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La isla del tesoro

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Aquella nueva operación mía impresionó á Hands en un alto grado; comenzaba á ver que el juego se le volvía en contra y así fué que, después de una corta vacilación, saltó él también pesadamente sobre los obenques, y poniéndose la daga entre los dientes para dejarse las manos libres, comenzó una ascensión lenta y penosa para él. Bastante tiempo y quejidos le costaba el arrastrar consigo aquella pierna herida, así es que tuve tiempo suficiente para concluir mis aprestos de defensa antes de que él hubiera avanzado siquiera un tercio del camino que tenía que recorrer. Empuñé entonces una pistola en cada mano y apuntándole con ellas le dije:

– Un paso más hacia acá, amigo Hands, y le vuelo á Vd. la tapa de los sesos. Ya he aprendido de Vd. aquello de que “los muertos no muerden,” añadí con una entonación de burla.

Como por encanto se detuvo en su marcha. Ví por el movimiento de su rostro que estaba tratando de pensar, pero en aquel cerebro estúpido pensar era un procedimiento tan lento y laborioso que, sintiéndome muy seguro, no pude evitar el reirme de él con todas mis ganas. Por último, no sin tragar una ó dos veces, habló, conservando en su semblante las mismas señales de perplejidad. Para poder hablar había tenido que quitarse la daga de la boca, pero en todo lo demás permanecía sin cambiar de actitud.

– Jim, díjome; confieso que hemos andado haciendo tonteras tanto Vd. como yo, sí señor. Es preciso que hagamos las paces. Yo le hubiera cogido á Vd. con toda seguridad á no ser por esa barrera en que se ha colado. Pero no tengo suerte, amigo, ¡digo que no! Se me figura, pues, que tengo que rendirme, lo cual es cosa dura, ya lo entiende Vd., para un marino viejo, tratándose de capitular con un chicuelillo como Vd., Jim.

Estaba yo gozándome en esas palabras y sintiéndome allí tan satisfecho y orgulloso como un gallo sobre una pared, cuando en un instante casi inapreciable ví que echaba hacia atrás la mano derecha y que la levantaba de nuevo sobre el hombro. Algo como una flecha silbó en el viento, experimenté un golpe horrible, un tormento agudo y me sentí clavado contra el mástil por el hombro. En la espantosa sorpresa y dolor indecible de aquel momento, no sabré decir si fué con mi voluntad ó, lo que es más probable, con un movimiento inconsciente, y sin hacer puntería alguna, pero el hecho es que mis dos pistolas dieron fuego, se me escaparon de las manos y cayeron sobre cubierta. Empero no fueron ellas las únicas que cayeron. Con el impulso que hizo su brazo derecho para lanzar la daga, el timonel relajó la presión de su mano izquierda sobre el obenque y, no sin lanzar un espantoso grito de terror, cayó de cabeza adentro del agua.

CAPÍTULO XXVII
“¡PIEZAS DE Á OCHO!”

DEBIDO á la gran inclinación en que había quedado la goleta, los mástiles se veían suspensos en gran parte encima del agua; así es que, desde mi asiento en el bao de las gavias, yo no veía debajo de mí sino la superficie de la bahía. Hands, que todavía no iba tan alto, estaba, en consecuencia, más cerca del buque, y su caída se efectuó pasando su cuerpo entre mí y la balaustra. Por una vez le ví alzarse á flor de agua en una mezcla de espuma y sangre y luego se hundió de nuevo para no reaparecer más á flote. Tan luego como el agua se serenó pude verle tendido sobre la limpia y brillante arena del fondo, y como protegido por la sombra que los costados del buque arrojaban sobre el agua. Uno ó dos peces azotaron su cuerpo al paso. Una vez ú otra con el ondear del agua parecía como si se moviera un poco, como si estuviese tratando de levantarse. Pero bien muerto estaba para tales maniobras, habiéndole herido una de mis balas y ahogádose en seguida, por lo cual en poco tiempo ya no fué sino alimento de peces en el mismo sitio en que había meditado acabar conmigo.

