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100 Clásicos de la Literatura

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Quede claro, pues, que un socialismo autoritario no serviría de nada. En el sistema actual, un gran número de personas pueden vivir con cierta libertad y felicidad, pero en un sistema de industrialismo cuartelario, o en un sistema de tiranía económica, nadie podría disfrutar de dicha libertad. Resulta lamentable que una porción de nuestra comunidad tenga que vivir prácticamente esclavizada, pero es infantil querer solucionar el problema esclavizando a toda la comunidad. Cada cual debe tener la libertad de escoger su trabajo. No debe poder obligarse a nadie de ningún modo, de lo contrario dicho trabajo no será bueno para él, no será bueno en sí mismo y no será bueno para los demás. Y por trabajo me refiero a cualquier tipo de actividad.

Me resisto a creer que ningún socialista en la actualidad proponga seriamente que un inspector se presente por la mañana en cada casa para asegurarse de que cada ciudadano se levanta y se dedica ocho horas a un trabajo manual. La humanidad ha dejado atrás esa etapa y reserva esa forma de vida para la gente a quien, de manera muy arbitraria, ha decidido llamar criminales. Aunque confieso que muchas de las opiniones socialistas con las que me he topado me han parecido contaminadas de ideas autoritarias e incluso decididamente coercitivas. Por supuesto, la autoridad y la coerción están descartadas. Toda asociación debe ser voluntaria. El hombre sólo está a sus anchas si la asociación es voluntaria.

Pero podría preguntárseme cómo el individualismo, que ahora depende más o menos de la existencia de la propiedad privada para su desarrollo, podría salir beneficiado de la abolición de la misma. La respuesta es muy sencilla. Es cierto que, en las condiciones actuales, unos cuantos hombres que han tenido medios propios, como Byron, Shelley, Browning, Victor Hugo, Baudelaire y otros, han podido expresar su personalidad de manera más o menos completa. Ninguno de esos hombres tuvo que trabajar un solo día por un jornal. Gozaron de la inmensa ventaja de estar a resguardo de la pobreza. La cuestión es si eliminar dicha ventaja beneficiaría al individualismo. Supongamos que la elimináramos. ¿Qué le ocurriría al individualismo? ¿Cómo se beneficiaría?

Pues del modo siguiente: en las nuevas condiciones, el individualismo sería mucho más libre, noble e intenso de lo que es ahora. No me refiero al gran individualismo imaginativo de los poetas como los que he citado antes, sino al gran individualismo latente y potencial de la humanidad en general. El reconocimiento de la propiedad privada ha perjudicado mucho al individualismo y lo ha complicado al confundir a las personas con lo que poseen. Ha descarriado por completo al individualismo. Ha hecho que su objetivo sea la ganancia y no el crecimiento. Así la gente ha pensado que lo importante era tener y no ser. La verdadera perfección consiste no en lo que uno tiene, sino en lo que uno es. La propiedad privada ha aplastado el verdadero individualismo e instaurado uno falso. Ha impedido ser individuos a una parte de la comunidad matándolos de hambre y a la otra poniéndoles trabas y llevándolos por un camino equivocado. De hecho, la personalidad de la gente se ha visto tan absorbida por sus posesiones que el derecho inglés siempre ha juzgado los delitos contra la propiedad con más severidad que los delitos contra las personas, y la propiedad sigue siendo hoy prueba de ciudadanía. La industria necesaria para hacer dinero también es moralmente degradante. En una comunidad como la nuestra, en la que la propiedad confiere enorme distinción, una posición social, honor, respeto, títulos y otras cosas por el estilo, la gente, ambiciosa por naturaleza, se dedica a acumular propiedades y continúa acumulándolas, cansina y fatigosamente, aun después de tener mucho más de lo que necesita y de lo que puede utilizar o disfrutar, o incluso conocer. Todos están dispuestos a matarse trabajando con tal de adquirir propiedades, y teniendo en cuenta las enormes ventajas que acarrea, no es de extrañar. Resulta lamentable que la sociedad se construya sobre la base de obligarnos a seguir un camino en el que no podemos desarrollar libremente todo lo maravilloso, fascinante y delicioso que llevamos en nuestro interior, un camino en el que, de hecho, perdemos el verdadero placer y la alegría de vivir. Además, en las condiciones actuales, es muy inseguro. Un comerciante inmensamente rico puede estar —y a menudo está— a merced de cosas que quedan fuera de su control. Si el viento sopla un poco más de la cuenta, o el tiempo cambia de repente u ocurre cualquier otra cosa trivial, su barco puede hundirse, sus acciones desplomarse y él acabar en la miseria y perder su posición social. Pues bien, nada debería poder hacernos daño salvo nosotros mismos. Nada debería poder privarnos de lo que tenemos, porque lo que tenemos de verdad es lo que hay en nuestro interior. Lo exterior no debería tener importancia.

