. Pero a fin de analizarlas, si dejamos de lado por un momento la unidad de la impresión estética, es posible separarlas intelectualmente. Una obra de arte malsana, por otro lado, es una obra cuyo estilo es previsible, pasado de moda y vulgar y cuyo tema ha sido elegido deliberadamente, no porque al artista le complazca, sino porque cree que el público le pagará por él. De hecho la novela popular que la gente considera sana, es siempre totalmente malsana, y lo que el público considera una novela malsana es siempre una obra de arte bella y sana.



No obstante, es posible que haya ofendido al público al limitar su repertorio a los términos «inmoral», «incomprensible», «exótico» y «malsano». A veces, utiliza también la palabra «morboso». Aunque no tanto. El significado de esa palabra es tan simple que le asusta emplearla. Aun así, la utiliza de vez en cuando y uno se la encuentra en los periódicos populares. Por supuesto, se trata de una palabra ridícula aplicada a una obra de arte. Pues ¿qué es la morbosidad sino un tipo de emoción o de pensamiento incapaz de expresarse? El público es morboso, porque no encuentra expresión para nada. El artista nunca lo es. Lo expresa todo. Se planta fuera del sujeto y produce efectos artísticos e incomparables a través de él. Tildar de morboso a un artista porque se inspira en la morbosidad es tan estúpido como llamar loco a Shakespeare por haber escrito El rey Lear.



No vale la pena insistir en que no pretendo quejarme de que el público o la prensa utilicen mal estas palabras. Dada su falta de comprensión de lo que es el arte, es imposible que las utilicen en el sentido correcto. Me limito a señalarlo. En cuanto al origen de este uso equivocado y lo que significa, la explicación es muy sencilla. Procede de la bárbara concepción de la autoridad. Emana de la incapacidad natural de comprender o apreciar el individualismo por parte de una comunidad corrompida por la autoridad. En una palabra, procede de ese engendro monstruoso e ignorante que llaman opinión pública, que es malo y bienintencionado cuando intenta controlar nuestros actos e infame y perverso cuando intenta controlar el pensamiento o el arte.



De hecho, se puede decir más a favor de la fuerza física del público que a favor de la opinión del público. Lo primero puede estar bien. Lo segundo es necesariamente estúpido. A menudo se dice que la fuerza no es un argumento. Pero eso depende por completo de lo que uno pretenda demostrar. Muchos de los problemas más importantes de los últimos siglos, como la continuación del gobierno personal en Inglaterra, o del feudalismo en Francia, se han resuelto mediante la fuerza física. La violencia de una revolución puede proporcionar al público una grandeza y un esplendor momentáneos. El día en que el público descubrió que la pluma es más poderosa que el adoquín y puede ser tan peligrosa como un trozo de ladrillo fue un día fatídico. Buscó de inmediato al periodista, lo encontró, lo favoreció y lo convirtió en su criado servicial y bien pagado. Es lamentable para ambos. Detrás de la barricada puede haber muchas cosas nobles y heroicas. Pero ¿qué hay detrás de un artículo de opinión, aparte de prejuicios, estupidez, manipulación y tonterías? Y, cuando las cuatro cosas se juntan, se convierten en una fuerza terrible y constituyen una nueva autoridad.



Antiguamente era el potro de tortura. Ahora es la prensa. Sin duda es un avance. Pero aun así sigue siendo malo, equivocado y degradante desde el punto de vista moral. Alguien —¿tal vez Burke?— dijo que el periodismo constituía el cuarto poder. Y no hay duda de que en la época debía de ser cierto. Pero en este momento se ha convertido en el único. Ha devorado a los otros tres. Los señores temporales no dicen nada, los señores espirituales no saben qué decir y la Cámara de los Comunes no tiene nada que decir y aun así lo dice. Estamos dominados por el periodismo. En Estados Unidos el presidente ejerce el poder cuatro años mientras que el periodismo lo ejerce siempre. Por suerte, en Estados Unidos, el periodismo ha abusado de su autoridad del modo más completo y brutal. Y la consecuencia natural es que empieza a surgir un espíritu de rebeldía. A la gente le divierte o le repugna, según su naturaleza. Pero ya no tiene el poder que llegó a tener. No se le toma en serio. En Inglaterra, donde si exceptuamos unos cuantos casos bien conocidos, el periodismo no ha llegado a tales extremos de brutalidad, sigue siendo un factor de gran importancia y un auténtico poder. La tiranía que pretende ejercer sobre la vida privada de la gente me parece inaudita. El hecho es que el público tiene una insaciable curiosidad por enterarse de todo, menos de lo que vale la pena saber. El periodismo, consciente de ello y haciendo gala de una mentalidad de tendero, le suministra lo que desea. En siglos anteriores el público clavaba las orejas de los periodistas a la picota. Una costumbre ciertamente espantosa. Hoy son los periodistas quienes clavan sus propias orejas a los ojos de las cerraduras. Y eso es mucho peor. Y lo malo es que los más culpables no son los periodistas frívolos que escriben para eso que llaman los periódicos de sociedad. El verdadero daño lo hacen los periodistas graves, meditabundos y serios que, muy solemnemente, como se hace hoy en día, ponen ante la mirada del público algún incidente de la vida privada de un gran estadista, de un dirigente creador de doctrina y de fuerza política, e invitan al público a ejercer su autoridad en la materia, a dar sus opiniones y no solo a darlas, sino a ponerlas en práctica y a imponérselas a él, a su partido y a su país; en suma a ponerse en ridículo y a hacer todo el daño posible. La vida privada de hombres y mujeres no debería ser expuesta al público. Al público eso no le concierne.

