Ensayos de Michel de Montaigne

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A pesar de lo escéptico que se muestra Montaigne en sus libros, durante su estancia en Roma manifestó un gran aprecio por la religión. Solicitó el honor de ser admitido a besar los pies del Santo Padre, Gregorio XIII; y el Pontífice le exhortó a continuar siempre con la devoción que hasta entonces había mostrado a la Iglesia y al servicio del Rey Cristianísimo.



"Después de esto, se ve", dice el editor del Journal, "a Montaigne empleando todo su tiempo en hacer excursiones por los alrededores a caballo o a pie, en visitas, en observaciones de todo tipo. Las iglesias, las estaciones, las procesiones incluso, los sermones; luego los palacios, los viñedos, los jardines, las diversiones públicas, como el Carnaval, etc.; nada se le pasó por alto. Vio circuncidar a un niño judío y escribió un relato minucioso de la operación. Encontró en San Sixto a un embajador moscovita, el segundo que venía a Roma desde el pontificado de Pablo III. Este ministro tenía despachos de su corte para Venecia, dirigidos al "Gran Gobernador de la Signoria". La corte de Moscovia tenía entonces unas relaciones tan limitadas con las demás potencias de Europa, y era tan imperfecta en su información, que pensaba que Venecia era una dependencia de la Santa Sede."



De todos los detalles que nos ha proporcionado durante su estancia en Roma, el siguiente pasaje referido a los Ensayos no es el menos singular: "El Maestro del Sacro Palacio le devolvió sus Ensayos, castigados de acuerdo con las opiniones de los monjes doctos. Sólo había podido formarse un juicio sobre ellos -dijo- a través de cierto monje francés, que no entendía el francés" -dejamos que el propio Montaigne cuente la historia- "y recibió con tanta complacencia mis excusas y explicaciones sobre cada uno de los pasajes que habían sido animados por el monje francés, que concluyó dejándome en libertad de revisar el texto de acuerdo con los dictados de mi propia conciencia. Le rogué, por el contrario, que se atuviera a la opinión de la persona que me había criticado, confesando, entre otras cosas, como, por ejemplo, en mi uso de la palabra fortuna, en la cita de poetas históricos, en mi apología de Julián, en mi animadversión sobre la teoría de que quien reza debe estar exento de inclinaciones viciosas por el momento; punto, en mi estimación de la crueldad, como algo que va más allá de la simple muerte; punto, en mi opinión de que se debe educar a un niño para que lo haga todo, etc.; que éstas eran mis opiniones, que no me parecían equivocadas; en cuanto a otras cosas, dije que el corrector no entendía mi significado. El Maestro, que es un hombre inteligente, me dio muchas excusas, y me hizo suponer que no estaba de acuerdo con las mejoras sugeridas; y abogó muy ingeniosamente por mí en mi presencia contra otro (también italiano) que se oponía a mis sentimientos."



Esto es lo que pasó entre Montaigne y estos dos personajes en aquel momento; pero cuando el ensayista se marchó, y fue a despedirse de ellos, usaron un lenguaje muy diferente con él. "Me rogaron -dice- que no prestara atención a la censura hecha a mi libro, en la que otros franceses les habían hecho saber que había muchas tonterías; añadiendo que honraban mi afectuosa intención hacia la Iglesia, y mi capacidad; y que tenían tan buena opinión de mi candor y conciencia que debían dejarme hacer las alteraciones que fueran convenientes en el libro, cuando lo reimprimiera; entre otras cosas, la palabra fortuna. Para excusarse por lo que habían dicho contra mi libro, citaron obras de nuestro tiempo de cardenales y otros divinos de excelente reputación que habían sido reprochadas por faltas similares, que no afectaban en absoluto a la reputación del autor, ni a la publicación en su conjunto; me pidieron que prestara a la Iglesia el apoyo de mi elocuencia (este fue su justo discurso), y que hiciera una estancia más larga en el lugar, donde debería estar libre de cualquier otra intrusión por su parte. Me pareció que nos separábamos como buenos amigos".



