Читать книгу: «La desheredada», страница 29

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—III—

En una casa, que por su desordenado aspecto, la suciedad de sus muebles y la catadura ordinaria de sus habitaciones, parecía ser la misma en que Joaquín e Isidora pasaron las tristes horas que en otra parte de esta historia quedan contadas, halláronse juntos otro día Mariano y el caballero (llámase así porque iba a caballo) designado con el nombre de Gaitica. Entró Mariano en el cuarto en que el tal estaba y sin saludarle le dijo:

«Vengo a por aquello.

–¡Ah!, que listo andas. Agradece que lo hay. Toma, roío niño».

Sacó tres duros del bolsillo y sin mirarle se los arrojó sobre la mesa.

«El otro día—dijo Mariano con timidez entre recelosa y salvaje—me dio usted un latigazo.

–Niño, fue sin querer. Pues qué, ¿a un roío caballero como tú se le dan latigazos?… ¡Taco, y qué orgullo vas echando!… ¡Roer! Átame esa mosca. Por ahora no necesito de ti. Si algún día necesitas una roía peseta, vente acá. Si algún día no tienes qué comer, no faltará acá un roío pedazo de pan que darte. Comerás las sobras de la mesa. Eres un roío gandul, un roío holgazán, un roío bergante, y acabarás en presidio.

–Como usted—dijo Mariano con descaro.

–¡Roer!, no te me subas a las barbas, porque de un roío puntapié vas a parar a Flandes. Yo soy una persona decente. Los holgazanes y gandules me cargan, ¡taco! Porque la necesidad le obligue a uno a poner la ruleta, no quiere decir que no sea persona decente. Ahora soy hombre formal, y voy a comprar mulas para venderlas a la Artillería; hombre de negocios, hombre que se puede poner delante del rey, sí, señor; porque es un hombre que paga la contribución, un hombre de orden, de ley, que no gusta de oír hablar del roío pueblo ni de la roía revolución; un hombre, en fin, más honrado que Dios, más caritativo que la roía Biblia».

Mariano le oía espantado y con despecho. ¡También Gaitica, aquel ser de la última gradación moral, aquel hombre a quien Pecado consideraba como inferior, se sublimaba por la virtud de su pequeño capital, adquirido en infames juegos de azar, y quería revestirse de la dignidad del burgués pacífico, del propietario conservador, y clasificarse entre los ciudadanos probos, que son base, sustento del orden social! Era lo último que a Mariano le quedaba que ver.

«Sí—prosiguió aquel individuo, cuyo retrato no haremos porque una mano más hábil lo hará después—, soy hombre caritativo. Sabes que he visto a tu hermana, y que la he amparado. La he conocido estos días, cuando he ido al Modelo a ver a una prima que está allí por unas roías lesiones… Tu hermana es muy guapa. La he amparado; la vi muy afligida porque se le había acabado el dinero y tenía que pasar a la sala común. ¡Roer!, ¡un hombre como yo ver esas cosas!… Al momento arreglé con el alcaide el pago del cuarto. Yo soy un hombre generoso, un caballero que sabe gastar las roías pesetas en beneficio del pobre y necesitado… Tu hermana es muy buena y muy señora. Voy a visitarla todos los días y a ofrecerle mis servicios. ¡Oh!, no es como tú, que eres de lo que llaman un parásito, la polilla del orden social, un vago. Tú y tus compañeros debéis ser exterminados, porque la roía sociedad…, en fin, yo me entiendo. Márchate. ¡Roer!, ¿qué haces ahí como una estatua? Tú no tienes inteligencia, no comprendes lo que yo hablo… Abur».

En el cerebro de Mariano se repercutían, como vibraciones de una campana, aquellos execrables conceptos, que son fiel copia de los textos auténticos del célebre Gaitica. Conocido de todo Madrid, este tipo ha venido a nuestra narración por la propia fuerza de la realidad. El narrador no ha hecho más que limpiar todo lo posible su lenguaje al transcribirlo, barriendo con la pluma tanta grosería y bestialidad, para no dejar sino la escoria absolutamente precisa.

