Читать книгу: «Encuentros inolvidables», страница 2

Шрифт:

Y como no quiere súbditos forzados, su reino no se impondrá por el poder de la fuerza sino por la persuasión del amor. El hombre, herido de muerte en el fondo trascendente de su ser, obtendrá acceso a la nueva vida como quien es curado de una herida mortal.

—Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, el hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todos los que creen en él tengan vida eterna (Juan 3: 14-15; cf. Números 21: 4-9).

Jesús responde finalmente a la gran pregunta que Nicodemo no llega a formular:

—¿Qué hacer para alcanzar esa vida? ¿Cómo nacer otra vez?

Al apartarnos de la fuente de vida, los seres humanos nos hemos condenado a muerte. Nuestra única posibilidad de sobrevivir es conectar nuestra finitud con la eternidad. Nuestro destino depende de la aceptación del desafío: acceder a la luz de la vida o alejarse hacia las tinieblas de la nada. En ciertos partos con riesgo de muerte, la única opción es una intervención quirúrgica. Del mismo modo, nosotros solo podemos ver la luz mediante la intervención del Cirujano «de arriba». Ciertamente es una solución radical, pero en aceptarla reside nuestra salvación.

—Quien busca la verdad se acerca a la luz… (Juan 3: 21).

Con estas palabras de esperanza resonando en sus oídos se marcha Nicodemo. El inquieto intelectual ha encontrado más que un maestro. Sin embargo, aunque se va marcado para siempre por su mensaje desconcertante, le costará mucho tiempo reaccionar a su invitación. Hay nacimientos espirituales muy rápidos; y gestaciones increíblemente largas.

Nicodemo es el discípulo de la noche, el seguidor en la sombra. El que quisiera ser, pero no parecerlo. El que duda, no por falta de convicción sino por falta de valor. El hombre del qué dirán y de la cautela. El que admira, pero que no se atreve a pronunciarse, corriendo hasta el final el riesgo de no salir del grupo de los tibios a quienes, según la metáfora bíblica, Dios vomita de su boca (Apocalipsis 3: 14-22). El que tiene miedo a comprometerse, porque sabe cuán difícil es remar contra corriente. El que desea cambiar, pero no llega a romper la cáscara fosilizada de su yo. Habiendo podido ser desde aquella noche un hombre nuevo al servicio del evangelio, seguirá al servicio de la vieja ley como simple jurista.

Solo tres años después, cuando el alto clero resuelva acabar de una vez con el revolucionario predicador, Nicodemo se atreverá por fin a arriesgarse en su defensa (Juan 7: 40-52). Así, cuando ese seguidor de la última hora se decida a tomar públicamente posición por Jesús, este ya habrá sido ejecutado (Juan 19: 38-52).

Abriéndose paso entre las sombras, en el horizonte indeciso de su vida, la luz recibida en su entrevista secreta iluminará la cruz del Calvario y le recordará la enigmática referencia al madero, levantado entre la tierra y el cielo para salvación de los hombres. Movido por esa inspiración se pronunciará por el crucificado cuando sus propios discípulos huyen aterrados e incrédulos. Desafiando a los jefes y colegas a quienes siempre temió, les pedirá hacerse cargo del cuerpo de Jesús y, como último homenaje a quien únicamente siguió de lejos, cubrirá de perfumes las heridas que su propia cobardía también contribuyó a abrir… Paradójicamente, solo entonces empezará a renacer a esa nueva realidad en la que le había costado tanto creer.

Junto al pozo

Una sed insaciable

Es mediodía en Sicar, momento de buscar los interiores umbríos tras las ventanas entornadas y refrescarse un poco. Por las calles vacías, incluso las sombras parecen refugiarse contra los muros, mientras el sol se venga sobre el polvo, y el camino del pozo es una larga quemadura blanquecina de la que todos se apartan.

El pozo tiene sus horas: el amanecer, con el fresco del alba, y el atardecer, al declinar el calor. Entonces el sendero se llena de risas y cántaros de barro, que oscilan flotando entre cabelleras negras y velos blancos. Los mozos del pueblo, arracimados sobre los escalones de la plaza, siguen con la mirada, en la bajada del pozo, unas siluetas que solo se concretizan en el fondo de sus sueños. Saben que será más fácil saciar la sed de agua que la sed del encuentro.

