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Marianela

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Largo rato después hallábase en el mismo sitio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, las mejillas encendidas y los celestiales ojos mojados de llanto, cuando acertó a pasar Teodoro Golfín, que de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso venía. Grande fue el asombro del doctor al ver a la señorita sola y con aquel interesante aparato de pena y desconsuelo, que lejos de mermar su belleza, la acrecentaba.

–¿Qué tiene la niña?—exclamó con interés muy vivo—. ¿Qué es eso, Florentina?

–Una cosa terrible, Sr. D. Teodoro—replicó la señorita de Penáguilas, secando sus lágrimas—. Estoy pensando, estoy considerando qué cosas tan malas hay en el mundo.

–¿Y cuáles son esas cosas malas, señorita?… Donde está usted, ¿puede haber alguna?

–Cosas perversas; pero entre todas hay una que es la más perversa de todas.

–¿Cuál?

–La ingratitud, Sr. Golfín.

Y mirando tras de la cerca de zarzas y helechos dijo:

–Por allí se ha escapado.

Subió a lo más elevado del terreno para alcanzar a ver más lejos.

–No la distingo por ninguna parte.

–Ni yo—exclamó riendo el médico—. El señor D. Manuel me ha dicho que se dedica usted a la caza de mariposas. Efectivamente esas pícaras son muy ingratas al no dejarse coger por usted.

–No es eso.... Contaré a usted si va hacia Aldeacorba.

–No voy, sino que vengo, preciosa señorita; pero porque usted me cuente alguna cosa, cualquiera que sea, volveré con mucho gusto. Volvamos a Aldeacorba: ya soy todo oídos.

-XVIII-
La Nela se decide a partir

La Nela estuvo vagando sola todo el día, y por la noche rondó la casa de Aldeacorba, acercándose a ella todo lo que le era posible sin peligro de ser descubierta. Cuando sentía rumor de pasos alejábase prontamente como un ladrón. Bajó a la hondonada de la Terrible, cuyo pavoroso aspecto de cráter le agradaba en aquella ocasión, y después de discurrir por el fondo contemplando los gigantes de piedra que en su recinto se elevaban como personajes congregados en un circo, trepó a uno de ellos para descubrir las luces de Aldeacorba. Allí estaban, brillando en el borde de la mina, sobre la oscuridad del cielo y de la tierra. Después de mirarlas como si nunca en su vida hubiera visto luces, salió de la Terrible y subió hacia la Trascava. Antes de llegar a ella sintió pasos, detúvose, y al poco rato vio que por el sendero adelante venía con resuelto andar el señor de Celipín. Traía un pequeño lío pendiente de un palo puesto al hombro, y su marcha como su ademán demostraban firme resolución de no parar hasta medir con sus piernas toda la anchura de la tierra.

–Celipe… ¿a dónde vas?—le preguntó la Nela, deteniéndole.

–Nela… ¿tú por estos barrios?… Creíamos que estabas en casa de la señorita Florentina, comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas y bebiendo limonada con azucarillos. ¿Qué haces aquí?

–¿Y tú, a dónde vas?

–¿Ahora salimos con eso? ¿Para qué me lo preguntas si lo sabes?—replicó el chico, requiriendo el palo y el lío—. Bien sabes que voy a aprender mucho y a ganar dinero.... ¿No te dije que esta noche?… pues aquí me tienes, más contento que unas Pascuas, aunque algo triste, cuando pienso lo que padre y madre van a llorar.... Mira, Nela, la Virgen Santísima nos ha favorecido esta noche, porque padre y madre empezaron a roncar más pronto que otras veces, y yo, que ya tenía hecho el lío, me subí al ventanillo, y por el ventanillo me eché fuera… ¿Vienes tú o no vienes?

–Yo también voy—dijo la Nela con un movimiento repentino, asiendo el brazo del intrépido viajero.