No bien estuve seguro de esto cuando comencé á sentirme enfermo, desfallecido, terrificado. Mi sangre caliente corría copiosamente sobre el pecho y la espalda. En el lugar en que la daga me había clavado al mástil, la sentía yo arder como si fuera un hierro candente. Y sin embargo, por grande que fuese ese sufrimiento no era él lo que más me acongojaba, pareciéndome que podría muy bien sufrirlo sin quejarme: lo que me enloquecía era el horror que me inspiraba la idea de que podía de un momento á otro desprenderme del bao y caer en el agua, todavía mal sosegada, junto al cadáver del timonel.

Me así al mástil con ambas manos, con tal fuerza que las uñas me punzaban, y cerré los ojos como para no ver el peligro que corría. Gradualmente, empero, mi ánimo volvió, mis pulsos agitados se aquietaron un poco y una vez más me sentí en posesión de mí mismo.

Mi primer pensamiento fué sacar la daga, pero ó estaba muy adherida, ó mi fuerza no era suficiente, por lo cual desistí con un violento estremecimiento. ¡Cosa extraña! aquel estremecimiento hizo lo que yo no pude hacer. El puñal, en resumidas cuentas, había venido muy á punto de errar el golpe; tan á punto que apenas me había cogido la piel, por lo cual la convulsión aquella bastó para sacar el arma de la herida. La sangre se escapaba más de prisa, esto era evidente, pero en cambio yo era de nuevo dueño de mí mismo y sólo quedaba clavado al mástil por el saco y la camisa.

Con una sacudida violenta desprendí estos últimos y acto continuo bajé sobre cubierta por los obenques de estribor. Por nada en el mundo me habría atrevido, conmovido como estaba, á bajar por los mismos obenques por donde subí, desde los cuales Hands había caído directamente al agua.

Bajéme en el acto á la cámara y arreglé mi herida como Dios me dió á entender; sentía á causa de ella un dolor bastante agudo y todavía sangraba en abundancia, pero no era ni profunda ni peligrosa, ni sentí que me embargara el libre movimiento de mi brazo. Eché luego una ojeada en mi derredor, y bien convencido ya de que el buque, en cierto sentido, era ya enteramente mío, comencé á pensar en desembarazarlo de su último pasajero, ó sea del cadáver de O’Brien.

Este había caído recargado, á causa de la sacudida del buque, contra la balaustrada, quedando en pie y en una posición horrible, parecida un tanto á la de un vivo, pero bien diverso de un cuerpo con vida en el color y en el donaire, ¡oh! ¡bien diferente! En aquella postura me era muy fácil encontrar el medio de realizar lo que yo quería, y como ya la costumbre de las aventuras trágicas había concluído por hacerme perder todo miedo á los cadáveres, cogí aquel por la cintura como si hubiera sido un saco de salvado y haciendo un buen esfuerzo lo arrojé al agua. La víctima de Hands cayó al mar con un sonoro chapuzón; y el gorro encarnado salió á flote y quedó nadando sobre la superficie. No bien la agitación del agua se hubo calmado, pude ver al horrible muerto yaciendo sobre el cuerpo del timonel y ambos meciéndose suavemente con el meneo del manso fondo de la bahía. O’Brien, aunque todavía bastante joven, era en extremo calvo, y yo veía muy bien aquella su cabeza desnuda descansando sobre las rodillas del hombre que lo había asesinado, en tanto que, rápidos y nerviosos, los peces pasaban azotando aquellas masas inertes.

Solo ya, solo enteramente, estaba sobre la goleta; la marea había vuelto y el sol estaba á tan pocos grados de su ocaso que las sombras de los pinos de la costa occidental comenzaban ya á cruzar la anchura del fondeadero y á caer sobre la cubierta de La Española. La brisa vespertina se había desatado, y aun cuando muy á cubierto con la colina de los dos picos hacia el Este, las jarcias empezaban ya á silbar un poco, y las sueltas lonas á azotar de un lado para otro.

