Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

ERNEST: Daría cualquier cosa por saber si de verdad crees en lo que dices.

GILBERT: ¿Por qué te extrañas? No solo en el arte el cuerpo es el alma. En todas las esferas de la vida la forma es el principio de todo. Los gestos rítmicos y armoniosos de la danza, nos dice Platón, procuran ritmo y armonía al espíritu. Las formas son el alimento de la fe, gritó Newman en uno de esos grandes momentos de sinceridad que hacen que lo conozcamos y admiremos. Tenía razón, aunque es posible que no supiera hasta qué punto. El credo se cree no porque sea racional, sino porque se repite. Sí: la forma lo es todo. Es el secreto de la vida. Busca la forma de expresar una pena y te será grata. Encuentra la forma de expresar una alegría y aumentarás su éxtasis. ¿Quieres amar? Recurre a la letanía del amor, y las palabras crearán el anhelo del que el mundo cree que emanan. ¿Tienes un dolor que te corroe el corazón? Sumérgete en el lenguaje del dolor, aprende del príncipe Hamlet y la reina Constance a ponerlo en palabras, y descubrirás que expresarlo es un modo de consuelo, y que la forma, que es el nacimiento de la pasión, es también la muerte del dolor. Así, por volver a la esfera del arte, es la forma la que crea no solo el temperamento crítico, sino también el instinto estético, ese instinto infalible que nos revela todas las cosas de acuerdo con las condiciones de la belleza. Empieza adorando la forma y no habrá secreto artístico que se te oculte, y recuerda que en la crítica, como en la creación, el temperamento lo es todo, y que las escuelas artísticas deberían agruparse históricamente no por la época en que aparecen sino por los temperamentos a los que apelan.

ERNEST: Tu teoría de la educación es deliciosa. Pero ¿qué influencia tendrá el crítico educado en ese ambiente tan exquisito? ¿De verdad crees que el artista se deja influir por la crítica?

GILBERT: La influencia del crítico será el mero hecho de su existencia. Representará el arquetipo intachable. En él se hará realidad la cultura del siglo. No debes pedirle que tenga otro objetivo que el de perfeccionarse. Se ha dicho, y con razón, que lo único que exige el intelecto es sentirse vivo. El crítico puede desear ejercer su influencia, pero, en tal caso, no se referirá al individuo, sino a la época, procurará que recobre la conciencia despertando su interés, creando en ella nuevos deseos y apetencias y prestándole su más amplia visión y sus estados de ánimo más nobles. El arte de hoy le interesará menos que el arte de mañana y mucho menos que el de ayer; y, en cuanto a quienes hoy se afanan en su tarea, ¿qué nos importan los laboriosos? Sin duda, lo hacen lo mejor que pueden y en consecuencia nos dan lo peor que hay en ellos. Las peores obras se hacen siempre con las mejores intenciones. Además, mi querido Ernest, cuando alguien cumple los cuarenta, ingresa en la Royal Academy, lo eligen miembro del Ateneo o alcanza la fama como novelista de éxito y sus libros se agotan en las estaciones de ferrocarril, es posible divertirse ridiculizándole, pero no tener el placer de reformarlo. Y supongo que es una suerte para él, pues no me cabe duda de que la reforma es un proceso mucho más doloroso que el castigo, pues se trata de hecho de un castigo en su forma más irritante y moral, lo cual explica nuestro fracaso absoluto como comunidad a la hora de reformar a ese interesante fenómeno conocido como criminal reincidente.

ERNEST: Pero ¿no es posible que el poeta sea el mejor juez en poesía, igual que el pintor cuando se trata de pintura? Todo arte debe apelar en primer lugar al artista que lo cultiva. Por lo que, sin duda, su juicio habrá de ser el más valioso.

