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Marianela

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–Primito—dijo contrayendo ligeramente el hermoso entrecejo—D. Teodoro no te ha dado todavía permiso para quitarte hoy la venda. Eso no está bien.

–Me lo dará después—replicó el mancebo riendo—. No me puede suceder nada. Me encuentro bien. Y si algo me sucede algo, no me importa. No, no me importa quedarme ciego otra vez después de haberte visto.

–¡Qué bueno estaría eso!…—dijo Florentina en tono de reprensión.

–Estaba en mi cuarto solo; mi padre había salido, después de hablarme de ti.... Tú ya sabes lo que me ha dicho....

–No, no sé nada—replicó la joven, fijando sus ojos en la costura.

–Pues yo sí lo sé… Mi padre es muy razonable. Nos quiere mucho a los dos.... Cuando mi padre salió, levanteme la venda y miré al campo.... Vi el arco iris y me quedé asombrado, mudo de admiración y de fervor religioso.... No sé por qué aquel sublime espectáculo, para mí desconocido hasta hoy, me dio la idea más perfecta de la armonía del mundo.... No sé por qué, al mirar la perfecta unión de sus colores, pensaba en ti.... No sé por qué, viendo el arco iris, dije: «yo he sentido antes esto en alguna parte…» Me produjo sensación igual a la que sentí al verte, Florentina de mi alma. El corazón no me cabía en el pecho: yo quería llorar… lloré mucho y las lágrimas cegaron por un instante mis ojos. Te llamé, no me respondiste.... Cuando mis ojos pudieron ver de nuevo, el arco iris había desaparecido.... Salí para buscarte, creí que estabas en la huerta… bajé, subí, y aquí estoy.... Te encuentro tan maravillosamente hermosa que me parece que nunca te he visto bien hasta hoy… nunca hasta hoy, porque ya he tenido tiempo de comparar.... He visto muchas mujeres… todas son horribles junto a ti.... Si me cuesta trabajo creer que hayas existido durante mi ceguera.... No, no, lo que me ocurre es que naciste en el momento en que se hizo la luz dentro de mí, que te creó mi pensamiento en el instante de ser dueño del mundo visible.... Me han dicho que no hay ninguna criatura que a ti se compare. Yo no lo quería creer; pero ya lo creo, lo creo como creo en la luz.

Diciendo esto puso una rodilla en tierra. Alarmada y ruborizada Florentina dejó de prestar atención a la costura.

–Primo… ¡por Dios!…—murmuró.

–Prima… ¡por Dios!—exclamó Pablo con entusiasmo candoroso—¿por qué eres tú tan bonita?… Mi padre es muy razonable… no se puede oponer nada a su lógica ni a su bondad.... Florentina, yo creí que no podía quererte; yo creí posible querer a otra más que a ti.... ¡Qué necedad! Gracias a Dios que hay lógica en mis afectos.... Mi padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo.... Ahora puedo decir que idolatro a un ángel. El estúpido ciego ha visto ya y al fin presta homenaje a la verdadera hermosura… pero yo tiemblo… ¿no me ves temblar? Te estoy viendo y no deseo más que poder cogerte y encerrarte dentro de mi corazón, abrazándote y apretándote contra mi pecho… fuerte, muy fuerte.

Pablo, que había puesto las dos rodillas en tierra, se abrazaba a sí mismo.

–Yo no sé lo que siento—añadió con turbación, torpe la lengua, pálido el rostro—. Cada día descubro un nuevo mundo, Florentina. Descubrí el de la luz, descubro hoy otro.... ¿Es posible que tú, tan hermosa, tan divina, seas para mí? ¡Prima, prima mía, esposa de mi alma!

Parecía que iba a caer al suelo desvanecido. Florentina hizo ademán de levantarse. Pablo le tomó una mano; después, retirando él mismo la ancha manga que lo cubría, besole el brazo con vehemente ardor, contando los besos.

–Uno, dos, tres, cuatro.... ¡Yo me muero!

–Quita, quita—dijo Florentina, poniéndose en pie, y haciendo levantar tras ella a su primo—. Señor doctor, ríñale usted.