Comencé entonces á temer algún peligro para el buque: arrié los foques á toda prisa y los eché, sin gran trabajo, sobre cubierta; pero en cuanto á la vela mayor, esta era ya materia mucho más difícil. Por supuesto que al ladearse el navío, el botalón se había colgado hacia afuera, al extremo de que su remate y uno ó dos pies de la vela colgaban sumergidos en el agua. Me pareció que esta circunstancia lo hacía todavía mucho más peligroso, y añádase aún que la compresión era tan fuerte que medio temía yo hacer algo en el asunto. Por último me resolví; saqué mi navaja y corté la cuerda de la verga. El peñol se abatió instantáneamente y una gran curva de lona, ya suelta, flotó esparcida sobre el agua; desde aquel momento, abatido como lo deseaba, ya no me era posible menear la cargadera: esto era todo cuanto estaba en mi poder ejecutar. Por lo demás, La Española debía confiar, como yo mismo, en nuestra buena estrella.

Entre tanto, toda la bahía estaba ya sumergida en la sombra del pinar: recuerdo que los últimos rayos del sol acababan de penetrar por un pequeño claro del boscaje y habían brillado como joyas resplandecientes sobre la diadema de flores de aquel destrozado casco de navío, con sus arbustos, líquenes y musgos marinos. El fresco era ya penetrante, la bajamar iba rápidamente hacia afuera del ancladero, y la goleta quedaba más y más á cada momento descansando sobre las extremidades de los baos.

Subí en cuatro pies en dirección de proa y lancé una ojeada en torno mío. Me convencí de que el fondo de agua que quedaba era insignificante y así fué que, cogiéndome con ambas manos á la cortada guindaleza, por una última precaución, me dejé deslizar suavemente hacia afuera del buque. El agua apenas me cubría las piernas, la arena era firme, cubierta con las ondulantes acentuaciones de la agitación suave de las aguas, por lo cual salí por fin á tierra, lleno de alegría, dejando á La Española recostada sobre sí misma, con su vela mayor bañándose ampliamente sobre la superficie de las olas. En aquel mismo instante el sol se ponía definitivamente en Occidente y la brisa murmuraba suavemente en el crepúsculo, jugueteando entre los ondulantes pinos.

Por último, y á lo menos, me veía fuera del mar y no tornaba, por cierto, con las manos vacías. Allí estaba la goleta, libre al fin de todo pirata, y lista para que nuestros hombres la tripularan una vez más y se hicieran á la mar de nuevo. Nada, por consiguiente, estaba más en mis intenciones que el volver, á casa como quien dice, esto es, á la estacada, y contar allí con orgullo mis hazañas y aventuras. No sería extraño que se me riñera un poco por mi truhanería, pero el haber recapturado La Española era una elocuente y significativa respuesta que, lo aguardaba así, obligaría al Capitán Smollet á confesar que no había yo perdido el tiempo.

 

Raciocinando de este modo, y con el ánimo levantado en gran manera, púseme en camino de lo que he llamado mi casa, que era el reducto en que estaban mis compañeros. Me acordaba bien que el más oriental de los ríos que desembocan en la bahía del Capitán Kidd, corría desde la montaña de los dos picos, sobre mi izquierda, por lo cual enderecé el rumbo en aquella dirección, seguro de poder cruzar el río en el punto en que era aún angosto. El bosque no era nada espeso y siguiendo, sin desviarme, la línea más baja de la falda del cerro, pronto había volteado su extremidad y no mucho rato después ya había vadeado, con el agua sólo á media pierna, la corriente del río.

