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La isla del tesoro

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CAPÍTULO XI
LO QUE OÍ DESDE EL BARRIL

– ¡NO! ¡yo no!, decía Silver. Flint era el Capitán: yo no era más que contramaestre, con mi pierna de palo. En el mismo abordaje perdimos, yo mi pierna y el viejo Pew la vista. Me acuerdo que fué un cirujano recibido, con su título con muchos latines, que no había más que pedir, el que me aserró esta pierna; pero todas sus retóricas y sus serruchos no lo libraron de que lo ahorcáramos como á un perro y lo dejáramos secándose al sol en el castillo del Corso. ¡Esos eran los hombres de Flint, esos, sí señor! Eso también fué el resultado de cambiar nombre á sus navíos, Royal Fortune y otros. Pero yo digo que el nombre con que han bautizado á un navío es el que debe quedársele. Así sucedió con La Casandra que nos trajo sanos y salvos á nuestra casa después que England se apoderó del Virrey de Indias, y lo mismo con el viejo Walrus que era el antiguo buque de Flint y que yo ví rojo de sangre de popa á proa, algunas veces, y otras repleto de oro hasta zozobrar con su peso.

– ¡Ah!, exclamó otra voz, que luego conocí por la del más joven de los de la tripulación, y que expresaba la admiración más completa; ¡ah! ¡Flint sí que era la flor de toda esa banda!

– Davis también era todo un hombre cabal, no lo dudes, dijo Silver; yo nunca navegué con él, sin embargo. Mi historia es esta: primero con England, luego con Flint y ahora por mi cuenta… ¡vamos al decir! Yo pude ahorrar novecientas libras durante mi servicio con England y dos mil con Flint. Ya ves tú que eso no es poco para un simple marinero. Y todo eso bien guardadito en el banco, muy guardado, no te quepa duda, ¿Y qué se ha hecho hoy de los hombres de England? ¡No sé! ¿Y de los de Flint? En cuanto á esos, la mayor parte están aquí, á bordo, con nosotros. Al viejo Pew que había perdido la vista le tocaron mil doscientas libras que – vergüenza da decirlo – gastó completamente en un año, como puede hacerlo un Lord del Parlamento. ¿En dónde está ahora? Muerto, bien muerto y bajo escotillas. Pero, dos años antes de morir… ¿qué hizo? ¡mil tempestades! ladrar de hambre como un perro; pedir limosna, mendigar, robar, degollar gentes y con todo eso morirse de hambre y de miseria… ¡voto al demonio!

– Voy creyendo que no sirve, pues, de mucho la carrera, observó el joven catecúmeno de Silver.

– No le sirve de mucho á los manirrotos y locos; por supuesto que no, replicó Silver. Pero en cuanto á tí, mira; tú eres un chicuelo todavía, pero vivo como un zancudo. Yo te lo conocí en cuanto te puse el ojo encima, y ya ves que te hablo como á un hombre hecho.

Se comprenderá sin esfuerzo lo que sentí al oir á este viejo y abominable bribón dirigiendo á otro las mismísimas palabras aduladoras que había usado para conmigo. Créaseme que si hubiera podido, con todo mi corazón lo habría anonadado á través de mi barril. Pero él prosiguió, entre tanto, muy ajeno de que alguien le estaba escuchando:

– Mira tú lo que sucede con los caballeros de la fortuna. Se pasan una vida dura y están siempre arriesgando el pescuezo, pero comen y beben como canónigos y abades, y cuando han llevado á cabo una buena expedición, ¡cá! entonces… entonces los ves ponerse en las faltriqueras miles de libras, en vez de puñaditos de miserables peniques. Ahora, los más de ellos lo botan en orgías y francachelas, también eso es cierto, y luego los ves volviendo al mar, en camisa, como quien dice. Pero á fe que yo no he ido por semejante vereda. ¡No, que no! Yo he puesto todo muy bien asegurado, un poquito aquí, otro poco acullá, y en ninguna parte mucho para no excitar sospechas inútiles y peligrosas. Ya tengo cincuenta años, fíjate bien, y una vez de vuelta de esta expedición me establezco como un perezoso rentista. Ya es tiempo de ello, me parece que replicas. ¡Ah, sí! pero puedo asegurarte que entre tanto he vivido con desahogo. Jamás me he privado de nada que me haya pedido el cuerpo; sueños largos, comidas apetitosas, y todo esto, día por día, excepto cuando viajo por el agua salada, ¿Y cómo comencé? Pues ni más ni menos que como tú ahora, de puro y simple marinero.