–Tomaremos el tren, y en el tren iremos hasta donde podamos—dijo Celipín con generoso entusiasmo—. Y después pediremos limosna hasta llegar a los Madriles del Rey de España; y una vez que estemos en los Madriles del Rey de España, tú te pondrás a servir en una casa de marqueses y condeses y yo en otra, y así mientras yo estudie tú podrás aprender muchas finuras. ¡Córcholis!, de todo lo que yo vaya aprendiendo te iré enseñando a ti un poquillo, un poquillo nada más, porque las mujeres no necesitan tantas sabidurías como nosotros los señores médicos.

Antes de que Celipín acabara de hablar, los dos se habían puesto en camino, andando tan a prisa cual si estuvieran viendo ya las torres de los Madriles del Rey de España.

–Salgámonos del sendero—dijo Celipín, dando pruebas en aquella ocasión de un gran talento práctico—porque si nos ven nos echarán mano y nos darán un buen pie de paliza.

Pero la Nela soltó la mano de su compañero de aventuras, y sentándose en una piedra, murmuró tristemente:

–Yo no voy.

–Nela… ¡qué tonta eres! Tú no tienes como yo un corazón del tamaño de esas peñas de la Terrible—dijo Celipín con fanfarronería—. ¡Recórcholis!, ¿a qué tienes miedo? ¿Por qué no vienes?

–Yo… ¿para qué?

–¿No sabes que dijo D. Teodoro que los que nos criamos aquí nos volvemos piedras?… Yo no quiero ser una piedra, yo no.

–Yo… ¿para qué voy?—dijo la Nela con amargo desconsuelo—. Para ti es tiempo, para mí es tarde.

La Nela dejó caer la cabeza sobre su pecho y por largo rato permaneció insensible a la seductora verbosidad del futuro Hipócrates. Al ver que iba a franquear el lindero de aquella tierra donde había vivido y donde dormía su madre el eterno sueño, se sintió arrancada de su suelo natural. La hermosura del país, con cuyos accidentes se sentía unida por una especie de parentesco, la escasa felicidad que había gustado en él, la miseria misma, el recuerdo de su amito y de las gratas horas de paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los sentimientos de admiración o de simpatía, de amor o de gratitud que habían florecido en su alma en presencia de aquellas mismas flores, de aquellas mismas nubes, de aquellos árboles frondosos, de aquellas peñas rojas, y como asociados a la belleza, al desarrollo, a la marcha y a la constancia de aquellas mismas partes de la Naturaleza, eran otras tantas raíces morales, cuya violenta tirantez, al ser arrancadas, producíala vivísimo dolor.

–Yo no me voy—repitió.

Y Celipín hablaba, hablaba, cual si ya, subiendo milagrosamente hasta el pináculo de su carrera, perteneciese a todas las Academias creadas y por crear.

–¿Entonces vuelves a casa?—preguntole al ver que su elocuencia era tan inútil como la de aquellos centros oficiales del saber.

–No.

–¿Vas a la casa de Aldeacorba?

–Tampoco.

–Entonces ¿te vas al pueblo de la señorita Florentina?

–No, tampoco.

–Pues entonces ¡córcholis, recórcholis!, ¿a dónde vas?

La Nela no contestó nada: seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los pedazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que se acababa de caer y romperse.

–Pues entonces, Nela—dijo Celipín, fatigado de sus largos discursos—yo te dejo y me voy, porque pueden descubrirme.... ¿Quieres que te dé una peseta, por si se te ofrece algo esta noche?

–No, Celipín, no quiero nada.... Vete, tú serás hombre de provecho.... Pórtate bien y no te olvides de Socartes, ni de tus padres.

El viajero sintió una cosa impropia de varón tan formal y respetable, sintió que le venían ganas de llorar; mas sofocando aquella emoción importuna, dijo:

–¿Cómo me he de olvidar a Socartes?… Pues no faltaba más.... No me olvidaré de mis padres ni de ti, que me has ayudado a esto.... Adiós, Nelilla.... Siento pasos.

Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuán templada estaba su alma para afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que venía.

–Es Choto—dijo Nela temblando.

–Agur—murmuró Celipín, poniéndose en marcha.

Desapareció entre las sombras de la noche.

La geología había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre.