Esto me puso muy cerca del punto en que encontré á Ben Gunn, el hombre aislado y, por lo mismo, mi marcha fué ya más circunspecta teniendo siempre un ojo abierto para cada lado. La luz del crepúsculo iba ya cediendo el campo á las grandes sombras de la noche, y no bien hube franqueado el espacio necesario para poder ver entre la abertura que forman los dos picos, llegó hasta mi vista la ondulante claridad de un fuego que se destacaba sobre el fondo del horizonte. Supuse que el hombre de la isla estaba allí cocinando su cena al resplandor de una clara y alegre hoguera. Pero no dejaba de maravillarme que tan sin cuidado ni precaución alguna se mostrara, porque si yo veía aquel fulgor ¿no era probable que también llegara hasta los ojos de Silver en su campamento de la playa, entre los marjales?

Gradualmente la noche había llegado más y más negra; y en las tinieblas que me envolvían, lo único que yo podía hacer era guiarme, y eso no muy seguramente, hacia mi destino, teniendo á mi espalda la doble cima de la altura, y á mi derecha la mole del “Vigía” que cada momento se desvanecían más y más en los nimbos de la oscuridad. Las estrellas eran escasas y pálidas y en el terreno bajo que yo recorría me era imposible evitar el enredarme al paso con zarzas y matorrales ó caer en sinuosidades arenosas.

De pronto cierta claridad inesperada cayó cerca de mí. Alcé la vista; el vislumbre pálido de los rayos lunares se dilataba sobre la cima del “Vigía,” y muy poco después ví algo como un globo de plata alzándose lentamente de sobre las copas de la arboleda: era la luna que salía.

Con esta ayuda pude ya franquear más fácilmente lo que me faltaba de andar, y á veces marcando á paso natural, á veces corriendo, me acercaba á cada momento más y más á la estacada. Sin embargo, como ya me encontraba en el bosque que limita la fortaleza, no me pareció tan fuera de propósito el moderar mi paso y marchar con bastante precaución, pues cierto que hubiera sido un triste fin de mis aventuras el verme atravesado por la bala de un centinela de nuestro campo que hiciera fuego sobre mí, sin conocerme.

La luna se alzaba más y más alto; su luz se desparramaba ya aquí y acullá sobre los espacios que la arboleda del bosque dejaba limpios, y, cosa extraña, frente á mí apareció un resplandor de tinte diferente, entre los pinos. Aquel brillo era rojo y ardiente, pero de vez en cuando se oscurecía, como si fuera un brasero sofocado de tiempo en tiempo por la humareda.

Por vida mía que no podía yo atinar con lo que aquello pudiera ser.

Pero al fin y al cabo llegué á los límites de la parte desarbolada. La extremidad occidental estaba á la sazón inundada con la claridad del astro de la noche; pero la parte restante lo mismo que el reducto todavía quedaban envueltos en la sombra, si bien con una que otra lista de luz que lograba caer allí á través de la masa espesa del follaje. Al otro extremo de la casa una inmensa hoguera había ardido hasta tornarse en rescoldo puro, y su reverbero acentuadamente rojo contrastaba en gran manera con la dulce palidez de la luna. Empero no había por todo aquello un alma que se moviera, ni el menor ruido interrumpía la cadencia suave y monótona del soplo de la brisa.

Me detuve presa de la más grande extrañeza, y quizás con algo de terror en mi corazón. No había sido costumbre nuestra, por cierto, el encender grandes lumbradas, pues precisamente una de las órdenes más terminantes del Capitán era que economizáramos la leña, por lo cual comencé á temer que algo malo había sucedido allí durante mi ausencia.

Me deslicé con cautela dando vuelta por la esquina oriental, manteniéndome resguardado en la oscuridad, y en el lugar que juzgué más á propósito por ser la sombra más espesa salvé resueltamente la empalizada.

Para aumentar mis seguridades me puse á recorrer el trayecto que me separaba del ángulo del reducto, andando sobre las rodillas y las manos, sin hacer el más pequeño ruido. Cuando ya estuve bastante cerca, mi corazón se dilató con una expansión de gozo indecible. Lo que la causaba no era un rumor que pueda llamarse, de por sí, agradable en manera alguna, y aún recuerdo haberme quejado de él en más de una ocasión; pero en aquella lo percibí como si hubiera sido el eco de una música deliciosa. ¿Qué era ello? ¡Ah! nada menos que el concierto sonoro de los ronquidos de mis amigos, durmiendo todos apaciblemente. El grito del centinela nocturno de á bordo que nos anunciaba á las altas horas “¡todo va bien!” jamás sonó más agradablemente á mi oído.

