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La mujer como monstruo
El hombre medieval externalizaba su paranoia femifóbica hasta el punto de, en ocasiones, sospechar de un fantasma ginocéntrico dentro de sí mismo; es decir, no solo existía el temor de la mujer como cuerpo, sino del cuerpo (masculino) como mujer —como si fuese posible una degeneración de orden teratológico en las entrañas del hombre—. Tanto asco hacia lo femenino ponía a la mujer136 en el camino hacia la desconfianza de la degeneración zoomórfica. Ya me referí a las asociaciones en torno a las mujeres fantásticas que, en varias leyendas medievales, presentan partes del cuerpo zoomorfizadas. Como ejemplos, tenemos a la ibérica dama del pie de cabra137 y la ofídica sirena celta, Melusina, símbolos del amor volátil e impositivo138. Ambas eran instauradoras de prohibiciones para que el hombre que las amara no viese su matrimonio hecho añicos: la demoníaca dama del pie de cabra vetaba el uso de los «Nombres del Padre» dentro del hogar139, mientras que la lasciva Melusina imponía la prohibición de mantener relaciones sexuales los sábados. Así, no había escapatoria: por una tradición, todas las mujeres tendrían rasgos melusianos y, por otra, medusianos. Tal como refuerza Fonseca: «monstruos con tronco humano, como Melusina y muchos otros de la tradición clásica (esfinge, centauro, sirena, sátiro) fueron considerados símbolos de una sexualidad fuerte y primitiva, generalmente maléfica»140.
Por si fuera poco, los temores con relación a la mujer —ser incompleto y fallido, de acuerdo con el pensamiento de la época— se centraban especialmente en dos partes del cuerpo: los ojos (gorgóneos, petrificantes) y la vagina que, de ser dentada, podría arrancar un pene en un acto castrador, la cual también sacaba a la luz el tabú mensual del menstruo venenoso, que hacía a la mujer impura por la sangre. Curiosamente, en diversos relatos siempre había héroes engullidos por monstruos ofídicos, capaces de guardar a sus víctimas en concavidades de aspecto uterino, mientras que en las mitologías paganas algunas diosas se representaban con penes, como la egipcia Mut, diosa madre de Tebas. Y, si la forma masculina era la más cercana a la perfección en el pensamiento medieval, su distanciamiento llevaba a presagiar lo monstruoso (en ese sentido, todas las mujeres tendrían indicios de monstruosidades, siguiendo el raciocinio aristotélico que estaba en vigor en la Edad Media). A esas suposiciones se le sumaba la consabida naturaleza metamorfoseante de la mujer, que combinaba asociaciones con peces, arpías y reptiles (en el caso de las sirenas), por ejemplo, o era hábil en transformarse en asquerosas sabandijas (en el caso de las brujas).
Con relación a la envidiada capacidad de quedarse embarazada y dar a luz, siempre ha habido varias informaciones supersticiosas bastante corrientes: entre ellas, el hecho de que copular con demonios —y también con faunos y silvanos, que se encuadraban, según la mentalidad católica, en la categoría de seres infernales— haría que las descendientes de Eva generaran monstruos, generalmente ctónicos. Además, la mujer —considerada más inclinada a los devaneos que el hombre— podría engendrar anomalías y monstruos en su embarazo debido a una «imaginación excesivamente fértil». A pesar de que abordo aquí el periodo medieval, creo que vale la pena discurrir un poco más, en los párrafos siguientes, acerca de esta característica que le fue históricamente tan atribuida a la mujer: una mente fértil.
La reprobación de la fertilidad de la imaginación femenina estuvo muy presente desde la Edad Antigua. Se creyó, durante mucho tiempo, que una embarazada podría parir otras criaturas que no fueran humanas —incluyéndose aquí la capacidad de poner huevos con poderes mágicos—, de tal forma que la reina Isabel I llegó a prohibir el consumo de cualquier cosa nacida de una mujer. Durante siglos, era común que las holandesas parieran pequeños animales llamados suyger o sooterkin, palabra que significa «chupador». Según la creencia popular, Mary Toft, una campesina inglesa del siglo XVIII, se hizo famosa por haber dado a luz a diecisiete conejitos tras haber tenido antojo de carne de conejo. Más tarde, su embuste fue desmentido, pero casos como ese se acabaron convirtiendo en deliciosos y disputados libros y folletos, que se vendían encuadernados con piel de conejo.