Teodoro gritó:

–¡Pronto… esa venda en los ojos, y a su cuarto, joven!

Confuso volvió el joven su rostro hacia aquel lado. Tomando la visual recta vio al doctor junto al sofá de paja cubierto de mantas.

–¿Está usted ahí, Sr. Golfín?—dijo acercándose en línea recta.

–Aquí estoy—repuso Golfín seriamente. Creo que debe usted ponerse la venda y retirarse a su habitación. Yo le acompañaré.

–Me encuentro perfectamente.... Sin embargo, obedeceré… Pero antes déjenme ver esto.

Observaba la manta y entre las mantas una cabeza cadavérica y de aspecto muy desagradable. En efecto, parecía que la nariz de la Nela se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su boca más insignificante, su tez más pecosa, sus cabellos más ralos, su frente más angosta. Con los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos labios, la infeliz parecía hallarse en la postrera agonía, síntoma inevitable de la muerte.

–¡Ah!—dijo Pablo—mi tío me dijo que Florentina había recogido una pobre.... ¡Qué admirable bondad!… Y tú, infeliz muchacha, alégrate, has caído en manos de un ángel.... ¿Estás enferma? En mi casa no te faltará nada.... Mi prima es la imagen más hermosa de Dios.... Esta pobrecita está muy mala, ¿no es verdad, doctor?

–Sí—dijo Golfín—, le conviene estar sola y no oír hablar.

–Pues me voy.

Pablo alargó una mano hasta tocar aquella cabeza que le parecía la expresión más triste de la miseria y desgracia humanas. Entonces la Nela movió los ojos y los fijó en su amo. Pablo se creyó Pablo mirado desde el fondo de un sepulcro; tanta era la tristeza y el dolor que en aquella mirada había. Después la Nela sacó de entre las mantas una mano flaca, tostada y áspera y tomó la mano del señorito de Penáguilas, quien al sentir su contacto se estremeció de pies a cabeza y lanzó un grito en que toda su alma gritaba.

Hubo una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden a las catástrofes del espíritu, como para hacerlas más solemnes.

Con voz temblorosa, que en todos produjo trágica emoción, la Nela dijo:

–Sí, señorito mío, yo soy la Nela.

Lentamente y como si moviera un objeto de mucho peso, llevó a sus secos labios la mano del señorito y le dio un beso… después un segundo beso… y al dar el tercero, sus labios resbalaron inertes sobre la piel del mancebo.

Después callaron todos. Callaban mirándola. El primero que rompió la palabra fue Pablo, que dijo:

–Eres tú… ¡Eres tú!…

Después le ocurrieron muchas cosas, pero no pudo decir ninguna. Era preciso para ello que hubiera descubierto un nuevo lenguaje, así como había descubierto dos nuevos mundos, el de la luz, y el del amor por la forma. No hacía más que mirar, mirar y hacer memoria de aquel tenebroso mundo en que había vivido, allá donde quedaban perdidos entre la bruma sus pasiones, sus ideas y sus errores de ciego.

Florentina se acercó derramando lágrimas, para examinar el rostro de la Nela, y Golfín que la observaba como hombre y como sabio, pronunció estas lúgubres palabras.

–¡La mató! ¡Maldita vista suya!

Y después mirando a Pablo con severidad le dijo:

–Retírese usted.

–Morir… morirse así sin causa alguna.... Esto no puede ser—exclamó Florentina con angustia, poniendo la mano sobre la frente de la Nela—. ¡María!… ¡Marianela!

La llamó repetidas veces, inclinada sobre ella, mirándola como se mira y como se llama desde los bordes de un pozo a la persona que se ha caído en él y se sumerge en las hondísimas y negras aguas.

–No responde—dijo Pablo con terror.

Golfín tentaba aquella vida próxima a su extinción y observó que bajo su tacto aún latía la sangre.

Pablo se inclinó sobre ella, acercó sus labios al oído de la moribunda y gritó:

–¡Nela, Nela, amiga querida!

