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Marianela

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Tomó de la mano a la Nela. El dominio que sobre ella ejercía era ya tan grande, que la muchacha se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos. Después la Nela se detuvo y cayó de rodillas.



–¡Oh!, señor—exclamó con espanto—no me lleve usted.



Estaba pálida y descompuesta con señales de una espantosa alteración física y moral. Golfín le tiró del brazo. El cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia fuerza. Era preciso tirar de él como de un cuerpo muerto.



Hace días—dijo Golfín—que en este mismo sitio te llevé sobre mis hombros porque no podías andar. Esta noche será lo mismo.



Y la levantó en sus brazos. La ardiente respiración de la mujer—niña le quemaba el rostro. Iba decadente, roja y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces. Al llegar a la casa de Aldeacorba Golfín sintió que su carga se hacía menos pesada. La Nela erguía su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación; pero callaba.



Entró. Todo estaba en silencio. Una criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro condújole sin hacer ruido a la habitación de la señorita Florentina.



Hallábase esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente. Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió el asombro, observando la carga que Golfín sobre sus robustos hombros traía.



La sorpresa no permitió a la señorita de Penáguilas usar de la palabra cuando Teodoro, depositando cuidadosamente su carga sobre un sofá, le dijo:



–Aquí la traigo… ¿qué tal?, ¿soy buen cazador de mariposas?



-XX-

El nuevo mundo

Retrocedamos algunos días.



Cuando Teodoro Golfín levantó por primera vez el vendaje de Pablo Penáguilas, este dio un grito de espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extendía las manos como para apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para él como un inmenso abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en su cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que él creía chocar contra los objetos. Las montañas lejanas se le figuraban hallarse al alcance de su mano, y los objetos y personas que le rodeaban los veía cual si rápidamente cayeran sobre sus ojos.



Teodoro Golfín observaba estos fenómenos con la más viva curiosidad, porque era aquél el segundo caso de curación de ceguera congénita que había presenciado. Los demás no se atrevían a manifestar alegría; de tal modo les confundía y pasmaba la perturbada inauguración de las funciones ópticas en el afortunado paciente. Pablo experimentaba una alegría delirante. Sus nervios y su fantasía hallábanse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzgó prudente obligarle al reposo. Sonriendo le dijo:



–Por ahora ha visto usted bastante. No se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es este un nacimiento en que hay también mucho dolor.



Más tarde el joven mostró deseos tan vehementes de volver a ejercer su nueva facultad preciosa, que Teodoro consintió en abrirle un resquicio del mundo visible.



–Mi interior—dijo Pablo, explicando su impresión primera—está inundado de hermosura, de una hermosura que antes no conocía. ¿Qué cosas fueron las que entraron en mí llenándome de terror? La idea del tamaño, que yo no concebía sino de una manera imperfecta, se me presentó clara y terrible, como si me arrojaran desde las cimas más altas a los abismos más profundos. Todo esto es bello y grandioso, aunque me hace estremecer. Quiero ver repetidas esas sensaciones sublimes. Aquella extensión de hermosura que contemplé me ha dejado anonadado: era una cosa serena y majestuosamente inclinada hacia mí como para recibirme. Yo veía el Universo entero corriendo hacia mí y estaba sobrecogido y temeroso.... El cielo era un gran vacío atento, no lo expreso bien… era el aspecto de una cosa extraordinariamente dotada de expresión. Todo aquel conjunto de cielo y montañas me observaba y hacia mí corría… pero todo era frío y severo en su gran majestad. Enséñenme una cosa delicada y cariñosa… la Nela, ¿en dónde está la Nela?



Al decir esto, Golfín, descubriendo nuevamente sus ojos a la luz y auxiliándoles con anteojos hábilmente graduados, le ponía en comunicación con la belleza visible.



–¡Oh! Dios mío… ¿esto que veo es la Nela?—exclamó Pablo con entusiasta admiración.