La Nela sintió escalofríos al verse acariciada por Choto. El generoso animal, después de saltar alrededor de ella, gruñendo con tanta expresión que faltaba muy poco para que sus gruñidos fuesen palabras, echó a correr con velocidad suma hacia Aldeacorba. Creeríase que corría tras una pieza de caza; pero al contrario de ciertos oradores, el buen Choto ladrando hablaba.

A la misma hora Teodoro Golfín salía de la casa de Penáguilas. Llegose a él Choto y le dijo atropelladamente no sabemos qué. Era como una brusca interpelación pronunciada entre los bufidos del cansancio y los ahogos del sentimiento. Golfín, que sabía muchas lenguas, era poco fuerte en la canina, y no hizo caso. Pero Choto dio unas cuarenta vueltas en torno de él, soltando de su espumante boca, unos al modo de insultos que después parecían voces cariñosas y después amenazas. Teodoro se detuvo entonces prestando atención al cuadrúpedo. Viendo Choto que se había hecho entender un poco, echó a correr en dirección contraria a la que llevaba Golfin. Este le siguió murmurando:—Pues vamos allá.

Choto regresó corriendo como para cerciorarse de que era seguido, y después volvió a alejarse. Como a cien metros de Aldeacorba Golfín creyó sentir una voz humana, que dijo:

–¿Qué quieres, Choto?

Al punto sospechó que era la Nela quien hablaba. Detuvo el paso, prestó atención colocándose a la sombra de una haya, y no tardó en descubrir una figura que, apartándose de la pared de piedra, andaba despacio. La sombra de las zarzas no permitía descubrirla bien. Despacito siguiola a bastante distancia, apartándose de la senda y andando sobre el césped para no hacer ruido. Indudablemente era ella. Conociola perfectamente cuando entró en terreno claro, donde no oscurecían el suelo árboles ni zarzas.

La Nela avanzó después más rápidamente. Al fin corría. Golfín corrió también. Después de un rato de esta desigual marcha, la Nela se sentó en una piedra. A sus pies se abría el cóncavo hueco de la Trascava, sombrío y espantoso en la oscuridad de la noche. Golfín esperó y con paso muy quedo acercose más. Choto estaba frente a la Nela, echado sobre los cuartos traseros, derechas las patas delanteras, y mirándola como una esfinge. La Nela miraba hacia abajo.... De pronto empezó a descender rápidamente, más bien resbalando que corriendo. Como un león se abalanzó Teodoro a la sima, gritando con voz de gigante:

 

–¡Nela! ¡Nela!

Miró y no vio nada en la negra boca. Oía, sí, los gruñidos de Choto que corría por la vertiente en derredor, describiendo espirales, cual si le arrastrara un líquido tragado por la espantosa sima. Trató de bajar Teodoro y dio algunos pasos cautelosamente. Volvió a gritar, y una voz le contestó desde abajo:—Señor....

–Sube al momento.

No recibió contestación.

–¡Que subas!

Al poco rato dibujose la figura de la vagabunda en lo más hondo que se podía ver del horrible embudo. Choto, después de husmear el tragadero de la Trascava, subía describiendo las mismas espirales. La Nela subía también, pero muy despacio. Detúvose, y entonces se oyó su voz que decía débilmente:—¿Señor?…

–Que subas te digo.... ¿Qué haces ahí?

La Nela subió otro poco.

–Sube pronto… tengo que decirte una cosa.

–¿Una cosa?…

–Una cosa, sí; una cosa tengo que decirte.

La Nela subió y Teodoro no se creyó triunfante hasta que pudo asir fuertemente su mano para llevarla consigo.

-XIX-
Domesticación

Anduvieron breve rato los dos sin decir nada. Teodoro Golfín, con ser sabio, discreto y locuaz, sentíase igualmente torpe que la Nela, ignorante de suyo y muy lacónica por costumbre. Seguíale sin hacer resistencia, y él acomodaba su paso al de la mujer-niña, como hombre que lleva un chico a la escuela. En cierto paraje del camino donde había tres enormes piedras blanquecinas y carcomidas que parecían huesos de gigantescos animales, el doctor se sentó, y poniendo delante de sí en pie a la Nela, como quien va a pedir cuentas de travesuras graves, tomole ambas manos y seriamente le dijo:

–¿Qué ibas a hacer allí?