Por lo pronto, en lo que no cabía la menor duda era en que en mi campo la vigilancia era de todo punto detestable. Si Silver y sus hombres fueran en aquel instante los que estuvieran cayendo sobre mis amigos, de seguro que ni uno solo vería levantarse la luz del nuevo día. Eso era lo que influía, pensé yo, el tener al Capitán herido; raciocinio que me hizo reprocharme una vez más el haberlos dejado en aquella situación peligrosa, con tan pocas personas hábiles para montar la guardia.

Á la sazón ya había llegado á la entrada y estaba allí, de pie. Todo era oscuridad adentro y mis ojos no podían distinguir nada en la densa tiniebla de aquel recinto. En cuanto á oir, ya se comprenderá que en aquel punto era, para mí, mucho más distinta y perceptible la música de los ronquidos. Á ella se añadía, aunque fuese del todo insignificante, un ruido ligero como de alas ó picoteo casi imperceptible.

Con las manos hacia adelante avancé resueltamente al interior. Mi intento fué acostarme en mi lugar de costumbre, y, añadí riendo para mis adentros, ¡cómo me voy á divertir viendo las caras que ponen mañana cuando me vayan viendo!

Mi pie tropezó con algo que cedía á mi paso: era la pierna de uno de aquellos descuidados dormilones que, á mi contacto, no hizo más que murmurar y volverse del otro lado; pero sin despertar.

Pero en aquel instante, y como partiendo del rincón más oscuro de la pieza, una voz chillona y aguda prorrumpió desaforadamente:

– ¡Piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho!.. y continuaba así incansable y sin respiración como una carraca.

¡Aquel era Capitán Flint, el loro verde de Silver!

Él era el que producía el rumor ligero que yo escuché, picoteando una corteza de los maderos del muro.

Él era el que, ejerciendo una vigilancia mucho mejor que la de una criatura humana, acababa de anunciar mi llegada con su incansable refrán.

No tuve el tiempo siquiera indispensable para recobrarme. Al grito agudo y penetrante del loro todos los roncadores se despertaron y se pusieron en pie, escuchándose al punto la voz imponente de Silver que, con el acompañamiento obligado de una insolencia, gritó:

– ¿Quién va?

Me volví para correr, pero dí contra una persona; híceme á un lado para buscar nuevo camino y caí en los brazos de otra que, por su parte me estrechó violentamente teniéndome bien apretado.

– Trae una antorcha, Dick; dijo Silver cuando mi apresamiento estaba asegurado.

Entonces uno de aquellos hombres salió del reducto y momentos después volvió con un hachón encendido.

PARTE VI
EL CAPITÁN SILVER

CAPÍTULO XXVIII
EL CAMPO ENEMIGO

LA claridad rojiza de la antorcha iluminando el interior de la cabaña, me hizo ver que, cuanto de malo pude imaginar en aquellos momentos era, por desgracia, demasiado cierto. Los piratas estaban en posesión del reducto y de las provisiones: allí estaba la barriquilla de cognac; allí las carnes saladas y los bizcochos como antes de mi ausencia y, cosa que acrecentó infinitamente mi terror, ni la menor señal de un prisionero. No era posible pensar otra cosa sino que todos habían perecido y mi corazón se sintió angustiosamente oprimido al pensar que yo no había estado allí para perecer con ellos.

Seis de los piratas quedaban allí únicamente: ni uno más sobrevivía. Cinco estaban en pie, colorados, soñolientos y mal humorados por haberse tenido que arrancar al sopor de la embriaguez. El sexto se había medio incorporado nada más, sobre uno de los codos; estaba mortalmente pálido, y el ensangrentado vendaje que rodeaba su cabeza daba á entender que aquel hombre había sido recientemente herido, y aun más recientemente curado. Recordé entonces al hombre que en el ataque de la estacada había sido herido y escapádose por el bosque, y no me cupo duda de que éste era el mismo.

