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La isla del tesoro

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CAPÍTULO XXX
BAJO PALABRA

UNA voz clara y alegre que sonaba á la orilla del bosque llamando á los del reducto me despertó, y despertó igualmente á todos los demás; y el centinela mismo que se había buenamente recargado contra la puerta se estremeció enderezándose en su puesto.

– ¡Ha del reducto!, gritaba la voz. Aquí viene el Doctor.

Y el Doctor era, no cabía dada. Yo sentía gusto, ciertamente en escuchar aquel acento amigo, pero mi alegría no era muy pura que digamos. Recordé, al punto, con gran bochorno, mi insubordinación y conducta furtiva, y al ver á qué extremo me había ella conducido, en qué compañía y de qué peligros me rodeaba, sentí vergüenza de ver al Doctor á la cara.

Él debió haberse levantado muy de madrugada, por que la luz no llegaba aún decididamente, y cuando yo hube corrido á una de las troneras para verle, le divisé allá abajo, de pie, y como á Silver el día de su misión, hundido hasta las rodillas en una niebla rastrera.

– ¡Es Vd. Doctor! ¡Santos y buenos días tenga vuesa merced!, dijo Silver perfectamente despierto y armado de excelente humor en un momento. Vivo y madrugador, no cabe duda, pero ya sabemos aquí que, como lo dice el dicho “el pájaro madrugador es el que coge las raciones.” Jorge, muévete, muchacho, y ayuda al Doctor Livesey á saltar á bordo de este navío. Por aquí todo va bien, Doctor; todos sus enfermos van mejorando mucho y todos están contentos.

Hablando de esta suerte estaba allí, de pie en la cima de la loma, con su muleta bajo el brazo y con la otra mano apoyándose en una de las paredes de la casa. Su actitud, su acento, sus palabras, sus modales, ya eran, de nuevo, los del mismo John Silver que yo conociera en Brístol.

– Le tenemos preparada á Vd., por hoy, una pequeña sorpresa Señor Doctor, continuó. Tenemos aquí un extrañito. Un nuevo comensal y huésped, sí señor, tan listo y templado como un violín. Aquí ha dormido toda la noche, como un sobrecargo, al lado mismo del viejo John.

Á este tiempo, el Doctor Livesey había ya saltado la estacada y estaba muy cerca del cocinero, por lo cual pude observar muy bien la alteración de la voz en que preguntaba:

– ¿Supongo que no será Jim?

– El mismo Jim en cuerpo y alma, sí señor, contestó Silver.

El Doctor se detuvo afuera, y aunque no respondió ya palabra alguna, pasaron algunos segundos antes de que pareciera poder moverse.

– ¡Bien, bien!, dijo por último. Primero la obligación y luego el placer, como se diría Vd. á sí mismo. Vamos á ver y á examinar á esos enfermos.

Un momento después ya estaba adentro de la cabaña y sin tener para mí más que una torva inclinación de cabeza, se puso en el acto á la obra con sus enfermos. No parecía tener el más pequeño recelo, á pesar de que debe haber comprendido muy bien que su vida en manos de aquellos traidores y endemoniados piratas estaba pendiente de un cabello. Con la misma naturalidad que si estuviera haciendo una ordinaria visita profesional á una tranquila familia en Inglaterra, iba de paciente en paciente, sonando, componiendo y arreglándolo todo. Sus maneras, á lo que creo, habían ejercido una reacción saludable sobre aquellos hombres, porque el caso es que se comportaban con él como si nada hubiera sucedido, como si todavía fuese el mismo médico de á bordo y ellos marinos leales en sus puestos respectivos.

– Lo que es tú vas muy bien, dijo al individuo de la cabeza entrapajada. Y si hombre alguno en el mundo recibió un porrazo peligroso, ése has sido tú: tu cabeza debe ser dura como de acero. Vamos á ver tú, Jorge, ¿cómo estás hoy? Bonito color de limón estás echando allí, no te quepa duda: es que el hígado se te ha vuelto hacia abajo. ¿Tomaste esa medicina? Á ver, muchachos, digan la verdad ¿tomó Jorge su medicina?

