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Marianela

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Luego que fue tomado el chocolate, don Francisco dijo:

–Váyase fuera toda la gente menuda. Hijo mío, hoy es el último día que D. Teodoro te permite salir fuera de casa. Los tres pueden ir a paseo, mientras mi hermano y yo vamos a echar un vistazo al ganado.... Pájaros, a volar.

No necesitaron que se les rogara mucho. Convidados de la hermosura del día, volaron los jóvenes al campo.

-XV-
Los tres

Estaba la señorita de pueblo muy gozosa en medio de las risueñas praderas sin la enojosa traba de las pragmáticas sociales de su señor padre, y así, en cuanto se vio a regular distancia de la casa, empezó a correr alegremente y a suspenderse de las ramas de los árboles que a su alcance estaban, para balancearse ligeramente en ellas. Tocaba con las yemas de sus dedos las moras silvestres, y cuando las hallaba maduras cogía tres, una para cada boca.

–Esta para ti, primito—decía poniéndosela en la boca—y esta para ti, Nela. Dejaré para mí la más chica.

Al ver cruzar los pájaros a su lado no podía resistir movimientos semejantes a una graciosa pretensión de volar, y decía: «¿A dónde irán ahora esos bribones?» De todos los robles cogía una rama y abriendo la bellota para ver lo que había dentro, la mordía, y al sentir su amargor, arrojábala lejos. Un botánico atacado del delirio de las clasificaciones no hubiera coleccionado con tanto afán como ella todas las flores bonitas que le salían al paso, dándole la bienvenida desde el suelo con sus carillas de fiesta. Con lo recolectado en media hora adornó todos los ojales de la americana de su primo, los cabellos de la Nela, y por último, sus propios cabellos.

–A la primita—dijo Pablo—le gustará ver las minas. Nela, ¿no te parece que bajemos?

–Sí, bajemos.... Por aquí, señorita.

–Pero no me hagan pasar por túneles, que me da mucho miedo. Eso sí que no lo consiento—dijo Florentina, siguiéndoles—. Primo, ¿tú y la Nela paseáis mucho por aquí?… Esto es precioso. Aquí viviría yo toda mi vida.... ¡Bendito sea el hombre que te va a dar la facultad de gozar de todas estas preciosidades!

–¡Dios lo quiera! Mucho más hermosas me parecerán a mí, que jamás las he visto, que a vosotras que estáis saciadas de verlas.... No creas tú, Florentina, que yo no comprendo las bellezas; las siento en mí de tal modo, que casi, casi suplo con mi pensamiento la falta de la vista.

–Eso sí que es admirable.... Por más que digas—replicó Florentina—siempre te resultarán algunos buenos chascos cuando abras los ojos.

–Podrá ser—dijo el ciego, que aquel día estaba muy lacónico.

La Nela no estaba lacónica sino muda.

Cuando se acercaron a la concavidad de la Terrible, Florentina admiró el espectáculo sorprendente que ofrecían las rocas cretáceas, subsistentes en medio del terreno después de arrancado el mineral. Comparolo a grandes grupos de bollos, pegados unos a otros por el azúcar; después de mirarlo mucho por segunda vez, comparolo a una gran escultura de perros y gatos que se habían quedado convertidos en piedra en el momento más crítico de una encarnizada reyerta.

–Sentémonos en esta ladera—dijo—y veremos pasar los trenes con mineral, y además veremos esto que es muy curioso. Aquella piedra grande que está en medio tiene su gran boca, ¿no la ves, Nela?, y en la boca tiene un palillo de dientes; es una planta que se ha nacido sola. Parece que se ríe mirándonos, porque también tiene ojos; y más allá hay una con joroba, y otra que fuma en pipa, y dos que se están tirando de los pelos, y una que bosteza, y otra que duerme la mona, y otra que está boca abajo sosteniendo con los pies una catedral, y otra que empieza en guitarra y acaba en cabeza de perro, con una cafetera por gorro.