GILBERT: Cualquier arte apela solo al temperamento artístico. El arte no se dirige al especialista. Su aspiración es ser universal y único en todas sus manifestaciones. De hecho, el artista no solo no es el mejor juez de su arte, sino que un verdadero gran artista no puede juzgar la obra ajena, y menos aún la suya. La misma concentración de visión que hace que un hombre sea un artista limita, por su intensidad, su facultad de apreciación. La energía de la creación le impulsa a seguir ciegamente su propio objetivo. Las ruedas de su carro levantan una nube de polvo a su alrededor. Los dioses se ocultan unos de otros. Tan solo pueden reconocer a quienes les adoran.

ERNEST: ¿Estás diciendo que un gran artista no puede reconocer la belleza de cualquier obra que no sea suya?

GILBERT: Le resulta imposible. Wordsworth no vio en Endimión más que una bonita obra pagana; Shelley, con el desprecio que le inspiraba la actividad, prestó oídos sordos al mensaje de Wordsworth, cuya forma le repelía; Byron, esa gran criatura apasionada e incompleta, no pudo apreciar ni al poeta de las nubes ni al de los lagos, y se le ocultó la maravilla de Keats. Sófocles odiaba el realismo de Eurípides. Esas lágrimas ardientes carecían de música para él. Milton, con su sentido del estilo majestuoso, no llegó a entender el método de Shakespeare, igual que sir Joshua no entendió el de Gainsborough. Los malos artistas siempre admiran las obras ajenas. Lo llaman tener amplitud de miras y carecer de prejuicios. En cambio el verdadero gran artista no concibe que se muestre la vida o se modele la belleza bajo otras condiciones que las elegidas por él. La creación emplea toda la facultad crítica en su propia esfera. No puede utilizarla en una ajena. Que seamos incapaces de crear algo es precisamente lo que hace que podamos juzgarlo.

ERNEST: ¿Lo dices en serio?

GILBERT: Sí, porque la creación limita la visión, mientras que la contemplación la amplía.

ERNEST: ¿Y qué hay de la técnica? ¿No me negarás que cada arte tiene su propia técnica?

GILBERT: Sin duda, todo arte tiene su gramática y sus materiales. Ni una cosa ni otra tienen ningún misterio y hasta el más incompetente puede ser correcto. Pero, así como las leyes en las que se fundamenta el arte deben ser fijas y ciertas, para que lleguen a realizarse plenamente la imaginación debe elevarlas hasta una belleza tal que cada una de ellas parezca una excepción. La técnica es, en realidad, la personalidad. Por eso el artista no puede enseñarla ni el discípulo aprenderla. Para el gran poeta, solo hay un método musical: el suyo. Para el gran pintor, solo hay una forma de pintar: la que él mismo utiliza. Solo el crítico estético puede apreciar todas las formas y estilos. A él es a quien apela el arte.

ERNEST: Bueno, creo que ya te he preguntado todo lo que quería preguntarte. Y ahora debo admitir que…

GILBERT: ¡Ah! No digas que estás de acuerdo conmigo. Cuando la gente está de acuerdo conmigo siempre tengo la sensación de haberme equivocado.

ERNEST: En ese caso no te diré si estoy de acuerdo contigo o no. Pero te haré otra pregunta. Me has explicado que la crítica es un arte creativo. ¿Qué futuro le auguras?