Pero en Sicar, a mediodía no sucede ni lo uno ni lo otro. A esa hora, quien descansa o espera contra el brocal, resguardándose como puede bajo la sombra huidiza de las palmeras, tiene que ser un extranjero.

Jesús ha cruzado una vez más la frontera de Samaria y la de los tabúes de su gente. Ha pasado a terreno hostil, a territorio de herejes. Y para ayudar a sus discípulos a vencer sus prejuicios, los ha enviado a comprar provisiones mientras él espera.

Jesús sabe que judíos y samaritanos son enemigos acérrimos que rara vez se cruzan — sordos y mudos — y que solo se encuentran en la tierra de nadie —¿o de todos?—, de sus comunes rencores polarizados en torno a la soberbia y las ruinas de dos santuarios rivales.

Por eso, cuando ella llega, sin decir nada, solamente acompañada de su sombra y de los destellos del sol jugando en sus pulseras, él también guarda silencio. Es «la Samaritana». Nadie la conoce por otro nombre. A todos intriga su figura, arrogante y solitaria, que acude cada mediodía con su cántaro al hombro. Nadie sabe lo que esconde su mirada. Pero dicen que la Samaritana no es como las demás mujeres. Es osada e inquieta.

Este sudoroso desconocido es, sin embargo, más atrevido que ella.

—Dame de beber.

¿Por qué le estará dirigiendo la palabra ese judío? ¿No le importa contaminarse al contacto de una mujer «inmunda»? ¿O acaso busca otra cosa…?

Las palabras del forastero le parecen, de tan simples, sospechosas. Pedir agua junto al pozo es lo que suelen hacer los hombres cuando quieren hablar con una mujer. Casi todas las historias de amor empiezan, en Sicar, con un «tengo sed». La Samaritana se sabe el cuento de memoria. Se lo han contado, junto al pozo (o junto al lecho, ¿qué importa?) cinco o seis hombres con los que esperó hacer realidad sus sueños… cuando todavía era capaz de soñar.

Si este hombre pide agua, quizá quiere algo distinto. «Dame de beber» es una contraseña tan vieja como su pueblo. Cuando Abrahán decidió casar a su hijo, envió a su siervo al pozo. Su estrategia era ya la misma:

—La mujer a quien le pida de beber y me diga que sí, esa será la elegida para ser la esposa de mi amo.

Así se conocieron Isaac y Rebeca (ver Génesis 24).

Hoy, sentado junto al pozo excavado por Jacob, el hijo de aquella famosa pareja, ¿estará ese hombre ofreciendo un nuevo futuro a la Samaritana? ¿Puede un pozo ser el punto de encuentro con el destino?

Pero entre Jesús y esta mujer hay un abismo de distancia.

No viven en el mismo mundo. El de ella está hecho de relaciones inestables y oscuras. Jesús va a traerle un encuentro decisivo a mediodía.

Tampoco hablan el mismo idioma. Ella, coqueta, juega con la conversación, hablando del agua como pretexto para decir lo que no se puede:

—¿Me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?

Para Jesús, sin embargo, el interés de este encuentro se cifra precisamente en la distancia que los separa. Aparte de la sed que siente, sabe que pedir agua puede ser tan chocante como decir: «He venido a hablar de tu porvenir». ¿De qué otra manera podría interesar a una mujer como ella?

—Yo podría darte agua viva…

No es de extrañar que, cuando Jesús le propone un agua mejor, la Samaritana piense en agua corriente, en un depósito, una fuente, un fregadero, y hasta en un cuarto de baño de mármol.

El forastero, sin embargo, no tiene aspecto de poder ofrecerle nada de eso.

—No tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo…

Mientras la mujer se evade, sacando agua del fondo del pozo, Jesús le ofrece ya, sacada del fondo de su simpatía humana, otra agua más valiosa y refrescante.

—Si supieras qué agua te ofrezco me la pedirías. Yo te hablo de un agua inagotable, que desborda todas las reservas y que no se canaliza con ningún sistema. Fuente de vida, manantial de esperanza. Que vivifica el cuerpo y el espíritu, que limpia por fuera y por dentro.

Este hombre enigmático ¿será un zahorí, un mago o un poeta chiflado? Este judío fuera de serie está empezando a intrigarla.