–Todo eso que dices, primita—observó el ciego—me prueba que con los ojos se ven muchos disparates, lo cual indica que ese órgano tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfiguradas, cambiando los objetos de su natural forma en otra postiza y fingida; pues en lo que tienes delante de ti no hay confituras, ni gatos, ni hombres, ni palillos de dientes, ni catedrales, ni borrachos, ni cafeteras, sino simplemente rocas cretáceas y masas de tierra caliza embadurnadas con óxido de hierro. De la cosa más sencilla hacen tus ojos un berenjenal.

–Tienes razón, primo. Por eso digo yo que nuestra imaginación es la que ve y no los ojos. Sin embargo, éstos sirven para enterarnos de algunas cositas que los pobres no tienen y que nosotros podemos darles.

Diciendo esto tocaba el vestido de la Nela.

–¿Por qué esta bendita Nela no tiene un traje mejor?—añadió la señorita de Penáguilas—. Yo tengo varios y le voy a dar uno, y además otro, que será nuevo.

Avergonzada y confusa, Marianela no alzaba los ojos.

–Es cosa que no comprendo… ¡que algunos tengan tanto y otros tan poco!… Me enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo. ¿Cómo se llaman esos tipos, Pablo?

–Esos serán los socialistas, los comunistas—replicó el joven sonriendo.

–Pues esa es mi gente. Soy partidaria de que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de sobra.... ¿Por qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y yo no?… Ni aun se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos.... Yo sé que la Nela es muy buena, me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también tu padre.... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿Cómo se consiente que haya tanta y tanta desgracia? A mí me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. ¡Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!… ¡Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!… Se me parte el corazón de pensarlo.

Marianela estaba atónita y petrificada de asombro, lo mismo que en el primer instante de la aparición. Antes había visto a la Virgen Santísima, ahora la escuchaba.

–Mira tú, huerfanilla—añadió la Inmaculada—y tú, Pablo, óyeme bien: yo quiero socorrer a la Nela, no como se socorre a los pobres que se encuentran en un camino, sino como se socorrería a un hermano que nos halláramos de manos a boca.... ¿No dices tú que ella ha sido tu mejor compañera, tu lazarillo, tu guía en las tinieblas? ¿No dices que has visto con sus ojos y has andado con sus pasos? Pues la Nela me pertenece; yo me entiendo con ella. Yo me encargo de vestirla, de darle todo lo que una persona necesita para vivir decentemente, y le enseñaré mil cosas para que sea útil en una casa. Mi padre dice que quizás, quizás me tenga que quedar a vivir aquí para siempre. Si es así, la Nela vivirá conmigo; conmigo aprenderá a leer, a rezar, a coser, a guisar; aprenderá tantas cosas, que será como yo misma. ¿Qué pensáis?, pues sí, y entonces no será la Nela, sino una señorita. En esto no me contrariará mi padre. Además, anoche me ha dicho: «Florentinilla, quizás, quizás dentro de poco, no mandaré yo en ti; obedecerás a otro dueño…» Sea lo que Dios quiera, tomo a la Nela por mi amiga. ¿Me querrás mucho?… Como has estado tan desamparada, como vives lo mismo que las flores de los campos, tal vez no sepas ni siquiera agradecer; pero yo te lo he de enseñar… ¡te he de enseñar tantas cosas!…

Marianela, que mientras oía tan nobles palabras había estado resistiendo con mucho trabajo los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y después de hacer pucheros durante un minuto, rompió en lágrimas. El ciego, profundamente pensativo, callaba.

–Florentina—dijo al fin—tu lenguaje no se parece al de la mayoría de las personas. Tu bondad es enorme y entusiasta como la que ha llenado de mártires la tierra y poblado de santos el cielo.

–¡Qué exageración!—dijo Florentina riendo.

Poco después de esto la señorita se levantó para coger una flor que desde lejos había llamado su atención.

–¿Se fue?—preguntó Pablo.

–Sí—replicó la Nela, enjugando sus lágrimas.