–Es tu prima Florentina.



–¡Ah!—dijo el joven lleno de confusión—. Es mi prima.... Yo no tenía idea de una hermosura semejante.... Bendito sea el sentido que permite gozar de esta luz divina. Prima mía, eres como una música deliciosa, eso que veo me parece la expresión más clara de la armonía.... ¿Y la Nela dónde está?



–Tiempo tendrás de verla—dijo D. Francisco lleno de gozo—. Sosiégate ahora.



–¡Florentina, Florentina!—repitió el ciego con desvarío—. ¿Qué tienes en esa cara que parece la misma idea de Dios puesta en carnes? Estás en medio de una cosa que debe de ser el sol. De tu cara salen unos como rayos… al fin puedo tener idea de cómo son los ángeles… y tu cuerpo, tus manos, tus cabellos vibran mostrándome ideas preciosísimas… ¿qué es esto?



–Principia a hacerse cargo de los colores—murmuró Golfín—. Quizás vea los objetos rodeados con los colores del iris. Aún no posee bien la adaptación a las distancias.



–Te veo dentro de mis propios ojos—añadió Pablo—. Te fundes con todo lo que pienso, y tu persona visible es para mí como un recuerdo. ¿Un recuerdo de qué? Yo no he visto nada hasta ahora.... ¿Habré vivido antes de esta vida? No lo sé; pero yo tenía noticias de esos tus ojos. Y tú, padre, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo. Eres tú… se me representa contigo el amor que te tengo.... ¿Pues y mi tío?… Ambos os parecéis mucho.... ¿En dónde está el bendito Golfín?



–Aquí… en la presencia de su enfermo—dijo Teodoro presentándose—. Aquí estoy más feo que Picio.... Como usted no ha visto aún leones ni perros de Terranova, no tendrá idea de mi belleza.... Dicen que me parezco a aquellos nobles animales.



–Todos son buenas personas—dijo Pablo con gran candor—; pero mi prima a todos les lleva inmensa ventaja.... ¿Y la Nela?, por Dios, ¿no traen a la Nela?



Dijéronle que su lazarillo no parecía por la casa, ni podían ellos ocuparse en buscarla, lo que le causó grandísima pena. Procuraron calmarle, y como era de temer un acceso de fiebre, le acostaron, incitándole a dormir. Al día siguiente era grande su postración, pero de todo triunfó su naturaleza enérgica. Pidió que le enseñaran un vaso de agua y al verlo dijo:



–Parece que estoy bebiendo el agua sólo con verla.



Del mismo modo se expresó con respecto a otros objetos, los cuales hacían viva impresión en su fantasía. Golfín después de tratar de remediar la aberración de esfericidad por medio de lentes, que fue probando uno tras otro, principió a ejercitarle en la distinción y combinación de los colores; pero el vigoroso entendimiento del joven propendía siempre a distinguir la fealdad de la hermosura. Distinguía estas dos ideas en absoluto, sin que influyera nada en él ni la idea de utilidad, ni aun la de bondad. Pareciole encantadora una mariposa que extraviada entró en su cuarto. Un tintero le parecía horrible, a pesar de que su tío le demostró con ingeniosos argumentos, que servía para poner la tinta de escribir… la tinta de escribir. Entre una estampa del Crucificado y otra de Galatea navegando sobre una concha con escolta de tritones y ninfas, prefirió esta última, lo que hizo mal efecto en Florentina, que prometió enseñarle a poner las cosas sagradas cien codos por encima de las profanas. Observaba las caras con la más viva atención, y la maravillosa concordancia de los accidentes faciales con el lenguaje le pasmaba en extremo. Viendo a las criadas y a otras mujeres de Aldeacorba, manifestó el más vivo desagrado, porque eran o feas o insignificantes; y es que la hermosura de su prima convertía en adefesios a todas las demás mujeres. A pesar de esto, deseaba verlas a todas. Su curiosidad era una fiebre intensa que de ningún modo podía calmarse. Cada vez era mayor su desconsuelo por no ver a la Nela; pero en tanto rogaba a Florentina que no dejase de acompañarle un momento.