—Dame agua de esa.

Jesús no dispone de mucho tiempo. A lo lejos se escuchan ya las voces de los discípulos que regresan. Por eso, quema las etapas normales de una aproximación. Con una sutil distinción entre el agua corriente y el agua viva, demuestra que considera a la Samaritana capaz de seguir su reflexión espiritual. Para él el agua no es un objeto, la mujer tampoco.

Franqueando los prejuicios de toda jerarquización, Jesús pone al ser humano por encima de las barreras sociales, los tabúes religiosos, las exclusiones clasistas, las fronteras raciales y las diferencias de sexo. Al hacerlo libera a la teología de su último corsé. Para acabar con toda ambigüedad, se vuelve hacia la Samaritana y le dice:

—Llama a tu marido.

Es decir, define tu identidad, tu estatuto social. Trae a quien te da el nombre y la existencia legal.

Pero no tiene marido. Tuvo cinco, y ya no cree en el matrimonio. Cinco fracasos le han hecho perder la fe en los hombres. Ahora, al optar por la independencia, la Samaritana se margina. Se excluye. Es libre, pero está condenada a perder la seguridad.

Al aludir a su estado civil, Jesús no le hace un reproche, ni estigmatiza su situación. Solamente pone en evidencia su marginalidad. En realidad la invita a ser ella misma, a estabilizar su vida sin necesidad de ninguna otra cobertura social.

—Cinco maridos has tenido y ahora vives con quien puedes.

Sus palabras no rezuman ni siquiera indulgencia. Jesús hace una simple constatación.

—Cinco maridos. Cinco heridas mal cerradas. Cinco sueños enterrados, cinco desiertos donde plantaste cinco jardines. No es de extrañar que, para no sufrir más, cada vez te comprometas menos. No quieres más fracasos. Pero la sed sigue ahí. Si ya no crees en el amor de un hombre, ¿no será por haber esperado un amor eterno?

La mujer empieza a comprender.

—Hablas como un profeta…

Perdida la seguridad en sí misma ante la clarividencia de su enigmático interlocutor, la Samaritana deja caer la máscara de su frivolidad, dejando entrever su corazón de niña herida.

—Yo no soy practicante, aunque siempre he deseado creer. Pero creer, ¿en qué? Vosotros los judíos decís tener la verdad. Y vuestro Dios únicamente acepta ser adorado en vuestro templo. En cambio, los samaritanos dicen que a Dios se accede solo desde el monte Garizim…

Esta mujer inteligente sabe que las religiones tienden a cifrar sus intereses en torno a sí mismas. Y que los religiosos se combaten entre sí con tanta virulencia, no solo por fervor sino también por fanatismo y por soberbia. Los religiosos son hombres. La Samaritana, que es mujer, los comprende bastante. Por eso plantea una cuestión que desvía la atención de su caso personal hacia un plano teológico, para satisfacer su curiosidad y evaluar a la vez a su interlocutor. Porque se ha dado cuenta de que Jesús es un hombre excepcionalmente interesante.

Jesús capta enseguida la maniobra. Y, como sus convicciones no son ni judías ni samaritanas, le responde eludiendo las dos alternativas.

—Dios está fuera de nuestros sistemas y es ajeno a nuestras querellas de campanario. Para encontrarlo no necesitas ni peregrinar al templo, ni subir al monte. Basta con que vayas hasta el fondo de tu ser. La religión, sin el amor en el centro, no es más que una cisterna vacía. Pretender adorar a Dios sin buscar el Espíritu y la verdad no es creíble: es inútil. Por eso en tantos santuarios no se encuentra más que polvo. No son más que museos que amenazan ruina. Solo el deseo de que Alguien que está por encima de todos los templos y de todas las montañas sacie nuestra sed puede hacer que todo reviva, incluso nuestra fe.

La Samaritana suspira y dice:

—Algún día alguien vendrá y nos aclarará estas cosas.

Jesús responde:

—Ese momento ya ha llegado. Y ese Alguien que esperas está hablando contigo.

He aquí la gran revelación: no a la heredera, sino a la extranjera; no a la beata, sino a la hereje; no a la perfecta, sino a la insatisfecha. La Alianza se ofrece a la separada, a la marginada, a la sedienta.