 



En Francia gestionan mejor esos asuntos. Allí no se tolera que los detalles de los juicios de los tribunales de divorcio se publiquen para que sean objeto de diversión o crítica por parte del público. Lo único que se le permite saber es que se ha producido un divorcio y que se ha concedido a petición de una o de las dos partes implicadas. En Francia, de hecho, han puesto límites al periodista y dejan al artista en total libertad. Aquí damos libertad absoluta al periodista y ponemos límites al artista. O, lo que es lo mismo, la opinión pública inglesa intenta poner trabas, obstaculizar y deformar al hombre que crea cosas bellas y obliga al periodista a describir en detalle cosas feas, desagradables e incluso repulsivas, de manera que tenemos los periodistas más serios del mundo y los periódicos más indecentes. No es exagerado decir que se trata de una obligación. Es posible que haya algunos que disfruten publicando cosas horribles, o que sean pobres y tengan que recurrir a los escándalos para asegurarse una especie de sueldo fijo. Pero estoy convencido de que hay otros periodistas, gente culta y educada, a quienes desagrada publicar esas cosas, que saben que está mal y solo lo hacen porque el ambiente malsano en que ejercen su trabajo les obliga a proporcionar al público lo que quiere y a competir con otros periodistas para saciar en todo lo posible ese burdo apetito popular. Es una situación muy degradante para cualquier persona educada, y no me cabe duda de que la mayoría lo lamenta profundamente.



Sea como fuere, dejemos los aspectos sórdidos de este asunto y volvamos a la cuestión del control popular en materia de arte, o a que sea la opinión pública la que le diga al artista la forma que debe utilizar, el modo en que ha de hacerlo y los materiales que debe emplear. He señalado ya que las artes que han salido mejor libradas en Inglaterra son las artes que no interesan al público. No obstante, el teatro sí le interesa y, como se han producido en él ciertos avances en los últimos diez o quince años, es importante subrayar que se deben exclusivamente a unos cuantos artistas individuales que se han negado a aceptar la falta de gusto popular como modelo y a considerar el arte como un asunto de oferta y demanda. Si el señor Irving, con su maravillosa y vívida personalidad, su estilo tan colorido y su extraordinario dominio no ya de la mera imitación, sino de la creación imaginativa e intelectual, se hubiese limitado a darle al público lo que quería, habría podido producir obras vulgarísimas del modo más vulgar y conseguir tanto éxito y dinero como cualquiera podría desear. Pero su objetivo no fue ese, sino lograr su propia perfección como artista, en ciertas condiciones y con ciertas formas artísticas. Al principio se dirigió a unos pocos, ahora ha educado a la mayoría. Ha creado en el público gusto y temperamento. El público aprecia enormemente su éxito artístico. No obstante, a menudo me pregunto, si el público entiende que dicho éxito se debe enteramente al hecho de que no aceptó su criterio y se dedicó a seguir el suyo. Según el criterio del público, el Lyceum habría sido una especie de barraca de segunda, igual que muchos teatros populares londinenses. Pero, tanto si lo entiende como si no, el hecho sigue siendo que ha llegado a adquirir cierto gusto y temperamento y que es posible que desarrolle tales cualidades. El problema entonces es ¿por qué el público no se vuelve más civilizado? Tiene la capacidad. ¿Qué se lo impide?