El tercer día le dijo Golfín:



–Ya se ha enterado usted de gran parte de las maravillas del mundo visible. Ahora es preciso que vea su propia persona.



Trajeron un espejo y Pablo se miró en él.



–Este soy yo…—dijo con loca admiración—. Trabajo me cuesta el creerlo.... ¿Y cómo estoy dentro de esta agua dura y quieta? ¡Qué cosa tan admirable es el vidrio! Parece mentira que los hombres hayan hecho esta atmósfera de piedra.... Por vida mía que no soy feo… ¿no es verdad, prima? ¿Y tú, cuando te miras aquí, sales tan guapa como eres? No puede ser. Mírate en el cielo trasparente y allí verás tu imagen. Creerás que ves a los ángeles cuando te veas a ti misma.



A solas con Florentina, y cuando esta le prodigaba a prima noche las atenciones y cuidados que exige un enfermo, Pablo le decía:



–Prima mía, mi padre me ha leído aquel pasaje de nuestra historia, cuando un hombre llamado Cristóbal Colón descubrió el Mundo Nuevo, jamás visto por hombre alguno de Europa. Aquel navegante abrió los ojos del mundo conocido para que viera otro más hermoso. No puedo figurármelo a él sino como a un Teodoro Golfín, y a la Europa como a un gran ciego para quien la América y sus maravillas fueron la luz. Yo también he descubierto un Nuevo Mundo. Tú eres mi América, tú eres aquella primera isla hermosa donde puso su pie el navegante. Faltole ver el continente con sus inmensos bosques y ríos. A mí también me quedará por ver quizás lo más hermoso....

 



Después cayó en profunda meditación, y al cabo de ella preguntó:



–¿En dónde está la Nela?



–No sé qué le pasa a esa pobre muchacha—dijo Florentina—. No quiere verte sin duda.



–Es vergonzosa y muy modesta—replicó Pablo—. Teme molestar a los de casa. Florentina, en confianza te diré que la quiero mucho. Tú la querrás mucho también. Deseo ardientemente ver a esa buena compañera y amiga mía.



–Yo misma iré a buscarla mañana.



–Sí, sí… pero no estés mucho tiempo fuera. Cuando no te veo, estoy muy solo.... Me he acostumbrado a verte, y estos tres días me parecen siglos de felicidad.... No me robes ni un minuto. Decíame anoche mi padre que después de verte a ti no debo tener curiosidad de ver a mujer ninguna.



–¡Qué tontería!—dijo la señorita ruborizándose—. Hay otras mucho más guapas que yo....



–No, no, todos dicen que no—afirmó Pablo con vehemencia, y dirigía su cara vendada hacia la primita, como si al través de tantos obstáculos quisiera verla aún—. Antes me decían eso y yo no lo quería creer; pero después que tengo conciencia del mundo visible y de la belleza real, lo creo, sí, lo creo. Eres un tipo perfecto de hermosura; no hay más allá, no puede haberlo.... Dame tu mano. El primo estrechó ardientemente entre sus manos la de la señorita.



–Ahora me río yo—añadió él—de mi ridícula vanidad de ciego, de mi necio empeño de apreciar sin vista el aspecto de las cosas.... Creo que toda la vida me durará el asombro que me produjo la realidad.... ¡La realidad! El que no la posee es un idiota.... Florentina, yo era un idiota.



–No, primo; siempre fuiste y eres muy discreto.... Pero no excites ahora tu imaginación.... Pronto será hora de dormir. D. Teodoro ha mandado que no se te dé conversación a esta hora, porque te desvelas.... Si no te callas me voy.



–¿Es ya de noche?



–Sí, es de noche.