Gracias a su descubrimiento, la Samaritana ya no buscará más agua en los pozos de antes. Olvida su cántaro vacío junto al brocal. Jesús tampoco tiene ya sed. Un manantial insospechado ha empezado a brotar en un baldío. Su incipiente caudal es capaz de saciar a todo el mundo.

La mujer, en la plaza, convence a sus vecinos de que encontrar agua viva no es ya privilegio de nadie. El pozo de Jacob se llamará, en adelante, la fuente de la Samaritana.

En la playa

Después de haber perdido el control de la vida

Ráfagas de lluvia azotaban los flancos del acantilado. Las olas rompían con fragor contra las rocas. A la luz de los relámpagos, las tumbas excavadas al borde del precipicio abrían sus negras bocas cual siniestras muecas.

El hombre se estremeció de frío. Había conseguido romper sus cadenas, pero estaba herido. En aquella caverna que le servía de refugio, sintió como nunca el dolor de su soledad.

¿Por qué estaba allí? ¿Lo sabía él acaso? Allí lo había abandonado el azar de su turbulenta historia, como la resaca abandona sobre la playa los despojos de un naufragio.

Los recuerdos del corto —¿o largo?— camino entre su primera caída y este amargo final bullían febrilmente en su memoria, a punto de hacerla estallar. Ahora solo tenía clara una cosa: que no era dueño de sí mismo, que se hallaba prisionero de una trampa mortal. Ya no era la desesperación, ni la locura, sino algo peor… Estaba poseído. Endemoniado.

Hasta los suyos lo habían abandonado. Empujados por el miedo, lo habían sacado de la ciudad y encadenado en aquel infierno de cementerio. No para protegerlo, sino para protegerse de él. Lo habían condenado a aquella vida… No, a aquella muerte. Para siempre.

El fragor de la tempestad lo hacía temblar. Presentía que su tormenta interior, mucho más que la otra, podía destruirlo.

Desde que un día oyó decir que un tal Jesús, al que llamaban «el Cristo», cambiaba a la gente (sanaba a los enfermos, limpiaba a los leprosos, daba vista a los ciegos e incluso liberaba a los posesos) como el fulgor de un lejano relámpago, una idea titilaba en lo más profundo de su alma, sin descanso: —¡Quiero salir de aquí! ¡Quiero ser libre!

Pero, de golpe, algo interrumpe sus recuerdos. Ha dejado de llover. El viento ha cesado. Las nubes se apartan. Sobre el lago, súbitamente en calma, se reflejan con tembloroso brillo de plata los últimos rayos de la luna. A lo lejos se recorta la silueta de una barca que se acerca. Y el Gadareno se siente invadido por un ansia indefinible de paz.

El grito convulso de un compañero de infortunios desgarra el silencio de sus sueños y hace que vuelva a su propia realidad.

—Así soy yo: como él. Una piltrafa humana que ya no inspira lástima,

sino asco y miedo.

Su cuerpo desnudo estalla en un sollozo. Las heridas de las muñecas le escuecen. Una calavera de ojos vacíos se ríe de él con su carcajada de muerte. El Gadareno se deja caer sobre su desesperación: aquel desgraciado es su espejo; esa fosa común, su mundo. Y la calavera… su destino.

Amanece, un día más, sobre su agonía. Pero aquella barca que se acerca ejerce sobre su agotada mente una misteriosa fascinación. Y, sin saber cómo, va bajando, a su encuentro, hasta la playa.

La embarcación encalla. Un hombre joven, que no deja de mirarle, le sonríe, salta a la orilla seguido de lejos por unos asustados discípulos y se dirige hacia él.

El corazón le da un vuelco. Ese hombre puede ser Jesús. Reuniendo sus últimas fuerzas, en un impulso libre cuyo sentido apenas intuye, corre hacia él por la arena y se derrumba a sus pies (Marcos 5: 6). Oye unas voces de alerta y un rumor de pasos vigorosos que se alejan, seguido de un silencio expectante. El Gadareno no se atreve a levantar los ojos del suelo, creyendo haber ahuyentado al visitante y perdido su ocasión.