–¿Sabes una cosa, Nela?… Se me figura que mi prima ha de ser algo bonita. Cuando llegó anoche a las diez… sentí hacia ella grandísima antipatía.... No puedes figurarte cuánto me repugnaba. Ahora se me antoja, sí, se me antoja que debe ser algo bonita.

La Nela volvió a llorar.

–¡Es como los ángeles!—exclamó entre un mar de lágrimas—. Es como si acabara de bajar del cielo. En ella cuerpo y alma son como los de la Santísima Virgen María.

–¡Oh!, no exageres—dijo Pablo con inquietud—. No puede ser tan hermosa como dices.... ¿Crees que yo, sin ojos, no comprendo dónde está la hermosura y dónde no?

–No, no; no puedes comprender… ¡qué equivocado estás!

–Sí, sí… no puede ser tan hermosa—manifestó el ciego, poniéndose pálido y revelando la mayor angustia—. Nela, amiga de mi corazón; ¿no sabes lo que mi padre me ha dicho anoche?… Que si recobro la vista me casaré con Florentina.

La Nela no respondió nada. Sus lágrimas silenciosas corrían sin cesar, resbalando por su tostado rostro y goteando sobre sus manos. Pero ni aun por su amargo llanto podían conocerse las dimensiones de su dolor. Sólo ella sabía que era infinito.

–Ya sé por qué lloras tanto—dijo el ciego estrechando las manos de su compañera—. Mi padre no se empeñará en imponerme lo que es contrario a mi voluntad. Para mí no hay más mujer que tú en el mundo. Cuando mis ojos vean, si ven, no habrá para ellos otra hermosura más que la tuya celestial; todo lo demás será sombras y cosas lejanas que no fijarán mi atención. ¿Cómo es el semblante humano, Dios mío? ¿De qué modo se retrata el alma en las caras? Si la luz no sirve para enseñarnos lo real de nuestro pensamiento, ¿para qué sirve? Lo que es y lo que se siente, ¿no son una misma cosa? La forma y la idea ¿no son como el calor y el fuego? ¿Pueden separarse? ¿Puedes dejar tú de ser para mí el más hermoso, el más amado de todos los seres de la tierra cuando yo me haga dueño de los inmensos dominios de la forma?

 

Florentina volvió. Hablaron algo más; pero después de lo que hemos escrito, nada de cuanto dijeron es digno de ser transmitido al lector.

-XVI-
La promesa

En los siguientes días no pasó nada; mas vino uno en el cual ocurrió un hecho asombroso, capital, culminante. Teodoro Golfín, aquel artífice sublime en cuyas manos el cuchillo del cirujano era el cincel del genio, había emprendido la corrección de una delicada hechura de la Naturaleza. Intrépido y sereno, había entrado con su ciencia y su experiencia en el maravilloso recinto cuya construcción es compendio y abreviado resumen de la inmensa arquitectura del Universo. Era preciso hacer frente a los más grandes misterios de la vida, interrogarlos y explorar las causas que impedían a los ojos de un hombre el conocimiento de la realidad visible.

Para esto había que trabajar con ánimo resuelto, rompiendo uno de los más delicados organismos, la córnea; apoderarse del cristalino y echarlo fuera, respetando la hialoides y tratando con la mayor consideración al humor vítreo; ensanchar por medio de un corte las dimensiones de la pupila, y examinar por inducción o por medio de la catóptrica el estado de la cámara posterior.

Pocas palabras siguieron a esta atrevida expedición por el interior de un mundo microscópico, empresa no menos colosal que la medida de las distancias de los astros en las infinitas magnitudes del espacio. Mudos y espantados estaban los individuos de la familia que el caso presenciaban. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo no se está de otro modo. Pero Golfín no decía nada concreto, sus palabras eran:

–Contractibilidad de la pupila… retina sensible… algo de estado pigmentario… nervios llenos de vida.

Pero el fenómeno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visión, ¿dónde estaba?