GILBERT: El futuro es de la crítica. Los temas que los creadores tienen a su disposición están cada día más limitados tanto en variedad como en extensión. La Providencia y el señor Walter Besant han agotado lo evidente. El arte creativo solo durará si se vuelve más crítico de lo que es ahora. Las viejas carreteras y los caminos polvorientos han sido demasiado transitados. Las pisadas de los caminantes han desgastado su encanto y han hecho que pierdan el elemento de novedad o sorpresa que es esencial para la novela. Quien pretenda emocionarnos ahora con la ficción deberá proporcionarnos un trasfondo totalmente nuevo o revelarnos el alma del hombre en sus resortes más íntimos. De momento, lo primero lo ha conseguido el señor Rudyard Kipling. Cuando uno pasa las páginas de Cuentos de las colinas se siente como si estuviese sentado debajo de una palmera contemplando la vida entre soberbios destellos de vulgaridad. Los brillantes colores de los bazares ciegan nuestros ojos. Los hastiados y mediocres angloindios son una exquisita incongruencia en su entorno. La mera falta de estilo del narrador proporciona un extraño realismo periodístico a todo lo que nos cuenta. Desde el punto de vista de la literatura, el señor Kipling es un genio con defectos de dicción. Desde el punto de vista de la vida, es un periodista que conoce la vulgaridad mejor que nadie. Dickens conocía su ropaje y su comicidad. El señor Kipling conoce su esencia y su seriedad. Es nuestra primera autoridad en materia de mediocres, ha visto cosas maravillosas a través de los ojos de las cerraduras y su trasfondo es una auténtica obra de arte. En cuanto a lo segundo, hemos tenido a Browning y tenemos a Meredith. Pero todavía hay mucho que hacer en la esfera de la introspección. La gente dice a veces que la ficción se está volviendo demasiado perversa. Desde el punto de vista de la psicología, nunca lo ha sido bastante. No hemos hecho más que rozar la superficie del alma. En una sola célula de marfil del cerebro hay almacenadas cosas más terribles y maravillosas de las que hayan soñado incluso quienes, como el autor de El rojo y el negro, han querido rastrear el alma hasta sus lugares más recónditos y obligar a la vida a confesar sus pecados más íntimos. Pero incluso los trasfondos originales son limitados y es posible que un ulterior desarrollo del hábito de la introspección resulte fatal para esa facultad creadora a la que pretende proporcionar nuevos materiales. Me inclino a pensar que el arte creador está acabado. Brota de un impulso demasiado primitivo y natural. Sea como fuere, está claro que cada vez son menos los temas a disposición de los creadores, mientras que los temas a disposición de la crítica aumentan a diario. Siempre hay nuevas actitudes intelectuales y nuevos puntos de vista. El deber de imponer forma al caos no disminuye con el avance del mundo. Nunca ha habido una época en la que la crítica fuese más necesaria. Solo gracias a ella puede la humanidad llegar a ser consciente del lugar al que ha llegado.

 

Hace unas horas, Ernest, me preguntaste de qué servía la crítica. Ahora podrías haberme preguntado de qué sirve el pensamiento. Como ha señalado Arnold, es la crítica la que crea el ambiente intelectual de la época. Es la crítica, como espero señalar yo algún día, la que convierte a la mente en un bello instrumento. En nuestro sistema educativo hemos sobrecargado la memoria con un montón de hechos inconexos y nos hemos esforzado laboriosamente por transmitir el conocimiento que laboriosamente habíamos adquirido. Enseñamos a la gente a recordar, no a crecer. Nunca se nos ha ocurrido intentar desarrollar en la inteligencia una cualidad más sutil de aprehensión y discernimiento. Los griegos lo hicieron, y cuando entramos en contacto con el intelecto crítico griego, no podemos sino darnos cuenta de que, aunque nuestros temas son más amplios y variados que los suyos, el suyo es el único método mediante el que pueden interpretarse dichos temas. Inglaterra ha hecho una cosa: ha inventado y establecido la opinión pública, que es un intento de organizar la ignorancia de la comunidad y elevarla a la dignidad de fuerza física. Pero la sabiduría siempre se le ha ocultado. Considerada un instrumento de pensamiento, la inteligencia inglesa es tosca e inculta. Lo único que puede purificarla es el desarrollo del instinto crítico.