Al incorporarse lentamente, escupiendo en la arena su despecho y su rabia, sus ojos tropiezan con el rostro resuelto, curtido por el sol y el viento, de Jesús, que sigue allí sin moverse, sosteniendo su mirada. Y, sin quererlo, de su garganta sale un grito desgarrador:

—¿Quién te mete a ti en esto, Jesús, hijo del Dios Soberano? Te suplico por Dios que no me atormentes (Marcos 5: 7, NBE).

Comportamiento desconcertante del ser humano que, viéndose en situación de desventaja, reacciona y se defiende de quien lo quiere ayudar. El Gadareno insiste:

—No te metas conmigo. Déjame estar.

Cuando el sufrimiento se hace insoportable, cuando el dolor del rechazo nubla la mente y uno tan solo llega a verse a sí mismo como «el loco del cementerio», enfrentarse a los demás, sea a su desprecio o a su piedad, siempre resulta una tortura. Sin embargo, quien ha hecho frente a la tempestad, esa noche y tantas veces a Satanás en persona, no teme a los endemoniados. El enviado de Aquel que creó al hombre a su semejanza no retrocede ni un paso ante un ser tan alejado de la imagen de su Creador. No solo no lo teme, sino que lo humaniza. Ignorando el aura satánica con que se rodea a los posesos, lo trata simplemente como a un hombre que sufre.

Tras sus palabras incontroladas y su gesto de repulsa, ahogado por la voz que lo rechaza, descubre un grito de socorro. Y traduce su «déjame estar» por un «ayúdame».

—¿Cómo te llamas? (Marcos 5: 9).

Jesús quiere entrar en relación personal con el enfermo y busca su amistad. Su voz penetra como un rayo de esperanza en la mente extraviada del Gadareno, quien, vagamente, intuye estar ante quien puede librarlo de aquella situación. Pero cuando sus labios se abren para dar su nombre, de ellos sale otro rugido siniestro:

—Me llamo Legión, porque somos muchos.

¿Por qué esta extraña respuesta? En aquella sociedad, saber el nombre de una persona era tener, de alguna manera, acceso a ella. Por eso, en los conjuros se creía imprescindible mencionar el nombre del demonio intruso para poder llevar a cabo su expulsión. La negativa del Gadareno a dar los nombres particulares de los espíritus que lo poseían, puede entenderse como una bravuconería encaminada a impedir el exorcismo, o como una confesión desesperada de la enorme dificultad técnica que suponía llevarlo a cabo, al ser prácticamente imposible conocer la identidad de cada componente de aquella tan arrogante como endiablada compañía.

Por otra parte, en aquellos tiempos, Palestina estaba ocupada por las legiones romanas. La palabra «legión» (precisamente en latín en el texto original), evocando la sumisión a un poder extranjero cuya superioridad aplastante lo hacía invencible, definía mejor que ninguna la situación del Gadareno.

En cualquier caso, Jesús comprende lo que necesita aunque no lo pida. Con voz serena, llena de autoridad, ordena a la legión:

—Sal de este hombre y déjalo en paz (Marcos 5: 8).

Al leer este relato asombra constatar la diferencia que hay entre el evangelio y lo que algunos han comprendido. De su formación religiosa muchos han deducido que Dios solo trata al hombre según su comportamiento. Si hace méritos lo premia, y si no, lo castiga. Sin embargo, Jesús enseña que, independientemente de nuestra conducta, Dios no nos trata como merecemos, sino como necesitamos. De ahí que no siempre nos dé aquello que le pedimos.

Creo que solo empecé a vislumbrar quién es Dios realmente, en su relación con nosotros, cuando descubrí que se lo podía definir como el que «da vida a los muertos y llama a las cosas que no son como si fuesen» (Romanos 4: 17). No sé si será posible encontrar una definición más bella.

La forma de obrar de Jesús es muy distinta. Haciendo abstracción de sus errores, no valora al Gadareno por lo que es, sino por lo que puede llegar a ser mediante su poder. Para él, lo que define al poseso no es el hecho terrible de estar poseído. Esta es una circunstancia que no altera su valor porque, liberado de ella, ese hombre es realmente otro.

El problema de los llamados endemoniados de la antigüedad es tan complejo que resulta difícil determinar hasta qué punto algunos estaban realmente poseídos. Al no disponer de conocimientos suficientes, cualquier síntoma inexplicable entonces, como los de la epilepsia o la malaria, era calificado de «posesión».