–A su tiempo se sabrá—dijo Teodoro, empezando la delicada operación del vendaje—. Paciencia.

Y su fisonomía de león no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como otros muchos que son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada.

El paciente fue incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia podía verle.

Iba la Nela a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada, aguardando allí hasta que salieran el Sr. D. Manuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa. La señorita, después de darle prolijas noticias y de pintar la ansiedad en que estaba toda la familia, solía pasear un poco con ella. Un día quiso Florentina que Marianela le enseñara su casa, y bajaron a la morada de Centeno, cuyo interior causó no poco disgusto y repugnancia a la señorita, mayormente cuando vio las cestas que a la huérfana servían de cama.

–Pronto ha de venir la Nela a vivir conmigo—dijo Florentina, saliendo a toda prisa de aquella caverna—, y entonces tendrá una cama como la mía y vestirá y comerá lo mismo que yo.

Absorta se quedó al oír estas palabras la señora de Centeno, así como la Mariuca y la Pepina, y no les ocurrió sino que a la miserable huérfana abandonada le había salido algún padre rey o príncipe, como se contaba en los cuentos y romances.

Cuando estuvieron solas Florentina dijo a María:

–Ruégale a Dios de día y de noche que conceda a mi querido primo ese don que nosotros poseemos y de que él ha carecido. ¡En qué ansiedad tan grande vivimos! Con su vista vendrán mil felicidades y se remediarán muchos males. Yo he hecho a la Virgen una promesa sagrada: he prometido que si da la vista a mi primo he de recoger al pobre más pobre que encuentre, dándole todo lo necesario para que pueda olvidar completamente su pobreza, haciéndole enteramente igual a mí por las comodidades y el bienestar de la vida. Para esto no basta vestir a una persona, ni sentarla delante de una mesa donde haya sopa y carne. Es preciso ofrecerle también aquella limosna que vale más que todos los mendrugos y que todos los trapos imaginables, y es la consideración, la dignidad, el nombre. Yo daré a mi pobre estas cosas, infundiéndole el respeto y la estimación de sí mismo. Ya he escogido a mi pobre, María; mi pobre eres tú. Con todas las voces de mi alma le he dicho a la Santísima Virgen que si devuelve la vista a mi primo, haré de ti una hermana: serás en mi casa lo mismo que soy yo, serás mi hermana.

Diciendo esto la Virgen estrechó con amor entre sus brazos la cabeza de la Nela y diole un beso en la frente.

Es absolutamente imposible describir los sentimientos de la vagabunda en aquella culminante hora de su vida. Un horror instintivo la alejaba de la casa de Aldeacorba, horror con el cual se confundía la imagen de la señorita de Penáguilas, como las figuras que se nos presentan en una pesadilla; y al mismo tiempo sentía nacer en su alma admiración y simpatía considerables hacia aquella misma persona.... A veces creía con pueril inocencia que era la Virgen María en esencia y presencia. De tal modo comprendía su bondad que creía estar viendo, como el interior de un hermoso paraíso abierto, el alma de Florentina, llena de pureza, de amor, de bondades, de pensamientos discretos y consoladores. La Nela tenía la rectitud suficiente para adoptar y asimilarse al punto la idea de que no podría aborrecer a su improvisada hermana. ¿Cómo aborrecerla, si se sentía impulsada espontáneamente a amarla con todas las energías de su corazón? La aversión, la repulsión eran como un sedimento que al fin de la lucha debía quedar en el fondo para descomponerse al cabo y desaparecer, sirviendo sus elementos para alimentar la admiración y el respeto hacia la misma amiga bienhechora. Pero si desaparecía la aversión, no así el sentimiento que la había causado, el cual, no pudiendo florecer por sí ni manifestarse solo, con el exclusivismo avasallador que es condición propia de tales afectos, prodújole un aplanamiento moral que trajo consigo la más amarga tristeza. En casa de Centeno observaron que la Nela no comía, que parecía más parada que de costumbre, que permanecía en silencio y sin movimiento como una estatua larguísimos ratos, que hacía mucho tiempo que no cantaba de noche ni de día. Su incapacidad para todo había llegado a ser absoluta, y habiéndola mandado Tanasio por tabaco a la Primera de Socartes, sentose en el camino y allí se estuvo todo el día.