Una vez más, es la crítica la que hace que la cultura sea posible. Toma el voluminoso bulto de la labor creadora y la destila en una esencia más bella. ¿Qué interesado en conservar el sentido de la forma desearía abrirse paso entre la monstruosa multitud de libros que ha producido el mundo, libros en los que el pensamiento balbucea y se pavonea la ignorancia? El hilo que debe guiarnos por el fatigoso laberinto está en manos de la crítica. Es más, allí donde no hay archivos, donde la historia se ha perdido o no ha llegado a escribirse, la crítica puede recrear el pasado a partir del más minúsculo fragmento de arte o de lenguaje con tanta seguridad como el hombre de ciencia recrea, a partir de un huesecillo o de la huella de una pisada en una roca, al dragón alado o al titánico lagarto que una vez estremeció la tierra con sus pisadas, obliga a Behemoth a salir de su cueva y hace que Leviatán nade en los mares espantados. La historia prehistórica concierne al crítico filológico y arqueológico. Es a él a quien se revelan los orígenes de las cosas. Los sedimentos conscientes de una época casi siempre son engañosos. Gracias a la crítica filológica sabemos más de los siglos de los que no se ha conservado ningún registro, que de los que nos han dejado sus rollos de pergamino. Puede hacer algo que no está al alcance de la física ni de la metafísica, como proporcionarnos la ciencia exacta de la inteligencia en los progresos de su desarrollo. Y puede hacer algo imposible para la historia, como decirnos lo que pensaba la gente antes de aprender a escribir. Me has preguntado por la influencia de la crítica. Creo haber respondido ya, pero falta por decir una cosa: es la crítica la que nos hace cosmopolitas. La escuela de Manchester intentó llevar a la práctica la hermandad universal señalándole a la gente las ventajas comerciales de la paz. Buscó degradar la maravilla del mundo convirtiéndolo en un vulgar mercado de vendedores y compradores. Apeló a los más bajos instintos y fracasó. Siguió habiendo guerras, y el credo de los mercaderes no impidió que Francia y Alemania se enfrentaran en una sangrienta batalla. Hay otros en nuestros días que intentan apelar a las simpatías meramente emocionales, o a los dogmas superficiales de un vago sistema de ética abstracta. Tienen sus sociedades para la paz, tan apreciadas por los sentimentales, y sus propuestas para los comités de desarme internacionales, tan populares entre quienes no han estudiado historia. Pero las meras simpatías emocionales no son suficientes. Son demasiado variables y están demasiado relacionadas con las pasiones, y un comité para el bien común de la raza que no pueda ejercer la fuerza para poner en práctica sus decisiones, nunca será de gran ayuda. Solo hay una cosa peor que la injusticia y es la justicia sin su espada en la mano. Cuando el bien no tiene el poder, es el mal.

No: las emociones no nos harán cosmopolitas, igual que tampoco puede hacerlo la codicia de la ganancia. Solo el cultivo de la crítica intelectual nos permitirá elevarnos por encima de los prejuicios raciales. Goethe, y no me malinterpretes, fue más alemán que ningún otro alemán. Amaba a su país como nadie puede amarlo. Apreciaba a su pueblo y lo guio. Sin embargo, cuando la férrea pezuña de Napoleón pisoteó los viñedos y los campos de trigo, sus labios guardaron silencio. «¿Cómo se pueden escribir canciones de odio sin odiar? —le dijo a Eckermann— ¿y cómo iba yo, para quien solo la barbarie y la cultura tienen importancia, a odiar a una nación que es una de las más cultas de la Tierra y a la que debo gran parte de mi propia cultura?» En mi opinión, esa nota, que Goethe hizo sonar por primera vez en el mundo, se convertirá en el punto de partida para el cosmopolitismo del futuro. La crítica acabará con los prejuicios raciales e insistirá en la unidad del intelecto humano en toda la variedad de sus formas. Cuando tengamos la tentación de combatir a otra nación, nos recordará que estamos intentando destruir un elemento de nuestra propia cultura, y posiblemente el más importante. Mientras la guerra se considere mala, seguirá siendo fascinante. Cuando se la considere vulgar, dejará de ser popular. El cambio, por supuesto, será lento y la gente no se dará cuenta. No dirán: «No combatiremos contra Francia porque su prosa es perfecta», sino que, debido a la perfección de su prosa, dejarán de odiar a ese país. La crítica intelectual unirá a Europa con unos vínculos mucho más íntimos que los que puedan forjar el tendero o el sentimental. Nos proporcionará la paz que emana de la comprensión.