–¿Yo… dónde?

–Allí. Bien comprendes lo que quiero decirte. Responde claramente, como se responde a un confesor o a un padre.

–Yo no tengo padre—replicó la Nela con ligero acento de rebeldía.

–Es verdad; pero figúrate que lo soy yo, y responde. ¿Qué ibas a hacer allí?

–Allí está mi madre—le fue respondido de una manera hosca.

–Tu madre ha muerto. ¿Tú no sabes que los que se han muerto están en el otro mundo o no están en ninguna parte?

–Está allí—afirmó la Nela con aplomo, volviendo tristemente los ojos al punto indicado.

–Y tú pensabas ir con ella, ¿no es eso?, es decir, que pensabas quitarte la vida.

–Sí, señor; eso mismo.

–¿Y tú no sabes que tu madre cometió un gran crimen al darse la muerte y que tú cometerías otro igual imitándola? ¿A ti no te han enseñado esto?

–No me acuerdo de si me han enseñado tal cosa. Si yo me quiero matar ¿quién me lo puede impedir?

–Pero tú misma, sin auxilio de nadie, ¿no comprendes que a Dios no puede agradar que nos quitemos la vida?… ¡Pobre criatura abandonada a tus sentimientos naturales sin instrucción, ni religión, sin ninguna influencia afectuosa y desinteresada que te guíe!… ¿Qué ideas tienes de Dios, de la otra vida, del morir?… ¿De dónde has sacado que tu madre está allí?… ¿A unos cuantos huesos sin vida, llamas tu madre?… ¿Crees que ella sigue viviendo, pensando y amándote dentro de esa caverna? ¿Nadie te ha dicho que las almas una vez que sueltan su cuerpo jamás vuelven a él? ¿Ignoras que las sepulturas, de cualquier forma que sean, no encierran más que polvo, descomposición y miseria?… ¿Cómo te figuras tú a Dios? ¿Como un señor muy serio que está allá arriba con los brazos cruzados, dispuesto a tolerar que juguemos con nuestra vida y a que en lugar suyo pongamos espíritus, duendes y fantasmas que nosotros mismos hacemos?… Tu amo, que es tan discreto, ¿no te ha dicho jamás estas cosas?

–Sí me las ha dicho; pero como ya no me las ha de decir....

–Pero como ya no te las ha de decir ¿atentas a tu vida? Dime, tonta, arrojándote a ese agujero ¿qué bien pensabas tú alcanzar?, ¿pensabas estar mejor?

–Sí, señor.

–¿Cómo?

–No sintiendo nada de lo que ahora siento, sino otras cosas mejores, y juntándome con mi madre.

–Veo que eres más tonta que hecha de encargo—dijo Golfín riendo—. Ahora vas a ser franca conmigo. ¿Tú me quieres mal?

–No, señor, yo no quiero mal a nadie, y menos a usted que ha sido tan bueno conmigo y que ha dado la vista a mi amo.

–Bien: pero eso no basta: yo no sólo deseo que me quieras bien, sino que tengas confianza en mí, y me confíes tus cosillas. A ti te pasan cosillas muy curiosas, picarona, y todas me las vas a decir, todas. Verás como no te pesa; verás como soy un buen confesor.

La Nela sonrió con tristeza. Después bajó la cabeza, y doblándose sus piernas, cayó de rodillas.

–No, tonta, así estás mal. Siéntate junto a mí; ven acá—dijo Golfín cariñosamente sentándola a su lado—. Se me figura que estabas rabiando por encontrar una persona a quien poder decirle tus secretos. ¿No es verdad? ¡Y no hallabas ninguna! Efectivamente estás demasiado sola en el mundo.... Vamos a ver, Nela, dime ante todo, ¿por qué… pon mucha atención… por qué se te puso en la cabeza quitarte la vida?

La Nela no contestó nada.