Una mañana, cuando habían pasado ocho días después de la operación, fue a casa del ingeniero jefe, y Sofía le dijo:

–¡Albricias, Nela! ¿No sabes las noticias que corren? Hoy han levantado la venda a Pablo.... Dicen que ve algo, que ya tiene vista.... Ulises, el jefe de taller, lo acaba de decir.... Teodoro no ha venido aún, pero Carlos ha ido allá; pronto sabremos si es verdad.

Quedose la Nela al oír esto más muerta que viva, y cruzando las manos exclamó así:

–¡Bendita sea la Virgen Santísima, que es quien lo ha hecho!… Ella, ella sola es quien lo ha hecho.

–¿Te alegras?… Ya lo creo: ahora la señorita Florentina cumplirá su promesa—dijo Sofía en tono de mofa—. Mil enhorabuenas a la señora doña Nela.... Ahí tienes tú como cuando menos se piensa se acuerda Dios de los pobres. Esto es como una lotería… ¡qué premio gordo, Nelilla!… Y puede que no seas agradecida… no, no lo serás.... No he conocido a ningún pobre que tenga agradecimiento. Son soberbios, y mientras más se les da, más quieren.... Ya es cosa hecha que Pablo se casará con su prima: es buena pareja; los dos son guapos chicos; y ella no parece tonta… y tiene una cara preciosa, ¡qué lástima de cara y de cuerpo con aquellos vestidos tan horribles!… No, no, si necesito vestirme, no me traigan acá a la modista de Santa Irene de Campó.

Esto decía cuando entró Carlos. Su rostro resplandecía de júbilo.

–¡Triunfo completo!—gritó desde la puerta—. Después de Dios, mi hermano Teodoro.

–¿Es cierto?…

–Como la luz del día.... Yo no lo creí… ¡Pero qué triunfo Sofía! ¡Qué triunfo! No hay para mí gozo mayor que ser hermano de mi hermano.... Es el rey de los hombres.... Si es lo que digo: después de Dios, Teodoro.

-XVII-
Fugitiva y meditabunda

La estupenda y gratísima nueva corrió por todo Socartes. No se hablaba de otra cosa en los hornos, en los talleres, en las máquinas de lavar, en el plano inclinado, en lo profundo de las excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra. Añadíanse interesantes comentarios: que en Aldeacorba se creyó por un momento que don Francisco Penáguilas había perdido la razón; que D. Manuel Penáguilas pensaba celebrar el regocijado suceso dando un banquete a todos cuantos trabajaban en las minas, y finalmente, que D. Teodoro era digno de que todos los ciegos habidos y por haber le pusieran en las niñas de sus ojos.

La Nela no se atrevía a ir a la casa de Aldeacorba. Una secreta fuerza poderosa la alejaba de ella. Anduvo vagando todo el día por los alrededores de la mina, contemplando desde lejos la casa de Penáguilas, que le parecía transformada. En su alma se juntaba a un gozo extraordinario una como vergüenza de sí misma; a la exaltación de un afecto noble la insoportable comezón, digámoslo así, del amor propio más susceptible.

Halló una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto había contribuido a la formación de su carácter, y en la contemplación de las hermosuras de la Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicación de su pensamiento con la divinidad. Las nubes del cielo y las flores de la tierra hacían en su espíritu efecto igual al que hacen en otros la pompa de los altares, la elocuencia de los oradores cristianos y las lecturas de sutiles conceptos místicos. En la soledad del campo pensaba ella y decía mentalmente mil cosas, sin sospechar que eran oraciones.