La presunta sugestionabilidad femenina explicaba, tanto en el ámbito popular como en el «científico», las modificaciones que un feto podía llegar a sufrir. Los ejemplos, en los registros realizados durante siglos, son muchos: las ganas de comer carbón y tierra generarían un niño con una marca negra en la cabeza; una voluntad gastronómica no satisfecha causaba marcas de nacimiento en forma de fresa, uva o frambuesa, dependiendo del alimento deseado; una mujer de Nápoles que se asustaba por algunos seres marinos tuvo un hijo con escamas; una gestante capturó un sapo y su hijo nació con una cabeza anfibia; ver un pato podía producir membranas entre los dedos de las manos y de los pies del recién nacido; el labio leporino se explicaba por la visión de liebres; un marido que se disfrazó de diablo antes del acto sexual tuvo un hijo con cuernos, rabo y pezuñas hendidas; una chica con cabeza de mejillón vivió hasta los 11 años, cuando mordió la cuchara de la sopa que tomaba, se rompió la concha y, en seguida, murió; una mujer perteneciente a la noble familia de Ursini dio a luz un niño con garras y piel de oso. Y más: espiar por el agujero de la cerradura acarrearía un hijo estrábico; caer o ver a un animal abatido ocasionaría epilepsia; mientras que comer huevos de pájaros manchados le originaría pecas al niño141. En el siglo XIX, en Alemania y Escandinavia se pensaba que los bebés tendrían unos penes enormes si, durante el embarazo, sus madres cargasen la leña en el delantal. También se consideraban consecuencias de madres deseosas o impresionables casos similares al del hombre elefante y al del hombre tortuga, que se popularizaron en dicho siglo. De igual forma, el hecho de que los niños naciesen con cola podría tener su explicación en alguna impresión más fuerte que había tenido su madre. Este último «aderezo» impresionaba notablemente a la imaginación popular: se creyó, durante mucho tiempo, en tribus y razas con rabo, en la existencia de bosques habitados por sátiros y en heréticos habitantes pirenaicos dotados de colas. Esa deformidad podría provenir tanto de la similitud con un rabo de perro, como de oveja, cerdo142 o, incluso, caballo. «En los tiempos medievales y durante el Renacimiento, se decía que las madres de los hijos con cola habían copulado con animales domésticos (perros o gatos)»143.
El decaimiento de la creencia en la «impresión materna» no se produjo hasta que comenzaron los estudios del teratologista Isidore Geoffroy Saint-Hilaire, a mediados del siglo XIX, e igualmente a partir de los avances de la embriología; sin embargo, aún hoy, es posible encontrar a alguien que le dé algún valor a las supersticiones que circulan en torno al embarazo.
El gran creador de monstruos de fin del periodo medieval, Ambroise Paré (1510-1590), afirmaba que el diablo, la mujer y el monstruo no existirían los unos sin los otros. Entre las creaciones tardías de aquel periodo, había figuras demoníacas masculinas y bisexuales con senos, en clara alusión a la culpa femenina e, incluso, demonios totalmente femeninos de naturaleza viperina. De esta forma, ultrajada, a la mujer se le comparaba básicamente con las bestias, los monstruos, los demonios e, incluso, podía generar todas esas formas por medio de la fecundación. Siguiendo la estela de Plinio, Aristóteles y Lucrecio, Paré entendería a los monstruos como seres inacabados, los cuales presentarían alguna «falta» importante. Para él, todo lo que fuese más allá del curso de la naturaleza sería monstruoso. No obstante, quienes generaban seres abominables eran las mujeres. Así pues, se creía que, tras una cópula bestial por medio de prácticas de zoofilia, el nacido estaría necesariamente marcado por los rasgos de la aberración.