Y eso no es todo. Es la crítica la que, al comprender que ninguna situación es definitiva y al negarse a dejarse atar por los shibboleths de cualquier secta o escuela, crea ese sereno temperamento filosófico que ama a la verdad por sí misma y tanto más porque sabe que es inalcanzable. ¡Qué raro es dicho temperamento en Inglaterra y cuánta falta nos hace! El espíritu inglés siempre está airado. El intelecto de la raza se desperdicia en sórdidas y estúpidas disputas entre políticos de segunda o teólogos de tercera. El honor de mostrarnos el ejemplo supremo de esa «dulce sensatez» de la que habló tan sabiamente Arnold estaba reservado para un hombre de ciencia, pero ¡ay!, con qué escaso resultado. El autor de El origen de las especies tenía al menos fuste filosófico. Si uno considera los vulgares púlpitos y tribunas de Inglaterra no puede sino sentir el desprecio de Juliano o la indiferencia de Montaigne. Estamos dominados por fanáticos cuyo peor vicio es su falta de sinceridad. Cualquier cosa que se refiera al libre ejercicio del espíritu es prácticamente desconocida entre nosotros. La gente clama contra los pecadores, pero no son ellos sino los estúpidos quienes nos avergüenzan. No hay otro pecado que la estupidez.

ERNEST: ¡Ah! ¡Menudo antinómico estás hecho!

GILBERT: El crítico artístico, como el místico, siempre lo es. Es evidente que ser bueno, según el patrón vulgar de bondad, resulta facilísimo. Solo se requieren ciertas dosis de sórdida cobardía, de falta de imaginación y de bajas pasiones por la respetabilidad de la clase media. La estética está por encima de la ética. Pertenece a una esfera más espiritual. Discernir la belleza de una cosa es el punto más alto al que podemos llegar. Incluso el sentido del color es más importante, en el desarrollo del individuo, que el sentido del bien y del mal. La estética, de hecho, es a la ética, en la esfera de la civilización consciente, lo que lo sexual a la selección natural, en la esfera del mundo externo. La ética, como la selección natural, hace que la existencia sea posible. La estética, como la selección sexual, hace que la vida sea encantadora y maravillosa, la colma de formas nuevas y le añade el progreso, la variedad y el cambio. Y cuando llegamos a la verdadera cultura, que es nuestro objetivo, alcanzamos esa perfección con la que han soñado los santos, la perfección de aquellos para quienes el pecado es imposible, no por las renuncias del asceta, sino porque pueden hacer lo que deseen sin perjudicar al alma, y no desean nada que pueda dañarla, pues el alma es una entidad tan divina que puede transformar en elementos de una experiencia más rica, una susceptibilidad más refinada, o un modo de pensamiento nuevo, los actos y pasiones que serían vulgares en manos del vulgo, innobles en manos de los incultos o viles en manos de los impúdicos. ¿Es eso peligroso? Sí, lo es. Ya te he dicho que todas las ideas lo son. Pero la noche agoniza y la luz vacila en la lámpara. No obstante, he de decirte otra cosa. Has dicho que la crítica era estéril. El siglo XIX es un punto de inflexión en la historia gracias a las obras de dos hombres: Darwin y Renan, crítico el uno del libro de la naturaleza, y crítico de los libros de Dios el otro. No verlo equivale a malinterpretar el significado de una de las épocas más importantes en el progreso del mundo. El arte creador siempre va por detrás de su época. Es la crítica la que nos guía. El espíritu crítico y el espíritu del mundo son una misma cosa.

ERNEST: Y quien posea ese espíritu, o sea poseído por él, no hará nada, ¿no es así?