–Pues sea de noche o de día, yo quiero hablar—afirmó Pablo, inquieto en su lecho, sobre el cual reposaba vestido y muy excitado—. Con una condición me callo, y es que no te vayas de mi lado y de tiempo en tiempo des una palmada en la cama, para saber yo que estás ahí.



–Bueno, así lo haré, y ahí va la primer fe de vida—dijo Florentina, dando una palmada en la cama.



–Cuando te siento reír, parece que respiro un ambiente fresco y perfumado, y todos mis sentidos antiguos se ponen a reproducirme tu persona de distintos modos. El recuerdo de tu imagen subsiste en mí de tal manera que vendado te estoy viendo lo mismo.



–¿Vuelve la charla?… Que llamo a D. Teodoro—dijo la señorita jovialmente.



–No… estate quieta. Si no puedo callar… si callara, todo lo que pienso, todo lo que siento y lo que veo aquí dentro de mi cerebro me atormentaría más.... ¡Y quieres tú que duerma!… ¡Dormir! Si te tengo aquí dentro, Florentina, dándome vueltas en el cerebro y volviéndome loco.... Padezco y gozo lo que no se puede decir, porque no hay palabras para decirlo. Toda la noche la paso hablando contigo y con la Nela… ¡la pobre Nela!, tengo curiosidad de verla, una curiosidad muy grande.



–Yo misma iré a buscarla mañana.... Vaya, se acabó la conversación. Calladito, o me marcho.



–Quédate.... Hablaré conmigo mismo.... Ahora voy a repetir las cosas que te dije anoche, cuando hablábamos solos los dos… voy a recordar lo que tú me dijiste....



–¿Yo?



–Es decir, las cosas que yo me figuraba oír de tu boca.... Silencio, señorita de Penáguilas… yo me entiendo solo con mi imaginación.



Al día siguiente cuando Florentina se presentó delante de su primo, le dijo:



–Traía a Mariquilla y se me escapó. ¡Qué ingratitud!



–¿Y no la has buscado?



–¿Dónde?… ¡Huyó de mí! Esta tarde saldré otra vez y la buscaré hasta que la encuentre.



–No, no salgas—dijo Pablo vivamente—. Ella parecerá, ella vendrá sola.



–Parece loca.



–¿Sabe que tengo vista?



–Yo misma se lo he dicho. Pero sin duda ha perdido el juicio. Dice que yo soy la Santísima Virgen y me besa el vestido.



–Es que le produces a ella el mismo efecto que a todos. La Nela es tan buena.... ¡Pobre muchacha! Es preciso protegerla, Florentina, protegerla, ¿no te parece?



–Es una ingrata—dijo Florentina con tristeza.



–¡Ah!, no lo creas. La Nela no puede ser ingrata. Es muy buena… yo la aprecio mucho.... Es preciso que me la busquen y me la traigan aquí.



–Yo iré.



–No, no, tú no—dijo prontamente Pablo, tomando la mano de su prima—. La obligación de usted, señorita sin juicio, es acompañarme. Si no viene pronto el señor Golfín a levantarme la venda y ponerme los vidrios, yo me la levantaré solo. Desde ayer no te veo, y esto no se puede sufrir, no, no se puede sufrir.... ¿Ha venido D. Teodoro?



–Abajo está con tu padre y el mío. Pronto subirá. Ten paciencia; pareces un chiquillo de escuela.



Pablo se incorporó con desvarío.



–¡Luz, luz!… Es una iniquidad que le tengan a uno tanto tiempo a oscuras. Así no se puede vivir… yo me muero. Necesito mi pan de cada día, necesito la función de mis ojos.... Hoy no te he visto, prima, y estoy loco por verte. Tengo una sed rabiosa de verte. ¡Viva la realidad!… Bendito sea Dios que te crió, mujer hechicera, compendio de todas las bellezas.... Pero si después de criar la hermosura, no hubiera criado Dios los corazones, ¡cuán tonta sería su obra!… ¡Luz, luz!