– ¡Oh! en cuanto á eso, sí señor, de veras que sí, respondió Morgan.

– La cosa es que, desde que me he convertido en médico de rebeldes, ó diré mejor, en médico de cárcel, continuó el Doctor en el tono más afable, vengo considerando como un puesto de honor para mí el no perder ni un solo hombre para nuestro Rey Jorge (Q. D. G.) y para la horca.

Los malvados aquellos se miraron unos á otros, pero no hicieron más que tragar la píldora en silencio.

– Dick no está hoy muy bien, señor, dijo uno.

– ¿Esas tenemos? Á ver, ven acá, Dick, llamó el Doctor. Enséñame esa lengua. No, no me sorprende que se sienta mal: esta lengua de por sí bastaría para espantar á una armada francesa. ¡Otra malaria tenemos!

– ¡Ah! dijo Morgan, eso resulta de andar profanando Biblias.

– Eso resulta de ser, como tú dices, unos asnos monteses, replicó el Doctor; ó para hablarte más claro, de no saber distinguir un aire viciado y ponzoñoso, de un aire sano y vivificador, ni un pantano inmundo y envenenado de una tierra alta y seca. Me parece lo más probable (sin que pase esto de una opinión, por supuesto) que todos Vds. sin excepción van á tener que pagar el duro tributo de la fiebre antes de que logremos arrojar de sus cuerpos los gérmenes de la malaria que absorbieron por todos los poros. ¡Acampar en un marjal!.. Silver, me sorprende verle á Vd. autorizar tal disparate. Vd. es mucho menos tonto que todos estos juntos, pero no se me figura que tenga Vd. ni los más pequeños rudimentos de higiene.

– Está bien, añadió después que ya hubo medicinado á todos, y cuando ya cada uno había tomado su droga respectiva con una humildad infantil que distaba mucho de denunciar á aquellos hombres como sanguinarios rebeldes, y piratas. Está bien; por hoy ya no hay más que hacer. Y ahora, desearía tener un rato de conversación con ese muchacho.

Y diciendo esto me señaló con un desdeñoso movimiento de cabeza.

Jorge Merry estaba en la puerta escupiendo alguna medicina poco agradable, pero apenas el Doctor dijo sus últimas palabras, se volvió con un movimiento brusco y casi bramó así:

¡No! ¡por cien mil diablos!

Silver golpeó sobre la barrica con su mano abierta y rugió estas dos palabras, tomando el aspecto de un verdadero león.

– ¡Silencio tú!

Y luego en su melifluo tono habitual prosiguió:

– Doctor, ya estaba yo pensando en ello, sabiendo lo mucho que siempre ha querido Vd. á este chiquillo. Todos nosotros le estamos á Vd. inmensamente agradecidos por su amabilidad y, como Vd. lo ve, ponemos la más gran fe en Vd. y tomamos sus drogas como empinaríamos un jarro de grog. Creo pues, que he encontrado un medio que lo concilia todo. Hawkins, ¿quieres darme tu palabra de honor, como caballero, puesto que lo eres, aunque jovencito y pobre de nacimiento, de que no nos jugarás una mala pasada?

– Cuente Vd. con mi palabra, le contesté sin vacilar.

– Pues entonces, Doctor, añadió Silver, no tiene Vd. que hacer más sino salir afuera del recinto de la estacada, y una vez allí, yo personalmente llevaré abajo á Jim para que, él de este lado y Vd. del otro, puedan conversar á través de los grandes claros de los postes. Que Vd. lo pase muy bien, Doctor, y presente mis más humildes respetos al Caballero y al Capitán Smollet.