Cuando Mariano se retiró aquella noche a su miserable alojamiento, después de vagar toda la tarde y parte de la noche por las calles sin tomar alimento, sufrió un ataque epiléptico. Parecía que se desbarataba en horrorosas convulsiones, y se mordió las manos y se golpeó todo, quedándose maltrecho. Por fin le pasó, Dios sabe cómo, y al volver en sí encontrose con una gran novedad en su cerebro: tenía una idea; pero una idea grande, clara, categórica, sinceramente adherida a su inteligencia. No durmió en toda la noche, no comió nada a la mañana siguiente. Tenía momentos de gran temblor y confusión, y otros en que una actividad febril obligábale a correr por las calles, sin ver a nadie, sin fijarse en nada más que en los coches que iban y venían.

Tomaba un bocado en cualquier taberna, y paseaba, paseaba. Pasear era su vida y el pasto de su idea. Rompió toda clase de relaciones, dejó de ver a su hermana, a su tía, a Bou, a Gaitica, y con quien únicamente cambiaba alguna palabra era con Modesto Rico, que vivía con él y estaba casi siempre embriagado. Las noches siguientes las pasó también sin dormir. Un malestar inexplicable que a veces tomaba formas como de entusiasmo, a veces como de abatimiento letal, actuaba sin cesar dentro de él, absorbiendo todas sus fuerzas y pensamiento. Repitiole el ataque epiléptico, y cuando le pasó, disparataba cual si hubiera perdido la razón. Durmió luego profundamente; levantose alegre, salió, y dirigiéndose al Rastro detúvose en un puesto a comprar algo. Regateó con discreción y tacto, y de vuelta en su casa con el objeto que había comprado, lo escondió, lo agazapó debajo del colchón, diciendo estas palabras:

«Estáte quieta, ahí, quieta».

Capítulo XV
¿Es o no es?

—I—

¡Generoso señor aquel que evitó a Isidora la angustia y el bochorno de la sala común, apresurándose a pagar la miserable cuota! ¿Quién era aquel ser benéfico que practicaba la caridad tan oportuna y noblemente? La agraciada no le conocía más que de haberle visto dos o tres veces en el cuarto de su vecina (una tal Antoñita Surupa, que por ciertos porrazos, calificados de lesiones graves, estaba en la casa purgando la impetuosidad de su naturaleza meridional), y por lo mismo que era tan superficial el conocimiento, era mayor su gratitud. Al día siguiente de aquel rasgo, merecedor de los mayores encomios, el autor de él, Frasquito Surupa, a quien por mote llamaban Gaitica en círculos que apenas es lícito nombrar, visitó solemnemente a Isidora.

Según él mismo dio a entender, era persona notable y acaudalada, hombre de gran mérito, que todo se lo debía a sí mismo, pues abandonado de sus nobles padres y desheredado por sus nobilísimos abuelos (¡miserias y bribonadas del mundo y de la ley!), había tenido que crearse una posición con su ingenio y su trabajo. Motivos diferentes halló Isidora en su nuevo amigo para sentir hacia él simpatía y antipatía, en porciones casi iguales, porque si bien aquello de ser hijo natural y abandonado, víctima del egoísmo de sus padres, le hacía sobremanera interesante, en cambio sus modales y su lenguaje eran de lo más soez y chabacano que imaginarse podría. Su figura hermosa, juvenil y hasta cierto punto elegante, que recordaba la de Joaquín Pez, perdía todas sus ventajas con lo que del alma salía a los labios de tan singular criatura, en esa florescencia del ser que se llama conversación. Por momentos Isidora le encontraba agradable, por momentos aborrecible. Él, hablando sin cesar de las injusticias humanas y contando los martirios y persecuciones de que había sido víctima, cautivaba más la atención de la prisionera.