–Yo te conocí gozosa y al parecer satisfecha de la vida, hace algunos días. ¿Por qué de la noche a la mañana te has vuelto loca?…

–Quería ir con mi madre—repuso la Nela, después de vacilar un instante—. No quería vivir más. Yo no sirvo para nada. ¿De qué sirvo yo? ¿No vale más que me muera? Si Dios no quiere que me muera, me moriré yo misma por mi misma voluntad.

–Esa idea de que no sirves para nada es causa de grandes desgracias para ti, ¡infeliz criatura! ¡Maldito sea el que te la inculcó o los que te la inculcaron, porque son muchos!… Todos son igualmente responsables del abandono, de la soledad y de la ignorancia en que has vivido. ¡Que no sirves para nada! ¡Sabe Dios lo que hubieras sido tú en otras manos! Eres una personilla delicada, muy delicada, quizás de inmenso valor; pero ¡qué demonio!, pon un arpa en manos toscas… ¿qué harán?, romperla.... Porque tu constitución débil no te permita romper piedra y arrastrar tierra como esas bestias en forma humana que se llaman Mariuca y Pepina, ¿se ha de afirmar que no sirves para nada? ¿Acaso hemos nacido para trabajar como los animales?… ¿No tendrás tú inteligencia, no tendrás tú sensibilidad, no tendrás mil dotes preciosas que nadie ha sabido cultivar? No: tú sirves para algo, aún podrás servir para mucho si encuentras una mano hábil que te sepa manejar.

La Nela, profundamente impresionada con estas palabras, que entendió por intuición, fijaba sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente de Teodoro Golfín. Asombro y reconocimiento llenaban su alma.

–Pero en ti no hay un misterio solo—añadió el león negro—. Ahora se te ha presentado la ocasión más preciosa para salir de tu miserable abandono, y la has rechazado. Florentina, que es un ángel de Dios, ha querido hacer de ti una amiga y una hermana; no conozco un ejemplo de virtud y de bondad como las suyas… ¿y tú qué has hecho?… huir de ella como una salvaje.... ¿Es esto ingratitud o algún otro sentimiento que no comprendemos?

–No, no, no—replicó la Nela con aflicción—yo no soy ingrata. Yo adoro a la señorita Florentina.... Me parece que no es de carne y hueso como nosotros y que no merezco ni siquiera mirarla....

–Pues, hija, eso podrá ser verdad, pero tu comportamiento no quiere decir sino que eres ingrata, muy ingrata.

–No, no soy ingrata—exclamó la Nela, ahogada por los sollozos—. Bien me lo temía yo… sí, me lo temía… yo sospechaba que me creerían ingrata, y esto es lo único que me ponía triste cuando me iba a matar.... Como soy tan bruta, no supe pedir perdón a la señorita por mi fuga, ni supe explicarle nada....

–Yo te reconciliaré con la señorita… yo, si tú no quieres verla más, me encargo de decirle y de probarle que no eres ingrata. Ahora descúbreme tu corazón y dime todo lo que sientes y la causa de tu desesperación. Por grande que sea el abandono en que una criatura viva, por grande que sean su miseria y su soledad, no se arranca la vida sino cuando hay un motivo muy poderoso para aborrecerla.

–Sí, señor, eso mismo pienso yo.

–¿Y tú la aborreces?…

Nela estuvo callada un momento. Después cruzando los brazos, dijo con vehemencia:

–No, señor, yo no la aborrezco, sino que la deseo.

–¡A buena parte ibas a buscarla!

–Yo creo que después que uno se muere tiene todo lo que aquí no puede conseguir.... Si no, ¿por qué nos está llamando la muerte a todas horas? Yo tengo sueños, y soñando veo felices y contentos a todos los que se han muerto.

–¿Tú crees en lo que sueñas?

–Sí, señor. Y miro los árboles y las peñas que estoy acostumbrada a ver desde que nací, y en su cara....

–¡Hola, hola!… ¿también los árboles y las peñas tienen cara?…

–Sí, señor.... Para mí todas las cosas hermosas ven y hablan.... Por eso cuando todas me han dicho: «ven con nosotras; muérete y vivirás sin pena»…

¡Qué lástima de fantasía!—murmuró Golfín—. Alma enteramente pagana.

Y luego añadió en voz alta:

–Si deseas la vida, ¿por qué no aceptaste lo que Florentina te ofrecía? Vuelvo al mismo tema.

–Porque… porque… porque la señorita Florentina no me ofrecía sino la muerte—dijo la Nela con energía.

–¡Qué mal juzgas su caridad! Hay seres tan infelices que prefieren la vida vagabunda y miserable, a la dignidad que poseen las personas de un orden superior. Tú te has acostumbrado a la vida salvaje en contacto directo con la Naturaleza, y prefieres esta libertad grosera a los afectos más dulces de una familia. ¿Has sido tú feliz en esta vida?

–Empezaba a serlo....

–¿Y cuándo dejaste de serlo?

Después de larga pausa, la Nela contestó:

–Cuando usted vino.

–¡Yo!… ¿Qué males he traído?

–Ninguno: no ha traído sino grandes bienes.

–Yo he devuelto la vista a tu amo—dijo Golfín, observando con atención de fisiólogo el semblante de la Nela—. ¿No me agradeces esto?

–Mucho, sí, señor; mucho—replicó ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas.

Golfín sin dejar de observarla, ni perder el más ligero síntoma facial que pudiera servir para conocer los sentimientos de la mujer—niña, habló así:

–Tu amo me ha dicho que te quiere mucho. Cuando era ciego, lo mismo que después que tiene vista, no ha hecho más que preguntar por la Nela. Se conoce que para él todo el Universo está ocupado por una sola persona, la Nela; que la luz que se le ha permitido gozar no sirve para nada, si no sirve para ver a la Nela.

–¡Para ver a la Nela!, ¡pues no verá a la Nela!… ¡la Nela no se dejará ver!—exclamó ella con brío.

–¿Y por qué?

–Porque es muy fea.... Se puede querer a la hija de la Canela cuando se tienen los ojos cerrados; pero cuando se abren los ojos y se ve a la señorita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela.

–Quién sabe....

–No puede ser.... No puede ser—afirmó la vagabunda con la mayor energía.

–Eso es un capricho tuyo.... No puedes decir si agradas o no a tu amo mientras no lo pruebes. Yo te llevaré a la casa....

–¡No quiero, que no quiero!, gritó ella levantándose de un salto, y poniéndose frente a Teodoro, que se quedó absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, señales ambas cosas de un carácter decidido.

–Tranquilízate, ven acá—le dijo con dulzura—. Hablaremos.... Es verdad que no eres muy bonita… pero no es propio de una joven discreta apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un amor propio excesivo, mujer.

Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto como lo estaba en su tema, pronunció solemnemente esta sentencia:

–No debe haber cosas feas.... Ninguna cosa fea debe vivir.

–Pues mira, hijita, si todos los feos tuviéramos la obligación de quitarnos de en medio, ¡cuán despoblado se quedaría el mundo! ¡Pobre y desgraciada tontuela! Esa idea que me has dicho no es nueva. Tuviéronla personas que vivieron hace siglos, personas de fantasía como tú, que vivían en la Naturaleza como tú, y que como tú carecían de cierta luz que a ti te falta por tu ignorancia y abandono, y a ellas porque aún esa luz no había venido al mundo.... Es preciso que te cures de esa manía; es preciso que te hagas cargo de que hay una porción de dones más estimables que el de la hermosura, dones del alma que ni son ajados por el tiempo, ni están sujetos al capricho de los ojos. Búscalos en tu alma y los encontrarás. No te pasará lo que con tu hermosura, que por mucho que en el espejo la busques, jamás la hallarás. Busca aquellos dones preciosos, cultívalos, y cuando los veas bien grandes y florecidos, no temas; ese afán que sientes se calmará. Entonces te sobrepondrás fácilmente a la situación desairada en que te ves, y elevándote tendrás una hermosura que no admirarán quizás los ojos, pero que a ti misma te servirá de recreo y orgullo.