La explosión de descontento, mal reprimida por las miradas terribles de Silver, se produjo no bien el Doctor salió del reducto. Silver fué rotundamente acusado de jugar doble; de intentar una reconciliación especial para sí; de sacrificar los intereses de sus cómplices y víctimas y, en una palabra, de hacer precisamente lo mismo que en realidad estaba haciendo. Me parecía aquello, á la verdad, tan claro, que no me era posible imaginar como podría él desarmar su furia. Pero lo cierto es que él solo valía doble, como hombre, que todos aquellos juntos, y que su triunfo de la víspera le había asegurado una sólida preponderancia sobre el ánimo de cada cual. Díjoles muy formalmente la mayor sarta imaginable de sandeces y tonterías, para convencerlos; añadió que era preciso de todo punto que hablase yo con el Doctor; les paseó una vez más la carta por delante de los ojos y concluyó por preguntarles si alguno se atrevía decididamente á romper los tratados el día mismo en que se les permitía ponerse ya en busca del tesoro.

– ¡No! ¡por el infierno!, exclamó. Nosotros somos los que debemos romper el tratado, pero hasta su debido tiempo. Entre tanto yo he de mimar y embaucar á ese Doctor, aun cuando me viera obligado á limpiarle sus botas personalmente.

Dicho esto les ordenó que arreglasen el fuego y se lanzó afuera, sobre su muleta y apoyando una de sus manos sobre mi hombro, dejándolos desconcertados y silenciosos; pero más embotados por su palabrería que convencidos con sus razones.

– ¡Despacio!, chico, ¡despacio!, díjome moderando la rapidez de mi marcha. Podríamos hacerlos caer sobre nosotros en un abrir y cerrar de ojos, si viesen que nos apresurábamos demasiado.

Ya entonces deteniéndonos con toda deliberación nos adelantamos á través de la arena basta el punto en que, habiendo ya cumplido la condición, el Doctor esperaba al otro lado de la empalizada.

– Vd. tomará nota de lo que hago en este momento, Doctor, dijo Silver en cuanto que llegamos á distancia de poder hablar. Además Jim le contará á Vd. cómo he salvado anoche su vida, y cómo fuí depuesto por sola esa razón, no lo olvide Vd. Doctor, cuando un hombre hace cuanto está en su poder por dar á su embarcación el rumbo cierto, como yo lo hago; cuando con sus postreros esfuerzos trata aún de jugar al hoyuelo, ¿cree Vd. que será mucho conceder á semejante hombre el decirle una palabra de esperanza? Vd. no debe perder de vista que ahora no se trata ya simplemente de mi vida, sino de la de este muchacho, que está comprometida en nuestro trato; así, pues, hábleme Vd. claro, Doctor y déme siquiera un rayo de esa esperanza que solicito, para seguir en mi obra; hágalo Vd. por favor.

Silver era, en aquel momento, un hombre totalmente diverso del que parecía antes de volver la espalda á sus amigos. Allí estaba ahora, con la voz trémula, con las mejillas caídas, y con toda la apariencia de una persona muerta positivamente.

 

– ¿Qué es eso, John?, díjole el Doctor. ¡Me figuro que no tiene Vd. miedo!

– Doctor, replicó él. Yo no tengo de cobarde ni tanto así. Si lo fuera no lo confesaría. Pero es el caso que creo ya sentir los horrendos estremecimientos del patíbulo. Vd. es un hombre bueno y leal; yo nunca ví sujeto mejor que Vd. Así, pues, lo que deseo es que Vd. no se olvide de lo bueno que yo haya hecho y procure olvidar lo malo. Con esto, me hago ya á un lado, vea Vd., aquí, para dejarlos á Vds. hablar á solas. Y quiero que añada Vd. esto más á mi favor también, pues estamos pasando por una situación más que espinosa.

Diciendo esto se retiró un poco hacia atrás hasta colocarse donde no pudiera oirnos, y allí tomó asiento en el tronco de uno de los abetos cortados y comenzó á silbar, girando en torno de su asiento una y otra con el objeto de vigilar tanto á mí y al Doctor, como á sus insubordinados secuaces de allá arriba que se ocupaban en ir de aquí para allá en la arena arreglando el fuego y yendo y viniendo á la cabaña de la cual sacaban tocino y pan para confeccionar su almuerzo.