Entonces ella se agitó, abrió los ojos, movió las manos. Parecía que había vuelto desde muy lejos. Al ver que las miradas de Pablo se clavaban en ella con observadora curiosidad, hizo un movimiento de vergüenza y terror, y quiso ocultar su pobre rostro como se oculta un crimen.

–¿Qué es lo que tiene?—exclamó Florentina con ardor—. D. Teodoro, no es usted hombre si no la salva.... Si no la salva usted es usted un charlatán.

La insigne joven parecía colérica en fuerza de ser caritativa.

–¡Nela!—repitió Pablo, traspasado de dolor y no repuesto del asombro que le había producido la vista de su lazarillo—. Parece que me tienes miedo. ¿Qué te he hecho yo?

La enferma alargó entonces sus manos, tomó la de Florentina y la puso sobre su pecho; tomó después la de Pablo y la puso también sobre su pecho. Después las apretó allí desarrollando un poco de fuerza. Sus ojos hundidos les miraban; pero su mirada era lejana, venía de allá abajo, de algún hoyo profundo y oscuro. Hay que decir como antes que miraba desde el lóbrego hueco de un pozo que a cada instante era más hondo. Su respiración fue de pronto muy fatigosa. Suspiró varias veces, oprimiendo sobre su pecho con más fuerza las manos de los dos jóvenes.

Teodoro puso en movimiento toda la casa; llamó y gritó; hizo traer medicinas, poderosos revulsivos, y trató de suspender el rápido descenso de aquella vida.

–Difícil es—exclamó—detener una gota de agua que resbala, que resbala ¡ay!, por la pendiente abajo y está ya a dos pulgadas del Océano; pero lo intentaré.

Mandó retirar a todo el mundo. Sólo Florentina quedó en la estancia. ¡Ah!, los revulsivos potentes, los excitantes nerviosos mordiendo el cuerpo desfallecido para irritar la vida, hicieron estremecer los músculos de la infeliz enferma; pero a pesar de esto se hundía más a cada instante.

–Es una crueldad—dijo Teodoro con desesperación, arrojando la mostaza y los excitantes—es una crueldad lo que estamos haciendo. Echamos perros al moribundo para que el dolor de las mordidas le haga vivir un poco más. Afuera todo eso.

–¿No hay remedio?

–El que mande Dios.

–¿Qué mal es este?

–La muerte—vociferó con cierta inquietud delirante, impropia de un médico.

–¿Pero qué mal le ha traído la muerte?

–La muerte.

–No me explico bien. Quiero decir que de qué…

–¡De muerte! No sé si pensar que ha muerto de vergüenza, de celos, de despecho, de tristeza, de amor contrariado. ¡Singular patología! No, no sabemos nada… sólo sabemos cosas triviales.

 

–¡Oh!, ¡qué médicos!

–Nosotros no sabemos nada. Conocemos algo de la superficie.

–¿Esto qué es?

–Parece una meningitis fulminante.

–¿Y qué es eso?

–Cualquier cosa.... ¡La muerte!

–¿Es posible que se muera una persona sin causa conocida, casi sin enfermedad?… ¿Señor Golfín, qué es esto?

–¿Lo sé yo acaso?

–¿No es usted médico?

–De los ojos, no de las pasiones.

–¡De las pasiones!—exclamó hablando con la moribunda—. Y a ti, pobre criatura, ¿qué pasiones te matan?

–Pregúntelo usted a su futuro esposo.

Florentina se quedó absorta, estupefacta.

–¡Infeliz!—exclamó con ahogado sollozo—. ¿Puede el dolor moral matar de esta manera?

–Cuando yo la recogí en la Trascava, estaba ya consumida por una fiebre espantosa.

–Pero eso no basta ¡ay!, no basta.

–Usted dice que no basta. Dios, la Naturaleza dicen que sí.

–Si parece que ha recibido una puñalada.

–Recuerde usted lo que han visto hace poco estos ojos que se van a cerrar para siempre. Considere usted que la amaba un ciego y que ese ciego ya no lo es, y la ha visto… ¡la ha visto!… ¡la ha visto!, lo cual es como un asesinato.

–¡Oh!, ¡qué horroroso misterio.

