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100 Clásicos de la Literatura

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Lloró la Briggs y rio mucho Becky, acabando por entrar en el saloncito de la casa de Bowls, donde la Briggs le contó la historia de sus desdichas, y Becky correspondió a sus confianzas narrándole su vida con perfecto candor e ingenuidad encantadora.

La Firkin, señora Bowls a la sazón, se había aproximado y escuchaba con cara fosca la conferencia sostenida en el saloncito. Nunca fue Becky santo de su devoción. Cuando salió aquélla, luego de terminada la conferencia, limitóse a saludarla con ademán agrio y cuando Becky se obstinó en estrechar la mano de la antigua doncella de su tía, alargó unos dedos semejantes a salchichas frías y sin vida. Becky se fue a Piccadilly, prodigando sonrisas a la Briggs, que presenciaba su marcha desde la ventana, y, momentos después llegaba al parque y era rodeada por media docena de elegantes.

Conocida la situación de la Briggs, sabedora de que, gracias al legado de Matilde, aquélla no había de discutir la cuestión del salario, formó al instante planes llenos de benevolencia con respecto a ella. Sería su perro mastín, y a este efecto la invitó a comer aquella misma tarde, diciéndole que de paso vería a su idolatrado hijito. Los señores Bowls aconsejaron a la Briggs que se guardase uy mucho de meterse en la boca del león.

—La dejará en la miseria, Briggs —dijo Bowls—. Acuérdese de mis palabras. Tan cierto como me llamo Bowls que la deja a usted sin un penique.

Briggs prometió ser muy cauta y hasta desconfiada, pero, pese a sus desconfianzas y cautela, es lo cierto que a la semana siguiente vivía con Becky y que antes de que hubieran transcurrido seis meses había prestado a Rawdon seiscientas libras esterlinas.

Capítulo XLI

Becky vuelve a pisar los salones de sus antepasados

Vestidos de luto los esposos Crawley, y advertido de su llegada el nuevo barón, tomaron dos asientos en la misma diligencia en que Becky hiciera su primer viaje por el mundo nueve años antes. Rawdon ocupó un sitio en la delantera, y su gusto habría sido guiar los caballos, pero su luto riguroso se lo impedía. En Mudbury esperaba a los viajeros un carruaje tirado por dos caballos y guiado por un cochero vestido de negro.

—Es el trasto antidiluviano de la familia, Rawdon —observó Becky al poner su pie en el estribo—. Los gusanos han dado buena cuenta de los almohadones… Mira esa mancha… La reconozco; fue obra de sir Pitt, que dejó caer la botella de aguardiente que había ido a comprar a Southampton para tu tía… ¡Cómo vuela el tiempo! ¿Es posible que sea aquella muchacha que veo junto a su madre la niñita Talboys, que solía venir a corretear por el jardín?

—¡Linda muchacha! —exclamó Rawdon, devolviendo el saludo que acababan de hacerle.

Becky contestaba con gracia encantadora los saludos que de tanto en tanto le hacían. Reconocía a las personas y a cada nuevo reconocimiento experimentaba nuevo acceso de alegría. Parecía que en lugar de ser una impostora, era una persona que volvía a la casa de sus antepasados. Más cohibido y como abochornado andaba Rawdon, por cuyo cerebro cruzaban pensamientos relacionados con su niñez, pensamientos de inocencia que, probablemente, despertaban en su alma sensaciones de remordimiento, de duda y de vergüenza.

—Tus hermanas deben ser unas mujeres completas —dijo Becky, acordándose de sus cuñadas por primera vez acaso desde que había dejado de verlas.

—No lo sé… supongo que sí… ¡Hola!… ¡Aquí tenemos a la vieja Lock! ¿Qué tal, señora Lock? ¿No me conoce ya? Soy Rawdon… ¡Diablo, y cómo se pegan al mundo esas viejas! ¡Cien años creo que tenía cuando yo nací!

Franqueaban los viajeros las verjas confiadas al cuidado de la vieja Lock, cuya sarmentosa mano quiso estrechar Becky.