– Conque sí, amiguito, díjome el Doctor en un tono triste, por fin ya estás aquí, ¿eh? Lo que has sembrado eso es lo que cosechas, muchacho. Bien sabe Dios que no me siento con la energía necesaria para reñirte en regla, pero no omitiré decirte esto, ya sea que te parezca suave ó duro: cuando el Capitán Smollet estaba bueno y sano jamás te atreviste á salirte, pero en cuanto que lo viste herido y que nada podía impedírtelo ¡por San Jorge! entonces te aprovechaste al punto. ¡Mira tú si conducta semejante no era ruin y cobarde!

Debo confesar que al oir esto me eché á llorar sin poderme contener. En cuanto pude hablar, dije:

– Doctor, Vd. puede disculparme; demasiados reproches me he hecho yo mismo; pero, como quiera que sea, mi vida está perdida, y ya hubiera yo muerto á la hora de esta á no ser porque Silver ha estado de mi parte, y – créame Vd. Doctor – yo puedo muy bien morir y aun me atrevo á decir que lo merezco, pero, francamente, la idea de ser torturado me aterroriza. Si, pues, llega el caso de que me den tormento…

– Jim, me interrumpió el Doctor, en una voz bastante cambiada ya; Jim, no puedo consentir en semejante idea. ¡Salta al punto este cercado y correremos hasta ponernos en salvo!

– Doctor, le dije, tengo empeñada mi palabra.

– Ya lo sé, ya lo sé, me replicó. No podemos evitar el faltar á ella, Jim. Yo asumo la responsabilidad del acto; toda sobre mí, hijo mío. Vergüenza ó castigo, yo me comprometo á sufrir lo que venga. Pero es imposible dejarte aquí. ¡Vamos! date prisa… ¡brinca! de un solo salto ya estarás al otro lado y te aseguro que correremos como antílopes.

– ¡No!, le contesté. Vd. comprende bien que Vd. mismo sería incapaz de hacer lo que me aconseja; y como Vd., no lo harían ni el Caballero, ni el Capitán… Pues ni yo tampoco. Silver ha confiado en mí. Me ha dejado sin más lazo que la garantía de mi palabra… tengo, pues, que volver y volveré. Pero Vd. no me ha dejado terminar: si se llega el caso de que me den tormento, decía yo, podría suceder que se me escapara alguna confesión acerca del punto donde la goleta está ahora, puesto que yo he logrado capturarla, en parte por mi buena suerte y en parte arriesgándome un poco. La Española, Doctor, está en estos momentos en la Bahía Norte, hacia su playa meridional, precisamente abajo de la marca de la pleamar. Á media marea debe encontrársela alta y en seco.

– ¡La goleta!, exclamó asombrado el Doctor.

Brevemente le referí mis aventuras de mar que él escuchó en silencio.

– Hay en esto una especie de hado misterioso, díjome cuando hube concluido. Á cada paso eres tú el destinado á salvar nuestras vidas. ¿Y puedes suponer, por tanto, que vamos á dejarte aquí á una perdición segura? Sería eso una gratitud de muy mala calidad, amigo Jim. Tú descubriste la conspiración; tú encontraste á Ben Gunn, hazaña la más notable que en tu vida has hecho y que harás aun cuando vivas más que Matusalém. ¡Oh! ¡por el cielo! y hablando de Ben Gunn, este es el daño personificado. ¡Silver!, gritó; ¡Silver!..

Y cuando el cocinero estuvo bastante cerca para poder oirlo, prosiguió.

– No tengan Vds. ninguna prisa respecto de este tesoro: es consejo que me permito dar á Vd.

– Puede Vd. creer, señor, contestó John, que hago todo cuanto está en mi mano para hacer tiempo. Pero tenga Vd. entendido que de emprender la descubierta del tal tesoro dependen mi vida y la de este muchacho; no hay que olvidarlo.

– En hora buena, Silver, replicó el Doctor. Si ello es así, daré todavía un paso más en mis advertencias: cuidado con un chubasco posible, cuando se encuentre.

– Doctor, dijo Silver, como de hombre á hombre debo decir á Vd. que sus palabras ó me dicen demasiado, ó bien poco. ¿Qué es lo que Vds. persiguen; por qué dejaron este reducto; por qué me dieron la carta; todo eso lo ignoro, ¿no es verdad? Y sin embargo, ya ve Vd. que sigo sus instrucciones á ojos cerrados sin haber recibido ni una sola palabra de esperanza. Pues bien, esto último es ya demasiado. Si no quiere Vd. decirme claramente qué es lo que Vd. quiere darme á entender, decláremelo así sin rodeos y le ofrezco á Vd. que al punto suelto el timón.

– No, contestó el Doctor. No tengo derecho de decir nada más: no es un secreto mío, Silver; que si lo fuera, le empeño á Vd. mi palabra de que lo diría. Sin embargo, me avanzo, en bien suyo, hasta donde creo que puedo atreverme, y un paso más todavía; porque me parece que el Capitán va á ajustarme la peluca si no me equivoco. Pero no importa: por primera vez, Silver, le doy á Vd. alguna esperanza; si ambos salimos vivos de esta lobera, le ofrezco á Vd. que, menos perjurar, haré cuanto esté en mi mano por salvarle.

La fisonomía de Silver radió con una expresión brillante.

– Si fuera Vd. mi madre, exclamó aquel hombre, no podría Vd. decir nada que me consolara más; estoy seguro.

– ¡Bien!, esa es mi primera concesión, añadió el Doctor. La segunda es algo como un nuevo consejo: guarde Vd. á este muchacho muy cerca de sí, y si necesitare Vd. ayuda, no haga más que gritar. Yo voy á asegurársela á Vd., y eso mismo le probará que yo no hablo á la ventura. Adiós, Jim.

Diciendo esto, el Doctor Livesey me apretó la mano, al través de los mal unidos postes, hizo una inclinación á Silver y se alejó á paso vigoroso perdiéndose luego entre la arboleda.

CAPÍTULO XXXI
EN BUSCA DEL TESORO – EL DIRECTORIO DE FLINT

– JIM, díjome Silver en cuanto que estuvimos solos: si yo salvé tu vida, tú has salvado también la mía y te ofrezco no olvidarlo. Ya noté al Doctor urgiéndote para que te fugases; lo he visto de reojo, sí señor, y he visto que tú no has querido; lo he visto tan claro como si lo hubiera oído. Jim, esto debo abonártelo en cuenta. Desde que el primer ataque falló, este es el primer rayo de esperanza que me llega, y ese lo debo á tí. Ahora, bien, es ya tiempo de que nos pongamos en marcha en busca de ese tesoro, llevando pliegos cerrados, como quien dice; lo cual no es de mi gusto; pero sea como fuere, tú y yo debemos mantenernos siempre juntos, casi espalda con espalda, y yo te aseguro que salvaremos nuestros pescuezos, á despecho del hado y de la fortuna.

En aquel mismo instante un hombre nos dió voces desde arriba gritando que el almuerzo estaba listo; por lo cual, sin más deliberaciones, llegamos cerca de la hoguera y nos sentamos todos aquí y allá, sobre la arena, haciendo los honores al bizcocho y al tocino frito.

Habían encendido los piratas una hoguera capaz de asar un buey entero y verdadero; y esa hoguera se había puesto tan ardiente que no era posible acercársele, sino por el lado que soplaba el viento, y eso con bastantes precauciones. Con el mismo espíritu de desperdicio, á lo que supongo, habían cocinado una cantidad de carne, por lo menos, tres veces mayor de la que necesitábamos y podíamos comer, por lo cual uno de ellos, con una estúpida risotada arrojó á la hoguera todo cuanto quedó sobrante, atizándose en gran manera el fuego con este nuevo pábulo. Nunca en mi vida he visto hombres más descuidados del mañana; “mano á la boca” es lo único que puede describir su manera de ser y obrar. Con desperdicio de víveres y centinelas que se dormían, podían aquellos hombres estar buenos, quizás, para una escaramuza de momento y salir con bien en ella, pero era evidente que no servían en manera alguna para algo que se pareciese á una campaña prolongada.

El mismo Silver corriendo con su Capitán Flint posado en su hombro, no tenía una sola palabra de reproche para su falta de previsión y de cuidado. Y esto me sorprendió tanto más cuanto que me parecía que aquel hombre jamás se había mostrado tan astuto y marrullero como aquel día.