De modo que, con la abolición de la propiedad privada, tendremos un individualismo auténtico, bello y saludable. Nadie malgastará su vida acumulando cosas y símbolos de cosas. Viviremos sin más. Vivir es lo más raro del mundo. La mayoría de la gente se limita a existir.

Es discutible que alguna vez hayamos presenciado la total expresión de una personalidad, si no es en el plano imaginativo del arte. En el plano de la acción nunca lo hemos visto. César, dice Mommsen, fue el hombre completo y perfecto. ¡Pero qué trágica e insegura era su situación! Dondequiera que un hombre ejerza la autoridad hay alguien que se resiste a ella. César era bastante perfecto, pero su perfección transitaba por caminos demasiado peligrosos. Marco Aurelio era el hombre perfecto, dice Renan. Sí, el gran emperador era perfecto. ¡Pero qué intolerables eran sus infinitas obligaciones! Se tambaleaba bajo la carga del imperio. Era consciente de que, a un solo hombre, le resultaba imposible soportar el peso de un orbe tan vasto y titánico. Al hablar del hombre perfecto me refiero al que se desarrolla en condiciones perfectas, sin estar herido, preocupado, mutilado ni en peligro. Muchas personalidades se han visto obligadas a rebelarse. La mitad de su fuerza se ha malgastado en esas fricciones. La personalidad de Byron, por ejemplo, se desperdició en su lucha con la estupidez, la hipocresía y el fariseísmo de los ingleses. Esas batallas no siempre aumentan la fuerza; a menudo acrecientan la debilidad. Byron nunca pudo darnos lo que podría habernos dado. Shelley salió mejor librado. Al igual que Byron, se marchó de Inglaterra en cuanto pudo. Pero no fue tan conocido. Si los ingleses hubiesen reparado en su condición de verdadero gran poeta, se habrían abalanzado sobre él con uñas y dientes y le habrían hecho la vida imposible. Pero no era una figura notable en sociedad y en consecuencia pudo librarse hasta cierto punto. Aun así, incluso en Shelley se nota demasiado la rebeldía. La marca de la personalidad perfecta no es la rebelión sino la paz.

Será maravilloso ver la verdadera personalidad. Crecerá de forma natural y sencilla, igual que una flor o un árbol. No estará en desacuerdo con nada. No reñirá ni discutirá. No demostrará nada. Lo sabrá todo, pero no se obsesionará con el conocimiento. Tendrá sabiduría. Su valor no se medirá por las cosas materiales. No tendrá nada. Y, no obstante, lo tendrá todo, y será tan rica que, por más que le quiten, seguirá teniendo. No se pasará el tiempo entrometiéndose en asuntos ajenos o tratando de convencer a los demás de que sean como ella. Los amará por ser diferentes. Y, aunque no se meta con nadie, ayudará a todos, igual que hacen las cosas bellas: limitándose a ser lo que es. Será tan maravillosa como la personalidad de un niño.

En su desarrollo contará con la ayuda del cristianismo, si la gente así lo desea; pero si no lo desea, se desarrollará igualmente, pues no se preocupará por el pasado, ni le importará que las cosas hayan ocurrido o no. Tampoco admitirá más leyes que las propias, ni otra autoridad que la suya. Sin embargo, amará a quienes procuraron hacerla más intensa y hablará de ellos a menudo. Cristo fue uno de ellos.

Sobre el pórtico del mundo antiguo estaba escrito: «¡Conócete a ti mismo!». En el del mundo nuevo estará escrito: «¡Sé tú mismo!». Cristo se limitó a decir: «Sé tú mismo». He ahí su secreto.