GILBERT: Como la Perséfone de la que nos habla Landor, la dulce y pensativa Perséfone en torno a cuyos pies florecen el asfódelo y el amaranto, se quedará «en ese profundo silencio inmóvil que los humanos lamentan y los dioses disfrutan». Contemplará el mundo y conocerá su secreto. El contacto con las cosas divinas lo hará divino. Solo su voluntad será la vida perfecta.

ERNEST: Gilbert, esta noche me has dicho muchas cosas extrañas. Has dicho que es más difícil hablar de una cosa que hacerla, y que no hacer nada es lo más difícil que hay; has dicho que todo arte es inmoral y todo pensamiento peligroso; que la crítica es más creadora que la creación, y que la crítica más elevada es la que revela en la obra de arte lo que no puso en ella el artista, razón por la cual nadie que pueda hacer algo puede juzgarlo; y que el verdadero crítico es parcial, insincero e irracional. Amigo mío, eres un soñador.

GILBERT: Desde luego, porque solo el soñador encuentra su camino a la luz de la luna, y su castigo es contemplar el alba antes que los demás.

ERNEST: ¿Su castigo?

GILBERT: Y su recompensa. Pero, mira, ya está amaneciendo. Descorre las cortinas y abre las ventanas. ¡Qué fresco es el aire de la mañana! Piccadilly está a nuestros pies como una larga cinta plateada. Una leve neblina purpúrea flota sobre el parque y las sombras de las casas blancas son de color púrpura. Es demasiado tarde para irse a dormir. Vayamos a Covent Garden a ver las rosas. ¡Vamos! Estoy cansado de pensar.

EL ALMA DEL HOMBRE CON EL SOCIALISMO

La principal ventaja que tendría la implantación del socialismo sería, sin duda, eximirnos de la sórdida necesidad de vivir para los demás, algo que, en la situación actual, agobia a casi todo el mundo. De hecho, apenas hay quien se libre de ella.

De vez en cuando, a lo largo del siglo, un científico eminente como Darwin, un gran poeta como Keats, un refinado espíritu crítico como el señor Renan, o un artista supremo como Flaubert ha logrado aislarse y mantenerse fuera del alcance de las clamorosas pretensiones ajenas, quedarse «a resguardo del muro», como dice Platón, y así lograr la perfección de lo que había en su interior con incomparable provecho para él mismo y una incomparable y duradera ventaja para el resto del mundo. No obstante, fueron excepciones. La mayoría de la gente desperdicia, o más bien se ve obligada a desperdiciar, la vida con un insano y exagerado altruismo. Se ve rodeada de un hambre, una fealdad y una pobreza tan atroces que es inevitable que le conmuevan profundamente. Las emociones son más fáciles de agitar que la inteligencia, y, como dije hace algún tiempo en un artículo sobre la función de la crítica, resulta mucho más fácil simpatizar con el dolor que con el pensamiento. Por ello, movidos por unas intenciones admirables, pero equivocadas, se dedican muy seriamente y con mucho sentimentalismo, a poner remedio a los males que ven a su alrededor. Sin embargo, sus remedios no curan la enfermedad sino que se limitan a prolongarla. De hecho, forman parte de ella.

Intentan, por ejemplo, resolver el problema de la pobreza manteniendo con vida a los pobres; o, en el caso de una escuela muy avanzada, distrayéndolos.

Pero eso no es una solución, sino un agravamiento del problema. El objetivo correcto es tratar de reconstruir la sociedad sobre una base en la que la pobreza sea imposible. Y las virtudes altruistas han impedido conseguir dicho objetivo. Igual que los peores esclavistas eran los que trataban bien a sus esclavos, pues así impedían que las víctimas reparasen en el horror de aquel sistema, y que quienes lo presenciaban pudieran llegar a comprenderlo, en la situación actual en Inglaterra, quienes más daño hacen son quienes pretenden hacer el bien; hasta el punto de que hay personas conocedoras de lo que es la vida que han estudiado el problema —gente educada del East End— y han tenido que salir al paso e implorar a la comunidad que contenga sus impulsos altruistas benévolos y caritativos, por la sencilla razón de que semejante caridad degrada y pervierte moralmente. Tienen toda la razón. La caridad engendra multitud de pecados.