Antes de abandonar Roma, Montaigne recibió su diploma de ciudadanía, por el que se sintió muy halagado; y tras una visita a Tívoli partió hacia Loreto, deteniéndose en Ancona, Fano y Urbino. A principios de mayo de 1581 llegó a Bagno della Villa, donde se estableció para probar las aguas. Allí, según el Diario, el ensayista vivió por su cuenta en la más estricta conformidad con el régimen, y en adelante sólo se habla de la dieta, del efecto que las aguas tenían por grados en el sistema, de la manera en que las tomaba; en una palabra, no omite un elemento de las circunstancias relacionadas con su rutina diaria, su hábito corporal, sus baños y el resto. Ya no era el diario de un viajero lo que llevaba, sino el diario de un inválido, -- atento a los más mínimos detalles de la curación que se esforzaba por llevar a cabo: una especie de cuaderno de notas, en el que anotaba todo lo que sentía y hacía, en beneficio de su médico en casa, que se encargaría de su salud a su regreso, y de la asistencia a sus posteriores enfermedades. Montaigne da como razón y justificación para extenderse tanto aquí, que había omitido, a su pesar, hacerlo en sus visitas a otros baños, lo que podría haberle ahorrado la molestia de escribir tan extensamente ahora; pero es quizás una mejor razón a nuestros ojos, que lo que escribió lo hizo para su propio uso.



Sin embargo, encontramos en estos relatos muchas pinceladas que son valiosas para ilustrar las costumbres del lugar. La mayor parte de las anotaciones del Diario, que dan cuenta de estas aguas y de los viajes, hasta la llegada de Montaigne a la primera ciudad francesa en su ruta de regreso, están en italiano, porque deseaba ejercitarse en esa lengua.



La minuciosa y constante vigilancia de Montaigne sobre su salud y sobre sí mismo podría hacer sospechar ese excesivo temor a la muerte que degenera en cobardía. ¿Pero no era más bien el miedo a la operación de la piedra, en aquel momento realmente formidable? O tal vez era de la misma manera de pensar que el poeta griego, de quien Cicerón reporta este dicho: "No deseo morir; pero la idea de estar muerto me es indiferente". Oigamos, sin embargo, lo que él mismo dice sobre este punto con toda franqueza: "Sería demasiado débil y poco varonil por mi parte si, seguro como estoy de encontrarme siempre en la tesitura de tener que sucumbir de esa manera,--y de que la muerte se me acerque cada vez más, no hiciera algún esfuerzo, antes de que llegara el momento, para soportar la prueba con entereza. Porque la razón prescribe que aceptemos con alegría lo que a Dios le plazca enviarnos. Por lo tanto, el único remedio, la única regla y la única doctrina para evitar los males que rodean a la humanidad, cualesquiera que sean, es resolverse a soportarlos en la medida en que nuestra naturaleza lo permita, o ponerles fin valiente y prontamente."



Todavía estaba en las aguas de la Villa, cuando, el 7 de septiembre de 1581, supo por carta que había sido elegido alcalde de Burdeos el 1 de agosto anterior. Esta información le hizo apresurar su partida, y desde Lucca se dirigió a Roma. Allí recibió la carta de los jurados de Burdeos, en la que se le notificaba oficialmente su elección a la alcaldía y se le invitaba a regresar lo antes posible. Partió hacia Francia, acompañado por el joven D'Estissac y varios otros caballeros, que lo escoltaron una distancia considerable; pero ninguno volvió a Francia con él, ni siquiera su compañero de viaje. Pasó por Padua, Milán, Mont Cenis y Chambery; de allí pasó a Lyon, y no perdió tiempo en volver a su castillo, tras una ausencia de diecisiete meses y ocho días.