El loro había saltado sobre el hombro de su amo, peinando y componiendo su plumaje. En cuanto á Silver me pareció más pálido, y como más severo que de ordinario. Todavía llevaba puesto el hermoso traje de paño que se endosó el día de las conferencias, sólo que ahora estaba en extremo manchado de arcilla y con bastantes desgarrones causados por las espinosas zarzas de los bosques.

– ¡El diablo me ayude!, exclamó. ¡Vaya una sorpresa! Conque aquí tenemos á Jim Hawkins, entrando, así, como quien dice, sin cumplimientos, ¿eh? ¡Sea enhora buena! ¡Recibámosle como amigos!

Dicho esto se sentó sobre la barriquilla del cognac y dió trazas de componer y llenar su pipa.

– Dick, presta acá tu eslabón y tu yesca por un momento, dijo.

Y cuando ya tenía una buena lumbre, añadió:

– ¡Esto te saldrá bien, chiquillo! Veamos, Dick, encaja esa antorcha en el montón de la leña. Y Vds., amigos, pueden sentarse, no hay necesidad de estarse allí de pie. El Señor Hawkins los dispensará á Vds., no les quepa duda. Conque sí, amigo Jim, aquí estás tú. ¡Qué sorpresa más grata para tu viejo John! Yo siempre he dicho que tú eras vivo como un zancudo, desde que te puse el ojo encima; pero la verdad, chico, esto le saca el pie adelante á todos mis pronósticos!

Á todo esto, como se supondrá fácilmente, yo no contestaba una sola palabra. Habíame reclinado contra uno de los muros y desde allí clavaba mis ojos en los de Silver, con bastante descaro y resolución aparentes, pero bien sabe Dios que, entre tanto, la más negra desesperación envolvía mi alma por completo.

Silver dió una ó dos vigorosas fumadas á su pipa con la mayor compostura, y acto continuo prosiguió:

– Ahora bien, Jim, puesto que ya estás aquí, voy á decirte algo de lo que pienso. Yo siempre te Le querido, y siempre te he tomado por un mozuelo de ánimo, y por el mismísimo retrato mío cuando era yo como tú, muchacho y buen mozo. Yo siempre quise que tú fueras de los nuestros, y que tomaras la parte que te correspondiera para que pudieses vivir y morir siendo de veras persona. Ahora ya estás aquí, polluelo… ¡tanto mejor! El Capitán Smollet es un buen marino, no cabe duda, tan bueno como yo mismo lo sería, en cualquier tiempo, pero rigoroso en achaques de disciplina. “El deber antes que todo,” es su dicho favorito, y tiene razón, con cien mil diablos. Pero héte aquí emancipado ya de tu Capitán. El Doctor mismo que te quería tanto, lo tienes ahora enojado á muerte contigo – “prófugo malagradecido” – dijo refiriéndose á tí. Así, pues, por más vueltas que le des al asunto, el resultado es que tú ya no puedes ir de nuevo á reunirte con los tuyos, porque ya ellos no te quieren y así, á menos que te propongas encabezar una tercera fracción en la isla, para lo cual tendrías el sentimiento de no tener más compañía que tu sombra, tienes, por fuerza que alistarte bajo las banderas de tu viejo amigo Silver.

Aquel discurso me hizo un grandísimo bien. Por él supe que mis amigos aún vivían y, aun cuando, no desconfiaba yo de que fuera cierto, en parte, lo que Silver decía acerca de los resentimientos del partido de cámara, por mi deserción, me sentí mucho más consolado que afligido con sus noticias.

