Читать книгу: «Conflicto cósmico», страница 10

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Dios usa a Federico de Sajonia

Un ojo vigilante había seguido los movimientos de Lutero, y un corazón noble y verdadero había resuelto rescatarlo. Dios dio a Federico de Sajonia un plan para proteger al reformador. En su viaje de regreso, Lutero fue separado de sus ayudantes y transportado rápidamente a través de los bosques al castillo de Wartburgo, una montañosa fortaleza aislada. Su ocultamiento estaba tan envuelto en el misterio que ni aun Federico mismo supo adónde había sido conducido. Esto tenía un propósito: mientras el elector no supiera nada en cuanto a su paradero, no podía revelar nada. Satisfecho con la idea de que el reformador estaba a salvo, Federico se hallaba contento.

Pasaron la primavera, el verano y el otoño, y llegó el invierno; Lutero continuaba prisionero. Aleandro y sus partidarios se alegraron. Parecía que la luz del evangelio estaba por extinguirse. Pero la luz del reformador habría de seguir brillando con un fulgor aún más deslumbrante.

Seguridad en Wartburgo

En la amigable seguridad de Wartburgo, Lutero se regocijaba en estar libre del calor del tumulto de la batalla. Pero, acostumbrado a una vida de actividad y duro conflicto, mal podía soportar permanecer inactivo. En esos días solitarios, la condición de la iglesia lo volvía a preocupar. Temía ser acusado de cobardía al retirarse de la lucha. Entonces se reprochaba a sí mismo por su indolencia y complacencia propia.

Sin embargo, al mismo tiempo estaba realizando diariamente más de lo que parecía posible que hiciera un hombre. Su pluma no estaba nunca ociosa. Sus enemigos estaban admirados y confusos por las pruebas tangibles de que él estaba todavía activo. Una multitud de folletos salidos de su pluma circulaban por toda Alemania. También tradujo el Nuevo Testamento al idioma alemán. Desde su “rocosa Patmos” continuó proclamando el evangelio, aproximadamente un año, reprendiendo los errores de aquellos tiempos.

Dios había retirado a su siervo del escenario de la vida pública. En la soledad y la oscuridad de su refugio montañoso, Lutero perdió todo sostén terrenal y quedó ajeno a toda alabanza humana. Así fue protegido contra el orgullo y la confianza propia que tan a menudo produce el éxito.

En tanto que los hombres se regocijan en la libertad que la verdad les depara, Satanás trata de distraer sus pensamientos y afectos de Dios y fijarlos en los agentes humanos, para honrar al instrumento e ignorar la mano que dirige los acontecimientos de la providencia. Demasiado a menudo, los dirigentes religiosos, alabados de esta manera, se ven inducidos a confiar en sí mismos y el pueblo busca su dirección en lugar de la Palabra de Dios. Dios guardó a la Reforma de este error. Los ojos de los hombres se habían vuelto a Lutero como el expositor de la verdad; pero él fue retirado para que todos los ojos humanos se dirigieran al Autor eterno de la verdad.

[1]D’Aubigné, lib. 6, cap. 11.

[2]Ibíd., lib. 7. cap. 1.

[3]Ibíd.

[4]Ibíd., lib. 7, cap. 3.

[5]Ibíd., lib. 7, cap. 4.

[6]Ibíd.

[7]Ibíd., lib. 7, cap. 6.

[8]Ibíd., lib. 7, cap. 7.

[9]Ibíd.

[10]Ibíd.

[11]Ibíd.

[12]Ibíd., lib. 7, cap. 8.

[13]Ibíd.

[14]Ibíd.

[15]Ibíd.

[16]Ibíd.

[17]Ibíd.

[18]Ibíd.

[19]Ibíd.

[20]Ibíd.

[21]Ibíd.

[22]Ibíd., lib. 7, cap. 9.

[23]Ibíd.

[24]24 Ibíd.

[25]Lenfant, t. 1, p. 422.

[26]Martyn, t. 1, p. 404.

[27]D’Aubigné, lib. 7, cap. 10.

[28]Martyn, t. 1, p. 410.

[29]D’Aubigné, lib. 7, cap. 11.

[30]Martyn, t. 1, p. 420.

[31]D’Aubigné, lib. 7, cap. 11.

Capítulo 9

Se enciende una luz en Suiza

Pocas semanas después que Lutero naciera en la cabaña de un minero en Sajonia, Ulrico Zuinglio nació en la choza de un pastor de los Alpes. Se crió en medio de escenas de bellezas naturales, y en edad temprana su mente fue impresionada con la majestad de Dios. De labios de su abuela escuchaba las pocas historias preciosas de la Biblia que ella había extraído de las leyendas y tradiciones de la iglesia.