Acabamos de ver que, durante su ausencia en Italia, el autor de los Ensayos fue elegido alcalde de Burdeos. "Los señores de Burdeos -dice- me eligieron alcalde de su ciudad, mientras yo estaba lejos de Francia, y lejos del pensamiento de tal cosa. Me excusé; pero dieron a entender que me equivoqué al hacerlo, siendo también el mandato del rey que me mantuviera." Esta es la carta que Enrique III le escribió en esa ocasión:



MONSIEUR, DE MONTAIGNE,-Como tengo en gran estima vuestra fidelidad y celosa devoción a mi servicio, ha sido un placer para mí saber que habéis sido elegido alcalde de mi ciudad de Burdeos. He tenido el agradable deber de confirmar la elección, y lo he hecho con más gusto, viendo que se ha hecho durante vuestra lejana ausencia; por lo que es mi deseo, y os exijo y ordeno expresamente que procedáis sin demora a entrar en las funciones a las que habéis recibido tan legítima llamada. Y así actuaréis de forma muy agradable para mí, mientras que lo contrario me desagradará enormemente. Rogando a Dios, M. de Montaigne, que os tenga en su santa custodia.



"Escrito en París, el 25 de noviembre de 1581.



"HENRI.



"A Monsieur de MONTAIGNE, Caballero de mi Orden, Caballero Ordinario de mi Cámara, estando actualmente en Roma".



Montaigne, en su nuevo empleo, el más importante de la provincia, obedeció al axioma de que un hombre no puede rechazar un deber, aunque éste absorba su tiempo y atención, e incluso implique el sacrificio de su sangre. Situado entre dos partidos extremos, siempre a punto de llegar a las manos, demostró en la práctica lo que es en su libro, el amigo de una política media y templada. Tolerante por carácter y por principio, pertenecía, como todas las grandes mentes del siglo XVI, a esa secta política que buscaba mejorar, sin destruir, las instituciones; y podemos decir de él, lo que él mismo dijo de La Boetie, "que tenía esa máxima indeleblemente impresa en su mente, de obedecer y someterse religiosamente a las leyes bajo las que había nacido". Afectuosamente apegado al reposo de su país, enemigo de los cambios e innovaciones, hubiera preferido emplear los medios que tenía para su desaliento y supresión, que para promover su éxito." Tal fue la plataforma de su administración.

 



Se aplicó, de manera especial, al mantenimiento de la paz entre las dos facciones religiosas que entonces dividían la ciudad de Burdeos; y al final de sus dos primeros años de mandato, sus agradecidos conciudadanos le confirieron (en 1583) la alcaldía por dos años más, una distinción de la que sólo había disfrutado, como nos dice, dos veces antes. Al término de su carrera oficial, tras cuatro años de duración, pudo decir de sí mismo, con toda justicia, que no dejaba tras de sí ni odio ni motivo de ofensa.



En medio de las preocupaciones del gobierno, Montaigne encontró tiempo para revisar y ampliar sus Ensayos, que, desde su aparición en 1580, recibían continuamente aumentos en forma de capítulos o documentos adicionales. Se imprimieron dos ediciones más en 1582 y 1587; y durante este tiempo el autor, al tiempo que realizaba alteraciones en el texto original, había compuesto parte del Tercer Libro. Se dirigió a París para hacer arreglos para la publicación de sus trabajos ampliados, y el resultado fue una cuarta impresión en 1588. En esta ocasión, permaneció en la capital durante algún tiempo, y fue entonces cuando conoció a Mademoiselle de Gournay por primera vez. Dotada de un espíritu activo e inquieto y, sobre todo, poseedora de un tono mental sano y saludable, Mademoiselle de Gournay se había dejado llevar desde su infancia por esa marea que se inició en el siglo XVI hacia la controversia, el aprendizaje y el conocimiento. Aprendió latín sin maestro; y cuando, a los dieciocho años, llegó a poseer accidentalmente un ejemplar de los Ensayos, se sintió transportada por el deleite y la admiración.