Mirando a Aldeacorba, decía:

–No volveré más allá… Ya acabó todo para mí… Ahora, ¿de qué sirvo yo?

En su rudeza pudo observar que el conflicto en que estaba su alma provenía de no poder aborrecer a nadie. Por el contrario, érale forzoso amar a todos, al amigo y al enemigo, y así como los abrojos se trocaban en flores bajo la mano milagrosa de una mártir cristiana, la Nela veía que sus celos y su despecho se convertían graciosamente en admiración y gratitud. Lo que no sufría metamorfosis era aquella pasioncilla que antes llamamos vergüenza de sí misma, y que la impulsaba a eliminar su persona de todo lo que pudiera ocurrir en lo sucesivo en Aldeacorba. Era aquello como un aspecto singular del mismo sentimiento que en los seres educados y civilizados se llama amor propio, por más que en ella revistiera los caracteres del desprecio de sí misma; pero la filiación de aquel sentimiento con el que tan grande parte tiene en las acciones del hombre culto, se reconocía en que estaba basado como éste en la dignidad más puntillosa. Si Marianela usara ciertas voces habría dicho:

–Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto que Dios quiere que sufra esta humillación, sea; pero no he de asistir a mi destronamiento. Dios bendiga a la que por ley natural va a ocupar mi puesto; pero no tengo valor para sentarla yo misma en él.

No pudiendo expresarse así, su rudeza expresaba la misma idea de este otro modo:

–No vuelvo más a Aldeacorba.... No consentiré que me vea.... Huiré con Celipín, o me iré con mi madre. Ahora yo no sirvo para nada.

Pero mientras esto decía, parecíale muy desconsolador renunciar al divino amparo de aquella celestial Virgen que se le había aparecido en lo más negro de su vida extendiendo su manto para abrigarla. ¡Ver realizado lo que tantas veces había visto en sueños palpitando de gozo, y tener que renunciar a ello!… ¡Sentirse llamada por una voz cariñosa, que le ofrecía amor fraternal, hermosa vivienda, consideración, nombre, bienestar, y no poder acudir a este llamamiento, inundada de gozo, de esperanza, de gratitud!… ¡Rechazar la mano celestial que la sacaba de aquella sentina de degradación y miseria para hacer de la vagabunda una persona, y elevarla de la jerarquía de los animales domésticos a la de los seres más respetados y queridos!…

–¡Ay!—exclamó clavándose los dedos como garras en el pecho—. No puedo, no puedo.... Por nada del mundo me presentaré en Aldeacorba. ¡Virgen de mi alma, ampárame.... Madre mía, ven por mí!…

Al anochecer marchó a su casa. Por el camino encontró a Celipín con un palito en la mano y en la punta del palo la gorra.

–Nelilla—le dijo el chico—¿no es verdad que así se pone el Sr. D. Teodoro? Ahora pasaba por la charca de Hinojales y me miré en el agua. ¡Córcholis!, me quedé pasmado, porque me vi con la mesma figura que D. Teodoro Golfín.... Cualquier día de esta semanita nos vamos a ser médicos y hombres de provecho.... Ya tengo juntado lo que quería. Verás como nadie se ríe del señor Celipín.

 

Tres días más estuvo la Nela fugitiva, vagando por los alrededores de las minas, siguiendo el curso del río por sus escabrosas riberas o internándose en el sosegado apartamiento del bosque de Saldeoro. Las noches pasábalas entre sus cestas sin dormir. Una noche dijo tímidamente a su compañero de vivienda:

–¿Cuándo, Celipín?

Y Celipín contestó con la gravedad de un expedicionario formal:

–Mañana.

Los dos aventureros levantáronse al rayar el día y cada cual fue por su lado: Celipín a su trabajo, la Nela a llevar un recado que le dio Señana para la criada del ingeniero. Al volver encontró dentro de la casa a la señorita Florentina que la esperaba. Quedose María al verla sobrecogida y temerosa, porque adivinó con su instintiva perspicacia, o más bien con lo que el vulgo llama corazonada, el objeto de aquella visita.