– Bueno, replicó el joven; pero lo que es ahora, todo ese otro dinero es como si ya no existiera, ¿no es verdad? Porque á buen seguro que después de esta expedición ¡vaya Vd. á dar la cara en Brístol!

– ¡Bah! contestó Silver irónicamente. ¿Pues en dónde te figuras tú que ese dinero estaba?

– Pues… en Brístol, es claro, en los bancos y á rédito; contestó su interlocutor.

– Es verdad, allí estaba cuando levamos anclas; pero á la hora que es, mi mujer… ya tú me entiendes… mi mujer lo tiene ya bien realizado, y todo en su poder. La taberna del “Vigía” está ya vendida, ó arrendada, ó regalada ó qué sé yo. Pero en cuanto á la muchacha, yo te aseguro que ya ella ha salido de Brístol para reunírseme. Yo te diría de muy buena gana en dónde va á esperarme, pero esto haría que nacieran celos entre tus compañeros por mi preferencia, y no quiero celos aquí.

– ¿Y tiene Vd. plena confianza en su… mujer, como Vd. la llama?, preguntó el catecúmeno.

– Los caballeros de la fortuna, replicó el cocinero, generalmente somos poco confiados entre nosotros mismos, y á fe que – puedes creerlo – no nos falta razón para ello. Pero yo tengo unos modos míos muy particulares; de veras que sí. Cuando un camarada es capaz de tenderme una celada… quiero decir, uno que me conoce, ya puede estar seguro de que no le será posible vivir en el mismo mundo que el viejo John. Había algunos que le tenían miedo á Pew; otros que se aterrorizaban de Flint, pero yo te digo que el mismo Flint no las tenía todas consigo tratándose de mí, con ser quien era. Sí que me tenía miedo, y eso que estaba orgulloso de mí, vamos al decir. Nunca ha habido sobre los mares una tripulación más escabrosa que la de Flint, al extremo de que el diablo mismo hubiera temido ir con ella á bordo. Pues, sin embargo, ya tú me ves, no soy ningún finchado ni ningún fanfarrón, y sé hacer la compañía con todos mis camaradas con tanta llaneza como si no fuera quien soy. Pero cuando era yo contramaestre… ¡ah, diablo! entonces sí que no podía decirse de ninguno de nuestra camada de viejos filibusteros que fuese un corderito. ¡Ah! yo sé lo que te digo: puedes estar seguro de tí mismo en este navío del viejo John.

– Está bien, replicó el mancebo; ahora le diré á Vd. que cuando vine aquí no me gustaba el proyecto, ni tanto así; pero ahora que ya hemos tenido esta explicación, John, ya sabe Vd. que cuentan conmigo, suceda lo que suceda.

– Mucho que me alegro, porque tu eres un mocito de provecho, contestó Silver sacudiendo la mano de su converso de la manera más cordial. Puedes creer que no he visto en mi vida una apariencia mejor que la tuya para ser uno de los caballeros de fortuna.

Al llegar aquí yo ya había comenzado á comprender que por caballeros de la fortuna entendían aquellos hombres ni más ni menos que piratas comunes y corrientes y que aquella pequeña escena que yo había oído, era nada más que el último acto en la corrupción de uno de los hombres honrados que iban á bordo, tal vez ya el último de ellos. No obstante, pronto debía recibir algún consuelo sobre este particular como se verá luego. Silver, en aquel momento dejó oir un ligero silbido y un tercer personaje apareció muy pronto y vino á reunirse á aquel conciliábulo.

– Dick es hombre de pelo en pecho, dijo Silver al recién venido.

– ¡Oh! eso ya me lo sabía yo, replicó una voz que reconocí al punto por la del timonel Israel Hands. Este Dick no tiene un pelo de tonto. Pero vamos allá, prosiguió; lo que yo quiero saber es esto, Barbacoa; ¿tanto tiempo nos vamos todavía á quedar afuera en esta especie de maldito bote vivandero? Yo digo que ya tengo bastante de Capitán Smollet, con mil diablos; ya bastante me ha aburrido, y ya quiero poder instalarme en su cámara; ya quiero sus pickles, ya quiero sus vinos, ya quiero todo eso.