 

Estas sensatas palabras o no fueron entendidas o no fueron aceptadas por la Nela, que, ocultándose otra vez junto a Golfín, le miraba atentamente. Sus ojos pequeñitos, que a los más hermosos ganaban en elocuencia, parecían decir:—¿Pero a qué viene todas esas sabidurías, señor pedante?

–Aquí—continuó Golfín, gozando extremadamente con aquel asunto, y dándole a pesar suyo un tono de tesis psicológica—hay una cuestión principal y es....

La Nela le había adivinado y se cubrió el rostro con las manos.

–No tiene nada de extraño; al contrario, es muy natural lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, imaginativo; has llevado con tu amo la vida libre y poética de la Naturaleza siempre juntos, en inocente intimidad. Él es discreto hasta no más, y guapo como una estatua.... Parece la belleza ciega hecha para recreo de los que tienen vista. Además su bondad y la grandeza de su corazón cautivan y enamoran. No es extraño que te haya cautivado a ti, que eres niña casi mujer, o una mujer que parece niña. ¿Le quieres mucho, le quieres más que a todas las cosas de este mundo?…

–Sí, sí, señor—repuso la chicuela sollozando.

–¿No puedes soportar la idea de que te deje de querer?

–No, no, señor.

–Él te ha dicho palabras amorosas y te ha hecho juramentos....

–¡Oh!, sí, sí, señor. Me dijo que yo sería su compañera por toda la vida, y yo lo creí…

–¿Por qué no ha de ser verdad?…

–Me dijo que no podría vivir sin mí, y que aunque tuviera vista me querría mucho siempre. Yo estaba contenta, y mi fealdad, mi pequeñez y mi facha ridícula no me importaban, porque él no podía verme, y allá en sus tinieblas me tenía por bonita.... Pero después....

–Después…—murmuró Golfín traspasado de compasión—. Ya veo que yo tengo la culpa de todo.

–La culpa no… porque usted ha hecho una buena obra. Usted es muy bueno.... Es un bien que él haya sanado de sus ojos.... Yo me digo a mí misma que es un bien… pero después de esto, yo debo quitarme de en medio… porque él verá a la señorita Florentina y la comparará conmigo… y la señorita Florentina es como los ángeles, y yo… compararme con ella es como si un pedazo de espejo roto se comparara con el sol.... ¿Para qué sirvo yo? Yo soñé que no debía haber nacido, ¿para qué nací?… ¡Dios se equivocó!, hízome una cara fea, un cuerpecillo chico y un corazón muy grande, ¿de qué me sirve este corazón muy grande? De tormento nada más. ¡Ay!, si yo no le sujetara, él se empeñaría en aborrecer mucho; pero el aborrecimiento no me gusta, yo no sé aborrecer, y antes que llegar a saber lo que es eso, quiero enterrar mi corazón para que no me atormente más.

–Te atormenta con los celos, con el sentimiento de verte humillada. ¡Ay! Nela, tu soledad es grande. No puede salvarte ni el saber que no posees, ni la familia que te falta, ni el trabajo que desconoces. Dime, la protección de la señorita Florentina ¿qué sentimientos ha despertado en ti?…

–¡Miedo!… ¡vergüenza!—exclamó la Nela con temor, abriendo mucho sus ojuelos—. ¡Vivir con ellos, viéndoles a todas horas… porque se casarán, el corazón me ha dicho que se casarán; yo he soñado que se casarán!…

–Pero Florentina es muy buena, te amaría mucho....

–Yo la quiero también; pero no en Aldeacorba—dijo la de la Canela con exaltación y desvarío—. Ha venido a quitarme lo que es mío… porque era mío, sí, señor.... Florentina es como la Virgen María… yo le rezaría, sí, señor, le rezaría; pero no quiero que me quite lo que es mío… y me lo quitará, ya me lo ha quitado.... ¿A dónde voy yo ahora, qué soy, ni de qué valgo? Todo lo perdí, todo, y quiero irme con mi madre.

La Nela dio algunos pasos; pero Golfín, como fiera que echa la zarpa, la detuvo fuertemente por la muñeca. Haciendo esto observó el agitado pulso de la vagabunda.