Cuando Jesús habla de los pobres se refiere solo a personalidades, igual que cuando habla de los ricos se refiere a personas que no han desarrollado su personalidad. Jesús vivió en una comunidad que permitía la acumulación de propiedad privada igual que hace la nuestra, y el evangelio que predicó no era que en dicha comunidad fuese ventajoso para el hombre vivir con comida escasa y poco saludable, vestir ropa harapienta y dormir en lugares horribles, ni que fuese una ventaja vivir en condiciones saludables, placenteras y decentes. Semejante opinión habría estado equivocada allí y entonces y, por supuesto, lo estaría aún más en Inglaterra y ahora; pues, a medida que uno se desplaza hacia el norte, las necesidades materiales de la vida adquieren una importancia vital, y nuestra sociedad es infinitamente más compleja y hay en ella mayores extremos de lujo y pauperismo que en cualquier sociedad del mundo antiguo. Jesús se dirigió al hombre y le dijo:

Tienes una personalidad maravillosa. Desarróllala. Sé tú mismo. No creas que tu perfección reside en acumular o poseer cosas externas. Tus afectos están en tu interior. Si lograras darte cuenta, no querrías ser rico. La riqueza normal siempre podrán arrebatártela. La verdadera riqueza no. En la cámara del tesoro de tu alma, hay infinidad de cosas preciosas que nadie puede quitarte. Conque trata de dar forma a tu vida para que las cosas exteriores no te perjudiquen. Intenta también librarte de las propiedades personales. Conllevan sórdidas preocupaciones, trabajos interminables y continuas equivocaciones. Las propiedades personales ponen trabas al individualismo a cada paso.

 

Vale la pena subrayar que Jesús nunca dijo que necesariamente los pobres tuviesen que ser buenos o los ricos malos. Eso no habría sido cierto. Los ricos son, como clase, mejores que los pobres, más morales, más intelectuales y más educados. Los únicos que piensan más en el dinero que los ricos son los pobres. No pueden pensar en otra cosa. En eso consiste su desgracia. Lo que dice Jesús es que el hombre alcanza la perfección no con lo que tiene, y ni siquiera con lo que hace, sino con lo que es. Así el joven rico que va a ver a Jesús es un buen ciudadano que no ha quebrantado ninguna ley ni los mandamientos de la religión. Es respetable en el sentido habitual de la palabra. Jesús le dice: «Deberías regalar tus bienes. Te impiden alcanzar la perfección. Son un lastre. Una carga. Tu personalidad no los necesita. Es en tu interior y no en el exterior donde encontrarás lo que de verdad eres y quieres». A sus amigos les dice lo mismo. Les anima a ser ellos mismos y a dejar de preocuparse por otras cosas. ¿Qué importancia tiene lo demás? El hombre está completo en sí mismo. Cuando se relacionen con el mundo, el mundo estará en desacuerdo con ellos. Es inevitable. El mundo odia el individualismo. Pero eso no debe preocuparles. Deben seguir centrados y serenos. Si alguien les roba el manto, deben entregarle también la camisa y demostrarle así que las cosas materiales carecen de importancia. Si alguien les provoca, no deben responder. ¿Qué significa eso? Pues que lo que nos hagan los demás no puede turbarnos. Somos lo que somos. La opinión pública carece totalmente de valor. Ni siquiera cuando la gente recurre a la violencia hay que responder con más violencia. Eso equivaldría a ponerse a su nivel. Después de todo, incluso en prisión, es posible ser libres. El alma puede ser libre y la personalidad seguir impasible. Se puede tener paz. Y, por encima de todo, es preciso no entrometerse ni juzgar a los demás. La personalidad es muy misteriosa. A nadie se le puede valorar por lo que hace. Es posible respetar la ley y ser indigno, o quebrantarla y seguir siendo bueno. Se puede ser malo sin hacer nada malo. Se puede cometer un pecado contra la sociedad y alcanzar la verdadera perfección gracias a ese pecado.