–No, misterio no—gritó Teodoro con cierto espanto—es el horrendo desplome de las ilusiones, es el brusco golpe de la realidad, de esa niveladora implacable que se ha interpuesto al fin entre esos dos nobles seres. ¡Yo he traído esa realidad, yo!

–¡Oh!, ¡qué misterio!—repitió Florentina, que no comprendía bien por el estado de su ánimo.

–Misterio no, no—volvió a decir Teodoro, más agitado a cada instante—es la realidad pura, la desaparición súbita de un mundo de ilusiones. La realidad ha sido para él nueva vida, para ella ha sido dolor y asfixia, ha sido la humillación, la tristeza, el desaire, el dolor, los celos… ¡la muerte!

–Y todo por....

–¡Todo por unos ojos que se abren a la luz… a la realidad!… No puedo apartar esta palabra de mi mente. Parece que la tengo escrita en mi cerebro con letras de fuego.

–Todo por unos ojos.... ¿Pero el dolor puede matar tan pronto?… ¡casi sin dar tiempo a ensayar un remedio!

–No sé—replicó Teodoro inquieto, confundido, aterrado, contemplando aquel libro humano de caracteres oscuros, en los cuales la vista científica no podía descifrar la leyenda misteriosa de la muerte y la vida.

–¡No sabe!—dijo Florentina con desesperación—. Entonces ¿para qué es médico?

–No sé, no sé, no sé—exclamó Teodoro, golpeándose el cráneo melenudo con su zarpa de león—. Sí, una cosa sé, y es que no sabemos más que fenómenos superficiales. Señora, yo soy un carpintero de los ojos nada más.

Después fijó los suyos con atención profunda en aquello que fluctuaba entre persona y cadáver, y con acento de amargura exclamó:

–¡Alma! ¿qué pasa en ti?

Florentina se echó a llorar.

–¡El alma—murmuró, inclinando su cabeza sobre el pecho—ya ha volado!

–No—dijo Teodoro, tocando a la Nela—. Aún hay aquí algo; pero es tan poco, que parece ha desaparecido ya su alma y han quedado sus suspiros.

–¡Dios mío!…—exclamó la de Penáguilas, empezando una oración.

–¡Oh!, ¡desgraciado espíritu!—murmuró Golfín—. Es evidente que estaba muy mal alojado....

Los dos la observaron muy de cerca.

–Sus labios se mueven—gritó Florentina.

–Habla.

Sí, los labios de la Nela se movieron. Había articulado una, dos, tres palabras.

–¿Qué ha dicho?

–¿Qué ha dicho?

Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era sin duda el idioma con que se entienden los que viven la vida infinita.

Después sus labios no se movieron más. Estaban entreabiertos y se veía la fila de blancos dientecillos. Teodoro se inclinó, y besando la frente de la Nela, dijo así con firme acento:

–Mujer, has hecho bien en dejar este mundo.

Florentina se echó a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa:

–Yo quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo.

-XXII-
Adiós

¡Cosa rara, inaudita! La Nela que nunca había tenido cama, ni ropa, ni zapatos, ni sustento, ni consideración, ni familia, ni nada propio, ni siquiera nombre, tuvo un magnífico sepulcro que causó no pocas envidias entre los vivos de Socartes. Esta magnificencia póstuma fue la más grande ironía que se ha visto en aquellas tierras calaminíferas. La señorita Florentina, consecuente con sus sentimientos generosos, quiso atenuar la pena de no haber podido socorrer en vida a la Nela, con la satisfacción de honrar sus pobres despojos después de la muerte. Algún positivista empedernido, criticona por esto; pero nosotros vemos en tan desusado hecho una prueba más de la delicadeza de su alma.

Cuando la enterraron, los curiosos que fueron a verla ¡esto sí que es inaudito y raro! la encontraron casi bonita; al menos así lo decían. Fue la única vez que recibió adulaciones.

Los funerales se celebraron con pompa, y los clérigos de Villamojada abrieron tamaña boca al ver que se les daba dinero por echar responsos a la hija de la Canela. Era estupendo, fenomenal que un ser cuya importancia social había sido casi semejante a la de los insectos, fuera causa de encender muchas luces, de tender muchos paños y de poner roncos a sochantres y sacristanes. Esto, a fuerza de ser extraño, rayaba en lo chistoso. No se habló de otra cosa en seis meses.