–Ven acá—le dijo—. Desde este momento, que quieras que no, te hago mi esclava. Eres mía y no has de hacer sino lo que yo te mande. ¡Pobre criatura, formada de sensibilidad ardiente, de imaginación viva, de candidez y de superstición, eres una admirable persona nacida para todo lo bueno; pero desvirtuada por el estado salvaje en que has vivido, por el abandono y la falta de instrucción, pues careces hasta de la más elemental! ¡En qué donosa sociedad vivimos, que se olvida hasta este punto de sus deberes y deja perder de este modo un ser preciosísimo!… Ven acá, que no has de separar de mí; te tomo, te cazo, esa es la palabra, te cazo con trampa en medio de los bosques, fierecita silvestre, y voy a ensayar en ti un sistema de educación.... Veremos si sé tallar este hermoso diamante.... ¡Ah!, ¡cuántas cosas ignoras! Yo te descubriré un nuevo mundo en tu alma, te haré ver mil asombrosas maravillas que hasta ahora no has conocido, aunque de todas ellas has de tener tú una idea confusa, una idea vaga. ¿No sientes en tu pobre alma?… ¿cómo te lo diré?, el brotecillo, el pimpollo de una virtud que es la más preciosa y la madre de todas, la humildad, una virtud por la cual gozamos extraordinariamente ¡mira tú qué cosa tan rara!, al vernos inferiores a los demás? Gozamos, sí, al ver que otros están por encima de nosotros. ¿No sientes también la abnegación, por la cual nos complacemos en sacrificarnos por los demás y hacernos pequeñitos para que los demás sean grandes? Tú aprenderás esto, aprenderás a poner tu fealdad a los pies de la hermosura, a contemplar con serenidad y alegría los triunfos ajenos, a cargar de cadenas ese gran corazón tuyo, sometiéndolo por completo, para que jamás vuelva a sentir envidia ni despecho, para que ame a todos por igual, poniendo por encima de todos a los que te han causado daño.

«Entonces serás lo que debes ser por tu natural condición y por las cualidades que posees desde el nacer. ¡Infeliz!, has nacido en medio de una sociedad cristiana, y ni siquiera eres cristiana; vive tu alma en aquel estado de naturalismo poético, sí, esa es la palabra y te la digo aunque no la entiendas… en aquel estado en que vivieron pueblos de que apenas queda memoria. Los sentidos y las pasiones te gobiernan, y la forma es uno de tus dioses más queridos. Para ti han pasado en vano diez y ocho siglos consagrados a la sublimación del espíritu. Y esta sociedad egoísta que ha permitido tal abandono, ¿qué nombre merece? Te ha dejado crecer en la soledad de unas minas, sin enseñarte una letra, sin hacerte conocer las conquistas más preciosas de la inteligencia, las verdades más elementales que hoy gobiernan al mundo; ni siquiera te ha llevado a una de esas escuelas de primeras letras, donde no se aprende casi nada; ni siquiera te ha dado la imperfectísima instrucción religiosa de que ella se envanece. Apenas has visto una iglesia más que para presenciar ceremonias que no te han explicado; apenas sabes recitar una oración que no entiendes; no sabes nada del mundo, ni de Dios, ni del alma.... Pero todo lo sabrás; tú serás otra, dejarás de ser la Nela, yo te lo prometo, para ser una señorita de mérito, una mujer de bien.»

No puede afirmarse que la Nela entendiera el anterior discurso, pronunciado por Golfín con tal vehemencia y brío que olvidó un instante la persona con quien hablaba. Pero la vagabunda sentía una fascinación extraña, y las ideas de aquel hombre penetraban dulcemente en su alma hallando fácil asiento en ella. Parece que se efectuaba sobre la tosca muchacha el potente y fatal dominio que la inteligencia superior ejerce sobre la inferior. Triste y silenciosa recostó su cabeza sobre el hombro de Teodoro.

–Vamos allá—dijo este súbitamente.

La Nela tembló toda. Golfín observó el sudor de su frente, el glacial frío de sus manos, la violencia de su pulso; pero lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia física, afirmose más en ella, repitiendo:

–Vamos, vamos; aquí hace frío.

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