– Israel, le replicó Silver, tú has tenido ahora y siempre cabeza de chorlito. Pero creo que te podrá entrar la razón, ¿no es esto? Abre, pues, las orejas, que bien grandes las tienes para oirme lo que te voy á decir ahora mismo: seguirás durmiendo á proa, y seguirás pasándola penosamente y seguirás hablando con suavidad, y seguirás bebiendo con la mayor mesura hasta que yo dé la voz, y entre tanto te conformarás con lo que te digo.

– Está bien, yo no digo que no, gruñó el timonel. Lo único que yo digo es esto: ¿cuándo? ¡Eso es todo!

– ¿Cuándo? ¡mil tempestades!, exclamó Silver. Con que cuándo, ¿eh? Pues mira, puesto que lo quieres, voy á decirte cuando. Hasta el último momento que me sea posible: ¡entonces! aquí traemos á un excelente marino, á este Capitán Smollet, que viene dirigiendo en provecho nuestro el bendito buque. Aquí traemos igualmente á ese Caballero y á ese Doctor con su mapa y demás cosas que nos interesan y que ni yo ni Vds. sabemos en dónde diablos las guardan. Enhorabuena; entonces tenemos que aguardar que este Caballero y este Doctor encuentren la hucha y nos ayuden hasta á ponerla á bordo del buque, con cien mil diantres. Entonces veremos. Si yo estuviera bien seguro de Vds., hijos del demonio, dejaría al Capitán Smollet que nos condujera de vuelta hasta medio camino, antes de dar el golpe definitivo.

– ¿Acaso no somos marinos todos los que estamos aquí á bordo? Yo creo que sí, dijo el muchacho Dick.

– Quieres decir que entendemos la maniobra, ¿no es verdad?, prorrumpió Silver. Nosotros podemos seguir una dirección dada, ¿pero quién puede darnos esta? He ahí en lo que se dividen todas las opiniones de Vds. desde el primero hasta el último. En cuanto á mí, si yo pudiera obrar conforme á mi solo deseo, dejaría al Capitán Smollet que nos llevara hasta última hora en nuestro regreso, para no exponernos á cálculos erróneos y á andar luego á ración de agua por esos mares del diablo. Pero yo se muy bien qué casta de bichos son Vds. y… no hay remedio, acabaré con ellos en la isla, tan luego como nos hayan ayudado á poner la hucha á bordo, lo cual es una lástima. ¡Que reviente yo en hora mala si no es cosa que enfullina y disgusta el navegar con zopencos como Vds.!

 

– Eso sí que es hablar por hablar, exclamó Israel. ¿Quién te da motivo para enojarte, John?

– ¡Hablar por hablar!, replicó exaltado Silver. ¿Pues cuántos navíos de alto bordo te figuras tú que he visto al abordaje, y cuantos vigorosos muchachos secándose al sol en la Plaza de los Ajusticiados y todo esto solamente por esta maldita prisa? ¿Me oyes bien? Pues mira; yo he visto una que otra cosa en el mar, puedes creerlo, y te digo que si Vds. se limitaran á poner sus velas siguiendo el viento que sopla, llegarían, sin duda, un día al punto de arrastrar carrozas, ¡por supuesto! ¡Ah! ¡pero no será así! Los conozco muy bien á Vds. Comenzarán por andar de taberna en taberna, ahitos de rom, y mañana ú otro día ya irán por sus pasos contados á hacerse ahorcar.

– Todos sabíamos bien que tú has sido siempre una especie de abad, John. Pero hay otros que han podido maniobrar y gobernar tan bien como tú, dijo Israel. Y sin embargo, á ellos les gustaba un poco el jaleo y la diversión. Ellos no eran tan entonados ni tan severos, después de todo, sino que entraban á la bromita, tomando su parte como camaradas alegres y de buen humor.

– Es verdad, dice Silver, es muy verdad. Sólo que ¿en donde están esos á la hora presente? Pew era de ese jaez y ha muerto de limosnero. Flint era también así y murió de rom en Savannah. ¡Oh! muy alegres y muy divertidos que eran, sí señor; pero lo repito, ¿en dónde están ahora?

– Todo eso está muy bien, interrumpió Dick, pero lo que yo pregunto es esto: cuando demos el golpe y tengamos á nuestros hombres pie con mano, ¿qué vamos á hacer con ellos?