La sorpresa y… dígase de una vez, la indignación de aquellas buenas muchedumbres llegaron a su colmo cuando vieron que por el camino adelante venían dos carros cargados con enormes piezas de piedra blanca y fina. ¡Ah! En el entendimiento de la Señana se verificaba una espantosa confusión de ideas, un verdadero cataclismo intelectual, un caos, al considerar que aquellas piedras blancas y finas eran el sepulcro de la Nela. Si ante la Señana volara un buey o discurriera su marido, ya no le llamaría la atención.

Revolvieron los libros parroquiales de Villamojada, porque era preciso que después de muerta tuviera un nombre fijo la que se había pasado sin él en vida, como lo prueba esta misma historia, donde se la nombra de distintos modos. Hallado aquel requisito indispensable para figurar en los archivos de la muerte, la magnífica piedra sepulcral que se ostentaba orgullosa en medio de las rústicas cruces del cementerio de Aldeacorba tenía grabados estos renglones:

R. I. P.

MARÍA MANUELA TÉLLEZ

RECLAMOLA EL CIELO

EN 12 DE OCTUBRE DE 186…

Una guirnalda de flores primorosamente tallada en el mármol coronaba esta inscripción. Algunos meses después, cuando ya Florentina y Pablo Penáguilas se habían casado y cuando (dígase la verdad, porque la verdad es antes que todo)… cuando nadie en Aldeacorba de Suso se acordaba ya de la Nela, fueron viajando por aquellos países unos extranjeros de esos que llaman turistas, y luego que vieron el soberbio túmulo de mármol alzado en el cementerio por la piedad religiosa y el afecto sublime de una ejemplar mujer, se quedaron embobados de admiración, y sin más averiguaciones escribieron en su cartera de apuntes estas observaciones, que con el título de Sketches from Cantabria publicó más tarde un periódico inglés.

«Lo que más sorprende en Aldeacorba es el espléndido sepulcro erigido en el cementerio, sobre la tumba de una ilustre joven, célebre en aquel país por su hermosura. Doña Mariquita Manuela Téllez perteneció a una de las familias más nobles y acaudaladas de Cantabria, la familia de Téllez Girón y de Trastamara. De un carácter espiritual, poético y algo caprichoso, tuvo el antojo (take a fancy) de andar por los caminos tocando la guitarra y cantando odas de Calderón, y se vestía de andrajos para confundirse con la turba de mendigos, buscones, trovadores, toreros, frailes, hidalgos, gitanos y muleteros, que en las kermesas forman esa abigarrada plebe española que subsiste y subsistirá siempre, independiente y pintoresca, a pesar de los rails y de los periódicos que han empezado a introducirse en la península occidental. El abad de Villamojada lloraba hablándonos de los caprichos, de las virtudes y de la belleza de la aristocrática ricahembra, la cual sabía presentarse en los saraos, fiestas y cañas de Madrid con el porte (deportment) más aristocrático. Es incalculable el número de bellos romanceros, sonetos y madrigales compuestos en honor de esta gentil doncella por todos los poetas españoles.»

Bastome leer esto para comprender que los dignos reporters habían visto visiones. Traté de averiguar la verdad, y de la verdad que averigüé resultó este libro.

Despidámonos para siempre de esta tumba, de la cual se ha hablado en El Times. Volvamos los ojos hacia otro lado, busquemos a otro ser, rebusquémosle, porque es tan chico que apenas se ve, es un insecto imperceptible, más pequeño sobre la faz del mundo que el philloxera en la breve extensión de la viña. Al fin le vemos; allí está, pequeño, mezquino, atomístico. Pero tiene alientos y logrará ser grande. Oíd su historia, que es de las más interesantes....

Pues señor....

Pero no: este libro no le corresponde. Acoged bien el de Marianela y a su debido tiempo se os dará el de Celipín.

FIN DE «MARIANELA»
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