Lo que se lo impide, debemos volver a insistir, es el deseo de ejercer su autoridad sobre los artistas y las obras de arte. Hay ciertos teatros, como el Lyceum o el teatro de Haymarket, a los que el público parece asistir con la actitud correcta. En ambos ha habido artistas individuales que han logrado crear en su público —y cualquier teatro de Londres tiene su propio público— el temperamento al que apela el arte. ¿Y en qué consiste ese temperamento? En la receptividad. Ni más ni menos.



Si uno se aproxima a una obra de arte con la intención de ejercer alguna autoridad sobre ella y el artista, no podrá recibir ninguna impresión artística. La obra de arte debe dominar al espectador y no a la inversa. El espectador debe ser receptivo. Debe ser el violín que toca el maestro. Y cuanto más pueda suprimir sus propias y bobas opiniones, sus tontos prejuicios y sus absurdas ideas sobre lo que debería ser o no el arte, más probable es que pueda entender y apreciar la obra de arte en cuestión. Eso, por supuesto, es más evidente en el caso del público vulgar, tanto masculino como femenino, que asiste al teatro en Inglaterra, pero no es menos cierto entre lo que llamamos la gente educada. Las ideas sobre arte de una persona educada se basan como es natural en lo que ha sido el arte, mientras que la obra de arte nueva es bella por ser lo que el arte no ha sido nunca; y medirla con los criterios del pasado equivale a utilizar un criterio que rechaza aquello de lo que depende la verdadera perfección. Solo un temperamento capaz de recibir por un medio imaginativo, y en condiciones imaginativas, impresiones nuevas y bellas será capaz de apreciar una obra de arte. Y esto, que es cierto en el caso de la pintura y la escultura, aún lo es más en la apreciación de otras artes como el teatro. Pues un cuadro y una estatua no están en guerra con el tiempo. Su transcurso les es indiferente. Un momento basta para apreciar su unidad. El caso de la literatura es distinto. Antes de que la unidad de efecto se haga realidad, debe transcurrir el tiempo. Y lo mismo ocurre en el teatro, donde puede suceder algo en el primer acto cuyo valor artístico no sea evidente para el espectador hasta llegar al tercer o cuarto acto. ¿Justifica eso que el imbécil de turno se levante del asiento, empiece a vociferar, interrumpa la representación y moleste a los actores? No. Una persona sensata guardará silencio y disfrutará de las deliciosas emociones de la sorpresa, la curiosidad y la tensión. No va al teatro a montar en cólera y demostrar su vulgaridad, sino a adquirir un temperamento artístico. No se erige en juez de una obra de arte. Se le ha permitido contemplarla y, si es buena, olvidará en ella todo el egotismo que tanto le perjudica, el egotismo de su ignorancia o de su saber. En mi opinión, esta característica del teatro no llega a comprenderse lo suficiente. Estoy seguro de que, si Macbeth se interpretara por primera vez ante el público londinense actual, a muchos de los presentes les irritaría la aparición de las brujas en el primer acto, con sus frases grotescas y su ridícula palabrería. Pero cuando la obra termina, uno comprende que la risa de las brujas en Macbeth es tan terrible como la risa de la locura en El rey Lear y aún más terrible que la risa de Yago en la tragedia del moro. Ningún espectador debe ser más receptivo que el del teatro. En el momento en que decide ejercer su autoridad se convierte en el enemigo declarado del arte y de sí mismo. Al arte le trae sin cuidado. Es él quien sufre las consecuencias.



Con la novela ocurre lo mismo. La autoridad popular y el reconocimiento de la autoridad popular resultan fatales. El Esmond de Thackeray es una obra de arte bella porque la escribió para su propio placer. En sus otras novelas, como Pendennis, Philip, e incluso a veces en Vanity Fair, está demasiado pendiente de su público y echa a perder su obra al apelar a sus simpatías o burlarse de ellas. El verdadero artista ni siquiera repara en su público. Para él no existe. No lleva pasteles con semillas de amapola ni miel para aplacar o alimentar al monstruo. Eso lo deja para el novelista popular. Hoy tenemos en Inglaterra un novelista incomparable, el señor George Meredith. En Francia hay mejores artistas, pero ninguno cuya visión de la vida sea tan amplia, variada e imaginativamente sincera. Hay narradores en Rusia que tienen una intuición más vívida de lo que debería ser el dolor en la ficción. Pero él es el maestro de la ficción filosófica. Sus personajes no se limitan a vivir, sino que habitan en el pensamiento. Uno puede verlos desde mil puntos de vista. Son sugerentes. Tienen alma. Son interpretativos y simbólicos. Y quien creó esas figuras ágiles y maravillosas las creó para su placer y nunca preguntó al público qué era lo que quería, ni se preocupó por saberlo, ni dejó que le impusiera nada ni le influyera en modo alguno, sino que se dedicó a intensificar su propia personalidad y a producir su propia obra individual. Al principio, nadie le hizo caso. No le importó. Luego repararon en él unos cuantos. No cambió en nada. Ahora todos se fijan en él. Sigue siendo el mismo. Es un artista incomparable.