–Nela, querida hermana—dijo la señorita con elocuente cariño—. ¿Qué conducta es la tuya?… ¿Por qué no has parecido por allá en todos estos días?… Ven, Pablo desea verte.... ¿No sabes que ya puede decir «quiero ver tal cosa»? ¿No sabes que ya mi primo no es ciego?

–Ya lo sé—dijo Nela, tomando la mano que la señorita le ofrecía y cubriéndola de besos.

–Vamos allá, vamos al momento. No hace más que preguntar por la señora Nela. Hoy es preciso que estés allí cuando D. Teodoro le levante la venda.... Es la cuarta vez.... El día de la primera prueba… ¡qué día!, cuando comprendimos que mi primo había nacido a la luz, casi nos morimos de gozo. La primera cara que vio fue la mía.... Vamos.

María soltó la mano de la Virgen Santísima.

–¿Te has olvidado de mi promesa sagrada—añadió ésta—o creías que era broma? ¡Ay!, todo me parece poco para demostrar a la Madre de Dios el gran favor que nos ha hecho.... Yo quisiera que en estos días nadie estuviera triste en todo lo que abarca el Universo; quisiera poder repartir mi alegría, echándola a todos lados, como echan los labradores el grano cuando siembran; quisiera poder entrar en todas las habitaciones miserables y decir: «ya se acabaron vuestras penas; aquí traigo yo remedio para todos». Esto no es posible, esto sólo puede hacerlo Dios. Ya que mis fuerzas no pueden igualar a mi voluntad, hagamos bien lo poco que podemos hacer… y se acabaron las palabras, Nela. Ahora despídete de esta choza, di adiós a todas las cosas que han acompañado a tu miseria y a tu soledad. También se tiene cariño a la miseria, hija.

Marianela no dijo adiós a nada, y como en la casa no estaba a la sazón ninguno de sus simpáticos habitantes, no fue preciso detenerse por ellos. Florentina salió llevando de la mano a la que sus nobles sentimientos y su cristiano fervor habían puesto a su lado en el orden de la familia, y la Nela se dejaba llevar sintiéndose incapaz de oponer resistencia. Pensaba ella que una fuerza sobrenatural le tiraba de la mano y que iba fatal y necesariamente conducida, como las almas que los brazos de un ángel trasportan al cielo.

Aquel día tomaron el camino de Hinojales, que es el mismo donde la vagabunda vio a Florentina por primera vez. Al entrar en la calleja la señorita dijo a su amiga:

–¿Por qué no has ido a casa? Mi tío decía que tienes modestia y una delicadeza natural que es lástima no haya sido cultivada. ¿Tu delicadeza te impedía venir a reclamar lo que por la misericordia de Dios habías ganado? No hay más sino que tiene razón mi tío.... ¡Cómo estaba aquel día el pobre señor!… decía que ya no le importaba nada morirse.... ¿Ves tú?, todavía tengo los ojos encarnados de tanto llorar. Es que anoche mi tío, mi padre y yo no dormimos; estuvimos formando proyectos de familia y haciendo castillos en el aire toda la noche.... ¿Por qué callas?, ¿por qué no dices nada?… ¿No estás tú también alegre como yo?

La Nela miró a la señorita, oponiendo débil resistencia a la dulce mano que la conducía.

–Sigue… ¿qué tienes? Me miras de un modo particular, Nela.

Así era, en efecto; los ojos de la abandonada, vagando con extravío de uno en otro objeto, tenían al fijarse en la Virgen Santísima el resplandor del espanto.