La soledad de Isidora era cada vez mayor. Emilia y Castaño no la visitaban ya; Bou había roto con ella; Miquis iba muy rara vez. Sólo eran constantes D. José y la Sanguijuelera, que llevaba a Riquín. Joaquín Pez, cuyo trato en aquella soledad habría sido muy grato a Isidora, estaba en la Habana, desde donde le había escrito algunas cartas cariñosas. Riquín, Encarnación y Relimpio eran, pues, los únicos que llevaban la alegría, la distracción y la esperanza a la triste celda durante un rato, que se alargaba todo lo posible, contando con la bondad de la celadora.

Miquis fue a verla un día para anunciarle la visita definitiva de Muñoz y Nones.

«Oye tú, gran mujer—le dijo—: mañana viene mi querido suegro. Recíbelo como se merece. Le hablé de ti y viene dispuesto a favorecerte todo lo posible. Te hablará largo de tu pleito y de tu causa criminal, y poniendo las cosas en su verdadero lugar, te las hará ver claras y sin telarañas. No te asustes de su franqueza. Es un hombre que dice las cosas como las siente. Dice a veces barbaridades; pero sus barbaridades valen más que el oro, la plata y las piedras preciosas, porque son verdad pura. Lo que él te diga tómalo como el Evangelio. Si trata de encarrilarte por el camino A o el camino B (aquí de nuestro Ipecacuana), marcha adelante con los ojos cerrados. Deja el orgullo a un lado, como se deja una corona de teatro después de acabada la representación. Así como se hace examen de conciencia antes de confesar, haz ahora examen de tonterías para que las abjures todas. Acopia sentido común y ensáyate toda esta noche en apreciar la extensión verdadera, el número y peso exacto de las cosas humanas. Siempre que tu fantasía quiera llevarte a una apreciación falsa de la realidad, date un gran pellizco…, y por último, no coquetees delante de mi suegro, porque, aunque muy bueno, es medianamente aficionado a las muchachas guapas, y podría suceder…».

La primera impresión de Isidora al ver entrar a Muñoz y Nones fue muy grata, porque el notario era un hombre admirablemente dotado por la Naturaleza en figura, modales, gracia de expresión y don de gentes. Su edad no pasaba de cincuenta años, y vestía con pulcritud y corrección. Gran calva lustrosa, bajo la cual actuaba sin cesar el prurito de la fundación de una Penitenciaría para jóvenes delincuentes, le caracterizaba, en primer término. Era además hombre que miraba con extraordinaria penetración a las personas con quienes hablaba, y que para aprobar y afirmar decía siempre: Mucho, mucho, y para negar empleaba irrevocablemente la frase no hay tal cosa, ni ese es el camino. No usaba más que una comparación. Para él, todo era… como la luz del mediodía. Si la costumbre de usar chalecos blancos, aun en invierno, significaba algo, Muñoz y Nones era un hombre singularísimo en esta materia. Si el deseo de no parecer barrigudo distingue a un hombre grueso de otro, Muñoz y Nones debe ser puesto en la categoría de los que viven decididos a morirse esbeltos. Decir que era un tanto presumido y un mucho simpático, acabará de pintarle por fuera. Su franqueza le había valido algunos disgustos, pero también grandes triunfos, porque el culto de la verdad, proclamando la honradez, trae siempre ventajas, las cuales no se concretan a la conciencia y a la moral, sino que se extienden a la esfera utilitaria de la vida. Por esto, y relacionando sus virtudes con sus éxitos, decía el gran notario que también la honradez es negocio.

«La señora marquesa—dijo Muñoz después de los saludos—está en las mejores disposiciones respecto a usted. No sé si sabrá usted que esa señora es un ángel, una criatura celestial. Si no lo sabe, se lo digo yo, y basta. Imagínese usted el ser más bondadoso, más prudente, más sensible y cariñoso, y lo que resulte de ese esfuerzo de la imaginación será siempre inferior a la marquesa de Aransis.

–No lo dudo—replicó Isidora, contrariada, porque habría querido oír hablar mal de su abuela, dado que lo fuese—. La señora marquesa será muy buena, aunque en este caso mío…

–Pero, criatura—dijo Muñoz sin poderse contener—, ¿todavía no se ha curado usted de la enfermedad de esa idea absurda?… ¿Todavía cree usted pertenecer a la casa de Aransis?