La misoginia medieval alcanzó su auge literario con el Malleus Maleficarum, el famoso Martillo de las brujas, que sirvió de viga maestra a buena parte del pensamiento inquisitorial. El compendio de absurdos decía que había cuatro cosas en el mundo que nunca dicen basta: la morada de los muertos (el sheol), la tierra que el agua nunca puede saciar, el fuego que nunca arde bastante y los labios vaginales, que se complacían en cópulas demoníacas. De acuerdo con el libro, las brujas tenían el poder de robar los penes de los hombres y guardarlos en nidos en las copas de los árboles. Hay, sin duda, una relación de El hombre de arena (1816), de Hoffmann, con esa acepción. La criatura que asustaba a los niños en el cuento alemán echaba arena a los ojos de los que no querían dormir, haciendo que saliesen de sus órbitas. Luego, los metía dentro de un saco y se los llevaba como alimento a los hijos del hombre de arena, en un nido que se encontraba en la lejana Luna. El psicoanálisis, a partir del texto de Freud sobre lo extraño familiar144, señaló la relación entre los genitales y los ojos y la presencia de la ansiedad ante el complejo de castración. Abordaré esa cuestión en el capítulo específico sobre el fundamento psicoanalítico de este libro.
De melusinas y madres del agua
En este apartado, presento algunas consideraciones sobre dos figuras legendarias de cariz medieval: la madre del agua y la dama del pie de cabra. Por medio de la semiótica de la cultura (o semiótica rusa), se pueden investigar las coincidencias culturales en el transcurso de periodos de la historia y entre sistemas semióticos (entiendo aquí tanto un cariz diacrónico como uno sincrónico). Lotman aborda esas coincidencias, que pueden ser «nombres, motivos, sujets e imágenes en las obras de literatura, mitologías y tradiciones de poesía popular distantes cultural e históricamente»145. En ese contexto, hay una puesta en valor de los estudios sobre coincidencias y repeticiones por medio de análisis comparativos, por ejemplo. El propio Lotman ejemplifica: «da mucho más resultado ver el parecido de motivos entre las leyendas persas y celtas que prestarle atención al trivial hecho de la diferencia existente entre ellas»146.
Câmara Cascudo, figura muy importante en los estudios sobre las tradiciones populares brasileñas e ibéricas, comienza así la entrada «Madre del agua» en su Diccionario: «En todo Brasil se conoce como madre del agua a la sirena europea blanca, rubia, mitad pez, que canta para atraer al enamorado que acaba muriendo ahogado en el fondo de las aguas en su deseo de casarse con ella»147. Asimismo, describe en varias líneas a las predecesoras de la madre de agua brasileña, destacando en especial a las sirenas de la poesía homérica, a las rusalkas eslavas y a las nixes148 del Rin, entre las cuales la más conocida es Lorelei, que canta hasta que el barco de su víctima se choca con las grandes piedras del río.
Efectivamente, en varios estudios e investigaciones de distintos autores, se percibe que la mujer encantada y peligrosa recorre la humanidad desde los más antiguos escritos: «La Odisea entera es una epopeya de la victoria sobre los peligros tanto de las olas como de la feminidad»149. Para Durand, las sirenas encarnarían, igualmente, el aspecto negativo extremo de la mujer hechicera y fatal, mientras que Borges (2008), al organizar su delicioso compendio de seres fantásticos, resaltó algunas curiosidades sobre ellas y llegó incluso a relatar la noticia de la «convivencia» de una sirena con los humanos:
Otra [sirena], en 1403, pasó por una brecha en un dique y habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le enseñaron a hilar y veneraba como por instinto la cruz. Un cronista del siglo XVI razonó que no era un pescado porque sabía hilar y que no era una mujer porque podía vivir en el agua150.
Esa descripción contradictoria de la sirena —ni totalmente irracional, por saber desempeñar una actividad cultural humana, ni totalmente humana, por vivir dentro del agua y no sobre la tierra— hará de ella y, por ende, de todas las mujeres fantásticas de esa orden híbrida, seres que despiertan interés por evocar una representación muy arcaica de la mujer generadora, la cual llamo aquí «esposa y madre totémica», persiguiendo las discusiones del semiótico Meletinski (1979).
Serge Gruzinski, por su parte, también ubica a las sirenas como productos del mestizaje cultural ocurrido en América debido a la colonización europea:
Estas sirenas tienen primas en las montañas de los Andes, a orillas del lago Titicaca. En Perú y en Bolivia, el arte que llamamos «mestizo» explota los mismos repertorios: la sirena occidental se convirtió en motivo de inagotables variaciones. [...] Lejos, en el oeste [...], en el convento de san Antonio de João Pessoa, nereidas policromáticas acogían a los esclavos adoradores de la Virgen o de Yemayá, la diosa africana del océano. Esta vez, las hijas griegas del mar servían a los cultos venidos de África, que ellas introducían en el corazón de los santuarios cristianos151.
