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-X-
Historia de dos hijos del pueblo

—Aquí tienes, querida Sofía—dijo Teodoro—un hombre que sirve para todo. Este es el resultado de nuestra educación, ¿verdad, Carlos? Como no hemos sido criados con mimos; como desde nuestra más tierna infancia nos acostumbramos a la idea de que no había nadie inferior a nosotros.... Los hombres que se forman solos, como nosotros nos formamos; los que, sin ayuda de nadie, ni más amparo que su voluntad y noble ambición, han logrado salir triunfantes en la lucha por la existencia… sí ¡demonio!, estos son los únicos que saben cómo se ha de tratar a un menesteroso. No te cuento diversos hechos de mi vida, atañederos a esto del prójimo como a ti mismo, por no caer en el feo pecado de la propia alabanza y por temor de causar envidia a tus rifas y a tus bailoteos filantrópicos. Quédese esto aquí.

–Cuéntalos, cuéntalos otra vez, Teodoro.

–No, no… todo eso debe callarse; así lo manda la modestia. Confieso que no poseo en alto grado esta virtud preciosa; yo no carezco de vanidades, y entre ellas tengo la vanidad de haber sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi hermanito Carlos y dormir con él en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin familia. Yo no sé qué extraordinario rayo de energía y de voluntad vibró dentro de mí. Tuve una inspiración. Comprendí que delante de nuestros pasos se abrían dos sendas: la del presidio, la de la gloria. Cargué en mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que hoy cargo a la Nela, y dije: «Padre nuestro que estás en los cielos, sálvanos»… Ello es que nos salvamos. Yo aprendí a leer y enseñé a leer a mi hermano. Yo serví a diversos amos, que me daban de comer y me permitían ir a la escuela. Yo guardaba mis propinas; yo compré una hucha.... Yo reuní para comprar libros.... Yo no sé cómo entré en los Escolapios; pero ello es que entré, mientras mi hermano se ganaba su pan haciendo recados en una tienda de ultramarinos....

–¡Qué cosas tienes!—exclamó Sofía muy desazonada, porque no gustaba de oír aquel tema—. Y yo me pregunto: ¿a qué viene el recordar tales niñerías? Además, tú las exageras mucho.

–No exagero nada—dijo Teodoro, con brío—. Señora, oiga usted y calle.... Voy a poner cátedra de esto.... Oíganme todos los pobres, todos los desamparados, todos los niños perdidos.... Yo entré en los Escolapios como Dios quiso; yo aprendí como Dios quiso.... Un bendito padre diome buenos consejos y me ayudó con sus limosnas.... Sentí afición a la medicina.... ¿Cómo estudiarla sin dejar de trabajar para comer? ¡Problema terrible!… Querido Carlos, ¿te acuerdas de cuando entramos los dos a pedir trabajo en una barbería de la antigua calle de Cofreros?… Nunca habíamos cogido una navaja en la mano; pero era preciso ganarse el pan afeitando.... Al principio ayudábamos… ¿te acuerdas, Carlos?… Después empuñamos aquellos nobles instrumentos.... La flebotomía fue nuestra salvación. Yo empecé a estudiar la anatomía. ¡Ciencia admirable, divina! Tanto era el trabajo escolástico, que tuve que abandonar la barbería de aquel famoso maestro Cayetano.... El día en que me despedí, él lloraba.... Diome dos duros y su mujer me obsequió con unos pantalones viejos de su esposo.... Entré a servir de ayuda de cámara. Dios me protegía dándome siempre buenos amos. Mi afición al estudio interesó a aquellos benditos señores, que me dejaban libre todo el tiempo que podían. Yo velaba estudiando. Yo estudiaba durmiendo. Yo deliraba, y limpiando la ropa repasaba en la memoria las piezas del esqueleto humano.... Me acuerdo que el cepillar la ropa de mi amo me servía para estudiar la miología.... Limpiando una manga, decía: «músculo deltoides, bíceps, gran supinador, cubital», y en los pantalones: «músculos glúteos, psoas, gemelos, tibial, etc…» En aquella casa dábanme sobras de comida, que yo llevaba a mi hermano, habitante en casa de unos dignos ropavejeros. ¿Te acuerdas, Carlos?