Gadara, tierra semipagana, era un país de demonios. Jesús lo tiene en cuenta y, en vez de dar un curso de teología, de demonología o de antidemonología, se adapta al nivel de sus interlocutores. Parte de sus ideas, aunque sea para combatirlas. Porque para él lo principal no son las creencias, sino las personas. Lo que le importa no es la naturaleza o la capacidad de interferencia de los demonios, sino que los hombres se liberen de ellos. Y de sus miedos.

Además, desde el punto de vista bíblico, según el cual el mal es siempre «diabólico», se puede decir que toda persona dominada por alguna forma de mal está, en cierto modo, «poseída». Por consiguiente, aunque casos de endemoniados como el que nos ocupa no se den comúnmente en nuestra sociedad, hay que reconocer que los «posesos» de un tipo u otro son más frecuentes entre nosotros de lo que a primera vista pudiera parecer.

Hoy es tan o más fácil que entonces ser víctima de espíritus tan devastadores como la violencia, la avaricia, la injusticia, o la indiferencia. Y así hasta una legión. Espíritus inmundos, que nos empujan hacia lugares solitarios o concurridos, según la ocasión, y que, de una manera quizás menos aparatosa, más sutil, también nos encadenan y nos arrastran al borde de otros abismos.

Espíritus malignos que, si en nuestro caso personal no llegan a ser legión, son sin duda más numerosos de lo que quisiéramos. Son las legiones infernales que están llevando a la destrucción a una multitud creciente de seres atormentados, caídos en las cunetas o vagando a la deriva entre los precipicios y los cementerios de nuestras modernas Gadara.

En realidad, todos sabemos qué es estar poseídos por el mal en alguna de sus mil formas. Todos hemos sentido en nuestra carne el látigo de ese diabólico opresor, siempre al acecho. Quizá en un momento de lucidez, entre luchas, reincidencias y desánimos, atisbamos un destello de esperanza. Pero cada vez que Alguien se acerca a la orilla de nuestra Gadara personal, siempre nos encuentra como al Gadareno, un poco desnudos, un poco poseídos, mitad víctimas mitad cómplices de algún tirano. Entonces, heridos en nuestro amor propio proyectamos sobre él nuestro autorrechazo y, desde el fondo de nuestro malestar, gritamos también:

—¿Qué tengo yo que ver contigo? Déjame estar.

Quisiéramos ser libres por nosotros mismos. Por eso somos tan impotentes como el Gadareno.

Afortunadamente un eterno entrometido ronda nuestras escabrosas costas, sigue atento nuestras luchas, sufre con nuestro sufrimiento. Y está esperando a que tan solo se lo pidamos, aunque sea de un modo tan torpe y vacilante como el Gadareno, para acudir a ayudarnos.

—Venid a mí —dice— todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os haré descansar. Nadie que se acerque a mí, será rechazado (Mateo

11: 28, NBE; Juan 6: 37).

Nada más irrumpir Jesús en la vida del poseso se produce un milagro. La imagen siguiente del relato es la de un hombre tranquilo, vestido, sentado a los pies de su nuevo maestro escuchando sus palabras (Marcos 5: 15).

Es un ser nuevo, transformado. Porque donde está Dios no caben opresiones. Él nos acepta como somos, pero le importamos demasiado para dejarnos así. Y, en contra de lo que algunos piensan, no necesitamos ser «buenos» para que nos conceda su gracia. Lo que necesitamos es aceptar su gracia para llegar a serlo. El ser humano está lleno de posibilidades ignoradas.

El temible endemoniado de Gadara va a convertirse en el primer misionero cristiano de Decápolis. Nadie puede decir lo que podemos llegar a ser dentro de unos años o dentro de unos minutos. Porque el poder de Dios solo tiene los límites que nosotros le ponemos, con nuestra resistencia o con lo que llamamos nuestra libertad, que a menudo es la inercia de nuestra esclavitud.

Un gran cambio nunca pasa inadvertido. Ni siquiera en el Gadareno. El relato cuenta, a propósito de esto, un detalle curioso. En la plataforma costera que dominaba la playa estaba paciendo una piara de cerdos. Aunque para los judíos esos animales eran inmundos, algunos campesinos aprovechaban la demanda de la clientela pagana de la zona para dedicarse al negocio porcino. Como lo propio del diablo es hacer el mal, para conseguir que la liberación del poseso redunde en detrimento de Jesús, provocando en contra suya la hostilidad de las gentes del país, la «legión» tiene la endiablada idea de lanzarse sobre los cerdos y precipitarlos al mar (Marcos 5: 11-13).