En contraposición a la sirena clásica, el pintor surrealista René Magritte152 creó una «sirena invertida», que subvierte la comprensión obvia de una nereida —mitad inferior pez, mitad superior mujer—, rumbo hacia una configuración opuesta toute neuve. Así, surgió la figura de una sirena recostada en una playa que, como alojaba el aparato respiratorio en su mitad no-humana, era incapaz de sobrevivir fuera del agua. Según Linardi: «Al combinar dos elementos familiares, [Magritte] produce un tercero, absolutamente sorprendente»153.
Como ya se dijo, los seres fantásticos híbridos, cuando su parte superior es humana y la inferior es bestial, siguen diversas configuraciones mitológicas de la antigüedad grecorromana: una cabeza humana solía representar la primacía de la razón sobre la animalidad. De igual forma, seres con partes inferiores zoomórficas y, en especial, muy desarrolladas —como centauros, sátiros y faunos— demostraban el poder de los instintos y de la sexualidad sobre el resto de la criatura. A mi modo de ver, las sirenas acuáticas no dejan de encajarse en esa descripción, ya que poseen, junto a la delicadeza y a la seducción —atributos humanos de su mitad superior—, el misterio de la sexualidad femenina en la mitad íctica, la cual tanto instigaba a los marineros. Es conocido el ejemplo de seres mitad mujer, mitad pájaro154 que traían la muerte a los marinos por medio de su irresistible manera de cantar. Se hizo célebre el pasaje del Canto XII de La Odisea, en el que Ulises, para poder oír sin peligro la voz de las sirenas, tuvo que ser amarrado al mástil de su embarcación tras haber taponado los oídos de sus compañeros con cera, ordenándoles que no le soltasen bajo ningún concepto hasta que las sirenas dejasen de cantar.
Se percibe, a partir de relatos en torno a lo fantástico en la cultura brasileña, que, aparte de nuestra sirena, la madre del agua —que se hizo bastante conocida gracias a las narrativas populares provenientes de la oralidad—, hay además figuras africanizadas, como las de los orishas femeninos Yemayá y Oshún, que Câmara Cascudo e investigadores como Reginaldo Prandi (2001) citan en sus obras como unas figuras que fueron adaptadas inicialmente de la cultura yorubana a la bahiana155.
En cuanto a la herencia indígena y jesuítica, la versión «clásica» de la madre del agua en Brasil, también popularizada como Iara, fue resultado, en cierta medida, de las invenciones caboclas para los monstruos acuáticos autóctonos. Con el paso de los siglos, la furtiva ipupiara fue amalgamada con las sirenas importadas. Por lo que permaneció en los relatos de los primeros colonizadores, podemos deducir que los nativos tenían usualmente por seres de las aguas a figuras tenebrosas y crueles, cuyas formas van apaciguándose por el cansancio de los siglos, para hacerse más blandas —aunque la «sirena nativa» permanezca ofídica en buena parte de las leyendas y cuentos populares—. Los indios, sobre todo los de la región norte de Brasil, tenían en sus famosas «cobras-grandes» a sus seres fantásticos de las aguas por excelencia. Por consiguiente, fue espontánea la asociación de la madre del agua cabocla a las características de dichos reptiles. A lo mejor por eso, la «madre del río» se describía con el pelo verde y el cuerpo plateado en muchas narraciones antiguas, aunque la versión de la rubia dama de ojos azules se haya convertido igualmente en referencia.
Reflexionando sobre el lento proceso de «ablandamiento» del carácter perverso de los monstruos acuáticos, me remito al trabajo del escritor brasileño Afonso D’Escragnolle-Taunay156, que escribió sobre el cronista Pero de Magalhães Gândavo, el cual acusó la presencia de ipupiaras —tanto machos como hembras— en São Vicente, en 1564. El colonizador Gabriel Soares de Souza también llegó a narrar la presencia de seres abominables que sumían a los pescadores hasta las profundidades de las aguas para morderles las «naturas» y después ahogarlos. La sexualidad se convirtió en un punto de perdición para los mortales; en este caso, una alusión tal vez indirecta al mito de la «vagina dentada», ya mencionado157.