Hubo una mujer a quien sorprendieron cometiendo adulterio. No se nos cuenta la historia de su amor, pero debió de ser muy grande, pues Jesús declaró que sus pecados le habían sido perdonados, no porque se hubiera arrepentido, sino porque su amor era intenso y maravilloso. Después, poco antes de su muerte, mientras estaba sentado en un banquete, la mujer le ungió el cabello con costosos perfumes. Sus amigos intentaron impedírselo y alegaron que era un dispendio y que el dinero que le había costado aquel perfume podría haberlo gastado en obras de caridad o algo por el estilo. Jesús no aceptó esa opinión. Afirmó que las necesidades materiales del hombre eran muchas y permanentes, pero que las necesidades espirituales eran aún mayores y que en un momento divino, al elegir su propio modo de expresión, una personalidad podía hacerse perfecta. Hoy en día, el mundo venera a esa mujer como a una santa.

Sí, el individualismo tiene cosas muy sugerentes. El socialismo elimina la vida familiar, por ejemplo. Con la abolición de la propiedad privada, desaparecerá el matrimonio en su forma actual. Es parte del programa. El individualismo lo acepta de buen grado. Convertirá la abolición de las constricciones legales en una forma de libertad que ayudará al pleno desarrollo de la personalidad, y hará que el amor entre el hombre y la mujer sea más maravilloso, más bello y más noble. Jesús lo sabía. Rechazó las pretensiones de la vida familiar, aunque en su época existían de forma muy marcada. «¿Quién es mi madre? ¿Quiénes son mis hermanos?», preguntó cuando le dijeron que querían verle. Cuando uno de sus seguidores le pidió permiso para ir a enterrar a su padre le dio esta terrible respuesta: «Deja que los muertos entierren a los muertos». No quería que nada se antepusiera a la personalidad.

Y así quien se dedique a ser uno mismo llevará una vida cristiana. Puede que se trate de un gran poeta; de un científico; de un joven estudiante en una universidad; de un pastor de ovejas en medio del páramo; de un escritor de obras de teatro, como Shakespeare; de un pensador sobre la divinidad, como Spinoza; de un niño que juega en el jardín o de un pescador que echa la red al mar. Poco importa lo que sea con tal de que desarrolle la perfección del alma que hay en su interior. Cualquier imitación en la moral o en la vida es mala. En nuestros días hay un loco que se arrastra por las calles de Jerusalén con una cruz de madera al hombro. Es un símbolo de cómo la imitación echa a perder la vida. El padre Damián fue cristiano cuando se fue a vivir con los leprosos porque al hacerlo llevó a la práctica lo mejor que había en él. Pero no fue más cristiano que Wagner, cuando plasmó su alma en su música, o que Shelley, cuando la plasmó en su canto. No hay un solo tipo de persona. Hay tantas imperfecciones como personas imperfectas. Y aunque uno puede ceder a la tentación de la caridad y seguir siendo libre, es imposible seguir siendo libre cuando se cede a la tentación del conformismo.

Así el socialismo conducirá al individualismo. El resultado natural es que el Estado tendrá que renunciar a cualquier pretensión de gobierno. Tendrá que renunciar porque, como dijo un sabio muchos años antes de Cristo, se puede dejar a la gente en paz y no hay por qué gobernarla. Cualquier modo de gobierno es un fracaso. El despotismo es injusto con todo el mundo, empezando por el déspota que seguramente estaba hecho para cosas mejores. Las oligarquías son injustas con la mayoría y las oclocracias lo son con unos cuantos. En otro tiempo se depositaron muchas esperanzas en la democracia, pero no es más que la coacción del pueblo por el pueblo y para el pueblo. Ha sido desenmascarada. Y debo decir que ya iba siendo hora, porque toda autoridad es degradante. Degrada a quienes la ejercen y a quienes la sufren. Cuando se ejerce de forma violenta, grosera y cruel produce un efecto positivo, porque fomenta o al menos inspira el espíritu de rebeldía y el individualismo que acabarán destruyéndola. Cuando se ejerce con moderación y se acompaña de premios y recompensas, produce una terrible degeneración moral. La gente, en ese caso, es menos consciente de la horrible presión a que está sometida y sigue con su vida en una especie de comodidad grosera, como los animales domésticos, sin llegar a darse cuenta de que probablemente está pensando pensamientos ajenos, viviendo según el modo de vida de otras personas, vistiendo lo que podríamos llamar ropa de segunda mano y sin ser ella misma ni un momento. «Quien quiera ser libre —nos dice un gran pensador— no debe someterse.» Y la autoridad, al sobornar a la gente para que se someta, produce una barbarie grosera e hipertrofiada.