– Eso se llama hablar en plata, dijo Silver con un tono de gran admiración. Este muchacho me gusta. ¡Al negocio y sólo al negocio! Está bien; pero Vds. ¿qué opinan? ¿Los dejamos en tierra en esa isla desierta como Robinsones? Eso sería lo que hubiera hecho England. ¿Ó los degollamos sencillamente como á cerdos? Este hubiera sido el procedimiento de Flint ó de Billy Bones.

– Billy era el hombre para estas cosas, dijo Israel. “Los muertos no muerden,” solía decir. El muy taimado ya sabe á qué atenerse sobre ese punto, puesto que ya él mismo está debajo de tierra, pero si alguna vez mano alguna fué dura é implacable, esa era sin duda la de Billy.

– Tienes razón, observó Silver, dura, pero pronta. Ahora bien, entendámonos. Yo soy un hombre complaciente, casi un caballero, como Vds. dicen; pero amigos míos, por hoy la cosa es seria. El deber es el deber, y este antes que todo. He aquí cual es mi parecer: matarlos. Cuando yo me haya convertido en un Lord, y ande tirado en carrozas, no quiero que ninguno de estos tinterillos de primera cámara, se me pueda aparecer un día, cuando menos lo espere, como el diablo á la hora del rezo. Pero lo único que digo es esto: aguardemos, y cuando el tiempo oportuno llegue démonos gusto degollando á uno tras otro.

– ¡John, exclamó el timonel, eres todo un hombre!

– Ya dirás eso cuando me veas á la obra, Israel, dijo Silver. Para entonces no reclamo más que una cosa, y es que no me quiten á Trelawney. Quiero darme el placer de cortar con mis propias manos esa cabeza de res.

Y como cortando la conversación repentinamente, añadió:

– Oye, Dick, salta y dame una manzana de aquí del barril, para remojarme un poco el gaznate.

Se comprenderá el espantoso terror que sentí al escuchar esto. Hubiera yo saltado y echado á correr, si hubiera tenido la fuerza suficiente para ello, pero no tuve ni piernas ni ánimo y permanecí inmóvil. Oí que Dick comenzaba á levantarse, pero en el instante mismo alguien lo contuvo y se oyó la voz de Hands, decir:

– ¡Oh! ¡deja eso! no vas á chupar semejante pantoque, John. Echemos una ronda de lo fino.

– Tienes razón, Dick, dijo Silver. En el barril del rom tengo puesta una sonda, con su llave respectiva. Llénate una vasija y súbela en seguida.

Terrificado como estaba, no pude impedirme el pensar que así quedaba explicado el misterio de la fuente en que el piloto Arrow bebía las aguas que acabaron por matarle.

Dick se fué por un rato no muy largo, pero durante su ausencia Israel habló al oído del cocinero en voz muy baja pero animada. Yo pude apenas recoger dos ó tres frases, pero en ellas supe, sin embargo, algo interesante, pues además de otras palabras que tendían á confirmarlo, esto llegó muy distintamente á mis oídos:

– Ninguno otro de ellos quiere ya entrar en el negocio.

Claro era, por lo tanto, que todavía nos quedaban hombres leales á bordo.

Cuando Dick volvió, cada uno de los del terno aquel tomó sucesivamente la vasija del rom y le hizo los honores concienzudamente, bebiendo, el uno “¡al buen éxito!” otro “¡por el viejo Flint!” y cerrando Silver la ronda con estas palabras:

 
¡A nuestra salud! y orza al estribor
¡Presas y fortuna! ¡dinero y amor!
 

En aquel punto cierta claridad cayó sobre mí, adentro del barril; alcé la vista y me encontré con que la luna acababa de aparecer en el cielo, plateaba la gavia de mesana y comunicaba un tinte blanquecino á la palma del trinquete. Casi en el mismo instante la voz del vigía se alzó gritando:

– ¡Tierra! ¡tierra!

CAPÍTULO XII
CONSEJO DE GUERRA

PASOS precipitados sonaron por donde quiera al grito de ¡tierra! apresurándose todos á subir sobre cubierta, tanto mis amigos de la cámara de popa como las gentes de la tripulación. Yo salté rápidamente afuera de mi barril; me deslicé cubriéndome con la vela de trinquete, dí la vuelta hacia el alcázar de popa y volví sobre cubierta por el camino de todos los demás, á tiempo de reunírmeles en el acto de acudir á proa.

Todo el mundo estaba ya congregado allí. Una cinta de niebla se había alzado casi al mismo tiempo que aparecía la luna. Allá á lo lejos, hacia el sudoeste, divisábamos dos montañas no muy altas, como á unas dos millas de distancia y por encima de una de ellas aparecía una tercera eminencia, notablemente más alta que las otras, y cuya cumbre se miraba todavía envuelta entre las gasas de la niebla. Las tres parecían de figura aguzada y cónica.

Esto fué, á lo menos, lo que yo creí ver, puesto que aún no me recobraba de mis terrores de hacía dos ó tres minutos. En seguida oí la voz del Capitán Smollet dando órdenes. La Española fué puesta unos dos puntos más cerca de la dirección del viento y comenzó á enderezar el rumbo de tal manera que enfilaría precisamente la costa oriental de la isla.

– Y ahora muchachos, dijo el Capitán, cuando la maniobra estuvo ejecutada, ¿alguno de Vds. ha visto esa tierra antes de ahora?

– Yo, dijo Silver. Siendo cocinero de un buque mercante anclamos en ella para proveernos de agua.

– El fondeadero está al Sur, tras un islote, ¿no es esto?, preguntó el Capitán.

– Sí señor, el islote del Esqueleto que le llaman. Este lugar ha sido alguna vez abrigadero de piratas, y un hombre que llevábamos á bordo sabía los nombres de todos aquellos sitios. Aquel cerro al Norte le llaman El Trinquete. Hay tres cerros colocados en línea hacia el Sur y que les llaman, con nombres marinos, El Trinquete, El Mayor y El Mesana. Pero el principal es el más grande, que tiene el pico sumido en la nube. Lo llamaban también el Cerro del Vigía, á causa de la vigilancia que desde su cima mantenían esos hombres, mientras sus embarcaciones permanecían al ancla limpiando sus fondos, con perdón de Vd., porque aquí es donde ellos llevaban á cabo esa operación.

– Aquí tengo un mapa, dijo el Capitán Smollet; vea Vd. si este es el lugar que Vd. dice.

En los ojos de Silver pasó algo como un relámpago de alegría feroz al tomar la carta que le alargaba el Capitán. Pero en el instante mismo en que sus ojos cayeron sobre el papel, le conocí que su esperanza de un segundo sufría una terrible decepción. Aquel no era el mapa encontrado en la maleta de Billy Bones, sino una copia cuidadosa en todos sus detalles, nombres, alturas y sondajes, con la sola excepción de las cruces rojas y de las notas manuscritas. Sin embargo, por aguda que haya sido la contrariedad de Silver, tuvo la presencia de ánimo necesaria para dominarse y aparecer sereno.

– Sí señor, contestó, este es el lugar según entiendo, y muy bien trazado ciertamente. ¿Quién habrá sido el autor de esta carta? Los piratas eran demasiado ignorantes, á lo que creo, para poder dibujar esto. ¡Ah! ¡vamos! aquí está marcado “Ancladero del Capitán Kidd”; precisamente este es el nombre que le dió mi Patrón. Allí existe una fuerte corriente á lo largo de la costa Sud y luego sube en dirección Norte, á lo largo de la costa occidental. Tenía Vd. razón, prosiguió, en ceñir el viento y poner la proa hacia la isla, por lo menos si su intención era que entrásemos luego y carenar allí, porque la verdad es que en todas estas aguas no hay lugar más á propósito que ese.

– Gracias, mi amigo, dijo el Capitán Smollet. Más tarde creo que pediré á Vd. algunos otros informes para ayudarnos en algo. Puede Vd. retirarse.

No pude menos que sorprenderme al ver la sangre fría con que Silver confesaba su conocimiento de la isla. Por mi parte, yo continuaba medio aterrorizado todavía y me sentí más aun cuando ví á aquel hombre acercarse á mí, más y más. Por supuesto que ni remotamente se figuraba que hubiese yo escuchado su conciliábulo desde el fondo de un barril de manzanas, y sin embargo, en aquel punto había yo cogido tal horror de su crueldad, doblez y poderío, que muy mal contuve un estremecimiento nervioso cuando su mano tomó mi brazo mientras él me decía:

– ¡Ah, muchachuelo! Aquí tienes un precioso lugar para un chico como tú, en esta isla. Aquí puedes bañarte, trepar á los árboles, cazar cabras monteses, todo lo que quieras. Tú mismo podrás ir como las cabras subiéndote á los más altos peñascos y montañas. ¡Ah! créeme que me rejuvenece todo esto y casi casi me iba ya olvidando de mi pierna de palo. Linda cosa es ser uno joven y tener uno sus veinte dedos cabales, puedes estar seguro. Cuando quieras ir á hacer un paseíto de exploración, nada más avísale á tu viejo amigo John y él cuidará de darte tu cestilla de víveres muy bien arreglada, para que la lleves contigo.

Dicho esto me dió una palmada sobre el hombro de la manera más amistosa, se alejó cojeando y se perdió en el interior de las galeras.

El Capitán Smollet, el Caballero y el Doctor Livesey se quedaron conversando junto al alcázar de proa. Á pesar de mi impaciente ansiedad por contarles lo que la casualidad me había hecho oir, no me atreví á interrumpirlos abiertamente. Entre tanto y cuando más absorto estaba yo en mis pensamientos para encontrar alguna excusa probable, el Doctor Livesey me llamó. Habíasele olvidado su pipa abajo en la cámara, y, como era un verdadero esclavo del tabaco, me iba á indicar que bajara á traérsela, sin duda. Pero en cuanto que estuve bastante cerca de él para que me oyese él solo, le dije rápidamente:

– Doctor, permítame Vd. que le hable. Llévese consigo al Capitán y al Caballero inmediatamente abajo á la cámara, y con cualquier pretexto manden Vds. por mí. Tengo nuevas terribles.

El Doctor pareció desconcertarse por un instante, pero en el acto fué otra vez dueño de sí mismo.

– Gracias, Jim, dijo en voz bien alta; eso es todo lo que quería saber. Fingía, con esto, haberme hecho alguna pregunta á la que yo hubiese respondido.

En seguida giró sobre sí mismo y se volvió á reunir al grupo de que formaba parte. Hablaron los tres por algunos momentos y aun cuando ninguno de ellos dió muestras de sobresalto ni levantó la voz, me pareció evidente que el Doctor Livesey les acababa de comunicar mi súplica, porque lo primero que llegó á mis oídos fué que el Capitán daba órdenes á Job Anderson y el silbato sonó luego llamando sobre cubierta á toda la tripulación.

– Muchachos, dijo el Capitán en cuanto que todos estuvieron reunidos; tengo dos palabras que decir á Vds. Esa tierra que acabamos de ver es el lugar de nuestro destino. El Patrón de este buque, hombre muy liberal y generoso, según todos lo sabemos por experiencia, acaba de hacerme dos preguntas que yo he podido contestar diciéndole que cada marinero de esta goleta ha cumplido con su deber, desde el tope hasta la cala, de tal manera que nada mejor pudiera pedirse. Por tal motivo él, el Doctor y yo, vamos á la cámara á beber á la salud y buena suerte de todos ustedes, mientras que á Vds. se les servirá un buen grog para que brinden, á su vez, por nosotros. Yo les daré á Vds. mi opinión sobre esto: yo lo encuentro magnífico. Si Vds. son de mi parecer, les propondré, pues, que envíen un buen aplauso al caballero que así se porta.

 

El aplauso se dejó oir, esto era claro; pero estalló tan compacto y tan cordial, que confieso que me fué difícil convencerme de que aquellos mismos que lo daban estaban arreglando tramas infernales contra nuestras vidas.

– ¡Un aplauso más por el Capitán Smollet!, gritó Silver cuando el último hubo cesado.

Lo mismo que el anterior, este segundo aplauso parecía enteramente sincero y voluntario.

Apenas pasado esto los tres caballeros bajaron á la cámara y no pasó mucho rato sin que enviasen un recado diciendo que se necesitaba á Jim Hawkins en el salón.

Encontrélos á todos tres en torno de la mesa, con una botella de vino español y algunas uvas delante de ellos; el Doctor fumando fuerte y con la peluca puesta sobre sus rodillas, lo cual me constaba que era un signo de agitación en él. La ventanilla de popa estaba abierta porque la noche era bastante cálida, y podía verse perfectamente desde dentro el resplandor de la luna cintilando sobre la estela de nuestro buque.

– Ahora bien, Hawkins, díjome el Caballero, parece que tienes algo que decirme: habla ya.