–¿Acaso me han probado lo contrario?

–¡Probado!… ¡Si está más claro que la luz del mediodía! No se trata ya del pleito de filiación, ni Ese es el camino. Eso es cosa juzgada. Empéñese usted en seguirlo adelante, y consumirá su vida, su dinero y su salud inútilmente».

Isidora sudaba.

«¿De modo—dijo esforzándose en vencer su abatimiento y espolear sus ánimos decaídos—, de modo que usted cree en esa gran paparrucha de la falsificación?

–¿Conque paparrucha?… ¡Ay niña, niña, usted no sabe lo que se dice! La falsificación es tan clara, tan evidente como la luz del mediodía. El Tribunal lo ha declarado categóricamente. El pleito de filiación carece de base y se cae, como un castillo de naipes».

Isidora sintió que se mareaba, que se le iba la vista, que el cuarto daba vueltas, que Muñoz y Nones se reproducía en infinitas imágenes o copias del mismo Muñoz y Nones.

«Explíquese usted…—balbució con voz dolorida, cerrando los ojos—No puedo entender…

–Pues muy sencillo… ¿Pero se pone usted mala? Un vasito de agua…

–No es nada. Usted qué entiende de estas cosas…

–Mucho, mucho. La falsificación existe. Que usted no es autora de ella, no tiene duda, pues se perpetró ese delito, según todas las apariencias, cuando usted tenía tres años.

–Entonces…

–Su padre de usted, Tomás Rufete, era un hombre ligero, de costumbres desordenadas. Le conocí, le tuve de escribiente. Muchas veces le presté dinero que no me devolvió; pero esto no hace al caso ni ese es el camino…

–¡Mi padre!… ¿Usted está seguro de que era mi padre?—exclamó Isidora sacando fuerzas no se sabe de dónde—. Estas cosas no se pueden apreciar así, señor mío.

–¿Pues no se han de poder apreciar, señora mía? Yo me contento con decir que la casa de Aransis no ha tenido parte mínima en echarla a usted al mundo. Dos chicos nacieron de una señorita desgraciada…

–¿Usted la conoció?—dijo Isidora con energía apelando a un recurso de gran efecto.

–Sí.

–¿Me ha mirado usted bien?».

Muñoz y Nones, que ya la había mirado bien, consecuente con la dulce afición declarada por Miquis, la volvió a mirar.

«En efecto—dijo sonriendo—, es usted muy guapa.

–¿Y no halla usted semejanza…?

–En la Naturaleza—replicó Muñoz muy serio—se observan fenómenos de semejanza… Sin embargo, usted y Virginia sólo se parecen como dos mujeres hermosas. El cabello…, efectivamente. En los ojos hay algo…, pero no, no es tal la semejanza que pueda inducir a suponer parentesco».

Isidora no pudo contener su dolor. Se echó a llorar.

«Aunque se aflija, para mí la verdad es lo primero. No hay semejanza ni ese es el camino.

–¡Oh! Señor Muñoz—dijo ella con extraordinario énfasis—; si usted en esto que me dice, en esto que hace, no procede de buena fe, declaro que es usted el hombre más malo, el mayor monstruo…

–Crea usted lo que quiera. ¿Tengo yo fama de monstruo?

–No, no. Diré a usted…».

Impaciente, inquieta en su asiento, como si por todas partes estuviese rodeada de púas, movía los brazos queriendo expresar con ellos una convicción más enérgica que la que expresaban los labios.

«De modo que según usted, según usted, señor Nones, yo soy, yo soy… una cualquiera.

–Según lo que usted entienda por una cualquiera. Lo que yo afirmo es que al declararse usted sucesora de la casa de Aransis, ha sido víctima de un gran engaño. Las indagaciones que hemos hecho nos han llevado a averiguar que el autor de esa execrable comedia fue Tomás Rufete, logrando engañar primero a D. Santiago Quijano y después a su hija…

–¿Conoció usted a mi tío el Canónigo?