A la edad de 13 años fue a Berna, donde estaba la más distinguida escuela de Suiza. Sin embargo, aquí surgió un peligro. Los frailes hicieron esfuerzos definidos para inducirlo a entrar en un monasterio. Providencialmente, su padre se enteró de los propósitos de ellos y viendo que la futura utilidad de su hijo se hallaba en peligro, le ordenó que regresara a su casa.

El joven obedeció la orden, pero no podía estar contento con quedarse en su valle nativo, y pronto reinició sus estudios, viajando, después de un tiempo, a Basilea. Fue aquí donde Zuinglio oyó por primera vez el evangelio de la gracia de Dios. Wittembach, un profesor de idiomas antiguos, mientras estudiaba el griego y el hebreo, fue inducido a escudriñar las Sagradas Escrituras, y por su intermedio los rayos de luz divina eran reflejados en la mente de los estudiantes a quienes instruía. Declaraba que la muerte de Cristo es el único rescate del pecador, y para Zuinglio estas palabras fueron como los primeros rayos de luz que preceden a la aurora.

Zuinglio pronto fue llamado de Basilea para que iniciara lo que llegaría a ser la obra de su vida. Su primer trabajo lo hizo en una parroquia alpina. Ordenado sacerdote, “se dedicó a sí mismo con toda su alma a estudiar la verdad divina”.[1]

Cuanto más investigaba las Escrituras, tanto más claramente notaba el contraste entre la verdad y las herejías de Roma. Se sometía a sí mismo a la Biblia por ser ésta la Palabra de Dios, la única regla suficiente e infalible. Él vio que ella debía ser su propio intérprete. Buscó todos los medios para obtener una comprensión correcta de su significado, e invocaba para ello la ayuda del Espíritu Santo. “Comencé pidiendo a Dios que me diera su luz –escribió más tarde–, y las Escrituras comenzaron a serme mucho más fáciles”.[2]

Zuinglio no recibió de Lutero la doctrina que predicaba. Era la doctrina de Cristo. “Si Lutero predica a Cristo –dijo el reformador suizo–, él hace lo que yo hago... Nunca jamás escribí una sola palabra a Lutero, ni Lutero me escribió a mí. ¿Y por qué?... Para que se demuestre cuán consecuente consigo mismo es el Espíritu de Dios, puesto que nosotros dos, sin habernos relacionado previamente, enseñamos la doctrina de Cristo con semejante uniformidad”.[3]

En 1516 Zuinglio fue invitado a predicar en el convento de Einsiedeln. Aquí habría de ejercer una influencia como reformador, la cual sería sentida mucho más allá de sus Alpes nativos.

En las principales atracciones de Einsiedeln se encontraba una imagen de la Virgen que, se decía, tenía el poder de obrar milagros. Encima de los portales del convento se hallaba la inscripción: “Aquí puede obtenerse remisión plena de los pecados”.[4] A este santuario de la Virgen concurrían multitudes, desde todas partes de Suiza, y aun desde Francia y Alemania. Zuinglio aprovechó la oportunidad para proclamar libertad por medio del evangelio a estos esclavos de la superstición.

“No imaginen –decía él– que Dios está en este templo más que en cualquier otra parte de la creación... ¿Pueden las obras meritorias, los largos peregrinajes, las ofrendas, las imágenes, la invocación de la Virgen o de los santos, asegurar para ustedes la gracia de Dios?... ¿Qué eficacia tiene la rica capucha del fraile, la cabeza rapada, un hábito largo y flotante, o las zapatillas bordadas con oro?...Cristo –decía–, que una vez fue ofrecido sobre la cruz, es el sacrificio y la víctima, que ha pagado por toda la eternidad los pecados de los creyentes”.[5]

Para muchos resultaba un amargo chasco el que se les dijera que su trabajoso viaje había sido en vano. No podían comprender el perdón gratuito ofrecido por medio de Cristo. Estaban satisfechos con el método que Roma les había enseñado. Era más fácil confiar su salvación a los sacerdotes y al Papa que buscar pureza de corazón.