 

– Nada te diré respecto de que estás en nuestras manos, continuó Silver. Supongo que ninguna duda te cabrá sobre este particular. Pero, mira tú si juego á cartas descubiertas; mi intención no es intimidarte sino convencerte. Nunca he visto que las amenazas produzcan nada bueno. Si te gusta el servicio… bien, adelante; te afilias con nosotros y ya está… Ahora… si no te conviene, muy dueño eres de tu voluntad y de tu boca para darnos aquí un no redondo, y lléveme el diablo si algo más claro que todo esto, puede salir de escotilla humana.

– ¿Puedo ya contestar?, pregunté con una voz bastante trémula.

En el fondo de toda aquella charla burlona bien claro veía yo que la amenaza de la muerte estaba en suspenso sobre mi cabeza, por lo cual mis mejillas abrasaban y el corazón me latía dolorosamente dentro el pecho.

– Muchacho, contestó Silver, aquí nadie te está urgiendo. Forma tu derrotero. Ninguno de nosotros tiene prisa, camarada. El tiempo corre tan agradablemente en tu compañía que, ya lo ves, no hay para qué precipitarse.

– Está bien, contesté yo sintiéndome con un poco más de brío y atrevimiento. Si debo de elegir, declaro que me creo con derecho para saber primero cómo están las cosas y por qué están Vds. aquí, y en dónde paran mis amigos.

– ¡Pues no quiere poco el niño!, dijo en tono gruñón uno de los piratas. No sería para él poca fortuna el averiguar todo eso.

– Paréceme, amigo, dijo Silver al interruptor con un tono demasiado agrio, que harías mejor en tapar esa escotilla y guardar tus andanadas para cuando se te pidan y necesiten.

En seguida, volviéndose á mí, continuó con el mismo acento amable y gracioso de antes:

– Ayer por la mañana, amigo Hawkins, á la hora de la segunda guardia, vino por acá el Doctor Livesey trayendo en la mano una bandera de paz: “Capitán Silver, díjome, están Vds. vendidos: ¡el buque se ha marchado!” Aquello podía suceder muy bien; nosotros habíamos estado echando un trago y acompañándolo de una ronda de canto para hacerlo pasar bien. No dije que no. La verdad es que ninguno de nosotros había apuntado sus vidrios para allá. Salimos á ver… ¡ábrase el infierno!.. aquello era verdad… ¡la goleta había desaparecido! Jamás he visto en mi vida un puñado de hombres más dementes que estos; puedes creer que sí… parecían frenéticos de remate. “Sea en hora buena, díjome el Doctor, creo que es ya el caso de capitular.” Y capitulamos, no hubo remedio, capitulamos él y yo, y aquí nos tienes instalados con reducto, cognac, provisiones y toda la leña que Vds. tuvieron la buena precaución de compilar; en una palabra, el bote entero y completo desde las crucetas hasta la sobrequilla. En cuanto á ellos, se han largado con viento fresco, pero lléveme el diablo si sé en donde han tirado el ancla.

Diciendo esto dió una nueva fumada á su pipa con la mayor calma, hecho lo cual prosiguió así:

– Y para que no te hagas la ilusión de que se te ha incluido en el tratado, voy á decirte cuáles fueron las últimas palabras que hablamos. “¿Cuántos son Vds. para salir de aquí?” le pregunté yo. “Cuatro, me contestó, y uno de esos cuatro, herido. En cuanto á ese muchacho, yo no sé dónde está ni me importa saberlo… el diablo cargue con él, aunque de pronto lo sentimos mucho.” Estas fueron sus palabras.

– ¿Eso es ya todo?, le pregunté.

– Eso es cuanto tú tienes que oir, hijo mío, replicó Silver.

– Y ahora… ¿debo ya hacer mi elección?

– Ahora tienes que elegir; sí, mi amigo, no te quepa la menor duda.