–Mucho, mucho, y tengo que decir a usted que era uno de los hombres más sencillos, hablemos claramente, más tonto que han comido pan en el mundo. Le traté mucho. ¡Qué hombre, Santo Dios! Una vez le hicimos creer que con miga de pan se quitaban las canas, y andaba con la cabeza hecha una panadería. También le hicimos creer que la baba del conejo era venenosa, y consultó cuatro médicos y se cauterizó un brazo. Se le daban las bromas más extraordinarias que usted pueda figurarse. Era poco valiente, como usted sabe, pero pundonoroso. Armábamos una camorra por cualquier tontería. Uno de nosotros se fingía agraviado. Los demás acalorábamos la disputa. No había más remedio que batirse. Quijano hacía de tripas corazón. Le llevábamos al campo del honor, donde con mucho miedo, pero con tesón muy grande, apuntaba al pecho de su contrario; mas como las pistolas estaban cargadas con sal, no pasaba nada… Lo extraño es que siendo medianamente instruido, creyese en influencias de las estrellas, en barruntos y aun en maleficios. Escribía clásicamente, leía novelas, era muy apasionado de las cosas aristocráticas, se sabía de memoria el Becerro, y tenía en la punta de la uña todos los linajes de España. Juzgue usted si ese santo varón era que ni pintado para sostener un bromazo que Tomás Rufete quiso dar a sus hijos.

–Esas historias, señor Nones—dijo Isidora aparentando una firmeza que no tenía—, nada me prueban.

–Mucho, mucho. Pero son datos preciosos. Vamos a otra cosa. Un coronel de Artillería, cuya nombre debe usted saber, se presentó en el despacho de Andréu, primo y compañero mío, hace quince años, y le habló de un asunto penoso y delicado. Al día siguiente Andréu había extendido un documento que llamamos acta de reconocimiento. En él reconocía como hijos suyos a una niña… (paciencia…, déjeme usted concluir), a una niña y un niño, nacidos de quien usted sabe, de aquella desventurada joven que, digámoslo otra vez, no tiene con usted semejanza de fisonomía, ni ese es el camino. Adelante. En el mismo documento hacía constar que confiaba ambos mocosos al cuidado de un antiguo criado y deudo suyo, retirado de la Guardia civil, el cual vivía… ¿sabe usted dónde?

–¿Yo qué he de saber?»—replicó Isidora con desvío y detestable humor.

Muñoz y Nones se levantó. Dirigiéndose a la reja, y mirando hacia la calle, señaló una casa de la acera de enfrente hacia la plazuela de las Comendadoras.

«¿Quién vivía en aquella casa?

–Yo.

–Tomás Rufete tenía por vecino en el piso tercero a un licenciado de la Guardia civil. ¿Se acuerda usted?

–Yo no.

–¿Tampoco recuerda usted cuando se quemó esa casa?

–De eso tengo una idea; era yo muy niña. Mi hermanito empezaba a andar entonces.

–Mucho, mucho. Cuando se quemó la casa, Nicolás Font…

–¿El guardia civil?

–Estaba enfermo de gravedad. Lo que pasó aquel día no lo sé. Font muere más tarde; la niña también; la viuda se va a vivir a Getafe; el niño es recogido más adelante por la marquesa de Aransis. Pasa el tiempo y se presenta usted con sus pretensiones apoyadas en el testimonio de su padre difunto, en una tradición de familia y en varios documentos. Las partidas de bautismo de los dos hijos del coronel nada prueban. Debieron de ser substraídas de casa de Font el día del incendio. Pero hay otro documento: el acta hecha por Andréu. En ella aparece una novedad y es que el nombre de Nicolás Font aparece sustituido por el de Tomás Rufete. La falsificación está hecha con suma habilidad, y las circunstancias le favorecen. Ha fallecido en Filipinas el coronel a quien usted tiene por su papá, y que es tan papá de usted como mío; han muerto la mujer de Font y los tres testigos; pero por fortuna vive Andréu. Se busca en el protocolo la matriz, y se encuentra la misma sustitución o enmienda. Tomás Rufete vivió en gran intimidad con un escribiente de mi compañero… ¿Va usted atando cabos?…

–Yo no ato ningún cabo, ni ese es el camino, Sr. Nones—dijo Isidora, dándose, en su despecho, el gusto de remedar un poco el estilo del notario.