Pero había otra clase de personas que recibieron con alegría la noticia de la redención por medio de Cristo, y con fe aceptaban la sangre del Salvador y su propiciación. Estos regresaban a sus hogares y les contaban a los otros la preciosa luz que habían recibido. La verdad se llevaba así de una ciudad a otra, y el número de peregrinos que concurría al santuario de la Virgen disminuyó notablemente. Hubo una merma en las ofrendas y, en consecuencia, en el salario de Zuinglio, que provenía de las mismas. Sin embargo, esto le producía solamente gozo, porque veía que el poder de la superstición era quebrantado. La verdad estaba ganando terreno en los corazones de la gente.

Zuinglio llamado a Zurich

Después de tres años, Zuinglio fue llamado a predicar en la catedral de Zurich, la ciudad más importante de la Confederación Suiza. La influencia que allí ejerciera se sentiría en forma muy amplia. Los eclesiásticos procedieron a instruirlo con respecto a sus deberes:

“Harán todo el esfuerzo posible para recaudar las rentas del cabildo sin descuidar las menores... Serán diligentes para aumentar las entradas provenientes de los enfermos, de las misas y, en general, de toda ordenanza eclesiástica”. “En cuanto a la administración de los sacramentos, la predicación y el cuidado del rebaño... pueden emplear a un sustituto y particularmente en la predicación”.[6]

Zuinglio escuchó en silencio este encargo, y dijo en respuesta: “La vida de Cristo ha estado por demasiado tiempo escondida del pueblo. Predicaré sobre todo el Evangelio de San Mateo... Consagraré mi ministerio a la gloria de Dios, a la alabanza de su Hijo, a la verdadera salvación de las almas y a la edificación en la verdadera fe”.

La gente afluía en gran número a escuchar su predicación. Comenzó su ministerio abriendo los Evangelios, y explicando la vida, las enseñanzas y la muerte de Cristo. “Es a Cristo –decía él– a quien deseo conducirlos; a Cristo, la verdadera fuente de salvación”. Hombres de estado, eruditos, artesanos y campesinos escuchaban sus palabras. Sin temor reprochaba los males y las corrupciones de su tiempo. Muchos regresaban de la catedral alabando a Dios. “Este hombre –decían ellos– es un predicador de la verdad. Él será nuestro Moisés, para sacarnos de las tinieblas de Egipto”.[7]

Después de un tiempo se levantó la oposición. Los monjes lo asaltaron con burlas y sátiras; otros recurrían a la insolencia y a las amenazas. Pero Zuinglio lo soportó todo con paciencia.

Cuando Dios se prepara para quebrantar las cadenas de la ignorancia y la superstición, Satanás trabaja con mayor empeño para sumir a los hombres en las tinieblas y para retenerlos más firmemente con sus cadenas. Roma actuaba con renovada energía para abrir su mercado en toda la cristiandad, ofreciendo perdón a cambio de dinero. Cada pecado tenía su precio, y los hombres recibían un permiso pleno para cometer el crimen si la tesorería de la iglesia se mantenía llena. Así avanzaban los dos movimientos: Roma autorizando el pecado y haciendo de ésta la fuente de sus entradas, y los reformadores condenando el pecado y señalando a Cristo como la propiciación y el libertador.

Venta de indulgencias en Suiza

En Alemania la venta de indulgencias era dirigida por el infame Tetzel. En Suiza este tráfico fue puesto bajo el dominio de Samsón, un monje italiano. Samsón ya había obtenido inmensas sumas de dinero de Alemania y Suiza para llenar las arcas papales. Ahora viajaba por Suiza, despojando a los pobres campesinos de sus escasas entradas y exigiendo ricos regalos por parte de la gente adinerada. El reformador inmediatamente se dispuso a oponérsele. El éxito de Zuinglio fue tal al exponer las pretensiones del fraile, que éste se vio obligado a irse a otro sitio. En Zurich, Zuinglio predicó celosamente contra los traficantes del perdón, y cuando Samsón se acercaba al lugar, fue recibido por un mensajero del consejo, quien le avisó que siguiera de largo. Samsón logró introducirse igual, por medio de una estratagema. Pero, despedido sin haber vendido un solo perdón, pronto abandonó también Suiza.

La peste, o gran mortandad, atacó a Suiza en 1519. Muchos se dieron cuenta de cuán vano y sin valor era el perdón que habían comprado; anhelaban tener un fundamento más seguro de su fe. Zuinglio se enfermó, y circuló por todas partes el informe de que había muerto. En esa hora de prueba él contemplaba con fe a la cruz del Calvario, confiando en la propiciación suficiente que ella ofrecía para el pecado. Cuando recobró la vida, después de haber estado a las puertas de la muerte, fue para predicar el evangelio con mayor fervor que nunca antes. La gente misma había tenido que atender a los enfermos y moribundos, y todos sentían como nunca antes el valor del evangelio.

