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100 Clásicos de la Literatura

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El único medio para evitar dos extremos dañinos por igual para la moralidad sería idear algún modo de combinar la educación pública con la privada. Así, se adelantarían dos pasos naturales, que parecen dirigir directamente al punto deseado, para hacer a los hombres ciudadanos, ya que se cultivarían los afectos domésticos, que son los primeros en abrir el corazón a las diferentes modificaciones de la humanidad, y, sin embargo, no se permitiría a los niños gastar gran parte de su tiempo, en términos de igualdad, con otros niños.

Todavía recuerdo con placer la escuela del campo, a donde un niño caminaba todos los días por la mañana, húmeda o seca, llevando sus libros y su comida cuando estaba a una distancia considerable; entonces, un criado no conducía a su amo de la mano, porque, una vez que vestía chaqueta y pantalones, se le permitía desplazarse y regresar por la tarde solo, para contar las hazañas del día cerca de las rodillas paternas. La casa de su padre era la suya y siempre se recordaba con cariño; más aún, apelo a tantos hombres superiores a quienes se educó de esta manera, si el recuerdo de cierto sendero umbrío que conducía a su lección o de cierto escalón donde se sentaban a hacer una cometa o remendar un bate no les ha hecho apreciar su tierra.

Pero, ¿qué niño recuerda con placer los años gastados en un estrecho confinamiento en una academia cercana a Londres, a menos que recuerde por casualidad al pobre espantapájaros del auxiliar al que atormentaba, o al pastelero al que quitó un pastel para devorarlo con malicioso apetito egoísta? En todos los internados la relajación de los niños nuevos es malicia; la de los veteranos, vicio. Además, en las grandes escuelas, ¿qué puede ser más perjudicial para el carácter moral que el sistema de tiranía y de esclavitud abyecta establecido entre los niños, por no decir nada de la servidumbre a las formas, que hace de la religión algo peor que una farsa? Porque ¿qué bien puede esperarse de un joven que recibe el sacramento de la Cena del Señor para evitar perder el derecho a media guinea, que quizá después gaste de modo sensual? Los jóvenes aplican la mitad de su empeño a eludir la necesidad de asistir al culto público, y puede que hagan bien, porque tal repetición constante de lo mismo debe ser una molesta sujeción para su vivacidad natural. ¿Por qué no se suprimen estas ceremonias que tienen un efecto fatal sobre su moral, ya que, como ritual realizado por los labios cuando el corazón está lejos, nuestra Iglesia no le da cabida como un banco donde girar estipendios para las pobres almas del purgatorio?

Pero en este país el miedo a la innovación se extiende a todo. Solo es un miedo disimulado, la timidez aprensiva de haraganes indolentes que guardan, enlodándolo, el lugar abrigado que consideran a la luz de una posición hereditaria; y beben, comen y disfrutan en vez de cumplir con sus obligaciones, exceptuadas unas cuantas formalidades vacías por las que se les donó. Esta es la gente que insiste con más vigor en que se respete la voluntad del fundador, clamando contra toda reforma, como si fuera una violación de la justicia. Ahora aludo en particular a las reliquias del papismo que retienen nuestros colegas, cuando los miembros protestantes parecen estar tan adheridos a la Iglesia establecida. Pero su celo nunca les hace perder de vista la prebenda de ignorancia que los sacerdotes rapaces de memoria han juntado a duras penas. No, sabios para su generación, veneran el derecho establecido a la posesión como un baluarte y dejan que la campana indolente siga llamando a la oración, como durante los días en los que se creía que la elevación de la hostia expiaba los pecados de la gente, por miedo a que una reforma lleve a otra y el espíritu mate la letra. Estas costumbres romanas tienen el efecto más pernicioso sobre la moral de nuestros clérigos, porque la sabandija indolente que lleva a cabo un servicio dos o tres veces al día del modo más descuidado, pero lo llaman su obligación, pierde pronto el sentido del deber. En el seminario, obligados a asistir o a eludir el culto público, adquieren un desprecio habitual por el mismo servicio cuya práctica les va a permitir vivir en la indolencia. Se masculla como un asunto de negocios, del mismo modo que un niño estúpido repite su parlamento, y con frecuencia el predicador pierde el lenguaje peculiar del seminario una vez que abandona el púlpito, incluso mientras está dando cuenta de la comida que ha ganado de una manera tan deshonesta.