El relato no explica por qué Jesús consiente un desenlace tan económicamente trágico como insólitamente cómico… Quizá aprovecha esa espectacular zambullida para mostrar que, a pesar de que, según una frase atribuida a Charles Monselet, «en cada ser humano hay un cerdo que dormita», Jesús valora la persona por encima de todas las demás consideraciones, especialmente las financieras. Así termina de poner las cosas en su sitio: al Gadareno consigo mismo y a los demonios con los cerdos. Pero entra en conflicto con los intereses creados. Cuando los porquerizos ven lo ocurrido con su piara, no le piden a Jesús que sane a los demás enfermos de la región, sino que se marche de allí cuanto antes (Marcos 5: 14-17). Los derechos económicos les interesan más que los derechos humanos.

Por desgracia, proveer pasto para seres humanos a quienes los oportunistas de este mundo rebajan con su actitud, no ya al nivel de animales, sino a niveles infrahumanos o inhumanos, es muy lucrativo. Lo peor es que todos corremos el riesgo de engrosar los grupos de apacentadores o de apacentados.

O nos liberamos, o seguimos como hasta ahora. Pero en esta guerra es difícil permanecer en «tierra de nadie». De un lado está el libertador y del otro los que apacientan cerdos. Y entre uno y otros, los bien comidos, mejor vestidos y en su sano juicio, que se inhiben ante el clamor, a gritos o en silencio, de todos los posesos, marginados por la sociedad que los ha producido.

El texto termina diciendo que al entrar Jesús en la barca para continuar su viaje, el Gadareno le ruega que le deje marcharse con él. Es fácil imaginar sus sentimientos hacia quien acaba de devolverle la libertad y el equilibrio. Sin embargo, este le dice:

—Vete a tu casa, a los tuyos y cuéntales todo lo que ha hecho el Señor contigo, y cómo ha tenido compasión de ti (Marcos 5: 19-20, NBE).

La respuesta parecería dura si no conociésemos a Jesús y no supiéramos, por experiencia, que no siempre es posible seguirlo por el camino fácil. Todos preferimos apoyarnos en alguien que afrontar solos la cruda realidad. Pero Jesús no tiene en este mundo torres de marfil. Prefiere la colaboración de quien se arriesga en el fango para sacar al otro de su miseria a la seguridad impecable de quien se aísla para vivir mejor su santidad. Jesús predicó un estilo de vida fraterno y solidario, que no se puede reducir a la dimensión vertical de nuestra relación con Dios sino que incluye también, necesariamente, la dimensión horizontal de nuestra relación con los demás.

Con ese sentimiento de fraternidad, recién descubierto o apenas intuido, con aquella nueva fuerza que llenaba su ser, el Gadareno echó a correr para no mirar atrás, para no llorar, para no gritar de gozo. Ahora era un hombre libre. Tras su noche y su tempestad había amanecido un nuevo día. Ese Jesús que había irrumpido en su existencia aquella mañana, y

que ahora se despedía desde la barca, seguiría siempre inspirando su vida. Porque estaba seguro de que, aunque él hubiera sido el único loco, el único poseso del mundo, él habría venido a salvarlo.

Бесплатный фрагмент закончился.

399 ₽
541,47 ₽

Начислим

+16

Покупайте книги и получайте бонусы в Литрес, Читай-городе и Буквоеде.

Участвовать в бонусной программе
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
140 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788472088542
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
18+
Текст
Средний рейтинг 4,7 на основе 161 оценок
Черновик, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,5 на основе 53 оценок
Аудио
Средний рейтинг 5 на основе 16 оценок
Черновик
Средний рейтинг 4,5 на основе 25 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,1 на основе 1018 оценок
Черновик
Средний рейтинг 4,9 на основе 216 оценок
Текст
Средний рейтинг 4,5 на основе 16 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,7 на основе 1005 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,5 на основе 20 оценок
Черновик
Средний рейтинг 4,3 на основе 55 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок