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La isla del tesoro

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CAPÍTULO XXV
¡ABAJO LA BANDERA DEL PIRATA!

APENAS me había sido dable encaramarme en el bauprés cuando el ondulante foque aleteó, por decirlo así, cargándose sobre la otra amura con un ruido semejante á un cañonazo. La goleta se estremeció hasta la quilla con aquella vuelta formidable, pero un momento después las otras velas, que aún continuaban empujando, hicieron retroceder al foque á su lugar anterior y ya entonces quedó suspenso é inmóvil.

En esos movimientos casi me ví zabullir dentro del agua, pero á la sazón ya no perdí tiempo y me arrastré para atrás ó más bien me deslicé por el bauprés hacia cubierta, en la cual caí como llovido del cielo, con el rostro hacia el océano.

Me encontré á sotavento del castillo de proa, y la vela mayor que continuaba todavía henchida, me ocultaba una buena parte de la cubierta á popa. No ví un alma por todo aquello. Las tarimas, que no habían sido lavadas desde que estalló la rebelión, enseñaban las huellas de numerosas pisadas y una botella, rota por el cuello, rodaba de aquí para allá, al vaivén del buque, como si fuera una cosa viva.

Inesperadamente La Española enfiló el viento en una de sus bordadas: los foques, tras de mí, tronaron con fuerza; el timón se cerró de golpe; el navío entero se irguió y estremecióse como desfallecido ya, y en el mismo momento el botalón del mayor se colgó hacia adentro, la vela cayó también gimiendo débilmente sobre los motones y al plegarse me descubrió á sotavento la parte de cubierta, á popa, antes oculta.

Sólo entonces aparecieron á mi vista los dos guardianes de la embarcación. ¡No me cabía duda, eran ellos! Gorro Encarnado tendido boca arriba, tieso como un espeque, con sus brazos abiertos como los de un crucifijo y con los labios separados dejando asomar su amarillenta dentadura. Israel Hands, recargado contra la balaustra de la cubierta, con la barba sobre el pecho y sus manos abiertas apoyándose sobre el piso y con el rostro tan blanco, bajo su tinte curtido, como la cera.

Por algún rato el buque siguió ladeándose ó encabritándose como un caballo mañoso, y las velas hinchándose, ya sobre una amura ya sobre la otra, y el botalón colgando y golpeando, hasta que el mástil pareció quejarse al esfuerzo de aquellos violentos tirones. De vez en cuando también una rociada de espuma cubría la balaustra y el buque daba un fuerte golpe por la proa contra las hinchazones del agua en aquel mar de leva. Convertíase éste en un temporal mucho más violento para un navío de alto bordo como La Española, que lo era para mi caserito coracle que á aquellas horas yacía ya en el fondo del océano. Á cada salto de la goleta Gorro Encarnado se resbalaba de aquí para allí, pero ¡cosa horrible! ni su actitud cambiaba, ni sus apretados dientes, asomando por entre sus abiertos labios, se ocultaban por algún movimiento de éstos, en aquel brusco traqueteo. Á cada brinco, también Hands aparecía irse como sumiendo más y más, deslizándose sobre el piso de cubierta, avanzando sus pies hacia el lado de proa y la caja del cuerpo inclinándose hacia popa, de tal suerte que su cara se me fué ocultando gradualmente hasta que concluí por no ver nada de ella, excepto la oreja y una de las sortijas de la patilla.

Al mismo tiempo observé, en derredor de ambos, charcos de sangre negruzca sobre las tarimas, y comencé á abrigar la certeza de que aquellos hombres se habían dado la muerte mutuamente en su querella de borrachos.

Todavía contemplaba aquel espectáculo sin volver en mí de la sorpresa, cuando, en un momento de calma y antes de que el buque se meneara, Israel Hands se medio volteó y con un quejido vago se enderezó penosamente hasta colocarse en la posición en que primero le ví. Aquel quejido que acusaba, al mismo tiempo, dolor y debilidad mortal, y el aspecto que presentaba su quijada caida, me inspiraron de pronto una compasión inmensa. Pero al pronto recordé las palabras que oí en boca de aquel malvado, desde el barril de las manzanas, y todo sentimiento de piedad desapareció de mi corazón.

Marché resueltamente á popa y grité con un acento irónico:

– ¡Hola, amigo Hands, venga Vd. á bordo!

Paseó penosamente la mirada en torno suyo, pero su trastorno y decaimiento eran tales que no cabía la sorpresa en su ánimo á aquellas horas. Lo más que hizo fué dejar escapar esta palabra única:

– ¡Aguardiente!..

Me ocurrió entonces que no debía perder un solo instante, y así fué que, esquivando el botalón que aún seguía golpeando como antes, marché á popa y bajé á la cámara por la escalera de la carroza.

La escena de confusión y desorden que allí presencié era indescriptible. Todos los armarios y muebles con cerraduras de llaves habían sido rotos para buscar la carta de Flint. El piso estaba saturado de lodo sobre el cual los rufianes aquellos se habían sentado á beber y á consultar, después de embriagarse en el marjal en torno de su hoguera. Las mamparas, cuyo color era blanco mate con franjas de oro, mostraban en toda su extensión las huellas de manos inmundas. Docenas de botellas vacías chocaban entre sí por los rincones ó rodaban con el movimiento de la goleta. Uno de los libros de medicina del Doctor estaba allí, abierto sobre la mesa, con un buen número de hojas arrancadas, de seguro para usarlas en encender las pipas con ellas. Y en medio de todo aquello la humeante lámpara enviaba aún su resplandor, pálido, casi tan oscuro como la sombra misma.

Bajé á la bodega: los barriles todos habían ya concluído, y en cuanto á las botellas era sorprendente el número de ellas que habían sido vaciadas y tiradas luego. Era evidente que desde que el motín comenzó ni uno solo de aquellos hombres había estado en su juicio.

Registrando aquí y allá me encontré una botella con un poco de cognac para Hands. Para mí, tomé algunos bizcochos, frutas en vinagre, un gran racimo de uvas y una tajada de queso. Con estas provisiones me presenté de nuevo sobre cubierta, coloqué mi parte á salvo, tras la cabeza del timón, fuera del alcance del timonel, avancé á proa en donde se guardaba el agua, sacié allí mi sed concienzudamente y entonces, y sólo hasta entonces, fuí á Hands para darle su cognac.

Yo creo que debe haber bebido un cuarto de litro por lo menos antes de que hubiera apartado la botella de sus labios. Entonces dijo:

– ¡Ah! ¡voto al infierno! ¡un poco de ésto era lo que yo quería!

Oído aquello me senté tranquilamente en el lugar que había escogido y comencé á regalarme el paladar con aquel inesperado almuerzo.

– ¿Se siente Vd. muy mal?, le pregunté.

– Si aquel Doctor estuviera á bordo – contestó con una voz mitad gruñido mitad ladrido – si él estuviera aquí, yo estaría sano en dos patadas. Pero, ¡el demonio y su cola! yo no tengo suerte… ¡de veras no, no!.. y eso, y no más eso es lo que me pasa. Por lo que hace al “agua-dulce” ese, ya se enfrió de esta hecha, añadió señalando con el dedo al hombre del birrete rojo. Bueno, ¿y qué?.. ¡al cabo que ése ni era marino, ni nada!.. ¡Vamos!.. y ahora que caigo… tú ¿de dónde has brotado aquí?

– Amigo, le contesté, he venido á bordo á tomar posesión de este buque, y así es que, hasta nuevas órdenes, se servirá Vd. considerarme como su Capitán.

Al oir esto me miró de una manera demasiado agria, pero no contestó palabra. Algo de su color natural había vuelto á sus mejillas, si bien continuaba con una gran apariencia de enfermedad y aún proseguía resbalándose y volteando, según que el buque se iba para un lado ó para otro.

– Por lo pronto, amigo Hands, continué yo, no me place ver esta bandera izada en el tope de mis mástiles; así es que, con su permiso, procedo á arriarla acto continuo. De eso á nada, prefiero nada.

Esquivando de nuevo los golpes del botalón, fuíme derecho á las correderas del pabellón, tiré de ellas hacia abajo, abatiendo la pirática bandera negra, y no bien la tuve entre mis manos, la arrojé al mar resueltamente.

– ¡Viva el Rey!, grité entonces agitando en el aire mi birrete. ¡Ha concluído aquí el Capitán Silver!

Hands continuó observándome con cierto aire mordaz, aunque á hurtadillas, sin levantar, empero, la barba que seguía apoyada sobre el pecho. Un rato después añadió:

– Me parece, Capitán Hawkins, que tendrá Vd. necesidad de alguna ayuda para bajar á tierra, ¿no es verdad? ¿Pues qué le parecería á Vd. que nos entendiéramos?

– Me parece, muy bien, amigo Hands; con toda mi alma: hable Vd.

Y diciendo esto me entregué de nuevo á mi comida con el mayor apetito.

– Ese hombre, comenzó el timonel apuntando débilmente al cadáver, según entiendo, se llamaba O’Brien y era un rematado irlandés; ese hombre, como decía, y yo, desplegamos las velas con el objeto de llevarnos la goleta á su lugar otra vez. ¡Pero ahora, qué! ahora ya se enfrió, y está allí tan tirante como un pantoque, por lo cual lo que yo digo es que quién va ahora á gobernar el buque: eso es lo que yo no veo. Si yo no le doy á Vd. mi ayuda, no es Vd. el que podrá llevar la goleta, ó nada entiendo yo de goletas ni de marina. Bueno; pues la cosa es esta: Vd. me asegura mi comida y mi bebida, y una corbata vieja ó cualquiera cosa para vendar mi herida y yo le diré cómo se ha de llevar el buque. Me parece que no puede ser más redondo el negocio que propongo.

– Le diré á Vd. una cosa, Maese Hands, prorrumpí yo; mi intención no es volver La Española á su antiguo ancladero, sino llevarla á la bahía del Norte y acercarla allí á la playa tranquilamente.

– Bueno, ya lo entiendo, gritó Hands. Me parece que yo no soy un haragán tan endemoniado, después de todo. Yo bien sé entender las cosas como son, ¡digo que sí! Yo ya traté de sacar el pie adelante y no pude: pues ahora le toca á Vd. Capitán Hawkins. Vd. ha ganado la partida. ¿Conque á la Bahía del Norte? Pues vamos á ella; yo no tengo que andar escogiendo, ¡digo que no! Le ayudaré á Vd. á llevar el buque, aunque vayamos á fondear á la Playa de los Ajusticiados. ¡Por cien mil diablos que sí!

 

Me pareció que aquel hombre no iba muy desatinado en su resolución. Cerramos nuestro trato en el acto mismo y, á los tres minutos, La Española ceñía gallardamente el viento á lo largo de la costa de la isla con muy buenas esperanzas de voltear la punta Norte á eso de medio día y de bajar de nuevo en dirección de la Bahía antes de la pleamar, á fin de poder, á ese tiempo, orillarla en punto seguro y aguardar hasta que el reflujo nos permitiera bajar á tierra.

Abandoné, entonces, por algún rato la caña del timón y bajé á la cámara para buscar en mi maleta de á bordo una suave mascada de mi madre, con la cual, y con mi ayuda personal, Hands se vendó una gran herida que había recibido en el muslo y que todavía le sangraba. Con este alivio y después de haber comido un poco y dar un trago ó dos más de cognac, el timonel comenzó á reanimarse muy visiblemente, se sentó ya derecho, habló más claro y más alto, y, en una palabra, parecía otro hombre positivamente.

La brisa nos ayudó de una manera admirable. La Española se deslizaba ante ella con la ligereza de un pájaro; la costa de la isla corría, en apariencia, á nuestro lado, y á cada momento cambiaba la decoración que se presentaba á nuestra vista. Muy pronto dejamos atrás los terrenos altos y bordeando por una costa baja y arenosa sembrada de un pinar no muy espeso, que antes de mucho dejamos también á nuestra espalda, volteamos, al fin, la punta de la escabrosa montaña que limita la isla por el Norte.

Sentíame yo sobre manera engreído con mi nuevo carácter de Capitán de buque, y no menos contento con el tiempo claro y favorable que hacía, al par que con el variado panorama que mis ojos iban gozando sobre las costas. Tenía á la sazón agua suficiente, excelente comida, y por no dejar, mi conciencia, que no había cesado de remorderme por mi deserción, estaba ya harto sosegada pensando en la gran conquista que había hecho. Me había parecido que no me quedaba cosa alguna que desear, á no ser por los ojos del timonel que me seguían en todas mis maniobras con una mirada burlona, y por la sonrisa extraña que aparecía en sus labios incesantemente. Era aquella una sonrisa que llevaba en sí una mezcla de dolor y de maldad, huraña sonrisa de viejo, montaraz y agreste. Pero, además de eso, su semblante dejaba traslucir una expresión de escarnio, una sombra de no sé qué traidores pensamientos que bullían en su cabeza, pues, mientras yo trabajaba, él, con su mañoso disimulo, espiaba, y espiaba y espiaba sin cesar.

CAPÍTULO XXVI
ISRAEL HANDS

EL viento, que parecía servirnos al pensamiento, cambió al Oeste. Esto facilitó muchísimo nuestro curso, de la punta Noreste de la isla hacia la embocadura de la Bahía septentrional. Sólo que, como no nos era posible anclar, y no nos atrevíamos á orillarnos hasta que el reflujo hubiera bajado bien, nos encontramos con tiempo de sobra. El timonel me dijo lo que debía hacer para poner el buque á la capa; después de dos ó tres ensayos desgraciados logré el objeto, y entonces los dos nos sentamos en silencio á tomar una nueva comida.

Hands fué el primero que rompió el silencio diciéndome con su mofadora y sardónica sonrisilla:

– Oiga Vd., Capitán. Aquí está rodándose de un lado para otro mi viejo camarada O’Brien. ¿No le parece á Vd. que sería bueno que lo echara Vd. á los pescados? Yo no soy muy delicado ni muy escrupuloso, por lo regular, ni me pica la conciencia por haberle cortado las ganas de hacer conmigo un picadillo; pero, al mismo tiempo, no me parece que ese trozo sea un adorno muy bonito, ¿Qué dice Vd. de eso?

– Digo, le contesté, que ni tengo la fuerza suficiente para hacer eso, ni es de mi gusto semejante tarea. Por lo que á mí hace, que se esté allí.

– Esta Española, Jim, continuó tratando de disimular, es un buque muy sin fortuna. Ya va una porción de hombres matados en pocos días, una porción de pobrecillos marineros muertos y desaparecidos desde que Vd. y yo tomamos pasaje á bordo de ella en Brístol. Nunca en mi perra vida me he metido en un buque tan de mala suerte. Y si no, aquí está ese pobre O’Brien; ya también se ha enfriado, ¿no es verdad? Bueno; pues lo único que yo digo es esto: yo no soy ningún estudiante y Vd. es un chicuelo muy leído y escribido que sabría sacarme de dudas, ¿El que se muere, se muere para de una vez, ó puede revivir algún día?

– Amigo Hands, le contesté, Vd. puede matar el cuerpo, pero no el espíritu; esto ya debe Vd. saberlo bien. O’Brien está ahora en otro mundo desde el cual puede que esté contemplándonos.

– ¡Ah!, dijo él. Según ese pensamiento se me figura que matar gentes viene á ser casi… vamos al decir… como tiempo perdido. Con todo y eso, y por lo que yo tengo de experiencia, los espíritus no cuentan ya por mucho en el juego. Yo no les tengo maldito el recelo, Jim. Bueno; pero por ahora ya ha hablado Vd. como un dotor y creo que no se me pondrá bravo si le pido que baje otra vez á la cámara y me traiga de allá… pues… sí… con mil demonios, ¿por qué no?.. me traiga una botella de… de… no puedo atinar el nombre… una botella de vino, vamos. Este cognac, Jim, es muy rasposo ahora y muy fuerte para mi cabeza.

Ahora bien, la vacilación del timonel me parecía muy poco natural, y en cuanto á su preferencia del vino sobre el cognac la encontré de todo punto increíble. Todo aquello me olía simplemente á pretexto. Lo que él quería era que yo me ausentara de sobre cubierta; esto era claro como la luz; pero, con qué objeto, esto era lo que yo no me podía imaginar. Sus ojos esquivaban tenazmente los míos; sus miradas se paseaban de aquí para allá, de arriba á abajo, ya con una ojeada al cielo, ya con otra de soslayo al cadáver de O’Brien. Constantemente le veía sonreir ó sacar la lengua de la manera más llena de embarazo, de suerte que un niño podría haber conocido que aquel hombre meditaba alguna engañifa. Pronto estuve con mi respuesta, sin embargo, porque no se me ocultó de qué lado estaba mi conveniencia y que, además, con un sujeto tan completamente estúpido, me era muy fácil ocultar mis sospechas hasta el fin.

– ¿Quiere Vd. vino?, le dije. Pues nada más fácil. ¿Lo quiere Vd. rojo ó blanco?

– Pues mire Vd., se me figura que maldita la diferencia, camarada, me replicó. Con tal de que sea fortalecedor y mucho ¿qué me importa el color?

– Está bien, le contesté; le traeré á Vd. Oporto, amigo Hands. Pero tengo que desenterrarlo del fondo de la bodega.

Dicho esto bajé la escalera de la carroza con todo el ruido que pude; luego me descalcé rápidamente, y corrí por la galería que comunicaba la cámara con la proa, subí por la escalera de la escotilla y saqué cautelosamente la cabeza por la carroza de proa. Yo sabía que Hands no se esperaba verme allí, pero no obstante tomé todas las precauciones posibles, y en verdad que aquello me sirvió para confirmarme en mis peores sospechas, que resultaron demasiado exactas.

Hands se había levantado de su posición, primero con las manos, luego poniéndose de rodillas y después, aunque su pierna le hacía sufrir agudamente al moverse y aun le oí articular más de un quejido, pudo, sin embargo, arrastrarse con bastante prontitud sobre cubierta. En medio minuto ya había llegado á los imbornales de babor y sacó de un rollo de cuerda, un largo cuchillo, ó más bien, un estoque corto, descolorado y sucio de sangre hasta la empuñadura. Hands contempló aquella arma por un momento; hizo un gesto con la quijada inferior, probó la punta sobre la palma de su mano y en seguida ocultándola apresuradamente en el pecho de su jubón, se arrastró de nuevo hasta su lugar precedente, contra la barandilla de popa.

No necesitaba saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y si había manifestado tal empeño en desembarazarse de mí, era claro que tramaba hacerme víctima de sus maquinaciones. Qué sería lo que hiciera después: si trataría de arrastrarse á todo lo largo de la isla hasta llegar al campo de los piratas cerca de los pantanos, ó si intentaría hacer señales, confiando en que sus camaradas podían llegar más pronto en su auxilio, eran cosas que, por supuesto, me era imposible adivinar.

Sin embargo, de una cosa me creí seguro, y fué de que nuestro interés común nos imponía la necesidad de orillar la goleta en un punto bastante seguro y á cubierto, de manera que, llegada la ocasión, pudiera ponérsela de nuevo á la mar con el menor trabajo y riesgo posibles. Hasta lograr esto, consideré que mi vida no correría el menor peligro.

Pero mientras rumiaba estas ideas no había permanecido ocioso. Había vuelto de nuevo, por el mismo camino, hasta la cámara, me calcé otra vez apresuradamente, eché mano, al acaso, á la primera botella de vino que se me presentó, y con ella para servirme de excusa hice mi reaparición sobre cubierta.

Hands estaba allí, donde lo había dejado, todo encogido y anudado, con los párpados caídos como si quisiera dar á entender que estaba bastante débil para que le fuese dable soportar la luz. Sin embargo, al sentir mis pasos, alzó la vista, rompió el cuello del frasco con la naturalidad del hombre que está acostumbrado á hacer la misma operación con mucha frecuencia y dió un gran sorbo con su frase favorita “¡buena suerte!” En seguida permaneció quieto por algún tiempo, y luego sacando un paquete de tabaco me rogó que le cortara una tajadilla.

– Córteme Vd. un pedazo de eso, dijo; porque yo no tengo navaja y apenas me siento con fuerza para menearme. ¡Ah, Jim, Jim, se me figura que todos mis estayes se han reventado! Córteme un pedacillo, que se me figura será ya el último, porque mi casco hace agua y creo que sin remedio me voy á pique.

– Está bien, no me resisto á cortarle á Vd. su tabaco, pero si yo fuera Vd. y me sintiera mal hasta ese extremo, crea Vd. que lo que haría sería ponerme á pedir á Dios misericordia, como un buen cristiano.

– ¿Por qué?, me preguntó. ¿Quiere Vd. decirme por qué?

– ¿Cómo por qué?, exclamé yo. Hace un momento precisamente que me preguntaba Vd. algo acerca de los que mueren. Vd. ha hecho traición á su fe. Vd. ha vivido encenagado en el vicio, en la mentira y en la sangre. Vd. tiene aún allí, rodando junto á sus pies, el cadáver de un hombre á quien ha asesinado hace pocos instantes, ¿y todavía me pregunta Vd. por qué?.. ¡Pues por eso, amigo Hands, por todo eso!

Mi palabra llevaba impreso un sello de calor inusitado, gracias á que, en el fondo, pensaba yo en aquel estilete que el rufián acababa de ocultar en su jubón y con el cual se proponía dar buena cuenta de mí. Él, por su parte, me vió, tomó un gran trago de vino y luego dijo con un tono de solemnidad desusada:

– Durante treinta largos años he recorrido los mares, durante treinta años he visto bueno y malo, mejor y peor, tiempo hermoso y horrendas tempestades; víveres escasos á bordo; agua casi agotada, y zafarranchos y rebeliones, y luchas, y muertes, y abordajes… ¡oh! ¡tantas cosas!.. Pues bien, lo único que no he visto en esos treinta años es que lo bueno produzca nada bueno. El que pega primero es el afortunado y nada más. Los muertos no muerden, Jim; esa es mi opinión, esa es mi fe, y así sea…

Y cambiando instantáneamente de entonación prosiguió:

– Pero vamos allá. Creo que ya hemos perdido bastante el tiempo con esas tonteras. La bajamar está bastante propicia en este momento. Siga Vd. mis órdenes, Capitán Hawkins, y pronto atracaremos y estaremos listos con la goleta.

Dicho y hecho: nos quedaban sólo dos millas escasas que recorrer, pero la navegación era delicada porque el acceso á esta bahía del Norte no solamente era estrecho y lleno de bancos de arena, sino que serpeaba de Este á Oeste, de suerte que el buque tenía que ser listamente maniobrado para hallar el paso. Creo que fuí, en aquella ocasión, un subalterno pronto y bueno y estoy seguro también de que Hands era un excelente piloto, porque el hecho es que pasamos y pasamos, recortando diestramente los peligros, casi desflorando los arrecifes, con una seguridad y una limpieza tales que positivamente daban gusto.

Acabábamos apenas de cruzar frente á los peñones de tierra, junto á nosotros. Las playas de la Bahía Norte estaban tan densamente arboladas como las del fondeadero del Sur, pero el espacio era más largo y más estrecho, y más parecido á lo que era realmente, esto es, la desembocadura de un río. Exactamente junto á nosotros, hacia el extremo Sur, vimos los restos de un buque en el último período de destrucción. Se advertía que aquel había sido un gran navío de tres palos, pero había permanecido tan largo tiempo expuesto á los embates de los elementos, que se veía orlado aquí y allá por enormes colgajos de algas marinas, y sobre su cubierta enarenada habían arraigado las ramas de los arbustos de la playa, que apretados y vigorosos, como si estuviesen en tierra, florecían allí sin embarazo alguno. Era aquél un espectáculo triste, pero él nos daba la seguridad de que el fondeadero era perfectamente tranquilo y seguro.

 

– Ahora, dijo Hands, allí tenemos ya un banco á propósito para atracar un buque: arena limpia y plana, jamás un soplo á flor de agua, árboles en todo el derredor, y un montón de flores reventando en la cáscara de aquel barco como en un jardín… ¿qué más queremos?

– Bien está, le repliqué, pero una vez atracados ó encallados, ¿cómo hacemos para poner la goleta á flote otra vez?

– Muy fácil, me contestó. Largas un cabo allá, á la playa opuesta, á la hora del reflujo, le das una vuelta en torno de uno de los pinos más gruesos y traes la punta á bordo. Durante el reflujo, allí se está todo quieto, pero viene la pleamar, lías tu cabo al cabrestante, todos á bordo se ponen á las barras, dan dos ó tres vueltas y la goleta saldrá á flote tan dulcemente como por su voluntad. Y ahora, muchacho, pára. Ya estamos cerca de nuestro banco y vamos demasiado aprisa… Un poco á estribor… ¡ eso es!.. firme… ¡á estribor!.. ahora un cuarto á babor… firme… ¡firme!

Así daba él sus voces de mando, que yo obedecía casi sin tomar aliento, hasta que, por último, gritó repentinamente:

– ¡Bien, muy bien!.. ¡Orza!

Obedecí una vez más y con todas mis fuerzas alcé el timón: La Española dió una vuelta rápidamente y con el branque á tierra se deslizó ligeramente hacia la arbolada playa.

El entusiasmo de éstas últimas maniobras había sido causa de que me olvidara un poco de espiar atentamente como hasta allí los movimientos todos del timonel. En aquel mismo instante estaba todavía tan vivamente interesado en ver al buque tocar tierra, que hasta había olvidado el peligro que se cernía sobre mi cabeza, y permanecía yo de pie, embobado, sobre la balaustra de estribor, contemplando los suaves escarceos del agua que se despeinaban contra la proa y costados de nuestro buque. Pude haber caído allí, lisa y llanamente, sin un solo esfuerzo para defenderme, á no ser por una inquietud repentina que se apoderó de mí y me obligó á volver la cabeza. Tal vez había llegado hasta mí algún ligero crujido; tal vez de reojo ví su sombra moviéndose hacia mí; tal vez no fué aquello más que un movimiento instintivo como el de un gato, pero el caso es que, al volver la cabeza, ví allí á Hands á medio camino en dirección de mí, con la daga, desnuda ya, en su mano derecha.

Ambos debemos haber lanzado un grito simultáneo cuando nuestros ojos se encontraron, pero si el mío fué el alarido del terror, el suyo no fué más que el espantable bramido de un toro salvaje á punto de embestir. En el mismo instante Hands avanzó hacía mí, y yo salté de lado hacia la proa. Al ejecutar este movimiento dejé caer la caña del timón que saltó violentamente á sotavento, y creo que ésto salvó mi vida porque el madero aquel, golpeó á Hands con fuerza sobre el pecho y lo detuvo, por un momento, paralizándolo por completo.

Antes de que hubiera podido volver en sí de semejante golpe, yo había podido ya salirme del rincón en que me había acorralado, y puéstome en vía de tener toda la cubierta á mi disposición para escabullirme. Á proa del palo mayor me detuve, saqué una pistola de mi bolsillo, apunté fríamente, á pesar de que él había ya vuelto sobre sus pasos y se dirigía una vez más sobre mí; preparé mi arma y oprimí el fiador… El martillo cayó, pero no hubo ni relámpago ni detonación: ¡el cebo se había inutilizado con el agua del mar! No pude menos que condenar mi negligencia… ¿cómo es que no me había ocurrido, mucho antes, recargar y cebar de nuevo mis únicas armas? De haberlo hecho así no me hubiera visto reducido á ser un mero corderillo correteando frente á su carnicero.