– ¡Ah!, camarada, dijo: deben Vds. tenerse por muy felices con tener por Capitán á este Barbacoa para que piense en vez de Vds. con esta cabeza que Dios le ha dado. Ya he dado con lo que quería, prosiguió. Esas gentes tienen el buque ¿en dónde? aún no lo descubro; pero una vez que demos con la hucha, ya sabremos descubrirlo. Además, muchachos, nosotros tenemos los botes, es decir, les llevamos la ventaja.

Sobre este tema continuó disertando, sin esperar á que su boca estuviese libre de los tremendos bocados de tocino que se llevaba á ella. Esto sirvió para restablecer la esperanza y la fe de los piratas; pero yo en cambio tornándome desconfiado, sentí rebajarse mucho las que había cobrado, poco rato hacía.

– En cuanto á nuestro huésped, continuó, me parece que no volverá á tener otra conversación con aquellos á quienes tanto quiere. Ya he recibido mis pocas de noticias y gracias le sean dadas por ello; pero eso ya está hecho y pasado. Por ahora me lo llevo entre filas mientras dura nuestra busca del tesoro, pues creo que el guardarlo con nosotros es tanto como guardar oro molido, por “lo que pudiera suceder” ¿no es verdad? Pero una vez que tengamos el dinero y el navío – las dos cosas – y nos demos á la mar como buenos camaradas, entonces ¡qué! nos despediremos del Sr. Hawkins, sí señor, y le daremos su parte, sin que quepa la menor duda, agradeciéndole todos sus servicios y amabilidades para con sus amigos.

No era de sorprender que aquellos hombres estuvieran de buen humor; mas por lo que hace á mí me sentía terriblemente descorazonado. Me parecía que en el caso de que el proyecto que acababa de bosquejar pareciese factible; Silver, doblemente traidor, no vacilaría ciertamente en adoptarlo. En aquellos momentos tenía todavía un pie en cada campamento, pero no era de dudarse que preferiría la riqueza y la libertad, con los piratas, á la débil probabilidad de escapar al verdugo, lo cual era lo más que le esperaba de nuestro lado.

Pero aun suponiendo que los sucesos se presentaran de tal manera que aquel hombre se viese constreñido á guardar la fe del pacto con el Doctor Livesey; aun suponiendo esto, ¡qué peligro tan terrible no teníamos en frente! ¡qué momento tan crítico aquel en que las sospechas de sus secuaces y cómplices se trocaran en perfecta realidad! ¡qué lucha tan á muerte y tan desigual, la de cinco marineros vigorosos, ágiles y decididos, contra un viejo inválido y un débil niño!

Añádase á esta doble preocupación el misterio que aun envolvería, á mis ojos, la conducta de mis compañeros; su inexplicable abandono de la estacada; su no menos extraña cesión del mapa de Flint, ó, lo que todavía era para mí más incomprensible, aquella última prevención del Doctor á Silver: “Cuidado con un chubasco posible cuando se encuentre.” Añádase todo esto y se comprenderá sin dificultad qué poco sabor pude tomar á mi almuerzo y con qué poca tranquilidad me puse en marcha detrás de mis capturadores, en busca del dichoso tesoro.

Nuestro aspecto era bien curioso y hubiera divertido á cualquiera que hubiese podido vernos: todos con trajes de marino perfectamente sucios, y todos, excepto yo, armados hasta los dientes. Silver llevaba dos fusiles colgados, uno sobre el pecho y el otro á la espalda, ambos en bandolera; al cinto llevaba ceñida su gran cuchilla y en cada bolsa de su saco una pistola. Para completar esta extraña figura Capitán Flint iba posado sobre su hombro chapurreando toda clase de tonteras y frases incoherentes de charlas marinas. Yo marchaba atado á la cintura por una cuerda cuyo extremo llevaba el cocinero á ratos con su mano desocupada, á ratos sujeta con su poderosa dentadura; no me quedaba más recurso que seguirle humildemente, pero lo cierto es que parecía yo un oso de feria.