Subió Teodoro y le abrió las puertas de la realidad, inundando de gozo su alma. Después pasó el día tranquilo, hablando de cosas diversas. Hasta la noche no volvió a fijar la atención en un punto de su vida, que parecía alejarse y disminuir y borrarse, como las naves que en un día sereno se pierden en el horizonte. Como quien recuerda un hecho muy antiguo, Pablo dijo:



–¿No ha parecido la Nela?



Díjole Florentina que no, y hablaron de otra cosa.



Aquella noche sintió Pablo a deshora ruido de voces en la casa. Creyó oír la voz de Teodoro Golfín, la de Florentina y la de su padre. Después se durmió tranquilamente, siguiendo durante su sueño atormentado por las imágenes de todo lo que había visto y por los fantasmas de lo que él mismo se imaginaba. Su sueño, que principió dulce y tranquilo, fue después agitado y angustioso, porque en el profundo seno de su alma, como en una caverna recién iluminada, luchaban las hermosuras y fealdades del mundo plástico, despertando pasiones, enterrando recuerdos y trastornando su alma toda. Al día siguiente, según promesa de Golfín, le permitirían levantarse y andar por la casa.



-XXI-

Los ojos matan

La habitación destinada a Florentina en Aldeacorba era la más alegre de la casa. Nadie había vivido en ella desde la muerte de la señora de Penáguilas; pero D. Francisco, creyendo a su sobrina digna de alojarse allí, arregló la estancia con pulcritud y ciertos primores elegantes que no se conocían en vida de su esposa. Daba el balcón al Mediodía y a la huerta, por lo cual la estancia hallábase diariamente inundada de gratos olores y de luz, y alegrada por el armonioso charlar de los pájaros. Florentina, en los pocos días de su residencia allí, había dado a la habitación el molde, digámoslo así, de su persona. Diversas cosas y partes de aquella daban a entender la clase de mujer que allí vivía, así como el nido da a conocer el ave. Si hay personas que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para convertir una choza en palacio no tienen más que meterse en ella.



Era aquel día tempestuoso (y decimos aquel día, porque no sabemos qué día era: sólo sabemos que era un día). Había llovido toda la mañana. Después había aclarado el cielo, y por último, sobre la atmósfera húmeda y blanca apareció majestuoso un arco iris. El inmenso arco apoyaba uno de sus pies en los cerros de Ficóbriga, junto al mar, y el otro en el bosque de Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como no sea a la representación absoluta y esencial de la forma. Es un arco iris como el resumen, o mejor dicho, principio y fin de todo lo visible.



En la habitación estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de

Imparciales

 y otros periódicos. Hallábase en el suelo, en postura semejante a la que toman los chicos revoltosos cuando están jugando, y ora sentada sobre sus pies, ora de rodillas, no daba paz a las tijeras. A su lado había un montón de pedazos de lana, percal, madapolán y otras telas que aquella mañana había hecho traer a toda prisa de Villamojada, y corta por aquí, recorta por allá, Florentina hacía mangas, faldas y cuerpos. No eran un modelo de corte, ni había que fiar mucho en la regularidad de los patrones, obra también de Florentina; pero ella, reconociendo los defectos de las piezas, pensaba que en aquel arte la buena intención salva el resultado. Su excelente padre le había dicho aquella mañana al comenzar la obra:



–Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo. No sé qué me da de ver a una señorita de buena sociedad arrastrándose por esos suelos de Dios con tijeras en la mano.... Eso no está bien. No me agrada que trabajes para vestirte a ti misma, ¿y me ha de agradar que trabajes para las demás?… ¿para qué sirven las modistas?… ¿para qué sirven las modistas, eh?



–Esto lo haría cualquier modista mejor que yo—repuso Florentina riendo—pero entonces no lo haría yo, señor papá; y precisamente quiero hacerlo yo misma.