 

A todo lo cual habría que añadir que es injusto utilizar la propiedad privada para mitigar los horribles males que causa la propia institución de la propiedad privada. Injusto e inmoral.

Bajo los auspicios del socialismo esto cambiará, claro. Dejará de haber gente viviendo en fétidos cuchitriles, vistiendo harapos malolientes o criando hijos famélicos en un entorno repulsivo e intolerable. La seguridad de la sociedad no dependerá, como hasta ahora, del estado del tiempo. Si cae una helada no tendremos a cien mil hombres sin trabajo, vagando por las calles en un estado de inmunda indigencia, implorando limosna a sus vecinos o apiñándose a la puerta de un refugio mugriento para conseguir un mendrugo y una noche bajo un sucio techo. Todos los miembros de la sociedad compartirán la dicha y la prosperidad generales y, si cae una helada, nadie sufrirá sus consecuencias más que los otros.

Por otro lado, el socialismo será útil porque conducirá al individualismo.

Al convertir la propiedad privada en un bien común y reemplazar la competencia por la cooperación, el socialismo, el comunismo o como queramos llamarlo, hará que la sociedad vuelva a ser un organismo saludable y garantizará el bienestar material de cada miembro de la comunidad. De hecho, proporcionará a la vida la base y el entorno adecuados. Aunque, para que se produzca el pleno desarrollo de la vida hasta su perfección más elevada, será necesaria una cosa más: el individualismo. Si el socialismo es autoritario; si hay gobiernos armados de poder económico como lo están ahora de poder político; si, en una palabra, vamos a tener tiranías industriales, el estado final del hombre será peor que al principio. En la actualidad, debido a la existencia de la propiedad privada, muchas personas pueden desarrollar un limitado individualismo. No tienen necesidad de trabajar para ganarse la vida o pueden permitirse escoger la esfera de actividad que les resulta más afín y placentera. Son los poetas, los filósofos, los científicos, los hombres de cultura, en una palabra, las verdaderas personas, las que se han realizado a sí mismas y aquellas en quienes la humanidad se realiza en parte. Sin embargo, también hay muchas personas que, al no disponer de propiedad privada y vivir siempre al borde de la inanición, se ven obligados por la perentoria, irracional y degradante tiranía de la necesidad a trabajar como bestias de carga y a desempeñar trabajos que no son de su agrado. Son los pobres, y entre ellos no hay que esperar modales elegantes, elocuencia cautivadora, civilización, cultura, refinamiento en los placeres ni alegría de vivir. Su fuerza colectiva es muy provechosa para la prosperidad material de la humanidad. Pero se trata de un provecho puramente material, y el pobre carece de la menor importancia. No es más que un átomo infinitesimal de una fuerza que, lejos de protegerle, le aplasta: de hecho, lo prefiere aplastado, pues así es mucho más obediente.

Por supuesto, podría objetarse que el individualismo generado por la propiedad privada no siempre, o más bien nunca, es tan refinado, y que los pobres, pese a carecer de encanto y cultura, siguen teniendo muchas virtudes. Ambas afirmaciones serían ciertas. La posesión de propiedad privada es a menudo degradante, y esa es, por descontado, una de las razones por las que el socialismo pretende librarse de dicha institución. De hecho, la propiedad es un auténtico incordio. Hace años hubo gente que se dedicó a recorrer el país diciendo que la propiedad implicaba una serie de obligaciones. Tanto lo repitieron que, al final, la Iglesia ha empezado a decirlo también. Hoy se oye en todos los púlpitos. Y no puede ser más cierto. La propiedad no solo implica obligaciones, sino que son tantas que su posesión a gran escala llega a convertirse en una auténtica molestia. Conlleva una interminable serie de exigencias, una constante atención a los negocios y un aburrimiento atroz. Si la propiedad solo conllevara placeres, podríamos soportarla, pero sus obligaciones la hacen insoportable. En interés de los ricos, debemos librarnos de ella. Las virtudes de los pobres pueden admitirse fácilmente aunque sean de lo más lamentable. A menudo se nos dice que los pobres agradecen la caridad. Algunos sí, desde luego, pero los mejores no son agradecidos. Son desagradecidos, descontentos, díscolos y rebeldes. Y con mucha razón. La caridad les parece una restitución parcial ridículamente inadecuada, una limosna sentimental, normalmente acompañada de un impertinente intento por parte de los sentimentales de tiranizar su vida privada. ¿Por qué iban a sentirse agradecidos por las migajas que caen de la mesa del rico? Deberían estar sentados a su lado y ahora empiezan a saberlo. Y, por lo que se refiere a su descontento, habría que ser un auténtico animal para no estar descontento en semejante ambiente y con un modo de vida tan degradante. La desobediencia, para cualquiera que conozca la historia, es la virtud original del hombre. El progreso se produce gracias a la desobediencia y la rebelión. A veces se alaba a los pobres por ser ahorrativos. Pero recomendar el ahorro a los pobres es tan grotesco como insultante. Es como aconsejar a un hambriento que no coma tanto. Que un obrero de la ciudad o el campo practique el ahorro es absolutamente inmoral. Nadie debería prestarse a demostrar que puede vivir como un animal mal alimentado. Debería negarse a vivir así y robar o vivir de la beneficencia, que a muchos les parece igual que robar. Mendigar es más seguro que robar, pero mucho menos digno. No: un pobre ingrato, dispendioso, descontento y rebelde es probable que tenga verdadera personalidad y mucho que decir. Al menos la suya es una protesta saludable. Por lo que respecta a los pobres virtuosos, por supuesto, es posible compadecerlos, pero no admirarlos. Han pactado con el enemigo y vendido el derecho de primogenitura por un plato de potaje aguado. También deben de ser extraordinariamente estúpidos. Puedo entender que alguien defienda las leyes que protegen la propiedad privada y su acumulación, siempre y cuando dichas condiciones le permitan desarrollar una vida bella e intelectual. Pero me resulta increíble que las defiendan aquellos cuya vida entorpecen y afean dichas leyes.

No obstante, la explicación no es difícil de encontrar. Se trata sencillamente de lo siguiente: la miseria y la pobreza son tan degradantes y ejercen un efecto tan paralizante sobre la naturaleza humana que ninguna clase social es verdaderamente consciente de su propio sufrimiento. Necesitan que se lo digan otros y a menudo desconfían. Lo que dicen los grandes patronos de los agitadores es indudablemente cierto. Son un hatajo de personas entrometidas e indiscretas que siembran las semillas de la discordia entre una clase social totalmente satisfecha. He ahí por qué son tan necesarios. Sin ellos, en nuestro estado incompleto, no se produciría ningún avance hacia la civilización. La esclavitud no se abolió en Estados Unidos a consecuencia de las acciones de los esclavos, ni siquiera debido a su expreso deseo de ser manumitidos. Se abolió gracias a la conducta ilegal de ciertos agitadores en Boston y otros sitios, que no eran esclavos, ni dueños de esclavos, ni en realidad tenían nada que ver con aquel asunto. Fueron, sin duda, los abolicionistas quienes encendieron la antorcha e iniciaron aquel proceso. Y es curioso señalar que los esclavos no solo no les ayudaron, sino que ni siquiera los acogieron con simpatía; y cuando, al final de la guerra, quedaron tan libres que podían morirse de hambre con total libertad, muchos de ellos lamentaron con amargura su nueva situación. Para el pensador, el hecho más trágico de la Revolución francesa no es que mataran a María Antonieta por ser reina, sino que los campesinos famélicos de la Vendée se dejasen matar voluntariamente por la horrible causa del feudalismo.

Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»