Los restantes iban diversamente cargados: unos, con picos, palas y azadones, que habían cuidado de sacar de La Española desde el primer momento; y otros con víveres para la comida de medio día. Todas las provisiones eran las mismas nuestras; lo que probó que Silver había dicho la verdad la noche anterior. Si el Doctor y él no hubiesen concluído un verdadero convenio, tanto él como sus secuaces se verían precisados á subsistir con agua clara y con el producto de sus cacerías. El agua habría sido bien poca cosa para su paladar y, por lo que hace á la caza, un marinero no es precisamente lo que se llama un buen tirador; á lo cual hay que añadir que es muy probable que si andaban escasos de provisiones no debían estar más bien provistos de pólvora y municiones.

 

Ahora bien; así dispuestos y equipados nos pusimos en camino, sin exceptuar ni el sujeto de la cabeza rota, el cual, por lo visto, debería haber quedádose á la sombra. Uno tras de otro fuimos hasta la playa en que los botes estaban amarrados. En ellos notábanse también las huellas de las brutales borracheras de los piratas; uno tenía un travesaño roto y ambos estaban positivamente asquerosos con lodo y toda clase de inmundicias. Por vía de precaución se tomaron ambos esquifes, dividiéndose la banda en ellos, y ya embarcados en esa disposición nos pusimos en movimiento hacia el centro del ancladero.

Al ponernos en movimiento no dejó de suscitarse alguna discusión acerca del mapa. Por de contado la cruz roja era demasiado grande para que por sí sola pudiera servirnos de guía, y los términos en que estaba concebida la nota á espaldas del pergamino no dejaban de contener alguna ambigüedad. Como se recordará, decían así:

“Árbol elevado en el declive del ‘Vigía’ en dirección de Norte á Nor-Nordeste.

“Islote del Esqueleto, Este Sudeste, cuarta al Este.

“Diez pies.”

Un árbol elevado era la seña principal. Ahora bien; precisamente frente á nosotros, el ancladero estaba ceñido por una meseta de dos á trescientos pies de elevación, juntándose hacia el Norte con la pendiente Sur de “El Vigía” y alejándose otra vez, en dirección Sur, hacia la eminencia abrupta y rocallosa designada con el nombre de Cerro de Mesana. Toda la cima del declive estaba espesamente arbolada con pinos de diversas alturas. Aquí y allá, alguno, de especie diferente, se alzaba cuarenta ó cincuenta pies sobre las cumbres de los que lo rodeaban… ¿cuál de estos era, entonces, el que estaba especialmente designado por el Capitán Flint con el nombre de “árbol elevado?” Esto no podía decidirse sino sobre el sitio mismo con las indicaciones precisas de la brújula.

Pero aunque esto último era palmario, cada uno de los que tripulaban los botes eligió su árbol favorito, antes de que estuviéramos á medio camino, y sólo John Silver permanecía encogiéndose de hombros y diciendo á sus gentes que se esperasen hasta estar en tierra.

Remamos sin hacer grandes esfuerzos, conforme á las instrucciones de Silver, para no cansarnos prematuramente, y después de una travesía, no muy corta por cierto, desembarcamos cerca de la boca del segundo riachuelo, el que corre, tierra abajo, por una de las más arboladas cuencas del “Vigía.” Una vez desembarcados, volvimos nuestros pasos sobre la izquierda y comenzamos á ascender el declive del terreno hacia la meseta superior.

Al principio, un terreno pesado y cenagoso y una tupida vegetación de marjal demoraron en gran manera nuestra marcha; pero poco á poco la loma se iba escarpando un poco, ofreciéndonos ya camino un tanto pedregoso, al par que la vegetación aparecía con otro carácter muy diverso, presentando sus árboles en una disposición más abierta y ordenada. Positivamente la parte de la isla en que íbamos entrando era la más grata de toda ella. Finas retamas de un aroma delicioso y arbustillos vestidos de flores habían ocupado casi enteramente el lugar del césped. Pequeños boscajes de verdegueantes mimosas se apretaban aquí y allá entre las erguidas columnas de los pinaletes y bajo su sombra protectora, mezclando todos aquellos vegetales y flores sus esencias y sus perfumes en un solo perfume que embriagaba los sentidos. La brisa, además, era fresca y regeneradora, lo cual, bajo los destellos clarísimos del sol, refrigeraba y tonificaba asombrosamente todos nuestros sentidos.