Por lo general, las ipupiaras abrazaban a su víctima, besándolas en un estrangulamiento fatal. Muchos de los primeros habitantes de la costa brasileña llegaron a describir la presencia de numerosas osamentas de estos temidos seres. Es el propio Magalhães Gândavo quien da la noticia de una ipupiara encontrada en una playa en São Vicente158: «cabeza y hocico de can, senos femeninos, manos y brazos humanos y patas de ave rapaz. En medio del cuerpo, una cloaca»159. Priore también explica que el monstruo, en principio marino, pasará a ser fluvial y, poco a poco, tendrá pies rudimentarios.
Sin embargo, para llegar a la configuración de la madre del agua tal y como se le conoce hoy160, hay que hacer un viaje de siglos. La investigadora Irene Nunes (2010) explica que el Papa, en el siglo XII, al buscar un origen teocrático para las familias nobiliarias de Europa, impulsó el surgimiento de varias narrativas de orígenes mitológicos, las cuales eran «creadas» por aquellas familias y, a menudo, atribuidas a la tradición troyana, bretona y carolingia. La fuente de las invenciones era doble: tanto clásica, como popular —esta última, ligada a la oralidad—. Era común —en los cantares de gesta, en los libros de caballerías, en los cantares de los trovadores, en las genealogías y en las hazañas heroicas— el loor épico a un supuesto pasado grandioso de los linajes familiares. En lo que atañe a la cultura lusitana, eso se daba en galaico-portugués y fue en ese idioma en el que algunos de los más antiguos documentos de la Baja Edad Media llegaron hasta hoy161.
Lo sobrenatural surgía, en esas narraciones, como fuerza adyacente al poderío familiar. Eran frecuentes, por ejemplo, seres fantásticos femeninos que se unían a un noble para generar una prole. La estructura de esas leyendas siempre presenta una mujer hermosa y preparada que se le aparece, sea sobre la tierra o en el agua, a un leal caballero o hidalgo, que se enamora de ella. La boda es factible, siempre y cuando el marido respete una condición impuesta por la pretendiente —la cual, por lo general. es donante de fortunas y placeres—. Así, el matrimonio será estable mientras lo prohibido se respete. La mínima transgresión, no obstante, lo echará todo a perder y se convertirá en el detonante de la miseria, el hambre y de la vida tal y como era antes de la presencia de la esposa encantada o, peor aún, de un mundo al revés y en ruinas para el marido abandonado. Los llamados cuentos melusianos —término que está vinculado a Melusina162— siguen esa estructura.
Ampliamente asentados en la cultura folclórica universal, estos cuentos aparecen registrados en la literatura del Occidente medieval entre 1170-1210, en particular en las obras producidas por autores vinculados a la corte Plantagenet, en la que se forma un vasto corpus literario donde, a través del lirismo provenzal y de la materia de Bretaña, se pasa a valorar la temática amorosa y lo maravilloso pagano proporcionando la incorporación de temas y motivos propios de la cultura popular, desdeñados hasta entonces por una cultura marcada por los modelos de origen clerical163.
Melusina (también llamada Melusine o Melisande) presentaba, en sus representaciones medievales, cabeza y torso femenino, alas de dragón y la mitad inferior de serpiente gigante. A veces, era imaginada como una sirena con doble cola de pez. Su leyenda sobrevivió durante mucho tiempo gracias a la matriz oral y fue escrita por el trovador Jean d’Arras, en 1387. Tradicionalmente, Melusina sería hija de un hada de las fuentes, Presina, y del rey escocés Elinas de Albania. El hada, al casarse, le impuso una condición a su marido: que jamás la viese en el momento del parto. Al romper la promesa, Presina y sus tres hijas —Melusina, Melior y Palatina— lo abandonaron y volvieron al mundo féerico. Cuando las muchachas se hicieron poderosas, decidieron encerrar a su padre en una cueva al norte de Inglaterra, en Northumbria. Pero la madre, al descubrir el acto vil, maldijo a Melusina, atribuyéndole el sino de transformarse, en un determinado día de la semana, en serpiente de agua de cintura para abajo. Durante ese día fatídico, todo aquel que la amase tendría que aceptar la condición de no verla: de lo contrario, permanecería hechizada para siempre en la metamorfosis monstruosa. Más tarde, Melusina se casó con Guido de Lusignan, el conde Raymond de Poitou, y se fue a vivir al castillo de Lusignan, el cual le irguió con su magia a su amado. Sus hijos nacían con alguna deformación, pero los dos últimos tendieron a estar más cerca de lo que se consideraba «normalidad». En un determinado momento de una de las versiones de la leyenda, el conde decidió romper la promesa y la contempló desnuda, lo que hizo que su esposa saltara de las torres del castillo, encontrando la muerte en su condición de triste mujer-serpiente alada. Sus hijos siguieron vivos y se convirtieron, según la tradición, en descendientes de los antepasados de la monarquía francesa. En otra interpretación, Melusina sería un súcubo, die Melusina zu Lucelberg, conforme el cuento de Goethe, «Die Neue Melusine» [La nueva Melusina].