Después Florentina se quedó sola, no, no se quedó sola, porque en el testero principal de la alcoba, entre la cama y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre el sofá dos mantas una sobre otra. En uno de los extremos asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. Era un semblante desencajado y anémico. Dormía. Su sueño era un letargo inquieto que se interrumpía a cada instante con violentas sacudidas y terrores. Sin embargo, parecía estar más sosegada cuando al medio día volvió a entrar en la pieza el padre de Florentina, acompañado de Teodoro Golfín.



Golfín se dirigió al sofá, y aproximando su cara observó la de la Nela.



–Parece que su sueño es ahora más tranquilo—dijo—. No hagamos ruido.



–¿Qué le parece a usted mi hija?—dijo don Manuel riendo—. ¿No ve usted las tareas que se da?… Sea usted imparcial, Sr. D. Teodoro, ¿no hay motivos para que me incomode? Francamente, cuando no hay necesidad de tomarse una molestia, ¿por qué se ha de tomar? Muy enhorabuena que mi hija dé al prójimo todo lo que yo le señalo para que lo gaste en alfileres; pero esto, esta manía de ocuparse ella misma en bajos menesteres… en bajos menesteres....



–Déjela usted—replicó Golfín, contemplando a la señorita de Penáguilas con cierto arrobamiento—. Cada uno, Sr. D. Manuel, tiene su modo especial de gastar alfileres.



–No me opongo yo a que en sus caridades llegue hasta el despilfarro, hasta la bancarrota—dijo D. Manuel paseándose pomposamente por la habitación con las manos en los bolsillos—. ¿Pero no hay otro medio mejor de hacer caridades? Ella ha querido dar gracias a Dios por la curación de mi sobrino… muy bueno es esto, muy evangélico… pero veamos… pero veamos.



Detúvose ante la Nela para obsequiarla con sus miradas.



–¿No habría sido más razonable—añadió—que en vez de meternos en la casa a esta pobre muchacha, hubiera organizado mi hijita una de esas útiles solemnidades que se estilan en la corte, y en las cuales sabe mostrar sus buenos sentimientos lo más selecto de la sociedad? ¿Por qué no te ocurrió celebrar una rifa? Entre los amigos hubiéramos colocado todos los billetes reuniendo una buena suma que podrías destinar a los asilos de Beneficencia. Podías haber formado una sociedad con todo el señorío de Villamojada y su término, o con todo el señorío de Santa Irene de Campó, y celebrar juntas y reunir mucho dinero.... ¿Qué tal? También pudiste idear una corrida de toretes. Yo me hubiera encargado de lo tocante al ganado y lidiadores.... ¡Oh! Anoche hemos estado hablando acerca de esto la señora doña Sofía y yo.... Aprende, aprende de esa señora. A ella deben los pobres qué sé yo cuántas cosas. ¿Pues y las muchas familias que viven de la administración de las rifas? ¿Pues y lo que ganan los cómicos con estas funciones? ¡Oh!, los que están en el Hospicio no son los únicos pobres. Me dijo Sofía que en los bailes de máscaras dados este invierno sacaron un dineral. Verdad que se llevaron gran parte la empresa del gas, el alquiler del teatro, los empleados… pero a los pobres les llegó su pedazo de pan.... O si no, hija mía, lee la estadística… o si no, hija mía, lee la estadística.



Florentina se reía, y no hallando mejor contestación que repetir una frase de Teodoro Golfín, dijo a su padre:

 



–Cada uno tiene su modo de gastar alfileres.



–Señor D. Teodoro—indicó con desabrimiento D. Manuel—convenga usted en que no hay otra como mi hija.



–Sí, en efecto—manifestó Teodoro con intención profunda, contemplando a la joven—no hay otra como Florentina.



–Con todos sus defectos—dijo el padre acariciando a la señorita—la quiero más que a mi vida. Esta pícara vale más oro que pesa.... Vamos a ver ¿qué te gusta más, Aldeacorba de Suso o Santa Irene de Campó?