–Ahora lo veremos. Se busca al cómplice de Tomás Rufete, a quien Andréu despidió hace años por infiel. Es medio químico y muy hábil; pero su principal habilidad está en huir de la justicia. Se entrega el documento original a los peritos calígrafos y químicos, y al instante la falsedad salta a la vista. Hecha con precipitación, es mucho más grosera que la de la copia. El Tribunal ve claro, y como usted en el pleito de filiación ha presentado testimonios tan débiles; como la prueba ha sido tan flojísima; como ninguno de los recuerdos de su infancia favorece a usted, es casi seguro que irá a presidio por delito de usurpación de estado civil.

–Yo no soy falsificadora—afirmó Isidora quedándose como una muerta…

–¡Qué gracia! No es usted falsificadora de un papel; pero lo es de un derecho, y con testimonios débiles y documentos apócrifos trata de usurpar un puesto que no le corresponde».

La de Rufete estaba humillada y abatida. Difícilmente entraba en su cabeza la idea de no ser quien pensaba, y de la lucha que con sus dudas sostenía, resultaba un decaimiento parecido a la agonía de morir. Nones la miraba en silencio, esperando una palabra.

«Dígame usted—murmuró ella al fin con temor—, ¿qué tengo que hacer para evitar… eso de ir a presidio?

–Declarar que ha sido engañada; descargar su responsabilidad sobre su señor papaíto, reconocer que no tiene derecho alguno…

–¿Y quién me asegura que no lo tengo?…»—volvió a decir, reaccionándose.

El instinto de conservación de su error era tan grande, que este necesitaba muchos y muy fuertes golpes para someterse. Muñoz y Nones tomó su sombrero.

«No se vaya usted, no—dijo ella, temiendo quedarse sola con sus fieras dudas—. Hábleme algo más. No estoy convencida, pero dudo. ¡Oh! Si me muriese hoy mismo, si me muriese antes que empezara a destruirse esta fe, ¡qué dichosa sería! Señor Nones, usted es un hombre honrado. Augusto lo ha dicho. Usted no es capaz de fingir, ni de mentir, ni de engañar. Júreme usted por Dios, por su madre, por sus hijos, que no cree en mi derecho; jureme usted que lo que dice es verdad, y entonces quizás pueda yo empezar a acostumbrarme a esta idea…

–¡Jurar! Eso es anticuado. Basta la palabra de un hombre de bien… No hay motivo para tanta aflicción ni ese es el camino. Una existencia humilde y sin los desasosiegos de la ambición, puede hacerla a usted dichosa. La señora marquesa me ha autorizado para ofrecer a usted un auxilio siempre que se preste a dar a esta enojosa cuestión un corte rápido y decisivo. La señora está disgustadísima; aborrece el escándalo y llora mucho al ver que el nombre de su pobre hija es traído y llevado por las lenguas que gozan en resucitar deshonras pasadas. La señora no duda, ni puede dudar del resultado del pleito. Si usted espera aún, consulte a todos los abogados de Madrid, y como haya uno que aliente sus esperanzas, me dejo cortar la cabeza. Pero nuestras leyes favorecen a los pleiteantes tercos, y usted, empeñándose en seguir adelante, puede prolongar el litigio sin ningún fruto para usted y con cien probabilidades contra ninguna de ser condenada a presidio… Me retiro y le doy a usted unos días de término para que lo piense bien. Mi yerno me ha dicho qué tiene usted buen fondo y clara inteligencia, aunque ofuscada por desvaríos y falsas apreciaciones de la vida. Si usted lograra ver cada cosa como es realmente, estábamos de la otra parte. Conque… ánimo. Y para concluir: sé que tiene usted un hermanito que es una alhaja. Yo le prometo a usted darle la primera plaza cuando inauguremos la Penitenciaría para jóvenes delincuentes. Le reformaremos, y usted… trate de reformarse».

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