– Está bien, continué. No soy tan gran badulaque que ignore lo que se me espera. Pero suceda lo que suceda, y poco me importa que sea lo peor posible. Desde que caí metido en esta aventura he visto morir á tantos hombres, que ya la idea de la muerte no me asusta tanto. Pero hay una ó dos cosas que quiero decir á Vds…

Mi palabra iba tomando un acento desusado de excitación. En ese tono proseguí:

– Lo primero que quiero decir es esto: están Vds. perdidos; perdido está el buque, perdido el tesoro, perdidos los hombres para Vds. Todo el proyecto que ha engendrado su rebelión no es ya más que un deshecho… ¡está en pedazos! ¿Y quieren Vds. saber de quién es la obra de su destrucción?.. ¡Es mía! Yo estaba oculto en el barril de las manzanas la noche en que vimos tierra, y desde él le oí á Vd., John, y á Vd. Dick Johnson, y á Hands que á la hora de esta yace en el fondo del océano; y después de oir cuanto decían lo repetí todo, palabra por palabra, antes de que hubiera trascurrido una hora, á quienes tenían el derecho de saberlo. Y por lo que hace á la goleta, fuí yo también el que cortó su cable; yo quien mató á los dos hombres que tenía Vd. á bordo y yo, por último, el que la he llevado á un punto en que ninguno de Vds. volverá á verla jamás. Si alguien debe y puede reir en este negocio, ese soy yo… yo, que desde un principio he tenido la ventaja sobre todos Vds., de quienes no tengo, en este momento, más miedo del que me inspiraría una mosca. Mátenme, si gustan, ó déjenme con vida. Pero una cosa diré solamente para concluir, y es que, si se me deja vivir… servicio por servicio… el día que Vds., amigos, estén en una corte del crimen, acusados de piratería, yo salvaré de la horca, con mi testimonio, á todos los que pueda. Vds., pues, y no yo, son los que tienen que elegir. Maten uno más, y aumenten inútilmente, con eso, la lista de sus crímenes; ó déjenme vivo y asegúrense, de esa manera, el testigo que puede arrancarlos del patíbulo.

Me detuve al llegar aquí porque, lo confieso, se me había acabado el aliento. Empero, con gran asombro mío, ninguno de aquellos hombres se movió, sino que todos se quedaron con los ojos clavados sobre mí, como si fuesen corderos. Aprovechándome de su silencio, y en tanto que ellos seguían contemplándome atónitos, rompí de nuevo:

– Ahora bien, Sr. Silver, como creo que Vd. es aquí el hombre más de confiar, quiero hacerle un solo encargo para el caso de que me acontezca lo peor que acontecerme puede, y es que tenga la bondad de contar al Doctor de qué manera he sufrido mi final destino.

– Lo tendré muy presente, contestó el pirata, con un acento tan extraño que, por vida mía que me fué imposible decidir si estaba burlándose de mí, ó si se sentía favorablemente impresionado con mi valor.

Entonces tomó la palabra aquel Morgan, cara de caoba, á quien yo ví en la taberna de Silver, cerca de los muelles, en Brístol.

– Yo añadiré algo á todo eso, dijo, y es que ese mismo muchacho es el que reconoció á Black Dog.

– Pues miren Vds., añadió á su vez el cocinero, yo puedo agregar aún algo más ¡por vida del infierno! y es que el mismo muchachillo que Vds. ven, es el que supo birlarnos la carta de Flint que guardaba Billy Bones. Del principio al fin no hemos hecho más que estrellarnos contra Jim Hawkins.

– ¡Pues aquí las pagará todas juntas!, dijo Morgan con un horrible juramento y avanzándose hacia mí con su gran navaja abierta.

– ¡Aparta allá!, gritó Silver. ¿Quién eres aquí, tú, Tom Morgan? Figúraseme que te has creído ser el Capitán. ¡Por Satanás mi padre y señor, que prometo enseñarte á ser quien eres! Hazme enojar y ya verás si no te despacho á donde muchos hombres buenos han ido á parar, por mi mano, en estos últimos treinta años, algunos á mecerse en los peñoles, otros al agua, atados de pies y manos, y todos ellos á engordar los peces del océano. Acuérdate que no hay ni ha habido un hombre que se atreva á mirarme entre ceja y ceja, que haya podido jactarse de ver un día después de eso; Tom Morgan, ¡no eches eso en saco roto!

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