Con las artes decorativas ocurre lo mismo. El público se aferraba con patética tenacidad a lo que considero las tradiciones directas de la Gran Exposición de vulgaridad internacional, unas tradiciones tan espantosas que las casas en las que vivía la gente solo servían para albergar a ciegos. Empezaron a fabricarse cosas bellas: de las manos del tintorero surgieron colores preciosos, el cerebro del artista ideó hermosos motivos y empezó a defenderse el uso, el valor y la importancia de las cosas bellas. El público se indignó. Montó en cólera. Dijo estupideces. Nadie le hizo caso. A nadie le importó un bledo. Nadie aceptó la autoridad de la opinión pública. Y ahora es casi imposible entrar en una casa moderna sin ver algún detalle de buen gusto, algún reconocimiento del valor de un entorno bello, algún indicio de apreciación de la belleza. De hecho, hoy las casas de la gente son, por lo general, encantadoras. La gente se ha civilizado mucho. No obstante, es de justicia reconocer que el extraordinario éxito de la revolución en la decoración de las casas, los muebles y otras cosas por el estilo no se ha debido a que la mayoría del público haya desarrollado un gusto exquisito en dichas cuestiones. Se debe sobre todo a que los artesanos apreciaban tanto el placer de hacer cosas bellas y desarrollaron una conciencia tan vívida de la fealdad y la vulgaridad de los gustos del público que se negaron a darle lo que pedía. Hoy sería imposible amueblar una habitación como se amueblaban las habitaciones hace unos años sin tener que comprarlo todo en la subasta de muebles de segunda mano de una pensión de tercera categoría. Esos objetos ya no se fabrican. Por mucho que les incomodara, la gente tiene cosas bellas en sus casas. Por suerte para ella, su supuesta autoridad en esos asuntos se quedó en nada.



Es evidente, por tanto, que cualquier autoridad en cuestiones artísticas es mala. La gente pregunta en ocasiones qué forma de gobierno es mejor para el artista. Solo hay una respuesta: la forma de gobierno mejor para el artista es la falta de gobierno. Cualquier autoridad impuesta sobre él y su arte es ridícula. Se ha dicho que los artistas han hecho cosas muy bellas bajo el despotismo. No es cierto. Los artistas que trabajaban para déspotas no eran súbditos sometidos sino creadores ambulantes de maravillas, personalidades vagabundas a las que había que recibir, halagar y dejar tranquilos para que pudieran crear. En favor del déspota puede decirse que, al ser un individuo, puede ser culto, mientras que la masa, al ser un monstruo, no puede serlo. Un emperador o un rey pueden agacharse a recoger el pincel de un artista, pero cuando la democracia se agacha es para arrojarle barro. Y no obstante la democracia no tiene que agacharse tanto como el emperador. De hecho, cuando quiere arrojar barro ni siquiera le hace falta agacharse. Pero no hay necesidad de separar al monarca de la turba, toda autoridad es mala por igual.