–No me disgusta Aldeacorba.



–¡Ah!, picarona… ya veo el rumbo que tomas.... Bien, me parece bien. ¿Saben ustedes que a estas horas mi hermano le está echando un sermón a su hijo? Cosas de familia: de esto ha de salir algo bueno. Mire usted, D. Teodoro, cómo se pone mi hija; ya tiene en su cara todas las rosas de Mayo. Voy a ver lo que dice mi hermano… a ver lo que dice mi hermano.



Retirose el buen hombre. Teodoro se acercó a la Nela para observarla de nuevo.



–¿Ha dormido anoche?—preguntó a Florentina.



–Poco. Toda la noche la oí suspirar y llorar. Esta noche tendrá una buena cama, que he mandado traer de Villamojada. La pondré en ese cuartito que está junto al mío.



–¡Pobre Nela!—exclamó el médico—. No puede usted figurarse el interés que siento por esta infeliz criatura. Alguien se reirá de esto; pero no somos de piedra. Lo que hagamos para enaltecer a este pobre ser y mejorar su condición, entiéndase hecho en pro de una parte no pequeña del género humano. Como la Nela hay muchos miles de seres en el mundo. ¿Quién los conoce?, ¿dónde están? Están perdidos en los desiertos sociales… que también hay desiertos sociales; están en lo más oscuro de las poblaciones, en lo más solitario de los campos, en las minas, en los talleres. Frecuentemente pasamos junto a ellos y no les vemos.... Les damos limosna sin conocerles.... No podemos fijar nuestra atención en esa miserable parte de la sociedad. Al principio creí que la Nela era un caso excepcional; pero no, he meditado, he recordado y he visto que es un caso de los más comunes. Este es un ejemplo del estado a que vienen los seres moralmente organizados para el bien, para el saber, para la virtud y que por su abandono y apartamiento no pueden desarrollar las fuerzas de su alma. Viven ciegos del espíritu, como Pablo Penáguilas ha vivido ciego del cuerpo teniendo vista.



Florentina, vivamente impresionada, parecía haber comprendido las observaciones de Golfín.



–Aquí la tiene usted—añadió este—. Posee una fantasía preciosa, sensibilidad viva; sabe amar con ternura y pasión; tiene su alma aptitud maravillosa para todo aquello que del alma depende; pero al mismo tiempo está llena de las supersticiones más groseras; sus ideas religiosas son vagas, monstruosas, equivocadas; sus ideas morales no tienen más guía que el sentido natural. No tiene más educación que la que ella misma se ha dado, como planta que se fecunda con sus propias hojas secas. Nada debe a los demás. Durante su niñez no ha oído ni una lección, ni un amoroso consejo, ni una santa homilía. Se guía por ejemplos que aplica a su antojo. Su criterio es suyo, propiamente suyo. Como tiene imaginación y sensibilidad, como su alma se ha inclinado desde el principio a adorar algo, ha adorado la Naturaleza lo mismo que los pueblos primitivos. Sus ideales son naturalistas, y si usted no me entiende bien, querida Florentina, se lo explicaré mejor en otra ocasión.



«Su espíritu da a la forma, a la belleza una preferencia sistemática. Todo su ser, sus afectos todos giran en derredor de esta idea. Las preeminencias y las altas dotes del espíritu son para ella una región confusa, una tierra apenas descubierta, de la cual no se tienen sino noticias vagas por algún viajero náufrago. La gran conquista evangélica, que es una de las más gloriosas que ha hecho nuestro espíritu, apenas llega a sus oídos como un rumor… es como una sospecha semejante a la que los pueblos asiáticos tienen del saber europeo, y si no me entiende usted bien, querida Florentina, más adelante se lo explicaré mejor....