Realmente, nada puede ser tan irreverente como el servicio de la catedral, del modo en que se realiza ahora en este país, ni puede haber un conjunto de seres más débiles que los esclavos de esta rutina pueril. Todavía se exhibe el esqueleto desagradable de su estado anterior, pero se le ha despojado de toda la solemnidad que interesaba a la imaginación, cuando no purificaba el corazón. La práctica de misas elevadas en la Europa continental tiene que impresionar toda mente en la que brille una chispa de imaginación con esa pasmosa melancolía, esa ternura sublime tan parecida a la devoción. No digo que estos sentimientos devotos sean de más uso, en un sentido moral, que cualquier otra emoción del gusto, pero sostengo que la pompa teatral que satisface nuestros sentidos debe preferirse a la fría ostentación que insulta al entendimiento sin alcanzar el corazón.

Tales observaciones no resultan fuera de lugar entre los comentarios sobre la educación nacional, en especial cuando los que apoyan estas instituciones, degenerados en puerilidades, afectan ser los paladines de la religión. Religión, fuente pura de consuelo en este valle de lágrimas, ¡cómo han enturbiado tu clara corriente los aficionados que se han empeñado, arrogantes, en confinar en un canal estrecho las aguas vivas que siempre fluyen hacia Dios, el océano sublime de la existencia! ¿Qué sería de la vida sin esa paz que solo puede otorgar el amor a Dios, cuando se fundamenta en la humanidad? Todo afecto terrenal retrocede, a intervalos, para hacer presa en el corazón que lo alimenta y las efusiones más puras de benevolencia, a menudo ahogadas con rudeza por el hombre, deben elevarse como el libre albedrío ofrecido a quien les dio origen, cuya imagen brillante reflejan tenuemente.

Sin embargo, en las escuelas públicas, la religión, confundida con las ceremonias molestas y las ataduras irrazonables, asume el aspecto menos agraciado: no es la austeridad seria que ordena respeto mientras inspira temor, sino una salmodia absurda que sirve para hacer juegos de palabras. Porque, de hecho, la mayoría de las buenas historias y las cosas inteligentes que avivan los espíritus que se han concentrado en el whist se han elaborado con incidentes a los que los mismos hombres intentan dar un giro chistoso que sancione el abuso de vivir de prebendas.

Quizá no haya en el reino un conjunto de hombres más dogmáticos o lujosos que los tiranos pedantes que residen en los seminarios y presiden las escuelas públicas. Las vacaciones son dañinas por igual para la moral de los instructores y de los pupilos, y la relación que los primeros mantienen con la nobleza introduce en sus familias la misma vanidad y extravagancia que barniza los deberes y comodidades domésticas de la mansión señorial, cuya posición se imita torpemente. Nunca se logra domesticar a los niños que viven con grandes gastos con los maestros y los asistentes, aunque se los coloque allí con ese propósito, porque, tras una comida en silencio, se tragan un vaso de vino apresurado y se retiran para planear alguna travesura maliciosa o para ridiculizar la persona o los modales del mismo con quien acaban de rebajarse y a quien deben considerar el representante de sus padres.

¿Puede ser asunto de sorpresa que los niños a quienes se deja fuera de la conversación social se vuelvan egoístas y viciosos o que una mitra adorne con frecuencia la frente de uno de estos pastores diligentes?

El deseo de vivir con el mismo estilo que el estrato inmediatamente superior al suyo infecta a cada individuo y a todo tipo de personas, y la mezquindad es concomitante a esta ambición innoble. Las profesiones más degradantes son aquellas cuya escalera es el patronazgo y, sin embargo, a los tutores de los jóvenes se los escoge de una de ellas. ¿Puede esperarse que inspiren sentimientos independientes quienes deben regular su conducta con cauta prudencia, siempre alerta para el ascenso?

No obstante, lejos de pensar en la moral de los niños, he oído a muchos maestros de las escuelas argüir que ellos solo se comprometen a enseñar latín y griego, y que han cumplido con su obligación al enviar a algunos buenos alumnos al seminario.

Concedo que pueden haberse formado unos pocos buenos alumnos mediante la emulación y la disciplina, pero para que adelanten estos niños inteligentes se ha sacrificado la salud y la moral de muchos. Los hijos de nuestros nobles y plebeyos ricos se educan en su mayoría en estos seminarios, ¿y alguien pretenderá afirmar que podría considerarse a la mayoría, haciendo todas las concesiones necesarias, estudiantes pasables?

No resulta en beneficio de la sociedad el que unos cuantos hombres brillantes adelanten a expensas de la multitud. Es cierto que los grandes hombres parecen surgir, cuando hay grandes revoluciones, a intervalos adecuados, para restaurar el orden y para arrastrar las nubes que oscurecen la cara de la verdad, pero si la razón y la virtud prevalecieran en la sociedad, no serían necesarios esos fuertes vientos. Cualquier tipo de educación pública debe dirigirse a formar ciudadanos, pero si este es el deseo, primero se deben ejercitar los afectos de hijo y hermano. Este es el único medio de expandir el corazón, porque los afectos públicos, al igual que las virtudes públicas, siempre deben desarrollarse a partir del carácter privado o solo son meteoros que corren a través de un cielo negro y desaparecen mientras se los contempla y admira.

 

Creo que muy pocos de los que primero no quisieron a sus padres, sus hermanos y hermanas e incluso los animales domésticos con los que jugaron han sentido mucho afecto por la humanidad. La ejercitación de las simpatías de la juventud forma la temperatura moral, y es el recuerdo de estos primeros cariños y cuitas lo que da vida a aquellos que después dirige más la razón. En la juventud, se forma la amistad más cariñosa, al aumentar al mismo tiempo los jugos de la afabilidad y mezclarse amablemente, o mejor, se acostumbra al corazón, templado por la recepción de la amistad, a buscar placer en algo más noble que la satisfacción grosera del apetito.

Entonces, para inspirarles amor al hogar y a los placeres domésticos, hay que educar a los niños en casa, porque las vacaciones desordenadas solo hacen que les guste por su propio interés. Además, las vacaciones que no fomentan los afectos domésticos alteran constantemente el curso de los estudios y hacen fracasar cualquier plan de perfeccionamiento que incluya moderación. Pero si se abolieran, se separaría a los niños por completo de sus padres y pongo en duda que se volvieran mejores ciudadanos sacrificando los afectos preparatorios y destruyendo la fuerza de las relaciones que hace al estado matrimonial tan necesario como respetable. Mas si la educación privada da como resultado un sentimiento de autoimportancia o aísla a un hombre en su familia, no se remedia el mal, solo se cambia.

Esta sucesión de razonamientos me devuelve a un tema en el que quiero detenerme: la necesidad de establecer escuelas diurnas apropiadas.

Deben ser establecimientos nacionales, porque mientras los maestros dependan del capricho de los padres, poco más de lo necesario para complacer a la gente ignorante puede esperarse de ellos. Realmente, la necesidad de que un maestro entregue a los padres algún ejemplo de las habilidades del niño, que se enseña durante las vacaciones a todo visitante, produce más males de lo que en un principio se supondría. Porque rara vez el niño lo ha hecho entero, por hablar con moderación; así, el maestro aprueba la falsedad o da cuerda a la pobre máquina para que lleve a cabo alguna ejecución extraordinaria que daña las ruedas y detiene el progreso del perfeccionamiento gradual. La memoria se carga de palabras ininteligibles para hacer ostentación de ellas, sin que el entendimiento adquiera ninguna idea nítida; pero solo la educación que enseña a los jóvenes cómo comenzar a pensar merece llamarse cultivo mental. No debe permitirse que la imaginación degrade el entendimiento antes de que se haga fuerte, o la vanidad se volverá la precursora del vicio, ya que cualquier modo de exhibir los logros de un niño resulta perjudicial para su carácter moral.

¿Cuánto tiempo se pierde en enseñarles a recitar lo que no entienden, mientras, sentadas en bancos con sus mejores galas, las mamás escuchan asombradas su cháchara de loros, pronunciada con cadencias solemnes, con toda la pompa de la ignorancia y la necedad? Tales exhibiciones solo sirven para llegar a las fibras de la vanidad extendidas por toda la mente, ya que no enseñan a los niños a hablar con fluidez ni a comportarse con gracia. Lejos de ello, todas estas actividades podrían denominarse el estudio de la afectación, ya que ahora resulta raro ver a un niño sencillo y vergonzoso, aunque a pocas personas de gusto les molestaba esa timidez tan natural de la edad que las escuelas y la introducción prematura en la sociedad han cambiado por impudencia y falsas sonrisas.

Sin embargo, ¿cómo pueden remediarse tales cosas mientras los maestros dependan por entero de los padres para su subsistencia y cuando hay tantas escuelas rivales exhibiendo sus alicientes para atraer la atención de padres y madres vanos, cuyo afecto paternal solo los conduce a desear que sus hijos opaquen a los de sus vecinos?

Si no cuenta con mucha buena suerte, un hombre juicioso y concienzudo se moriría de hambre antes de que pudiera levantar una escuela, si desdeña envolver en burbujas a los padres débiles practicando las tretas secretas del oficio.

En las escuelas mejor reguladas, donde no se apiñan multitudes, se adquieren muchos malos hábitos, pero en las escuelas comunes se impide por igual el desarrollo del cuerpo, el corazón y el entendimiento, ya que los padres solo buscan muchas veces la más barata y el maestro no podría vivir si no admitiera a muchos más niños de los que puede controlar, ni la exigua asignación recibida por cada niño le permite contratar suficientes auxiliares que le asistan para descargarle de la parte mecánica de la tarea. Además, sea cual fuere la apariencia de la casa y el jardín, los niños no disfrutan de su comodidad, porque las molestas sujeciones les recuerdan continuamente que no están en casa, y los compartimientos, el jardín, etc., deben mantenerse en orden para recreo de los padres, que el domingo visitan la escuela y se admiran de toda la ostentación que hace incómoda la situación de sus hijos.

Con qué disgusto he oído hablar a mujeres juiciosas del confinamiento tedioso que soportan las niñas en la escuela, ya que se las sujeta y amedrenta más que a los niños. Tal vez no se les permita salirse de un amplio paseo en un jardín soberbio y se las obligue a andar estúpidamente de arriba abajo con porte serio, irguiendo la cabeza y torciendo hacia fuera los dedos de los pies, con los hombros sostenidos hacia atrás, en lugar de saltar, como ordena la Naturaleza para completar su designio, en las diferentes posturas tan favorables para la salud. Los humores animales puros que hacen que la mente y el cuerpo se disparen y desarrollen los brotes tiernos de esperanza se vuelven agrios y se dan rienda suelta en deseos vanos o quejas vivaces que contraen las facultades y malogran el carácter; también llegan al cerebro, y al agudizar el entendimiento antes de que gane una fortaleza proporcionada, producen esa astucia lastimosa que vergonzosamente caracteriza a la mente femenina, y que me temo que siempre la caracterizará mientras las mujeres sigan siendo esclavas del poder.

Estoy convencida de que el poco respeto que se presta a la castidad en el mundo masculino es la gran fuente de muchos de los males físicos y morales que atormentan a la humanidad, así como de los vicios y locuras que degradan y destruyen a las mujeres. Y es en la escuela donde los niños infaliblemente pierden esa vergüenza decente que en su casa habría madurado en modestia.

Qué tretas sucias e indecentes no aprenderán también unos de otros cuando varios viven como cerdos en el mismo dormitorio, por no hablar de los vicios que los hacen débiles y les impiden adquirir toda delicadeza mental. La poca atención prestada al cultivo de la modestia entre los hombres ocasiona una gran depravación en todas las relaciones de la sociedad, ya que no solo el amor —que debe purificar el corazón y ser quien primero motive todos los poderes juveniles para preparar al hombre para cumplir los deberes benevolentes de la vida— se sacrifica a una lujuria prematura, sino que además las satisfacciones egoístas, que muy pronto contaminan la mente y secan los jugos generosos del corazón, matan todos los afectos sociales. De qué manera tan innatural se viola a menudo la inocencia y qué consecuencias tan serias se siguen de hacer que los vicios privados se conviertan en una plaga pública. Además, un hábito de orden personal, que tiene más efecto en el carácter moral del que se le supone en general, solo puede adquirirse en casa, donde se mantiene esa respetable reserva que frena la familiaridad que, al hundirse en bestialidad, socava el afecto que insulta.

Ya he censurado los malos hábitos que adquieren las mujeres cuando se las encierra juntas, y creo que la observación se puede extender al otro sexo, hasta hacer la inferencia que he tenido en perspectiva a lo largo de todo este capítulo, y consiste en que, para que ambos sexos mejoren, deben educarse juntos, no solo en las familias particulares, sino en las escuelas públicas. Si el matrimonio es el fundamento de la sociedad, todo el género humano debe educarse según el mismo modelo o la relación entre los sexos nunca merecerá el nombre de camaradería, ni las mujeres cumplirán las obligaciones propias de su sexo, hasta que se conviertan en ciudadanas ilustradas, hasta que sean libres al permitírseles ganar su propio sustento e independientes de los hombres. Quiero decir, para evitar malas interpretaciones, del mismo modo que un hombre es independiente de otro. Más aún, el matrimonio nunca se conservará como algo sagrado hasta que las mujeres, al ser criadas con los hombres, estén preparadas para ser sus compañeras en lugar de sus concubinas, ya que los dobleces mezquinos de la astucia las hará siempre despreciables, mientras la opresión las vuelva tímidas. Estoy tan convencida de esta verdad, que me aventuraré a predecir que la virtud no prevalecerá en la sociedad hasta que las de ambos sexos no se fundamenten en la razón, y hasta que no se permita a los afectos comunes a ambos ganar la fuerza debida mediante el cumplimiento de los deberes mutuos.

Si se consintiera a niños y niñas seguir los mismos estudios juntos, se podrían inculcar enseguida esas buenas costumbres que produce la modestia, sin perder las distinciones sexuales que tiñen la mente. La conducta apropiada y habitual haría que perdieran utilidad las lecciones de educación y el formulario del decoro, que pisa los talones a la falsedad. No se vestiría para los visitantes, como el traje cortesano de la educación, sino que sería el efecto sereno de una mente pura. ¿No sería la sencilla elegancia de la sinceridad un homenaje casto a los afectos domésticos, que sobrepasa con mucho los cumplidos engañosos que brillan con falso lustre en las relaciones frías de la vida de buen tono? Pero hasta que no sobresalga en la sociedad un mayor entendimiento, siempre habrá carencia de corazón y de gusto, y el rouge de las prostitutas ocupará el lugar de ese baño celestial que solo los afectos virtuosos pueden dar al rostro. La galantería y lo que se llama amor puede que subsistan sin un carácter llano, pero los pilares principales de la amistad son el respeto y la confianza —¡la estima nunca se fundamenta en lo que no se puede decir!

El gusto por las bellas artes requiere una gran cultivación, pero no más de la que requiere el gusto por los afectos virtuosos, y ambos suponen una amplitud de mente que abre muchos cauces al placer mental. ¿Por qué la gente acude a escenarios ruidosos y círculos atestados? Yo respondería que porque quieren actividad mental, ya que no han estimulado las virtudes del corazón. En consecuencia solo ven y sienten en bruto y continuamente anhelan variedad al encontrar insípido todo lo que es sencillo.

Estos argumentos podrían llevarse más lejos de lo que los filósofos perciben, pues si la naturaleza destinó a la mujer en particular el cumplimiento de las tareas domésticas, la hizo susceptible al afecto en una gran medida. Ahora, a las mujeres les gusta mucho el placer, y debe ser así por naturaleza según mi definición, ya que, al carecer de juicio, fundamento de todo gusto, no pueden penetrar en las menudencias del doméstico. El entendimiento, a pesar de los quisquillosos sensuales, se reserva el privilegio de comunicar la dicha pura al corazón.

Con qué bostezo lánguido he visto arrojar un poema admirable, al que un hombre de verdadero gusto vuelve una y otra vez con embeleso; y mientras la melodía casi ha suspendido la respiración, una señora me ha preguntado dónde había comprado mi vestido. También he visto echar una fría ojeada sobre el resto de los cuadros más exquisitos y centellear de placer ante una caricatura toscamente esbozada; y mientras algún rasgo maravilloso de la naturaleza esparcía en mi alma una serenidad sublime, se me ha requerido que observara los graciosos trucos de un perro faldero con el que mi hado perverso me había obligado a viajar. ¿Resulta sorprendente que un ser tan carente de gusto acaricie más a su perro que a sus hijos, o que prefiera el lenguaje campanudo de la adulación a los acentos llanos de la sinceridad?

Para ilustrar este comentario, se me debe permitir observar que los hombres de mayor genio y mentes más cultivadas parecen haber sentido un agrado especial por las bellezas sencillas de la naturaleza; y a la fuerza deben haber experimentado lo que tan bien han descrito, el encanto que los afectos naturales y los sentimientos llanos esparcen en el carácter humano. Es este poder de mirar dentro del corazón y vibrar con simpatía con cada emoción lo que permite al poeta personificar cada pasión y al pintor dibujar con un pincel de fuego.

El gusto verdadero siempre es el trabajo del entendimiento, empleado en observar los efectos naturales; y hasta que las mujeres cuenten con más entendimiento, es vano esperar que posean gusto doméstico. Sus vivos sentidos siempre estarán en juego para templar sus corazones y las emociones forjadas en ellos seguirán siendo vívidas y transitorias, a menos que una educación apropiada proporcione conocimiento a sus mentes.

 

Es la carencia de gusto doméstico y no la adquisición de conocimiento lo que saca a las mujeres de su familia y separa al infante sonriente del pecho que debe proporcionarle sustento. Se ha permitido que las mujeres permanezcan en la ignorancia y en la dependencia servil durante muchísimos años, y aún seguimos sin escuchar hablar de otra cosa que no sea su inclinación hacia el placer y el dominio, su preferencia por los calaveras y los soldados, su apego pueril a los juguetes y la vanidad que las hace valorar los cumplidos más que las virtudes.

La historia presenta un pavoroso catálogo de los crímenes que su astucia ha ocasionado, cuando las débiles esclavas han contado con la destreza suficiente para sobrepasar a sus dueños. En Francia y en cuántos otros países los hombres han sido los déspotas sensoriales y las mujeres sus hábiles ayudantes. ¿Prueba esto que la ignorancia y la dependencia las domestican? ¿No es su necedad objeto de burla para los libertinos que reposan en su compañía y no se quejan continuamente los hombres juiciosos de que la inclinación desmedida hacia el vestido y la disipación hace que la madre de familia abandone el hogar para siempre? Sus corazones no han sido corrompidos por el conocimiento o sus mentes descarriadas por indagaciones científicas y, de todos modos, no cumplen con los deberes peculiares que, como mujeres, les ha designado la Naturaleza. Por el contrario, el estado de contienda que existe entre los sexos hace que ellas empleen esas estratagemas que a menudo frustran los planes más francos de la fuerza.

Así pues, cuando llamo a las mujeres esclavas, es en un sentido civil y político, pues obtienen de forma indirecta demasiado poder y se corrompen por los medios que utilizan para conseguir su dominio ilícito.

Que una nación ilustrada pruebe qué efectos tendría sobre la razón devolverlas a la naturaleza y a su obligación y permitirles compartir las ventajas de la educación y el gobierno con los hombres, y entonces veamos si se vuelven mejores según aumentan en sabiduría y libertad. El experimento no las puede perjudicar, pues no está en poder del hombre hacerlas más insignificantes de lo que son en el presente.

Para que esto sea posible, el gobierno debería establecer escuelas diurnas para edades determinadas, en las que los niños y las niñas se educaran juntos. La escuela para los niños más pequeños, de los cinco a los nueve años, debe ser completamente gratuita y abierta a todas las clases. También debe ser elegido un número suficiente de maestros en cada parroquia por un comité selecto, ante el que se pueda presentar cualquier queja de negligencia, etc., si va firmada por seis padres de los niños.