Hay tres tipos de déspotas: el déspota que tiraniza el cuerpo, el que tiraniza el alma y el que tiraniza ambas cosas por igual. El primero es el príncipe. El segundo, el Papa. El tercero el pueblo. El príncipe puede ser cultivado. Muchos príncipes lo han sido. Pero también es peligroso. Pensemos en Dante en el amargo festín de Verona o en Tasso en la mazmorra de Ferrara. Es mejor para el artista no vivir con príncipes. El Papa puede ser culto. Muchos papas lo han sido: los malos lo fueron. Los malos papas amaban la belleza casi con la misma pasión, o incluso con la misma, con que los buenos papas odiaban el pensamiento. La humanidad debe mucho a la maldad del papado. En cambio la bondad del papado ha contraído una gran deuda con la humanidad. Sin embargo, aunque el Vaticano haya conservado la retórica de sus truenos y perdido la vara del rayo, es mejor para el artista no vivir con papas. Fue un Papa quien dijo de Cellini ante un cónclave de cardenales que las leyes y la autoridad comunes no estaban hechas para los hombres como él; pero también fue un Papa quien lo metió en la cárcel y lo dejó allí hasta que enfermó de rabia, tuvo visiones irreales, vio el dorado sol entrar en su celda y se enamoró hasta tal punto de él que intentó escapar, trepó de torre en torre, cayó mareado por el aire del amanecer y se hirió, y un vendimiador tuvo que llevarlo en su carreta cubierto de pámpanos con una persona enamorada de las cosas bellas que cuidó de él. Los papas son peligrosos. En cuanto al pueblo, ¿qué puede decirse de él y de su autoridad? Tal vez ya hayamos dicho bastante. Su autoridad es ciega, sorda, fea, grotesca, trágica, ridícula, seria y obscena. Es imposible para el artista vivir con el pueblo. Todos los déspotas sobornan. El pueblo soborna y embrutece. ¿Quién le ha dicho que ejerza su autoridad? Está hecho para vivir, escuchar y amar. Alguien le ha causado un gran perjuicio. Se ha echado a perder al imitar a sus superiores. Ha tomado el cetro del príncipe. ¿Cómo utilizarlo? Se ha puesto la tiara del Papa. ¿Cómo soportar su peso? Es como un payaso con el corazón destrozado. Como un cura cuya alma aún no ha nacido. Cualquiera que ame la belleza le compadece. Él no la ama, pero tiene motivos para compadecerse de sí mismo. ¿Quién le ha enseñado a ser tirano?

 



Podríamos decir muchas más cosas. Podríamos señalar que el Renacimiento fue grande porque no pretendió resolver los problemas sociales ni se preocupó por tales asuntos, sino que dejó que el individuo se desarrollara libremente, de manera bella y natural, y así tuvo grandes artistas individuales. Podríamos apuntar que Luis XIV, al crear el Estado moderno, destruyó el individualismo del artista e hizo que todo fuese monstruoso con su monótona repetición y despreciable con su conformidad con la norma que destruyó en toda Francia la libertad de expresión que había aportado novedad a la tradición y creado nuevas formas a partir de las antiguas. Pero el pasado y el presente carecen de importancia, pues a lo que debemos enfrentarnos es al futuro. El pasado es lo que el hombre no debería haber sido, el presente lo que no debería ser y el futuro lo que son los artistas.



Habrá quien diga que semejante proyecto no es práctico y va contra la naturaleza humana. Lo cual es totalmente cierto. No es práctico y va contra la naturaleza humana. Justo por eso vale la pena llevarlo a la práctica y por eso lo propongo. Al fin y al cabo, ¿qué es un proyecto práctico? O bien un proyecto que ya existe o uno que podría llevarse a cabo en las presentes circunstancias. Pero es precisamente a esas circunstancias a las que me opongo y cualquier proyecto que las acepte será absurdo y estará equivocado. Las circunstancias desaparecerán y la naturaleza humana cambiará. Lo único que sabemos de ella es que cambia. El cambio es la única cualidad que podemos atribuirle. Los sistemas basados en la permanencia de la naturaleza humana, y no en su crecimiento y desarrollo, están abocados al fracaso. El error de Luis XIV fue pensar que la naturaleza humana sería siempre igual. El resultado de su error fue la Revolución francesa. Fue un resultado admirable. Todos los resultados de los errores de los gobiernos lo son.



Vale la pena subrayar que el individualismo no se presenta a quienes sermonean hasta la náusea sobre el deber, que significa hacer lo que los demás quieren porque así lo quieren, o sobre el sacrificio de uno mismo, que no es más que una reminiscencia de la mutilación de los salvajes. De hecho, no se presenta a nadie que exija nada. Surge de manera natural e inevitable. Es el punto hacia el que lleva todo desarrollo. Es la diferenciación hacia la que crecen todos los organismos. Es la perfección inherente a todo modo de vida, y hacia la que tiende cada vez más deprisa. Por eso el individualismo no obliga a nada. Al contrario, nos dice que no debemos tolerar coacción alguna. No intenta que la gente sea buena. Sabe que lo es, si se la deja en paz. El individualismo surge de uno mismo. Se está desarrollando ahora mismo. Preguntar si el individualismo es práctico es como preguntar si lo es la evolución. La evolución es la ley de la vida y toda evolución conduce al individualismo. Cuando esa tendencia no se manifiesta es porque se ha paralizado artificialmente el desarrollo, por una enfermedad o por la muerte.



El individualismo no será ni egoísta ni afectado. Se ha dicho que uno de los resultados de la extraordinaria tiranía de la autoridad es que se manipulan totalmente las palabras para hacerlas decir lo contrario

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