–¿Por qué tiembla tu mano?—preguntó la señorita—, ¿estás enferma? Te has puesto más pálida que una muerta y das diente con diente. Si estás enferma yo te curaré, yo misma. Desde hoy tienes quien se interese por ti y te mime y te haga cariños.... No seré yo sola, pues Pablo te estima… me lo ha dicho. Los dos te querremos mucho, porque él y yo seremos como uno solo.... Desea verte. Figúrate si tendrá curiosidad quien nunca ha visto… pero no creas… como tiene tanto entendimiento y una imaginación que, según parece, le ha anticipado ciertas ideas que no poseen comúnmente los ciegos, desde el primer instante supo distinguir las cosas feas de las bonitas. Un pedazo de lacre encarnado le agradó mucho y un pedazo de carbón le pareció horrible. Admiró la hermosura del cielo y se estremeció con repugnancia al ver una rana. Todo lo que es bello le produce un entusiasmo que parece delirio: todo lo que es feo le causa horror y se pone a temblar como cuando tenemos mucho miedo. Yo no debí parecerle mal, porque exclamó al verme: «¡Ay, prima mía, qué hermosa eres! ¡Bendito sea Dios que me ha dado esta luz con que ahora te siento!»

La Nela tiró suavemente de la mano de Florentina y soltola después, cayendo al suelo como un cuerpo que pierde súbitamente la vida. Inclinose sobre ella la señorita, y con cariñosa voz le dijo:

–¿Qué tienes?… ¿Por qué me miras así?

Clavaba la huérfana sus ojos con terrible fijeza en el rostro de la Virgen Santísima; pero no brillaban, no, con expresión de rencor, sino con una como congoja suplicante, a la manera de la postrer mirada del moribundo que con los ojos pide misericordia a la imagen de Dios, creyéndola Dios mismo.

–Señora—murmuró la Nela—yo no la aborrezco a usted, no… no la aborrezco.... Al contrario, la quiero mucho, la adoro.

Diciéndolo, tomó el borde del vestido de Florentina, y llevándolo a sus secos labios lo besó ardientemente.

–¿Y quién puede creer que me aborreces?—dijo la de Penáguilas llena de confusión—. Ya sé que me quieres. Pero me das miedo… levántate.

–Yo la quiero a usted mucho, la adoro—repitió Marianela besando los pies de la señorita—pero no puedo, no puedo....

–¿Qué no puedes?… Levántate, por amor de Dios.

Florentina extendió sus brazos para levantarla; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela levatose de un salto, y poniéndose rápidamente a bastante distancia, exclamó bañada en lágrimas:

–No puedo, señorita mía, no puedo.

–¿Qué?… ¡por Dios y la Virgen!… ¿qué te pasa?

–No puedo ir allá.

Y señaló la casa de Aldeacorba, cuyo tejado se veía a lo lejos entre los árboles.

–¿Por qué?

–La Virgen Santísima lo sabe—replicó la Nela con cierta decisión—. Que la Virgen Santísima la bendiga a usted.

Haciendo una cruz con los dedos se los besó. Juraba. Florentina dio un paso hacia ella. María comprendiendo aquel movimiento de cariño, corrió velozmente hacia la señorita, y apoyando su cabeza en el seno de ella, murmuró entre gemidos:

–¡Por Dios!… ¡déme usted un abrazo!

Florentina la abrazó tiernamente. Entonces, apartándose con un movimiento, o mejor dicho, con un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o niña salvaje subió a un matorral cercano. La yerba parecía que se apartaba para darle paso.

–Nela, hermana mía—gritó con angustia Florentina.

–Adiós, niña de mis ojos—dijo la Nela mirándola por última vez.

Y desapareció entre el ramaje. Florentina sintió el ruido de la yerba, atendiendo a él como atiende el cazador a los pasos de la presa que se le escapa; después todo quedó en silencio y no se oía sino el sordo monólogo de la naturaleza campestre en mitad del día, un rumor que parece el susurro de nuestras propias ideas al extenderse irradiando por lo que nos rodea. Florentina estaba absorta, paralizada, muda, afligidísima, como el que ve desvanecerse la más risueña ilusión de su vida. No sabía qué pensar de aquel suceso, ni su bondad inmensa, que incapacitaba frecuentemente su discernimiento, podía explicárselo.

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