Los expedicionarios se desparramaron en forma de abanico, gritando y saltando como chicuelos. Hacia el centro y bastante atrás del cuerpo de expedicionarios, seguíamos Silver y yo; él tropezando á cada paso en las resbaladizas piedras, y yo, tras él, tirado por la cuerda á que me he referido. Empero, de cuando en cuando me veía precisado á sostenerle, porque, de lo contrario, hubiera perdido el pie y caído de espaldas, loma abajo. De esta manera habíamos avanzado como por una media milla y ya casi tocábamos al borde de la meseta cuando el hombre que caminaba más alejado hacia nuestra izquierda comenzó á gritar con todas sus fuerzas, con un marcado acento de terror. Una vez y otra y otra llamaba á sus compañeros; ya éstos comenzaban á correr hacia él.

– Se me figura que no ha de haber encontrado la hucha, dijo el viejo Morgan pasando del lado derecho junto á nosotros en dirección del que gritaba. Esta es una cumbre muy pelada para haber hecho tal descubrimiento.

Y en verdad que, cuando Silver y yo llegamos al sitio aquel, nos encontramos con que era algo totalmente distinto. Al pie de un pino bastante alto y medio envuelto en las espirales de una verde trepadora, estaba un esqueleto humano, y á su lado, en el suelo, uno que otro andrajo de vestido. La exuberancia de la enredadera había ya cubierto algunos de los miembros de aquella osamenta. Me parece que un calofrío involuntario se apoderó de todos nosotros, llegándonos hasta el corazón en aquel momento.

– Este era un marinero, dijo Jorge Merry que más atrevido que los otros se había acercado y examinaba los andrajos esparcidos por el suelo. Por lo menos, esto no es más que un buen paño marino.

– ¡Por vida mía!, dijo Silver, ¡me gusta el descubrimiento! ¿Acaso podríamos esperar encontrarnos aquí el cuerpo de un arzobispo? Pero ¿qué especie de postura es esa para un cadáver? Me parece muy poco ó nada natural, ¿no creen Vds.?

Y ciertamente una segunda ojeada nos convenció de la inverosimilitud de aquella postura extraordinaria. Por quién sabe qué causas, tal vez por la obra de los pájaros que habían comido sus carnes, tal vez por la acción de crecimiento de la enredadera, el hecho es que el hombre aquel yacía perfectamente recto con sus pies apuntando en una dirección, y sus manos tendidos paralelamente sobre su cabeza, señalando rígidamente en dirección opuesta.

– Me acaba de entrar una idea en la vieja calavera, dijo Silver chocarreramente. Aquí está la brújula; allí se ve la cima principal del Islote del Esqueleto sobresaliendo como un gran colmillo: sigan Vds. la dirección marcada por los huesos y tomen una visual hacia aquella punta.

Hízose como lo ordenó Silver. Las manos del esqueleto apuntaban directamente hacia el Islote y la brújula marcó, con toda claridad: Este Sudeste, cuarta al Este.

– Bien me lo figuré, exclamó el cocinero; este sujeto es un directorio. Pues allí derecho tenemos la línea que nos guía hacia la estrella polar y las benditas talegas. Pero lléveme el diablo si no me da calofrío el pensar en el amigo Flint. Esta es una de las bromas que él usaba, no cabe duda. Él y sus seis marineros vinieron solos hasta aquí: los seis murieron á sus manos, sabe el demonio de qué manera, y á este le cupo en suerte ser colocado aquí, de apuntador, con todas las medidas náuticas muy bien tomadas, ¡voto al infierno! Esos huesos son muy largos y el cabello parece haber sido amarillo. De seguro que este era Allan… ¿te acuerdas de Allan, Tom Morgan?

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