Con la autoridad, desaparecerá el castigo. Lo cual supondrá una enorme ventaja de valor incalculable. Cuando uno estudia la historia, y no en las ediciones expurgadas escritas para escolares y estudiantes mediocres, sino a las autoridades originales de cada época, es imposible no sentir náuseas, no ante los crímenes cometidos por los malvados, sino ante los castigos infligidos por los justos; cualquier comunidad se embrutece más por el uso habitual del castigo que por la repetición ocasional del delito. La deducción lógica es que cuantos más castigos se infligen más delitos se producen; la legislación moderna así lo reconoce y se ha planteado como objetivo reducir el castigo todo lo posible. Allí donde se ha reducido de verdad, los resultados han sido excelentes. Cuanto menos castigo, menos crímenes. Cuando deje de haber castigos, dejará de haber crímenes, o, si se producen, serán tratados por los médicos como una desasosegante forma de demencia que habrá que sanar a base de bondad y cuidados. Pues esos a los que hoy en día se llama criminales no lo son. El hambre y no el pecado es la causa del delito moderno. Por eso, como clase, nuestros criminales carecen totalmente de interés desde cualquier punto de vista psicológico. No son Macbeths maravillosos ni terribles Vautrins. Solo son lo que sería la gente normal y respetable si no tuviese suficiente para comer. Una vez abolida la propiedad privada, el crimen se volverá innecesario y dejará de existir. Por supuesto, no todos los delitos son delitos contra la propiedad, aunque sean estos los que el derecho inglés, que da más importancia a lo que uno tiene que a lo que es, castiga con una severidad más horrible e implacable (si exceptuamos el asesinato y consideramos la muerte un castigo peor que la servidumbre carcelaria, un punto sobre el que, según creo, nuestros criminales no están del todo de acuerdo). Pero aunque haya delitos que puedan no ir contra la propiedad, también los hay que pueden surgir de la miseria, la rabia y la depresión producida por nuestro sistema de acumulación de propiedad, de manera que, cuando se elimine dicho sistema, acabarán desapareciendo. Cuando todos los miembros de la sociedad tengan suficiente para cubrir sus necesidades y los demás dejen de inmiscuirse en sus quehaceres, dejará de interesarles meterse en la vida de nadie. Los celos, que son una de las principales causas del crimen en la vida moderna, son una emoción muy ligada a nuestra idea de la propiedad, y con el socialismo y el individualismo desaparecerán. Es notable que las tribus comunitarias desconozcan los celos.

Si el Estado no ha de gobernar, podríamos preguntarnos cuál habrá de ser su función: será el fabricante voluntario y el distribuidor de los bienes necesarios. Se encargará de fabricar lo útil. El individuo se ocupará de hacer lo bello. Y, ya que he sacado a relucir el trabajo, no puedo sino añadir que en los últimos tiempos se han dicho y escrito muchas tonterías sobre la dignidad del trabajo manual. No hay nada necesariamente digno en el trabajo manual y en su mayor parte es totalmente degradante desde el punto de vista moral. Es mental y moralmente dañino trabajar en algo que no proporcione placer y muchos trabajos son actividades muy poco placenteras y deberían ser consideradas como tales. Barrer un cruce de caminos enfangado ocho horas al día cuando sopla el viento de levante es una tarea muy desagradable. Barrerlo conservando la dignidad mental, moral o física me parece imposible. Barrerlo con alegría sería espantoso. Estamos hechos para algo mejor que para limpiar la suciedad. Esos son trabajos que deberían realizar las máquinas.

Y no me cabe duda de que así será. Hasta el presente, el hombre ha sido, hasta cierto punto, esclavo de las máquinas, y hay algo trágico en el hecho de que cada vez que alguien inventa una máquina para que haga su trabajo acabe pasando hambre. No obstante, eso es resultado de nuestro sistema de propiedad y de competencia. Si uno es dueño de una máquina que hace el trabajo de quinientos, esos quinientos se quedan sin empleo y, al no tener trabajo, pasan hambre y acaban robando. El dueño de la máquina se queda con lo que esta produce y tiene así quinientas veces más de lo que debería, y probablemente —lo cual tiene enorme importancia— de lo que quiere en realidad. Si la máquina fuese propiedad de todos, todos se beneficiarían de ella, lo cual supondría una inmensa ventaja para la sociedad. Cualquier trabajo que no sea intelectual, cualquier trabajo monótono y pesado que implique cosas horribles y condiciones desagradables debe ser hecho por las máquinas. Las máquinas deben trabajar para nosotros en las minas de carbón, ocuparse de los servicios sanitarios, alimentar las calderas de carbón, limpiar las calles, entregar recados los días lluviosos y hacer cualquier cosa que resulte tediosa o angustiosa. En la actualidad, las máquinas compiten con el hombre. En las condiciones adecuadas las máquinas servirán al hombre. No hay duda de que ese será el futuro de las máquinas, e igual que los árboles crecen mientras el terrateniente rural duerme, las máquinas harán todo el trabajo desagradable y necesario mientras la humanidad se divierte o disfruta del ocio cultivado —pues esa, y no el trabajo, es su verdadera ocupación— y se dedica a hacer cosas bellas, leer cosas bellas o simplemente a contemplar el mundo con admiración y deleite. El hecho es que la civilización necesita esclavos. En eso los griegos tenían toda la razón. A menos que haya esclavos para hacer el trabajo desagradable, horrible y carente de interés, la cultura y la contemplación resultan casi imposibles. La esclavitud humana es mala, insegura y degradante. El futuro depende de la esclavitud mecánica, la esclavitud de las máquinas. Y cuando los científicos ya no tengan que ir a un deprimente East End y repartir chocolate caliente de mala calidad y mantas aún peores entre la gente hambrienta, dispondrán de tiempo libre para idear y concebir cosas maravillosas y asombrosas para su propio disfrute y el de los demás. Habrá grandes reservas de energía para todas las ciudades y para todas las casas, si se necesita, una energía que se transformará en calor, luz o movimiento según las necesidades. ¿Es esto utópico? Un mapa del mundo que no incluya Utopía carece de interés, pues pasa por alto el único país al que la humanidad arriba constantemente. Y desde el que, después de desembarcar, echa un vistazo, divisa otro país mejor y vuelve a hacerse a la vela. El progreso es la realización de las utopías.

 

Pues bien, he dicho que la sociedad suministrará las cosas útiles por medio de la organización de la maquinaria y que las cosas bellas las harán los individuos. Eso no solo es necesario, sino que es el único modo de conseguir tanto las cosas útiles como las bellas. Nadie que esté obligado a hacer cosas para los demás en contra de sus deseos y necesidades, trabajará con interés y podrá por tanto poner en su obra lo mejor que hay en él. Por otro lado, cada vez que una sociedad, una parte poderosa de una sociedad o un gobierno del tipo que sea, intenta dictarle al artista lo que debe hacer, el arte se desvanece, se vuelve estereotipado o degenera en una forma vil e innoble de artesanía. Cualquier obra de arte es el resultado único de un temperamento único. La belleza brota de la circunstancia de que el autor sea lo que es. Y no tiene nada que ver con que la gente quiera lo que quiera. De hecho, desde el momento en que un artista se fija en lo que quiere la gente e intenta satisfacer sus demandas, deja de ser un artista y se convierte en un artesano aburrido o simpático o en un comerciante más o menos honrado. Deja de tener derecho a considerarse un artista. El arte es el modo más intenso de individualismo que haya conocido el mundo. Me inclino a decir que es el único individualismo verdadero que ha conocido. El crimen, que en ciertas condiciones, parece ser el origen del individualismo, requiere reparar en los demás y entrometerse en sus vidas. Pertenece a la esfera de la acción. En cambio el artista puede crear algo bello él solo, sin pensar en sus vecinos; y si no lo hace únicamente por su propio placer, es que no es un verdadero artista.

Vale la pena subrayar que si el público intenta ejercer sobre el arte una autoridad tan inmoral como ridícula y tan despreciable como corruptora se debe precisamente a que es una forma muy intensa de individualismo. La culpa no es suya, pues el público ha estado mal educado en todas las épocas. Siempre ha exigido que el arte fuese popular para satisfacer su falta de gusto, halagar su absurda vanidad, oír lo que ya le habían dicho antes, ver lo que debería estar harto de ver, divertirse cuando está estragado después de una comida demasiado abundante y distraerse cuando se cansa de su propia estupidez. El arte nunca debería esforzarse en ser popular. Es el público el que tiene que volverse artístico. Lo cual es muy diferente. Si a un científico se le dijera que los resultados de sus experimentos y las conclusiones a las que pueda llegar no deben turbar las ideas populares al respecto, ni oponerse a los prejuicios populares o herir la sensibilidad de quien nada sabe de ciencia; si a un filósofo le dijesen que tiene todo el derecho del mundo a especular en las esferas más elevadas del pensamiento, siempre que llegue a las mismas conclusiones que defienden quienes jamás han pensado en esfera alguna…; en fin, lo más probable hoy es que a ambos les pareciese muy divertido. Sin embargo, no hace tantos años que la filosofía y la ciencia estaban sometidas al brutal control popular, de hecho estaban sometidas a la autoridad de la ignorancia general de la sociedad o a la del terror y la codicia de una clase eclesiástica o gubernamental. Por supuesto, nos hemos librado en gran parte de cualquier intento por parte de la sociedad, la Iglesia o el gobierno de entrometerse en el individualismo del pensamiento especulativo, pero la intención de entrometerse en el individualismo del arte imaginativo persiste. De hecho, no solo persiste sino que es agresivo, ofensivo y embrutecedor.

En Inglaterra, las artes que han salido mejor libradas son las que no interesan al público. La poesía es un buen ejemplo. Hemos tenido buena poesía en Inglaterra porque el público no la lee y en consecuencia no influye en ella. La gente gusta de insultar a los poetas porque son individuos, pero después los deja en paz. En el caso de la novela o el teatro, artes por las que el público sí se interesa, el resultado del ejercicio de la autoridad popular ha sido totalmente ridículo. Ningún país produce novelas tan mal escritas, tediosas y ramplonas, ni obras de teatro tan estúpidas y vulgares, como Inglaterra. Y no puede ser de otro modo. El ideal popular es tal que ningún artista puede alcanzarlo. Ser un novelista popular es a la vez demasiado fácil y demasiado difícil. Es demasiado fácil porque lo que exige el público en cuestiones de argumento, estilo, psicología y tratamiento del argumento y la literatura está al alcance de cualquier iletrado. Es demasiado difícil porque para cumplir con esos requisitos el artista tendría que violentar su naturaleza, tendría que escribir, no por el placer de escribir, sino para divertir a gente semieducada y para ello tendría que reprimir su individualismo, olvidar su cultura, aniquilar su estilo y renunciar a todo lo que hay de valioso en él. En el caso del teatro, la situación es un poco mejor, es cierto que a quienes van al teatro les gusta lo evidente, pero no lo aburrido, y el género burlesco y la farsa —los dos géneros más populares— son formas artísticas. Se pueden producir obras deliciosas en ambos géneros y el artista goza de mucha libertad. Donde mejor se aprecia el resultado del control popular es en las formas teatrales más elevadas. Si hay algo que el público odie es la novedad. Cualquier intento de ampliar los temas por los que el arte se interesa le resulta sumamente desagradable, y sin embargo la vitalidad y el progreso del arte dependen en gran medida de esa constante ampliación. Al público le desagrada la novedad porque le da miedo. Representa para él un modo de individualismo, una afirmación por parte del artista de que es él quien escoge el tema que va a tratar y la forma en que va a hacerlo. Y el público tiene razón al adoptar esa actitud. El arte es individualismo, y el individualismo es una fuerza perturbadora y desintegradora. En eso reside su inmenso valor. Pues lo que intenta perturbar es la monotonía del arquetipo, la esclavitud de la costumbre, la tiranía del uso y la reducción del hombre al nivel de la máquina. En el arte, el público acepta lo que ha sido no porque lo aprecie sino porque no puede cambiarlo. Se tragan enteros a los clásicos sin saborearlos. Los toleran por inevitables y, como no pueden mancillarlos, parlotean sobre ellos. Extrañamente, o no tanto, según lo que uno opine, esta aceptación de los clásicos es muy dañina. La admiración acrítica de la Biblia y de Shakespeare en Inglaterra es un buen ejemplo de lo que digo. En el primer caso hay implicadas consideraciones de autoridad eclesiástica, así que no me entretendré en él.

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