No obstante, en el caso brasileño, fue en la fusión de la forma acuática de la ipupiara con la sirena dulce y seductora de Europa —que llegó a Brasil a través de los portugueses— cuando se implantó la estructura mítica de las «esposas milagrosas», las cuales, como quedó patente, estaban presentes en la tradición lusitana desde hace siglos: es decir, la madre del agua americana pasaría a ser depositaria de referencias que la acercaban mucho a la configuración melusiana de la literatura medieval: la mujer mitad humana, mitad pez, promesa peligrosa para la felicidad matrimonial.
Así, por ejemplo, el argumento arcaico de las esposas milagrosas […] se vale de un lenguaje profundamente «mitológico»: las relaciones matrimoniales vienen dadas de manera literal en los términos de una mitología totémica (el cónyuge como representante de otro tótem). El lazo matrimonial es aquí normalmente exogámico164 y como tal une lo «propio» y lo «ajeno» bajo el aspecto de lo «humano» y de lo «animal». En algunas variantes (del tipo «princesa-sapo») todavía se añade la oposición de «superior» e «inferior»165.
Y, al igual que en el otro lado del Atlántico, aquí la madre del agua también sería siempre una mujer guapa que aceptaría casarse con un hombre y le ofrecería riquezas, poder y afecto, siempre que la prohibición fijada por ella nunca fuese violada. Este veto generalmente estaba vinculado al brío de la esposa, que no aceptaba ser humillada, desmerecida ni sufrir afrentas. Lo mismo valía para su prole y para todo aquello que, gracias a ella, le aportase prosperidad al compañero: «la esposa milagrosa (totémica) siempre le garantizaba al héroe una caza exitosa, una buena cosecha, etc.»166. Tal configuración tiene, en efecto, un amplio alcance: algunas leyendas decían que las tradicionales sirenas de Irlanda, llamadas merrows, podían ser persuadidas al matrimonio por los pescadores, quienes escondían, como parte del proceso de seducción, las capas que las mujeres-pez dejaban en la playa por descuido. Las merrows aceptaban unirse a un hombre por dos motivos: inicialmente, para perpetuarse en una especie híbrida167; en segundo lugar, para huir de la extrema fealdad por la que eran conocidos sus compañeros acuáticos. No obstante, los relatos decían que, a pesar de ser buena esposa, excelente cocinera y generadora de fortuna, la sirena irlandesa demostraba poco apego y simpatía por su marido y sus hijos168.
En el contexto de las mujeres encantadas, me valgo de una película brasileña para ilustrar lo que vengo discutiendo en este punto. El cine brasileño —con temáticas muchas veces inspiradas en elementos del fantástico medieval— de tiempo en tiempo abastece sus ficciones en el rico pensamiento popular. En Pequenas Histórias (Helvécio Ratton, 2007) hay cuatro tramas, todas ellas presentadas y narradas por la actriz Marieta Severo, que asume el rol de una costurera que confeccionaba retales que reproducen escenas de sus narrativas. La primera historia se titula «La boda del pescador con la sirena» y es un ejemplo de una relectura del cuento tradicional de la madre del agua, en el que un astuto pescador encuentra una sirena en las aguas de un riachuelo, la cual le acaba ayudando con faena. Una noche de luna llena, cuando él le pregunta a Iara cómo se lo podría agradecer, obtiene como respuesta una petición de matrimonio; pero, para ello, el novio tendría que acatar dos condiciones establecidas por la pretendiente: la primera, llevarle un vestido blanco o azul sin detalles metálicos, para que ella se lo pusiese; la segunda, nunca tratarla mal. Esa estructura también está presente en una trama que recogí de la cultura popular y que reproduje en un libro mío, en el cual, en el capítulo «El robo de las sandías y la madre del agua», se lee: «“¿Entonces te casas conmigo?”, le preguntó al hombre, que ya estaba encantado ante semejante hermosura. “Sí. Pero con una condición. Nunca blasfemes contra la gente que vive debajo del agua”»169. Tanto en la narrativa cinematográfica como en la literaria, el desenlace siempre es trágico cuando el marido decide desmerecer a su esposa. Mientras que en mi versión literaria la sirena disgustada se dirige hacia el río llevándose a sus hijos, a los esclavos, a los animales de cría, el tejado, el vallado y los objetos de la casa —y hasta la casa—, en la película de Helvécio Ratton el hombre se ve sorprendido por una repentina inundación que se lleva todo por delante. Se salvó porque se subió al tejado de su casa.