Herido como estaba, era asombroso cuán de prisa podía moverse; con su enmarañado cabello cayéndole sobre el rostro y con su cara misma tan enrojecida por la furia y la precipitación como una bandera de degüello. Desgraciadamente no me quedaba tiempo de ensayar mi otra pistola; esto era ya imposible, y además tenía la certeza de que debía estar tan inutilizada como la otra. Una cosa me apareció clara y fuera de duda y era que yo debía hacer algo que no fuese simplemente retroceder ante él, porque, de seguirlo haciendo así, muy pronto me acorralaría á proa como un momento antes me tenía cogido á popa. Y una vez acorralado, y con nueve ó diez pulgadas de aquella daga dentro de mi cuerpo, podría decir que habían concluído mis aventuras en este lado de la eternidad. Coloqué las palmas de mis manos contra el palo mayor que era bastante grueso y esperé, con el alma en un hilo como suele decirse.

Notando Hands que mi intención era sacarle las vueltas, él también se detuvo y un momento ó dos se pasaron en fingir él ataques y movimientos que yo eludía con la mayor ligereza. Era aquella la repetición de un juego que muchas veces había yo jugado en las rocas de la caleta del Black Hill; pero, con toda seguridad, jamás lo hice con el corazón saltándome tan precipitadamente como entonces. Sin embargo, como acabo de decirlo, aquello era un juego de muchachos, en la forma, si no en el fondo, y creí que podría fácilmente llevar la ventaja en él, muchacho como yo era, sobre un hombre más viejo que yo y con un muslo herido. Á la verdad, mi valor había comenzado á renacer de tal manera que ya me permitía algunos pensamientos arrojados sobre el fin probable de aquella lucha; y eso que, aun admitiendo la seguridad que yo tenía de entretener la maniobra aquella por largo tiempo, no veía una posibilidad verdadera de escape definitivo.

Pues bien, en tal estado las cosas, La Española tocó repentinamente el banco á que la dirigíamos; se bamboleó, fué rozando la arena por un momento y luego, rápida como una exhalación, se inclinó sobre babor recostándose de tal manera que la superficie de la cubierta formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados. El chapuzón levantó una oleada que se coló por los imbornales y se estancó luego en un charco entre la cubierta y la balaustra.

Tanto Hands como yo rodamos en un segundo, casi juntos, hacia los imbornales, revolviéndose con nosotros el cadáver de O’Brien, con su gorro encarnado y sus brazos siempre en cruz. Tan juntos rodamos ciertamente que mi cabeza se encontró enredada con los pies del timonel, golpeando en ellos con un sonido que hizo que mis dientes chocaran tiritando á causa del horror. Pero con golpe y todo, yo fuí el primero en estar en pie, pues Hands estaba enredado estrechamente con los brazos y piernas de su víctima. La inclinación repentina del buque hacía que su cubierta fuera ya inútil para correr sobre ella. Tenía, pues, precisión de buscarme alguna nueva vía de escape, y eso en aquel instante mismo, porque mi adversario se había ya desligado del muerto y estaba, de nuevo, en pie, casi sobre mí. Rápido como el pensamiento salté sobre los obenques de mesana, avancé una mano sobre la otra y no tomé siquiera aliento hasta que me encontré sentado en uno de los baos de gavia.

Á la rapidez con que obré debí mi salvación; la daga había golpeado á medio pie de distancia, debajo de mí, mientras mi trabajo de ascensión iba en proceso; pero al último, allí estaba Israel Hands, con la boca abierta y con la cara vuelta á mí, en una actitud que me hacía verle como la perfecta estatua de la sorpresa y la contrariedad.

Comprendiendo entonces que podía disponer de algunos instantes, no los desperdicié, sino que al punto cambié el cebo de mi pistola, y ya con una lista para servicio, doblé las seguridades de mi defensa cargando de nuevo y cebando con igual cuidado la otra.

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