–Me acuerdo—dijo Carlos con emoción—. Y gracias que encontré quien me diera casa por un pequeño servicio de llevar cuentas. Luego tuve la dicha de tropezar con aquel coronel retirado, que me enseñó las matemáticas elementales.

–Bueno: no hay guiñapo que no saquen ustedes hoy a la calle—observó Sofía.

–Mi hermano me pedía pan—añadió Teodoro—y yo le respondía: «¿Pan has dicho?, toma matemáticas…» Un día mi amo me dio entradas para el teatro de la Cruz; llevé a mi hermano y nos divertimos mucho; pero Carlos cogió una pulmonía.... ¡Obstáculo terrible, inmenso! Esto era recibir un balazo al principio de la acción.... Pero no, ¿quién desmaya?, adelante… a curarle se ha dicho. Un profesor de la Facultad, que me había tomado gran cariño, se prestó a curarle.

–Fue milagro de Dios que me salvara en aquel cuchitril inmundo, almacén de trapo viejo, de hierro viejo y de cuero viejo.

–Dios estaba con nosotros… bien claro se veía.... Habíase puesto de nuestra parte.... ¡Oh, bien sabía yo a quién me arrimaba!—prosiguió Teodoro, con aquella elocuencia nerviosa, rápida, ardiente, que era tan suya como las melenas negras y la cabeza de león—. Para que mi hermano tuviera medicinas fue preciso que yo me quedara sin ropa. No pueden andar juntas la farmacopea y la indumentaria. Receta tras receta, el enfermo consumió mi capa, después mi levita… mis calzones se convirtieron en píldoras.... Pero mis amos no me abandonaban… volví a tener ropa y mi hermano salió a la calle. El médico me dijo: «que vaya a convalecer al campo…» Yo medité… ¿Campo dijiste? Que vaya a la escuela de Minas. Mi hermano era gran matemático. Yo le enseñé la química… pronto se aficionó a los pedruscos, y antes de entrar en la escuela, ya salía al campo de San Isidro a recoger guijarros.... Yo seguía adelante en mi navegación por entre olas y huracanes.... Cada día era más médico. Un famoso operador me tomó por ayudante; dejé de ser criado.... Empecé a servir a la ciencia… mi amo cayó enfermo; asistile como una hermana de la Caridad.... Murió, dejándome un legado… ¡cosa graciosa! Consistía en un bastón, una máquina para hacer cigarrillos, un cuerno de caza y cuatro mil reales en dinero. ¡Una fortuna!… Mi hermano tuvo libros, yo ropa, y cuando me vestí de gente, empecé a tener enfermos. Parece que la humanidad perdía la salud sólo por darme trabajo.... ¡Adelante, siempre adelante!… Pasaron años, años… al fin vi desde lejos el puerto de refugio después de grandes tormentas.... Mi hermano y yo bogábamos sin gran trabajo… ya no estábamos tristes.... Dios sonreía dentro de nosotros. ¡Bien por los Golfines!… Dios les había dado la mano. Yo empecé a estudiar los ojos y en poco tiempo dominé la catarata; pero yo quería más.... Gané algún dinero; pero mi hermano consumía bastante.... Al fin Carlos salió de la escuela… ¡Vivan los hombres valientes!… Después de dejarle colocado en Riotinto, con un buen sueldo, me marché a América. Yo había sido una especie de Colón, el Colón del trabajo; y una especie de Hernán Cortés; yo había descubierto en mí un Nuevo Mundo, y después de descubrirlo, lo había conquistado.

–Alábate, pandero—dijo Sofía riendo.

–Si hay héroes en el mundo, tú eres uno de ellos—afirmó Carlos, demostrando gran admiración por su hermano.

–Prepárese usted ahora, señor semi-Dios—dijo Sofía—a coronar todas sus hazañas haciendo un milagro, que milagro será dar la vista a un ciego de nacimiento.... Mira, allí sale D. Francisco a recibirnos.

Avanzando por lo alto del cerro que limita las minas del lado de Poniente, habían llegado a Aldeacorba y a la casa del señor de Penáguilas, que echándose el chaquetón a toda prisa, salió al encuentro de sus amigos. Caía la tarde.

-XI-
El patriarca de Aldeacorba

—Ya la están ordeñando—dijo antes de saludarles—. Supongo que todos tomarán leche. ¿Cómo va ese valor, doña Sofía?… ¿Y usted, D. Teodoro?… ¡Buena carga se ha echado a cuestas! ¿Qué tiene María Canela?… una patita mala. ¿De cuándo acá gastamos esos mimos?

Entraron todos en el patio de la casa. Oíanse los graves mugidos de las vacas que acababan de entrar en el establo, y este rumor, unido al grato aroma campesino del heno que los mozos subían al pajar, recreaba dulcemente los sentidos y el ánimo.

El médico sentó a la Nela en un banco de piedra en un banco de piedra, y ella, paralizada por el respeto, no se atrevía a hacer movimiento alguno y miraba a su bienhechor con asombro.

–¿En dónde está Pablo?—preguntó el ingeniero.

–Acaba de bajar a la huerta—replicó el señor de Penáguilas, ofreciendo una rústica silla a Sofía—. Mira, Nela, ve y acompáñale.

–No, no quiero que ande todavía—objetó Teodoro, deteniéndola—. Además va a tomar leche con nosotros.

–¿No quiere usted ver a mi hijo esta tarde?—preguntó el señor de Penáguilas.

–Con el examen de ayer me basta—replicó Golfín—. Puede hacerse la operación.

–¿Con éxito?

–¡Ah! ¡Con éxito!… eso no se puede decir. ¡Cuán gran placer sería para mí dar la vista a quien tanto la merece! Su hijo de usted posee una inteligencia de primer orden, una fantasía superior, una bondad exquisita. Su absoluto desconocimiento del mundo visible hace resaltar más aquellas grandiosas cualidades… se nos presentan solas, admirablemente sencillas, con todo el candor y el encanto de las grandes creaciones de la Naturaleza, donde no ha entrado el arte de los hombres. En él todo es idealismo, un idealismo grandioso, enormemente bello. Es como un yacimiento colosal, como el mármol en las canteras.... No conoce la realidad… vive la vida interior, la vida de ilusión pura.... ¡Oh! ¡Si pudiéramos darle vista!… A veces me digo: «si al darle la vista le convertiremos de ángel en hombre…» Problema y duda tenemos aquí… Pero hagámosle hombre; ese es el deber de la ciencia; traigámosle del mundo de las ilusiones a la esfera de la realidad, y entonces, dado su poderoso pensar, será verdaderamente inteligente y discreto; entonces sus ideas serán exactas y tendrá el don precioso de apreciar en su verdadero valor todas las cosas.

 

Sacaron los vasos de leche blanca, espumosa, tibia, rebosando de los bordes con hirviente oleada. Ofreció Penáguilas el primero a Sofía, y los caballeros se apoderaron de los otros dos. Teodoro Golfín dio el suyo a la Nela, que abrumada de vergüenza se negaba a tomarlo.

–Vamos, mujer—dijo Sofía—no seas mal criada: toma lo que te dan.

–Otro vaso para el Sr. D. Teodoro—dijo D. Francisco al criado.

Oyose enseguida el rumorcillo de los menudos chorros que salían de la estrujada ubre.

–Y tendrá la apreciación justa de todas las cosas—dijo D. Francisco, repitiendo esta frase del doctor, la cual había hecho no poca impresión en su espíritu—. Ha dicho usted, señor D. Teodoro, una cosa admirable. Y ya que de esto hablamos, quiero confiarle las inquietudes que hace días tengo. Sentareme también.

Acomodose D. Francisco en un banco que a la mano tenía. Teodoro, Carlos y Sofía se habían sentado en sillas traídas de la casa, y la Nela continuaba en el banco de piedra. La leche que acababa de tomar le había dejado un bigotillo blanco en su labio superior.

–Pues decía, Sr. D. Teodoro, que hace días me tiene inquieto el estado de exaltación en que se halla mi hijo: yo lo atribuyo a la esperanza que le hemos dado.... Pero hay más, hay más. Ya sabe usted que acostumbro leerle diversos libros. Creo que ha enardecido demasiado su pensamiento con mis lecturas, y que se ha desarrollado en él una cantidad de ideas superior a la capacidad del cerebro de un hombre que no ve. No sé si me explico bien.

–Perfectamente.

–Sus cavilaciones no acaban nunca. Yo me asombro de oírle y del meollo y agudeza de sus discursos. Creo que su sabiduría está llena de mil errores por la falta de método y por el desconocimiento del mundo visible.

–No puede ser de otra manera.

–Pero lo más raro es que, arrastrado por su imaginación potente, la cual es como un Hércules atado con cadenas dentro de un calabozo y que forcejea por romper hierros y muros....

–Muy bien, muy bien dicho.

–Su imaginación, digo, no puede contenerse en la oscuridad de sus sentidos, y viene a este nuestro mundo de luz y quiere suplir con sus atrevidas creaciones la falta de sentido de la vista. Pablo posee un espíritu de indagación asombroso; pero este espíritu de investigación es un valiente pájaro con las alas rotas. Hace días que está delirante, no duerme, y su afán de saber raya en locura. Quiere que a todas horas le lea libros nuevos, y a cada pausa hace las observaciones más agudas con una mezcla de candor que me hace reír. Afirma y sostiene grandes absurdos, y vaya usted a contradecirle.... Temo mucho que se me vuelva maniático; que se desquicie su cerebro.... ¡Si viera usted cuán triste y caviloso se me pone a veces!… Y coge un tema, y dale que le darás, no lo suelta en una semana. Hace días que no sale de un tema tan gracioso como original. Ha dado en sostener que la Nela es bonita.

Oyéronse risas, y la Nela se quedó como púrpura.

–¡Que la Nela es bonita!—exclamó Teodoro cariñosamente—. Pues sí que lo es.

–Ya lo creo, y ahora que tiene su bigote blanco—dijo Sofía.

–Pues sí que es guapa—repitió Teodoro, tomándole la cara—. Sofía, dame tu pañuelo.... Vamos, fuera ese bigote.

Teodoro devolvió a Sofía su pañuelo después de afeitar a la Nela. Díjole a esta D. Francisco que fuese a acompañar al ciego, y cojeando entró en la casa.

–Y cuando le contradigo—añadió el señor de Aldeacorba—mi hijo me contesta que el don de la vista quizás altere en mí ¡qué disparate más gracioso!, la verdad de las cosas.

–No le contradiga usted y suspenda por ahora absolutamente las lecturas. Durante algunos días ha de adoptar un régimen de tranquilidad absoluta. Hay que tratar al cerebro con grandes miramientos antes de emprender una operación de esta clase.

–Si Dios quiere que mi hijo vea—dijo el señor de Penáguilas con fervor—le tendré a usted por el más grande, por el más benéfico de los hombres. La oscuridad de sus ojos es la oscuridad de mi vida: esa sombra negra ha hecho tristes mis días, entenebreciéndome el bienestar material que poseo. Soy rico: ¿de qué me sirven mis riquezas? Nada de lo que él no pueda ver es agradable para mí. Hace un mes he recibido la noticia de haber heredado una gran fortuna… ya sabe usted, Sr. D. Carlos, que mi primo Faustino ha muerto en Matamoros. No tiene hijos; le heredamos mi hermano Manuel y yo.... Esto es echar margaritas a puercos, y no lo digo por mi hermano, que tiene una hija preciosa ya casadera; dígolo por este miserable que no puede hacer disfrutar a su único hijo las delicias honradas de una buena posición.

Siguió a estas palabras un largo silencio, sólo interrumpido por el cariñoso mugido de las vacas en el cercano establo.

–Para él—añadió el patriarca de Aldeacorba con profunda tristeza—no existe el goce del trabajo, que es el primero de todos los goces. No conociendo las bellezas de la Naturaleza, ¿qué significan para él la amenidad del campo ni las delicias de la agricultura? Yo no sé cómo Dios ha podido privar a un ser humano de admirar una res gorda, un árbol cuajado de peras, un prado verde, y de ver apilados los frutos de la tierra y de repartir su jornal a los trabajadores y de leer en el cielo el tiempo que ha de venir. Para él no existe más vida que una cavilación febril. Su vida solitaria ni aun tendrá el consuelo de la familia, porque cuando yo me muera ¿qué familia tendrá el pobre ciego? Ni él querrá casarse, ni habrá mujer de punto que con él se despose, a pesar de sus riquezas, ni yo le aconsejaré tampoco que tome estado. Así es que cuando el señor D. Teodoro me ha dado esperanza… he visto el cielo abierto; he visto una especie de Paraíso en la tierra… he visto un joven y alegre y sencillo matrimonio; he visto ángeles, nietecillos alrededor de mí; he visto mi sepultura embellecida con las flores de la infancia, con las tiernas caricias que aun después de mi última hora subsistirán acompañándome debajo de la tierra.... Ustedes no comprenden esto; no saben que mi hermano Manuel, que es más bueno que el buen pan, luego que ha tenido noticia de mis esperanzas, ha empezado a hacer cálculos y más cálculos.... Vean ustedes lo que me dice… (Sacó varias cartas que revolvió breve rato sin dar con la que buscaba)… En resumidas cuentas, él está loco de contento, y me ha dicho: «Casaré a mi Florentina con tu Pablito, y aquí tienes colocado a interés compuesto el medio millón de pesos del primo Faustino…» Me parece que veo a Manolo frotándose las manos y dando zancajos como es su costumbre cuando tiene una idea feliz. Les espero a él y a su hija de un momento a otro: vienen a pasar conmigo el 4 de octubre y a ver en qué para esta tentativa de dar luz a mi hijo....

Iba avanzando mansamente la noche y los cuatro personajes rodeábanse de una sombra apacible. La casa empezaba a humear, anunciando la grata cena de aldea. El patriarca, que parecía la expresión humana de aquella tranquilidad melancólica, volvió a tomar la palabra, diciendo:

–La felicidad de mi hermano y la mía dependen de que yo tenga un hijo que ofrecer por esposo a Florentina, que es tan guapa como la Madre de Dios, como la Virgen María Inmaculada según la pintan cuando viene el ángel a decirle: «el Señor es contigo…» Mi ciego no servirá para el caso… pero mi hijo Pablo con vista será la realidad de todos mis sueños y la bendición de Dios entrando en mi casa.

Callaron todos, hondamente impresionados por la relación tan patética como sencilla del bondadoso padre. Este llevó a sus ojos la mano basta y ruda, endurecida por el arado, y se limpió una lágrima:

–¿Qué dices tú a eso, Teodoro?—preguntó Carlos a su hermano.

–No digo más sino que he examinado a conciencia este caso, y que no encuentro motivos suficientes para decir: «no tiene cura», como han dicho los médicos famosos a quienes ha consultado nuestro amigo. Yo no aseguro la curación; pero no la creo imposible. El examen catóptrico que hice ayer no me indica lesión retiniana ni alteración de los nervios de la visión. Si la retina está bien, todo se reduce a quitar de en medio un tabique importuno.... El cristalino, volviéndose opaco y a veces duro como piedra, es el que nos hace estas picardías. Si todos los órganos desempeñaran su papel como les está mandado.... Pero allí, en esa república del ojo, hay muchos holgazanes que se atrofian....

–De modo que todo queda reducido a una simple catarata congénita—dijo el patriarca con afán.

–¡Oh, no, señor; si fuera eso sólo, seríamos felices! Bastaba decretar la cesantía de ese funcionario que tan mal cumple su obligación.... Le mandan que dé paso a la luz, y en vez de hacerlo, se congestiona, se altera, se endurece, se vuelve opaco como una pared. Hay algo más, Sr. D. Francisco. El iris tiene fisura. La pupila necesita que pongamos la mano en ella. Pero de todo eso me río yo, si cuando tome posesión de ese ojo por tanto tiempo dormido, entro en él y encuentro la coroides y la retina en buen estado. Si por el contrario después que aparte el cristalino, entro con la luz en mi nuevo palacio recién conquistado, y me encuentro con una amaurosis total.... Si fuera incompleta, habríamos ganado mucho; pero si es general.... Contra la muerte del aparato nervioso de la visión no podemos nada. Nos está prohibido meternos en las honduras de la vida.... ¿Qué hemos de hacer? Paciencia. El caso presente ha llamado extraordinariamente mi atención: hay síntomas de que los aposentos interiores no están mal. Su Majestad la retina se halla quizás dispuesta a recibir los rayos lumínicos que se le quieran presentar. Su Alteza el humor vítreo probablemente no tendrá novedad. Si la larguísima falta de ejercicio en sus funciones le ha producido algo de glaucoma… una especie de tristeza… ya trataremos de arreglarle. Todo estará muy bien allá en la cámara regia.... Pero pienso otra cosa. La fisura y la catarata permiten comúnmente que entre un poco de claridad, y nuestro ciego no percibe claridad alguna. Esto me ha hecho cavilar.... Verdad es que las capas corticales están muy opacas… los obstáculos que halla la luz son muy fuertes.... Allá veremos, D. Francisco. ¿Tiene usted valor?

–¿Valor? ¡Que si tengo valor!—exclamó don Francisco con cierto énfasis.

–Se necesita mucho valor para afrontar el caso siguiente....

–¿Cuál?

–Que su hijo de usted sufra una operación dolorosa, y después se quede tan ciego como antes.... Yo dije a usted: «La imposibilidad no está demostrada, ¿hago la operación?»

–Y yo respondí, y ahora respondo: «Hágase la operación, y cúmplase la voluntad de Dios. Adelante.»

–¡Adelante! Ha pronunciado usted mi palabra.

Levantose D. Francisco y estrechó entre sus dos manos la de Teodoro, tan parecida a la zarpa de un león.

–En este clima la operación puede hacerse en los primeros días de Octubre—dijo Golfín—. Mañana fijaremos el tratamiento a que debe sujetarse el paciente.... Y nos vamos, que se siente fresco en estas alturas.

Penáguilas ofreció a sus amigos casa y cena, mas no quisieron estos aceptar. Salieron todos, juntamente con la Nela, a quien Teodoro quiso llevar consigo, y también salió D. Francisco para hacerles compañía hasta el establecimiento.

Convidados del silencio y belleza de la noche, fueron departiendo sobre cosas agradables; unas relativas al rendimiento de las minas, otras a las cosechas del país. Cuando los Golfines entraron en su casa, volviose a la suya don Francisco solo y triste, andando despacio y con la vista fija en el suelo. Pensaba en los terribles días de ansiedad y de esperanza, de sobresalto y dudas que iban a venir. Por el camino encontró a Choto y ambos subieron lentamente la escalera de palo. La luna alumbraba bastante, y la sombra del patriarca subía delante de él quebrándose en los peldaños y haciendo como unos dobleces que saltaban de escalón en escalón. El perro iba a su lado. No teniendo D. Francisco otro ser a quien fiar los pensamientos que abrumaban su cerebro, dijo así:

–Choto, ¿qué sucederá?

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