Por su parte, en el cortometraje de animación Iara170 (Sergio Glenes, 2004), de la serie Juro que vi [Juro que lo he visto], la narración se produce en torno a un buscador de oro pobre. Al huir de su capataz, entra en una gruta que presenta, en su formato rocoso externo, la silueta de una mujer. El pasaje sobre las rocas da acceso a un riachuelo a cielo abierto, una especie de refugio oculto y sereno, en el que encuentra una pepita de oro. Al escuchar un bello canto femenino, el muchacho entra en el río y ve a Iara abriendo la cortina de una cascada para aparecer al otro lado, como una cabocla de marcados rasgos indígenas y largos cabellos azulados, imitando el color y la textura de las aguas de alrededor. El idilio entre los dos lo interrumpe el capataz, que buscaba al fugitivo. Lo único que le quedaba al buscador de oro era saltar desde lo alto de un peñasco, donde caía la catarata que formaba un pozo. Cuando los dos se peleaban en el agua, apareció Iara para atraer al villano hasta una gigantesca pepita dorada que estaba en el fondo. Como no había nadie más, solo él podría sacarla a la superficie. La distracción del avaricioso, en su intento de cargar la piedra preciosa, hizo posible el reencuentro entre el garimpeiro y la mujer encantada. El narrador termina la historia con la escena del abrazo entre Iara y su escogido: «Nadie sabe decir qué sucedió con ellos. Hay gente que cree que vivieron felices para siempre».
Como dije, en esa versión, la elección de los creadores fue trabajar con una configuración tradicional y poética de Iara, plasmada como una sirena de aguas dulces que se une a un pobre hombre por amor espontáneo, ayudándolo a escapar de una persecución y, enseguida, dejando implícito que se lo llevaría a vivir con ella a su mundo mágico. El encuentro de la pareja dentro del agua puede remitir tanto a una alusión post-mortem como a una situación encantada del personaje humano —después de todo, no se sabe si se ahogó en la disputa o sobrevivió—. Sin embargo, como amado de la poderosa Iara, a buen seguro tendría los dones de lo sobrenatural.
En la trama de este cortometraje no hay ninguna donación de fortuna material, sino de amor —que suplanta, en ese caso, el interés por el oro—, que acaba siendo la ruina del segundo hombre de la historia. La salvación del buscador de oro ha sido siempre su posicionamiento a favor del aspecto sentimental y no de la seducción por las riquezas materiales. Esta era la prohibición de la historia: no preferir la pepita, sino escoger a Iara. Por eso mismo, el feliz desenlace se acercó al de los cuentos de hadas clásicos.
No obstante, esas «esposas donantes», grandes madres, poseedoras de sensualidad y erotismo, tienen también vínculos atávicos con las hadas medievales de la cultura celta que, a su vez, aluden a las figuras de las parcas171.
Su exceso de atractivo sexual hace que se las asocie con las figuras diabólicas femeninas, en el contexto católico de la época, reforzando la idea de Delumeau (2009). Las mujeres siempre han sido, en la fantasía masculina, seres ambiguos: unas veces rebosan atracción y encanto; otras, repulsa y hostilidad. El historiador cita a las diosas de la muerte, a los monstruos femeninos y a las madres-ogro como algunos de los tantos productos de la tradición, mencionando igualmente el mito de las vaginas dentadas, tan recurrente en varias culturas humanas. Es Bourdieu quien explica la representación de vaginas como falos invertidos, de manera que se puede percibir a la mujer históricamente comprendida como un negativo del hombre en muchos aspectos172.
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