De este modo, los auxiliares serían innecesarios, ya que pienso que la experiencia siempre probará que esta clase de autoridad subordinada es particularmente dañina para la moral de los jóvenes. Realmente, ¿qué puede depravar más el carácter que la sumisión externa y el desprecio interno? Además, ¿cómo puede esperarse que los niños traten a un auxiliar con respeto, cuando el maestro parece considerarlo como si fuera un sirviente y casi favorecer el ridículo que se vuelve la principal distracción de los niños durante las horas de recreo?

Pero nada semejante podría ocurrir en una escuela elemental diurna, donde los niños y las niñas, los ricos y los pobres se mezclaran. Y para evitar cualquier distinción de vanidad, todos se vestirían igual y estarían obligados a someterse a la misma disciplina o abandonar la escuela. Las aulas deben estar rodeadas por una amplia extensión de terreno, donde los niños harían ejercicios provechosos, pues a esta edad no deben estar confinados a tareas sedentarias durante más de una hora seguida. Pero estos descansos deben considerarse parte de la educación elemental, ya que muchas cosas mejoran y distraen los sentidos cuando se introducen como una especie de espectáculo, para cuyos principios, expuestos de manera árida, los niños harían oídos sordos. Por ejemplo, la botánica, la mecánica y la astronomía, la lectura, la escritura, la aritmética, la historia natural y algunos experimentos sencillos de filosofía natural llenarían el día, pero estas tareas nunca deben invadir los juegos gimnásticos al aire libre. También pueden enseñarse los componentes de la religión, la historia, la historia del hombre y la política, mediante conversaciones al modo socrático.

Después de cumplidos los nueve años, las niñas y los niños destinados a tareas domésticas u oficios mecánicos deben llevarse a otras escuelas y recibir una formación apropiada en cierta medida al destino de cada individuo. Los dos sexos deben permanecer juntos todavía por la mañana, pero por la tarde las niñas han de asistir a una escuela donde se ocupen del trabajo ordinario, la confección de mantas, la sombrerería, etcétera.

A los jóvenes de facultades superiores, o fortuna, se les debiera enseñar ahora en otra escuela las lenguas vivas y muertas, los elementos de la ciencia, y continuar con el estudio de la historia y la política con mayor amplitud, lo que no excluiría la literatura culta.

¿Los niños y las niñas siguen juntos aún?, oigo preguntar a algunos lectores. Sí. Y no debo temer ninguna otra consecuencia que la aparición de algún afecto temprano que, aunque tenga el mejor efecto sobre el carácter moral de los jóvenes, quizá no concuerde a la perfección con las perspectivas de los padres, pues me temo que pasará un largo tiempo hasta que el mundo sea lo suficientemente ilustrado como para que los padres, deseando solo que sus hijos sean virtuosos, les permitan elegir sus compañeros para toda la vida por sí mismos.

Además, esto constituiría un medio seguro de fomentar los matrimonios tempranos, de los que fluyen de modo natural los mejores efectos físicos y morales. Qué carácter tan diferente asume un ciudadano casado del fanfarrón egoísta que vive solo para sí mismo y que con frecuencia teme casarse por miedo a no poder vivir de cierto modo. Exceptuadas las situaciones excepcionales, que rara vez se darían en una sociedad cuya base sea la igualdad, solo se puede preparar a un hombre para el cumplimiento de los deberes de la vida pública mediante la práctica habitual de los deberes inferiores que lo forman.

En este plan de educación no se arruinaría la constitución de los niños mediante libertinajes prematuros, que ahora hacen al hombre tan egoísta, ni se volvería a las niñas débiles y vanas mediante la indolencia y tareas frívolas. Pero doy por sentado que tal grado de igualdad debe establecerse entre los sexos según se vaya desplazando la galantería y la coquetería, y se vaya permitiendo que el amor y la amistad templen el corazón para cumplir deberes más elevados.

Serían escuelas de moralidad, ¿y qué avances se le resistirían a la mente humana si se permitiera que la felicidad del hombre brotara del manantial puro del deber y el afecto? La sociedad solo puede ser feliz y libre en proporción a su virtud, pero las distinciones presentes corroen la privada y destruyen las públicas.

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