»Pero ella está hecha para realizar en poco tiempo grandes progresos y ponerse al nivel de nosotros. Alúmbresele un poco y recorrerá con paso gigantesco los siglos… está muy atrasada, ve poco; pero teniendo luz andará. Esa luz no se la ha dado nadie hasta ahora, porque Pablo Penáguilas, por su ignorancia de la realidad visible, contribuía sin quererlo a aumentar sus errores. Ese idealista exagerado y loco no es el mejor maestro para un espíritu de esta clase. Nosotros enseñaremos la verdad a esta pobre criatura, resucitado ejemplar de otros siglos; le haremos conocer las dotes del alma; la traeremos a nuestro siglo; daremos a su espíritu una fuerza que no tiene; sustituiremos su naturalismo y sus rudas supersticiones con una noble conciencia cristiana. Aquí tenemos un admirable campo, una naturaleza primitiva, en la cual ensayaremos la enseñanza de los siglos; haremos rodar el tiempo sobre ella con las múltiples verdades descubiertas; crearemos un nuevo ser, porque esto, querida Florentina (no lo interprete usted mal), es lo mismo que crear un nuevo ser, y si usted no lo entiende, en otra ocasión se lo explicaré mejor.»



Florentina, a pesar de no ser sabihonda, algo creyó entender de lo que en su original estilo había dicho Golfín. También ella iba a hacer sus observaciones sobre aquel tema; pero en el mismo instante despertó la Nela. Sus ojos se revolvieron temerosos observando toda la estancia, después se fijaron alternativamente en las dos personas que la contemplaban.



–¿Nos tienes miedo?—le dijo Florentina dulcemente.



–No señora, miedo no—balbució la Nela—. Usted es muy buena. El Sr. D. Teodoro también.



–¿No estás contenta aquí? ¿Qué temes?



Golfín le tomó una mano.



–Háblanos con franqueza—le dijo—¿a cuál de los dos quieres más, a Florentina o a mí?



La Nela no contestó. Florentina y Golfín sonreían; pero ella guardaba una seriedad taciturna.



–Oye una cosa, tontuela—prosiguió el médico—. Ahora has de vivir con uno de nosotros. Florentina se queda aquí, yo me marcho. Decídete por uno de los dos. ¿A cuál escoges?



Marianela dirigió sus miradas de uno a otro semblante, sin dar contestación categórica. Por último se detuvieron en el rostro de Golfín.



–Se me figura que soy yo el preferido.... Es una injusticia, Nela; Florentina se va a enojar.



La pobre enferma sonrió entonces, y extendiendo una de sus débiles manos hacia la señorita de Penáguilas, murmuró:



–No quiero que se enoje.



Al decir esto, María se quedó lívida; alargó su cuello, sus ojos se desencajaron. Su oído prestaba atención a un rumor terrible. Había sentido pasos.



–¡Viene!—exclamó Golfín, participando del terror de su enferma.



–Es él—dijo Florentina, apartándose del sofá y corriendo hacia la puerta.



Era él. Pablo había empujado la puerta y entraba despacio, marchando en dirección recta, por la costumbre adquirida durante su larga ceguera. Venía riendo, y sus ojos, libres de la venda que él mismo se había levantado, miraban hacia adelante. No habiéndose familiarizado aún con los movimientos de rotación del ojo, apenas percibía las imágenes laterales. Podría decirse de él, como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía delante.



–Primita—dijo avanzando hacia ella—. ¿Cómo no has ido a verme hoy?, yo vengo a buscarte. Tu papá me ha dicho que estás haciendo trajes para los pobres. Por eso te perdono.



Florentina no supo qué contestar. Estaba contrariada. Pablo no había visto al doctor ni a la Nela. Florentina para alejarle del sofá, se había dirigió hacia el balcón, y recogiendo algunos trozos de tela, se había sentado en ademán de ponerse a trabajar. Bañábala la risueña luz del sol, coloreando espléndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez moreno-rosa el realce más encantador. Brillaba entonces su belleza como personificación hechicera de la misma luz. Su cabello en desorden, su vestido s

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