—Mi padre ha hecho grandes talas de árboles —observó Rawdon mirando en derredor.

No habló más, y tampoco Becky. Entrambos experimentaban cierta agitación, pensando en su pasado: Rawdon Be veía en Eton, siguiendo sus estudios, recordaba a su madre, mujer alta, seca y glacial, a una hermana suya que había muerto y a la que quiso apasionadamente, contaba con la imaginación las palizas que pegó a su hermano Pitt, y, sobre todo, pensaba en su hijito, a quien habían dejado en casa. Becky, por su parte, repasaba en su memoria los años de su juventud, llenos de secretos que a nadie habría osado confesar, los tempranos días de su adolescencia, ya manchados por la más negra y descarnada realidad, meditaba sobre su entrada en la vida por la puerta falsa, y en su espíritu se alzaban las imágenes de la señorita Pinkerton, de Joseph y de Amelia.

La fachada principal y la terraza del castillo estaban limpios como la plata, gracias a los cuidados de Pitt. Dos personajes altos, de aspecto solemne, vestidos de negro, abrieron las portezuelas cuando el coche se detuvo frente a la entrada principal. Rawdon se puso encarnado como la grana y Becky un poquito pálida mientras atravesaban el espacioso hall. Becky se aferró al brazo de su marido al entrar en el saloncito de roble donde esperaban su llegada sir Pitt y su mujer. Los dos vestían de riguroso luto. Junto al matrimonio estaba la señora condesa de Southdown, que no había abandonado el castillo conforme amenazara. Sin duda lo pensó mejor, y se contentó con mantenerse como una estatua de piedra cuando en presencia de su yerno y de su rebelde hija se encontraba.

La condesa hizo a los recién llegados una inclinación ligerísima de cabeza, que no atormentó gran cosa, dicho sea de paso, a nuestros amigos. A sus ojos, era aquella dama personaje de importancia y consideración muy secundarias en aquel momento; lo que les importaba era el recibimiento que encontrarían en su hermano, dueño y soberano del castillo, y en su esposa, reina consorte.

Pitt estrechó la mano de Rawdon y de su cuñada e hizo una profunda reverencia a ésta, pero lady Jane tomando a Becky por ambas manos la besó afectuosamente. Aquel beso hizo asomar las lágrimas a los ojos de nuestra aventurera. Rawdon, animado por aquella prueba de bondad y confianza, se atusó el bigote y se creyó en el deber de saludar a su cuñada con un beso, que ruborizó extraordinariamente a lady Jane.

—Es una mujercita encantadora —dijo Rawdon a Becky cuando se encontraron solos, refiriéndose a lady Jane—. Pitt ha engordado prodigiosamente, y, por lo que veo, sabe hacer las cosas bien.

—Medios sobrados tiene para ello —contestó Becky—. Tus hermanas son unas muchachas muy lindas… Todo me parece bien en esta casa, todo… menos la suegra de tu hermano, que si no me engaño mucho, es una furia insoportable.

Habían sido retiradas del colegio las niñas para que asistiesen al funeral. No parecía sino que Pitt había considerado indispensable a la dignidad de la casa y de la familia reunir en el castillo la mayor cantidad posible de personas enlutadas. De negro vestían, como era natural, todos los individuos de la familia, de negro toda la servidumbre de uno y otro sexo, de negro todos los vecinos del pueblo, de negro el rector, su esposa, hijo e hijas, de negro los empleados de la funeraria, que sumarían veinte hombres por lo menos… Pero a bien que, como la mayor parte de estos enlutados son personajes mudos en nuestro drama, huelga que les dediquemos mucho espacio en la narración.

Por lo que respecta a sus cuñaditas, Becky, lejos de intentar olvidar que había sido su institutriz, ella misma les recordó esta circunstancia con franqueza y amabilidad encantadoras, y, a continuación, preguntóles con gravedad qué tal andaban sus estudios, concluyendo por asegurarles que había pensado en ellas mucho… mucho, y que siempre anheló saber de ellas. Al oírla, todo el mundo habría dado por cierto y averiguado que desde que salió del castillo de los Crawley no pensó más que en sus antiguas discípulas, ni le interesó otra cosa que la felicidad de las mismas. Lady Jane así lo creyó, y otro tanto creyeron las interesadas.

—Apenas si ha variado en estos ocho años —dijo Rosalinda a Violeta momentos antes de bajar al comedor.

—Las mujeres de cabellos rubios se conservan admirablemente —respondió Violeta.

—El suyo era antes más claro: sospecho que se lo tiñe —repuso Rosalinda—. También la encuentro un poquito más gruesa, pero esa circunstancia la favorece.

Conviene advertir que Rosalinda era bastante gruesa y prometía serlo mucho más.

—Menos mal que no se da aires de gran dama, y que recuerda que fue antaño nuestra institutriz —observó Violeta, como queriendo dar a entender que la mujer que fue en sus tiempos institutriz, debía permanecer siempre en su puesto, sin aspirar a escalar otro más brillante.

—Yo no puedo creer que su madre fuese una bailarina, como aseguran nuestras primas de la rectoría.

—Ni sería justo hacerla responsable de su nacimiento —replicó Rosalinda, dando pruebas de gran liberalidad—. Yo opino como mi hermano: desde el momento que entró en nuestra familia, es nuestro deber tratarla con los miramientos que le corresponden. Seguramente no rebatirá esta opinión nuestra tía Martha, empeñada en casar a su hija Catalina con Hooper, el almacenista de vinos.

—Es posible que se vaya la condesa: he observado que miraba con repugnancia manifiesta a Becky.

—¡Ojalá se fuese! ¡Con toda mi alma deseo que nos libre de su presencia! Sonó en este punto la campana y las dos muchachas bajaron al comedor.

Antes de sentarnos a la mesa, sigamos a lady Jane, que acompañó a Becky a las habitaciones preparadas para ella, en las cuales se advertían reformas debidas a la regencia de Pitt. Instalada Becky en ellas, y luego que se despojó del manto y del sombrero, preguntóle lady Jane en qué podía serle útil.

—Lo que más me gustaría sería ver a los niños —respondió Becky.

Las dos cuñadas cambiaron entre sí miradas de cariño, diéronse las manos y pasaron juntas a la habitación de los niños.

 

Becky admiró a Matildita, que no había cumplido los cuatro años, y dijo que era la niña más encantadora del mundo. En cuanto al niño, que tenía dos años, y era pálido, desmedrado, encanijado y de cabeza desproporcionada a su talla, afirmó que era un prodigio de perfección en todo lo referente a estatura, inteligencia y hermosura.

—Me apena la obstinación de mamá, que le obliga a tomar medicinas y más medicinas —suspiró lady Jane—. Muchas veces pienso que estaría más sano y robusto no tomando ninguna.

A continuación, las dos cuñadas entraron de lleno en el terreno de las confidencias, enzarzándose en una conversación médica sobre los niños, tema que entusiasma, así al menos lo creo, a todas las madres. Cincuenta años han transcurrido desde que el autor de las presentes líneas era un niño a quien enviaban por las noches desde la mesa a la camita, y recuerda perfectamente que las señoras apenas si sabían hablar de otra cosa que de las indisposiciones y enfermedades de sus hijitos, y de los remedios más indicados para combatirlas con éxito. Desde aquella fecha, en dos o tres ocasiones he preguntado sobre el particular, y me han contestado que los años no han desterrado la costumbre. Si mis lectores se toman la molestia de inquirir… Pero hagamos punto: al cabo de media hora de estar juntas, Becky y lady Jane eran las mejores amigas del mundo, y aquella misma noche, la segunda aseguró a su marido que su cuñada era la criatura más dulce, franca, cariñosa y desinteresada de la creación.

Una vez dueña de la voluntad de lady Jane, la infatigable intrigantuela emplazó sus baterías y combinó sus esfuerzos para conciliarse a la augusta condesa. No bien se encontró a solas con la dama, la atacó por el lado flaco, diciéndole que su hijo, su idolatrado hijo, se había salvado merced a los calomelanos, administrados sin tasa ni medida, siendo de advertir que cuando apeló a tan heroico remedio todos los médicos de París habían desahuciado por unanimidad al enfermito. Refirióse a continuación a la frecuencia con que había oído hablar de la señora condesa de Southdown al santo varón reverendo Lawrence Grills, ministro de la capilla de Mayfair, que ella frecuentaba mucho; aseguró que los azares de su vida y sus infortunios habían modificado en extremo su anterior manera de ser y de pensar, y expuso sus deseos de que los años de vida consagrados a los placeres mundanos no la incapacitasen para entregarse a reflexiones más serias sobre, la vida futura.

Coronó la obra, conquistándose todo el favor de la egregia dama, la indisposición que sintió Becky al salir de la iglesia donde se había celebrado el funeral, indisposición que la indujo a solicitar los consejos médicos de la condesa. Ésta, no contenta con prodigárselos durante el día, se presentó a medianoche —con tal traza, que parecía el mismísimo espíritu de lady Macbeth— en el dormitorio de la enferma, armada de una porción de libros terroríficos y de dos o tres pócimas preparadas por sus manos, que se empeñó en hacer tomar a la esposa de Rawdon.

Aceptó Becky los libros y hasta comenzó a hojearlos con muestras de vivo interés, entabló conversación con la dama-médico a propósito de la materia que los libros trataban y de la salvación de su alma, creyendo librarse por este medio de ingerir la medicina. Por su desventura, agotados los temas religiosos, la dama no quiso salir de su dormitorio sin antes ver pasar la medicina desde la copa hasta el estómago de Becky, la cual hubo de tomarla en presencia de la condesa. Ésta abandonó al fin a su víctima dándole antes su bendición.

Hemos de confesar que la bendición de la altísima condesa de Southdown consoló muy poco o nada a Becky. Con expresión cómica de rostro narró a su marido lo sucedido; las explosiones de risa de Rawdon fueron más ruidosas que de ordinario cuando su mujer, con acento burlón que no intentó disimular, describió el suceso. Exponiéndonos a que se nos acuse de que precipitamos los acontecimientos, diremos que la historieta hizo reír más de una vez a lord Steyne cuando nuestros amigos volvieron a instalarse en su casa de Londres. Becky le favorecía con todos los detalles de la escena: vestida de bata y con gorro de dormir, predicaba con cómica gravedad un sermón terrorífico interminable; hacía sabrosos comentarios sobre la virtud y sobre las excelencias de la pócima que fingía administrar, remedando tan prodigiosamente a la condesa, que no parecía sino que era ésta misma la que hablaba.

Pero dejemos ya a la condesa, convertida, acaso por primera vez en su vida, en objeto de diversión, y volvamos a Pitt, acerca del cual encontró la intrigante las disposiciones más favorables, sin duda porque nuestro flamante barón no había dado al olvido las pruebas de deferencia y respeto que en otro tiempo le diera Becky. El matrimonio del ex coronel, aunque distaba mucho de ser satisfactorio, había mejorado mucho a Rawdon; esto saltaba a la vista. Por otra parte, aquella unión, ¿no había sido altamente beneficiosa para Pitt? El ladino diplomático se confesaba, con viva fruición interior, que al matrimonio debía su fortuna, es decir, la de su tía, que habría heredado Rawdon de no haber contraído una alianza que irritó a la difunta solterona; no debía, pues, condenarlo.

Esta satisfacción íntima, que ya existía, lejos de desaparecer o menguar, aumentó con la llegada de Becky, que multiplicaba sus atenciones con Pitt, acentuaba las deferencias que ya años antes le habían encantado, y ponderaba su talento y dotes oratorias y de gobierno en términos tan encomiásticos, que sorprendía al mismo Pitt, no obstante la predisposición de éste a admirar sus relevantes cualidades.

En sus conversaciones con lady Jane demostró palmariamente Becky que su matrimonio con Rawdon fue obra de la señora Bute Crawley, la que después que se hubo realizado lo calumnió con furibunda saña; puso de manifiesto que fue la avaricia de Martha de Crawley, que se propuso asegurarse la totalidad de la fortuna de Matilde, la que inventó y propaló cuantas historias desfavorables circularon sobre ella, con las cuales intentaba, y por desgracia consiguió, robar a Rawdon el cariño de su tía.

—Consiguió hundirnos en la miseria —decía Becky con acento de resignación conmovedora—. Esto no obstante, ¿podría yo guardar rencor a la mujer a quien soy deudora del mejor de los maridos? Además, la ruina de sus esperanzas, la pérdida de la fortuna que codiciaba, ¿no son castigo suficiente de su avaricia? ¡Pobrecilla! ¡La compadezco de verdad! ¿Qué me importa a mí la pobreza, Jeannie? ¿No estoy acostumbrada a ella desde muy niña? Muchas veces pienso que ha sido mejor que la fortuna de Matilde Crawley haya servido para restaurar el lustre y esplendor de la familia nobilísima a la que tanto me enorgullezco de pertenecer. Mil veces mejor uso ha de hacer de ella Pitt que el que hubiese hecho Rawdon.

Todas estas conversaciones eran transmitidas con escrupulosidad a Pitt por su confiada esposa, y contribuían a aumentar la impresión favorable que en aquél había producido Becky.

Mientras Becky aseguraba el éxito de sus afanes, y Pitt tomaba las disposiciones necesarias para que la suntuosidad de los funerales estuviera en armonía con sus miras de grandeza y de ambición, y lady Jane se ocupaba de sus niños en la medida, al menos, que le consentían las intromisiones de su madre, y el sol salía y se ponía como de costumbre, y la campana del castillo sonaba a las horas de las comidas y de la oración, el cadáver del barón yacía encerrado en un féretro suntuoso, en la habitación misma que había ocupado en vida, custodiado por dos empleados de la funeraria, contratados y pagados para tal menester. Un par de mujeres, tres o cuatro empleados de la funeraria, todos vestidos de negro, todos habituados a las actitudes trágicas, cuidaban de los fúnebres despojos de la muerte, que custodiaban por turno. Los que no estaban de servicio se reunían en la habitación del mayordomo, donde distraían el tiempo bebiendo cerveza y jugando a las cartas.

Los individuos de la familia y los criados de la casa huían del lugar donde los restos del descendiente de una línea gloriosa de caballeros esperaban la hora de ser conducidos a la cripta donde habían de descansar eternamente. Nadie lloró la muerte del finado, excepción hecha de la pobre mujer que aspiró a ser baronesa, y que hubo de huir lamentablemente de la mansión en que hacía tan poco tiempo había mandado con plena autoridad. Aparte de aquélla, y de un perro viejo en quien el difunto barón concentró sus quereres durante el período de su imbecilidad, el castellano no dejó en el mundo un solo amigo que le llorase, debido tal vez a que en vida jamás hizo nada por tenerlos. Si cualquiera de nosotros, si el mejor, el más cariñoso de nosotros, el que más favores haya dispensado, tuviese ocasión, después de enterrado, de darse una vueltecita por la feria de las vanidades, seguramente experimentaría terrible mortificación al convencerse de lo pronto y bien que sus amigos se habían consolado. El barón de Crawley fue olvidado… exactamente lo mismo que lo será el mejor de nosotros… aunque acaso breves semanas más pronto.

Los que acompañaron los despojos mortales del barón hasta la tumba, ceremonia que tuvo lugar el día previamente señalado, hiciéronlo con la gravedad y compostura de rigor: los individuos de la familia en coches cubiertos con crespones, con sus pañuelos aplicados a las narices, en disposición de recoger las lágrimas que los ojos rebeldes se negaron a verter; el dueño de la funeraria y sus dependientes revelando en sus rostros la más amarga de las tribulaciones, los colonos y arrendatarios del difunto vestidos de negro y con caras compungidas, y el párroco cantando el oficio de difuntos. Es ley del mundo: mientras tenemos en nuestra casa un muerto, representamos las comedias impuestas por la costumbre, y creemos haber cumplido con el último de nuestros deberes cuando cerramos su tumba con la losa sepulcral, sobre la cual grabamos una porción de mentiras. Entre el pastor de la parroquia, un estudiante de Oxford, joven listo, y Pitt, compusieron un epitafio en latín: el primero de los tres señores mencionados pronunció un sermón clásico, enalteciendo las virtudes del difunto y exhortando a los sobrevivientes a no entregarse al dolor, haciéndoles ver con frases altamente respetuosas que también para ellos llegaría el día en que hubiesen de franquear el portal misterioso que había traspasado su llorado hermano.

Terminada la ceremonia, los colonos regresaron a sus fincas, no sin pasar antes por la taberna para refrescar sus gargantas; los coches de los señores vecinos se fueron por donde habían venido, y los empleados de la funeraria, luego que recogieron sus crespones, sus penachos y todo el aparato mortuorio, montaron en el carruaje de la casa y se dirigieron a Southampton. Sus caras, poco antes contristadas, recobraron su expresión alegre habitual tan pronto como el coche atravesó la verja del parque, y en el camino hicieron más de un alto para apurar algunas botellas de cerveza. El sillón de ruedas del difunto fue llevado a un desván y no hubo más muestras de la despedida eterna de sir Pitt, que ostentó el título de barón de Crawley por espacio de más de sesenta años.

Los pájaros vinieron a alegrar los campos con sus trinos; llegó la época en que todo caballero inglés que se estime en algo debe tirotear a las perdices, y sir Pitt Crawley, mitigado algún tanto el dolor acerbo que el fallecimiento del autor de sus días le produjo, hubo de entregarse al pasatiempo indicado. Cubrió su cabeza con un sombrero blanco, pero justo es añadir que rodeó su copa con una gasa. La vista de los dilatados campos, que eran suyos, suyos y de nadie más, fue para él manantial de secretas alegrías. En algunas ocasiones, dando pruebas de conmovedora humildad, no tomaba la escopeta sino un bastón. Su hermano Rawdon le acompañaba invariablemente. En el ánimo del pobre coronel habían hecho mucha impresión el dinero y las propiedades del hermano heredero: ya no despreciaba a Pitt; al contrario; reconociendo en él al jefe de la familia, hacíale objeto de sus obsequios y le trataba con mucho respeto; escuchaba con interés la exposición de sus proyectos encaminados a mejorar el patrimonio, aconsejábale en lo referente a caballos y cuadras, domaba la yegua destinada a lady Jane, y, en una palabra, se comportaba como hermano menor modelo. De Londres recibía frecuentes cartas de la Briggs referentes a su hijo, y algunas de éste, concebidas poco más o menos en los siguientes términos:

Yo estoy bien; espero que tú estarás bien; deseo que mamá esté bien. El caballito está bien. Grey me lleva a pasear al parque. Ya sé trotar. Ayer encontré un muchacho en el parque, y cuando su caballito trotaba, el niño lloraba. Yo no lloro porque trote mi caballito.

 

Rawdon leía estas cartas a su hermano y a lady Jane, los cuales prometieron costear el colegio al niño. Lady Jane, no contenta con esto, dio a Becky un billete de Banco, para que comprase con él un regalo a su sobrinito.

Así transcurrían los días, en medio de las distracciones que proporciona la vida de campo. La campana seguía sonando a las horas de comer y de rezar; las hermanas de Pitt recibían su lección de piano todas las mañanas, después del desayuno, siendo Becky su profesora. A continuación, calzaban sus zapatos fuertes y bajaban al parque y a veces llegaban hasta el pueblo, acompañadas por la condesa de Southdown, que nunca salía del castillo sin llevar abundante provisión de libros espantables y de medicinas preparadas por ella, por si tropezaba con algún enfermo. Por las noches, Becky ejecutaba, ante la familia reunida, fragmentos de Handel y de Haydn, o bien trabajaba con ardor en una obra maestra de tapicería. No parecía sino que en su vida no había conocido otra manera de pasar el tiempo.

«No es difícil ser mujer de un caballero campestre», pensaba Becky. «Creo que sería yo esposa modelo si tuviese una renta de cinco mil libras esterlinas… Cuidaría de los niños, cortaría con mis propias manos los melocotones que hubiesen de servirme en la mesa, plantaría y regaría las flores y recogería las hojas muertas de los geranios. Preguntaría a las viejas qué tal seguían de sus reumatismos y daría media corona para la sopa de los pobres, cantidad que no mermaría gran cosa la suma de cinco mil al año. Incluso sería capaz de viajar diez millas en coche para comer con alguno de mis vecinos y de vestirme con trajes pasados de moda. Asistiría a las funciones religiosas, y teniendo el dinero, pagaría todas mis cuentas. El dinero es lo que llena de orgullo a quienes lo tienen, el dinero es lo que les hace mirar con lástima a los que no poseemos un penique. Se tienen por generosos cuando dan a nuestros hijos un miserable billete de cinco libras, y nos desprecian a los pobres porque carecemos de ese billete.»

¿Tendría razón Becky? ¿Será verdad que entre ella y una mujer honrada no mediaba más diferencia que la del dinero, la de la fortuna? ¿Quién puede afirmar que es mejor, más virtuoso que su vecino? La riqueza, si no hace honradas a las personas, les da apariencias de honradez, y si no apariencias, nombre y fama de honradas. Suprime, además, las tentaciones: un potentado no robará un panecillo en el momento de levantarse de una mesa donde le han servido opípara cena; pero figuraos a ese hombre desfallecido de hambre, y será capaz de arrancar a un mendigo el mendrugo que esté llevándose a la boca.

Objeto de las visitas más curiosas de Becky eran los bosques, los estanques, los jardines, los salones de la casa donde vivió dos años, los sitios que frecuentaba siete años atrás, cuando era joven… es decir, relativamente joven, pues no se acordaba ya de cuando lo fue en realidad, y daba vida nueva a los pensamientos que la agitaban por entonces, y los contrastaba con los que tenía ahora, cuando ya había tenido ocasión de ver el mundo y de vivir con personas de posición y se había elevado sobre la condición humilde a la cual parecía haberla condenado la suerte.

—Si me he elevado, lo debo a mi talento —monologaba Becky— y a que la humanidad es necia en demasía. Hoy, aunque quisiera me sería imposible retroceder, no podría acomodarme a la sociedad que frecuentaba el taller de mi padre. Me visitan lores y potentados en vez de aquellos pobres artistas que apestaban a tabaco de ínfima calidad. Mi marido es un aristócrata, mi cuñada, hija de un conde y esposa de un barón, y vivo como señora en la misma casa donde pocos años antes era poco menos que una fregona. Pero en realidad, ¿mi condición actual es mucho mejor que la que tenía cuando era hija de un pobre artista y me las arreglaba para sacarle té y azúcar al tendero de la esquina? Si fuera mi marido el pobre Francis, aquel muchacho que me adoraba, ¿sería más pobre de lo que en la actualidad soy? ¡Ah! ¡Si en mi mano estuviera, pronto cambiaría mi posición brillante en sociedad y toda la aristocrática parentela por unos cuantos títulos de la renta al tres por ciento!

Hubiese podido ocurrírsele que si hubiera vivido con mayor humildad, rendido algún miramiento a la virtud y a la honradez, cumplido con sus deberes y caminado por la senda del bien, se habría aproximado mucho a la felicidad, o quién sabe si la hubiese alcanzado, pero si alguna vez brotaron estos pensamientos en la mente de Becky, y lo dudamos mucho, tuvo ella buen cuidado de orillarlos, en vez de ensimismarse en ellos. Los eludió, los despreció, los aventó, y se lanzó de cabeza por el sendero opuesto, ese sendero que impide, a quien se aventura por él, volver sobre sus pasos. Verdad es que de todos los sentidos morales que posee la humanidad, el del remordimiento es el menos activo y el más fácil de adormecer cuando despierta… y cuenta que en muchas personas no ha despertado jamás. Nos apena que se descubran nuestras maldades, nos espanta la idea de la deshonra o del castigo, pero la conciencia de haber obrado mal, por sí sola, a muy contados concurrentes a la feria de las vanidades hace infelices.

Quedamos en que Becky, durante su estancia en el castillo, se atrajo la buena voluntad de cuantas personas alternaron con ella. Lady Jane y su marido le prodigaron demostraciones de sincero cariño cuando llegó el momento de despedirse. La condesa de Southdown le regaló libros piadosos y un paquete de medicinas y le confió una carta dirigida al reverendo Lawrence Grills, en la cual exhortaba a este santo varón a que salvase el alma de la ilustre portadora de la misiva. Pitt acompañó hasta Mudbury a los viajeros, llevándolos en su coche de honor tirado por cuatro caballos.

—¡Cuán feliz serás al besar de nuevo a tu pequeño! —dijo lady Jane al despedirse de su cuñada.

—¡Oh, mucho… muy feliz! —exclamó Becky, alzando sus ojos verdes.

Mayor felicidad le proporcionaba salir del castillo, aunque por otra parte lo sentía. Se había aburrido en aquél de la manera más abominable, bien que ella misma se daba cuenta de que allí respiró una atmósfera más pura que la que estaba acostumbrada a respirar. Los personajes que lo habitaban no podían ser más monótonos, pero indudablemente se habían mostrado bondadosos.

—¡La influencia de los montones de títulos al tres por ciento! —se dijo Becky, y quizás no sin razón.

Los reverberos de Londres iluminaban las calles con sus claridades rojizas cuando la diligencia entró en Piccadilly: la Briggs había encendido una chimenea espléndida en la calle Curzon para festejar el regreso de sus señores, y el pequeño Rawdon no se había acostado aquella noche, a fin de no dilatar hasta el día siguiente los besos y abrazos que tenía destinados para sus queridos papas.

Capítulo XLII

Que trata de la familia Osborne

Hace mucho tiempo que no hemos tenido el placer de ver a nuestro respetable amigo el señor Osborne. Para su desgracia, durante el lapso considerable que hemos pasado sin verle, no ha sido el más dichoso de los mortales. Han sobrevenido acontecimientos que no podían contribuir a endulzar su carácter, y no siempre ha podido el buen señor seguir los impulsos de su voluntad. Sabemos que la menor resistencia a sus deseos contrariaba muchísimo a este caballero, y añadiremos que las resistencias le exasperaron doblemente a medida que los años, la gota, la soledad y la ruina de sus esperanzas se coligaron para gravitar sobre él. Su pelo negro y espeso se tornó del color de la nieve a raíz de la muerte de su hijo, se acentuó el tono rojizo de su faz, y sus manos temblaban más que nunca cuando llevaba a sus labios la copa del vino. Sus empleados le encontraban insoportable en sus oficinas, y en su casa, la felicidad de su familia no era mayor que la de aquéllos. Dudo mucho que Becky, que se pasaba la vida suspirando por «Consolidados», hubiese trocado su pobreza y los azares de su vida por el dinero del viejo Osborne, si a la vez que el dinero le hubieran obligado a aceptar sus penas. Ya que le fue imposible casar a su hijo con la señorita Swartz, pidió para sí la mano de ésta, pero recibió un desaire humillante de parte de los tutores de la interesada, los cuales se apresuraron a casarla con un joven de la nobleza escocesa. Era hombre capaz de casarse con una mujer de la más baja ralea, pero no encontró ninguna de su gusto, y, obligado a permanecer viudo, falto de mujer propia a quien tiranizar, tiranizó a la hija que aún le quedaba soltera. Tenía ésta un coche soberbio, caballos de lujo, ocupaba la cabecera de una mesa cubierta de vajillas de plata, poseía su talonario de cheques, gozaba de un crédito ilimitado, acogíanla los comerciantes con cumplimientos y reverencias profundísimas, reunía en su persona cuantas ventajas suelen reunir las herederas, pero la vida que llevaba nada tenía de envidiable. Las muchachitas del hospicio, la más pobre de sus doncellas, eran mil veces más felices que nuestra infortunada niña, ya muy entradita en años por esta época.

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