Hícelo como se me mandaba y, sin alargarme demasiado, conté todos los detalles de la conversación de Silver. Ninguno trató de hacer la más pequeña interrupción hasta que todo lo hube dicho; ni ninguno tampoco hizo movimiento de ninguna especie, sino que todos tres mantuvieron sus ojos clavados en mi semblante desde el principio hasta el fin de mi narración.

– Siéntate, Jim, díjome el Doctor.

Hiciéronme lugar entonces á la mesa, junto á ellos, sirviéronme un vaso de vino y me pusieron en las manos un gran racimo de uvas; y todos tres, con un saludo cordial, bebieran á mi salud, felicitándome por mi valor y por mi buena suerte.

– Ahora, Capitán, dijo el Caballero, es ya tiempo de proclamar que Vd. estaba en lo justo y yo estaba equivocado. Me declaro sencillamente un borrico y espero las órdenes de Vd.

– Nadie más borrico que yo, replicó el Capitán. Yo no he visto jamás tripulación alguna tramando una rebelión que no deje escapar perceptiblemente algunos signos de su descontento, de manera que todo hombre que no es ciego puede ver el peligro y tomar las medidas necesarias para evitarlo. Pero confieso que esta tripulación derrota toda mi experiencia.

– Capitán, dijo el Doctor, con su permiso diré que esta es obra de Silver y que este es un hombre muy notable.

– Me parece que muy notable aparecería colocado en un peñol de las vergas, replicó el Capitán. Pero esto no es más que charla que no conduce á nada. He fijado mi atención en tres ó cuatro puntos y con permiso del Sr. de Trelawney voy á exponerlos.

– Caballero, dijo el Sr. Trelawney en un tono solemne, Vd. es el Capitán y á Vd. es á quien toca hablar.

– Primer punto, comenzó el Capitán Smollet: tenemos que seguir adelante porque es ya imposible retroceder. Si esto último se intentara la rebelión estallaría inmediatamente. Segundo punto: tenemos á nuestra disposición tiempo hasta que se encuentre ese tesoro. Tercer punto: todavía nos quedan hombres leales á bordo. Ahora bien, señores, es una cosa que no tiene remedio el que tarde ó temprano debamos entrar en hostilidades. Hay que tomar, pues, á la calva ocasión cuando nos presente sus cabellos, es decir, propongo que seamos nosotros los que rompamos el fuego, el día más á propósito y cuando ellos menos lo esperen. Me parece, Sr. de Trelawney que podremos fiar en los criados de su casa, ¿no es verdad?

– Tanto como en mí mismo, declaró el Caballero.

– Tres, dijo el Capitán, y con nosotros cuatro, somos ya siete, incluyendo á Hawkins. ¿Y cuántos serán los hombres leales?

– Muy probablemente, replicó el Doctor, han de ser los contratados personalmente por Trelawney antes de que se hubiera echado en brazos de Silver.

– No por cierto, replicó el Caballero. Hands es uno de esos hombres.

– Yo hubiera creído que podríamos tener fe ciega en este último, dijo el Capitán.

– ¡Y pensar que todos ellos son ingleses!, prorrumpió el Caballero, ¡Señores, crean Vds. qué ganas me vienen de hacer volar este buque!

–Pues bien, señores, agregó el Capitán, lo mejor que yo puedo decir ahora es bien poco. Debemos tenernos por advertidos y mantener la más expecta vigilancia. Esto es desagradable para un hombre, yo lo sé. Preferiría, por lo mismo, que desde luego se rompieran las hostilidades, pero no tendremos ayuda suficiente para que no sepamos cuales son nuestros hombres. Estémonos quietos y esperemos la oportunidad; ese es mi parecer.

– Este Jim, dijo el Doctor, puede sernos más útil que todo lo demás que hagamos. El enemigo no tiene ninguna mala voluntad respecto de él y yo sé que él es un chico muy observador.

– Hawkins, añadió el Caballero, en tí pongo una fe ciega y completa.

Al oir esto no dejaba de comenzar á sentirme punto menos que desesperado porque me sentía sin apoyo enteramente. Y sin embargo, por un extraño encadenamiento de circunstancias, no fué sino por mi conducto por el que todos nos salvamos. En el entretanto, por más vueltas que se le diera al asunto, el hecho es que de veintiséis hombres á bordo, no había sino siete con los que se pudiera contar, y todavía de esos siete uno no era más que un niño; de suerte que, en realidad, los hombres hechos y derechos que teníamos de nuestro lado eran seis, para diez y nueve de nuestros enemigos.

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