Zuinglio había llegado a un entendimiento más claro de las verdades del evangelio y había experimentado más plenamente en sí mismo su poder reformador. “Cristo –decía él–... ha comprado para nosotros una redención eterna... Su muerte es... un sacrificio eterno, y un método eternamente eficaz para sanar; satisface la justicia divina para siempre en favor de todos los que confían en él con fe firme e inconmovible... Dondequiera que haya fe en Dios, existe un celo que insta e impele a los hombres a las buenas obras”.[8]

Paso a paso la Reforma avanzó en Zurich. Alarmados, los enemigos comenzaron a organizar una activa oposición. Se perpetraron repetidos ataques contra Zuinglio. El maestro de herejías debía ser silenciado. El obispo de Constanza despachó tres emisarios al concejo de Zurich, para acusar a Zuinglio de poner en peligro la paz y el orden de la sociedad. Si la autoridad de la iglesia es puesta a un lado, insinuó, ello resultará en una anarquía universal.

El concejo no quiso decidirse en contra de Zuinglio, y Roma se preparó para un nuevo ataque. El reformador exclamó: “Que vengan; los temo como el risco imponente teme las olas que rugen a sus pies”.[9] Los esfuerzos de los eclesiásticos solamente promovieron la causa que trataban de derribar. La verdad continuó esparciéndose. Sus adherentes en Alemania, abatidos por la desaparición de Lutero, de nuevo cobraron ánimo viendo progresar el evangelio en Suiza. Cuando la Reforma llegó a establecerse en Zurich, sus frutos se notaron más ampliamente, pues estimularon la supresión del vicio y la promoción del orden.

Disputa con los romanistas

Al ver cuán poco resultado habían logrado con la persecución al tratar de suprimir la obra de Lutero en Alemania, los romanistas decidieron mantener una polémica con Zuinglio. Asegurarían la victoria eligiendo no solamente el lugar del combate sino también los jueces que decidirían entre los disputantes. Y si alguna vez pudieran aprehender a Zuinglio, tratarían de que éste no escapara. Este plan, por supuesto, fue mantenido cuidadosamente en secreto.

Se decidió que la polémica se realizara en Baden. Pero los miembros del consejo de Zurich sospecharon los designios de los partidarios del Papa, y advertidos por las ardientes piras que habían sido encendidas en los cantones papales para los que confesaban el evangelio, le prohibieron a su pastor exponerse a este peligro. El ir a Baden, donde la sangre de los mártires de la verdad acababa de ser derramada, significaba ir a una muerte segura. Ecolampadio y Haller fueron elegidos para representar a los reformadores, mientras que el famoso Dr. Eck, sostenido por una hueste de versados doctores y prelados, era el campeón de Roma.

Los secretarios fueron todos elegidos por los partidarios del Papa, y se prohibió que los demás tomaran nota, so pena de muerte. Sin embargo, un estudiante que asistía al debate escribía todas las tardes los argumentos presentados ese día. Otros dos estudiantes se encargaron de entregar estos informes, con las cartas diarias de Ecolampadio, a Zuinglio, que se hallaba en Zurich. El reformador contestaba, dando su consejo. Para eludir la vigilancia de la guardia apostada en los portales de la ciudad, estos mensajeros traían canastas con pollos sobre sus cabezas, de modo que se les permitía pasar sin estorbo.

Zuinglio “ha trabajado más –decía Miconio– por sus meditaciones, sus noches de desvelo y los consejos que transmitía a Baden, que lo que habría hecho debatiendo en persona en medio de sus enemigos”.[10]

Los romanistas habían venido a Baden con sus más ricos atavíos y brillantes joyas. Se regalaban con todo lujo, y en sus mesas tenían manjares costosos y vinos escogidos. En señalado contraste aparecían los reformadores, cuyo frugal menú los mantenía poco tiempo a la mesa. El que servía a Ecolampadio, y que tenía ocasión de observarlo en su habitación, lo hallaba siempre estudiando o en oración, e informó que el hereje era, por lo menos, “muy piadoso”.

En la conferencia, “Eck ascendía al púlpito en forma soberbia, espléndidamente decorado, mientras que el humilde Ecolampadio vestía pobremente, y se lo obligó a sentarse enfrente de su oponente, en una tosca plataforma”. La voz tronante de Eck y la seguridad ilimitada que sentía nunca lo abandonaron. El defensor de la fe había de ser recompensado con una generosa retribución. Cuando fallaban sus mejores argumentos, recurría a insultos y aun a las blasfemias.

Ecolampadio, modesto y desconfiado de sí mismo, había rehuido el combate. Mediante un comportamiento cortés y bondadoso reveló su capacidad y su entereza. El reformador adhirió firmemente a las Escrituras. “Las tradiciones –dijo él– no tienen fuerza en nuestra Suiza, a menos que estén de acuerdo con la Constitución; ahora bien, en materia de fe, la Biblia es nuestra constitución”.[11]

El razonamiento sereno y claro del reformador, presentado en forma tan bondadosa y honesta, ganaba las mentes que rechazaban con disgusto las jactanciosas pretensiones de Eck.

La discusión continuó durante 18 días. Los papistas pretendieron haber obtenido la victoria. La mayor parte de los diputados apoyó a Roma, y la Dieta declaró que los reformadores habían sido vencidos, y que los tales, juntamente con Zuinglio, quedaban separados de la iglesia. Pero el debate produjo un poderoso ímpetu para la causa protestante. No mucho tiempo después, Berna y Basilea, que eran ciudades importantes, se declararon en favor de la Reforma.

[1]Wylie, lib. 8, cap. 5.

[2]Ibíd., lib. 8, cap. 6.

[3]D’Aubigné, lib. 8, cap. 9.

[4]Ibíd., lib. 8, cap. 5.

[5]Ibíd.

[6]Ibíd., lib. 8, cap. 6.

[7]Ibíd.

[8]Ibíd., lib. 8, cap. 9.

[9]Wylie, lib. 8, cap. 11.

[10]D’Aubigné, lib. 11, cap. 13.

[11]Ibíd.

Capítulo 10

El despertar de Europa

La misteriosa desaparición de Lutero produjo preocupación en toda Alemania. Circulaban extraños rumores y muchos creían que había sido asesinado. Se escuchaban grandes lamentos y varios se comprometían con solemnes juramentos a vengar su muerte.

Por eso los enemigos de Lutero, aunque al principio se habían regocijado por su supuesta muerte, se llenaron de temor ahora que estaba cautivo. “La única manera que queda para salvarnos a nosotros mismos –dijo uno– es encender antorchas y buscar a Lutero por todo el mundo, para devolverlo a la nación que lo está reclamando”.[1] Las noticias de que estaba a salvo, aunque prisionero, calmó a la gente, en tanto que sus escritos eran leídos con una ansiedad mayor que nunca antes. Un número creciente de personas se unía a la causa del hombre heroico que había defendido la Palabra de Dios.

La simiente que Lutero había sembrado estaba brotando por doquiera. Su ausencia realizó una tarea que su presencia habría dejado de obtener. Siendo que el gran dirigente del pueblo había sido retirado, otros obreros avanzaron, de manera que la obra comenzada tan noblemente no pudiera ser estorbada.

Ahora Satanás intentó engañar y destruir al pueblo dándole una falsificación en lugar de la obra verdadera. Así como hubo falsos Cristos en el primer siglo, así también se levantaron falsos profetas en el siglo XVI.

Unos cuantos hombres se imaginaron recibir revelaciones especiales del cielo y creyeron haber sido divinamente comisionados para hacer avanzar la Reforma que, declararon ellos, había sido iniciada por Lutero en forma débil. En verdad ellos estaban deshaciendo la obra que él había realizado. Rechazaron el principio de la Reforma, es decir, que la Palabra de Dios es la regla suprema y suficiente de fe y práctica. En lugar de esa guía infalible colocaron las normas inciertas de sus propios sentimientos e impresiones.

Otros, naturalmente inclinados al fanatismo, se unieron con ellos. Los procedimientos de estos entusiastas crearon no poca excitación. Lutero había despertado al pueblo para que sintiera la necesidad de una reforma, y ahora algunas personas verdaderamente honradas fueron desviadas por las pretensiones de los nuevos “profetas”. Los dirigentes del movimiento prosiguieron a Wittenberg e instaron a Melanchton a aceptar sus pretensiones: “Somos enviados por Dios para instruir al pueblo. Hemos tenido conversaciones íntimas con el Señor; sabemos qué ha de pasar; en una palabra, somos apóstoles y profetas, y apelamos al Dr. Lutero”.

Los reformadores estaban perplejos. Melanchton dijo: “Existen por cierto espíritus extraordinarios en estos hombres; pero ¿qué espíritus?... Por una parte, cuidémonos de no apagar el Espíritu de Dios, y por la otra, de ser desviados por el espíritu de Satanás”.[2]

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