Dejó el castillo de Gournay para venir a verlo. No podemos hacer nada mejor, en relación con este viaje de simpatía, que repetir las palabras de Pasquier: "Aquella joven, aliada de varias grandes y nobles familias de París, no se propuso otro matrimonio que el de su honor, enriquecido con los conocimientos adquiridos en los buenos libros, y, más allá de todos los demás, en los ensayos de M. de Montaigne, quien en el año 1588 hizo una prolongada estancia en la ciudad de París, a la que acudió con el propósito de conocerlo personalmente; y su madre, Madame de Gournay, y ella misma lo llevaron con ellas a su castillo, donde, en dos o tres ocasiones diferentes, pasó tres meses en total, siendo el más bienvenido de los visitantes". Fue a partir de este momento que Mademoiselle de Gournay fechó su adopción como hija de Montaigne, una circunstancia que ha tendido a conferirle inmortalidad en una medida mucho mayor que sus propias producciones literarias.



Montaigne, al dejar París, permaneció poco tiempo en Blois, para asistir a la reunión de los Estados Generales. No sabemos qué papel tomó en esa asamblea, pero se sabe que fue comisionado, alrededor de ese período, para negociar entre Enrique de Navarra (después Enrique IV) y el duque de Guisa. Su vida política está casi en blanco, pero De Thou asegura que Montaigne gozaba de la confianza de los principales personajes de su época. De Thou, que lo califica de hombre franco y sin complejos, nos dice que, paseando con él y con Pasquier por la corte del castillo de Blois, le oyó pronunciar algunas opiniones muy notables sobre los acontecimientos contemporáneos, y añade que Montaigne había previsto que los problemas de Francia no podían terminar sin asistir a la muerte del rey de Navarra o del duque de Guisa. Se había hecho tan dueño de los puntos de vista de estos dos príncipes, que le dijo a De Thou que el rey de Navarra habría estado dispuesto a abrazar el catolicismo, si no hubiera temido ser abandonado por su partido, y que el duque de Guisa, por su parte, no tenía especial repugnancia a la Confesión de Augsburgo, por la que el cardenal de Lorena, su tío, le había inspirado afición, si no hubiera sido por el peligro que suponía abandonar la comunión romana. Habría sido fácil para Montaigne desempeñar, como se dice, un gran papel en la política, y crearse una posición elevada, pero su lema era "Otio et Libertati"; y volvió tranquilamente a su casa para componer un capítulo para su próxima edición sobre los inconvenientes de la Grandeza.



El autor de los Ensayos tenía ahora cincuenta y cinco años. La enfermedad que le atormentaba se agravaba con los años, y sin embargo se ocupaba continuamente de leer, meditar y componer. Empleó los años 1589, 1590 y 1591 en hacer nuevas adiciones a su libro; e incluso al acercarse la vejez pudo anticipar muchas horas felices, cuando fue atacado por la quinina, privándole de la facultad de hablar. Pasquier, que nos ha dejado algunos detalles de sus últimas horas, narra que permaneció tres días en plena posesión de sus facultades, pero sin poder hablar, por lo que, para dar a conocer sus deseos, se vio obligado a recurrir a la escritura; y como sintió que su fin se acercaba, rogó a su esposa que convocara a algunos de los caballeros que vivían en la vecindad para darles un último adiós. Cuando llegaron, hizo que se celebrara una misa en el apartamento; y justo cuando el sacerdote elevaba la hostia, Montaigne cayó con los brazos extendidos delante de él, en la cama, y así expiró. Tenía sesenta años. Era el 13 de septiembre de 1592.



Montaigne fue enterrado cerca de su casa, pero unos años después de su muerte, sus restos fueron trasladados a la iglesia de una Comandancia de San Antonio en Burdeos, donde aún permanecen. Su monumento fue restaurado en 1803 por un descendiente. Fue visto hacia 1858 por un viajero inglés (Mr. St. John)' -- y estaba entonces en buen estado de conservación.



En 1595, Mademoiselle de Gournay publicó una nueva edición de los Ensayos de Montaigne, y la primera con las últimas emendaciones del autor, a partir de un ejemplar que le regaló su viuda, y que no se ha recuperado, aunque se sabe que existió algunos años después de la fecha de la impresión, hecha con su autoridad.



A pesar de que las producciones literarias de Montaigne parecen haber sido recibidas con frialdad por la generación inmediatamente posterior a su propia época, su genio creció hasta ser justamente apreciado en el siglo XVII, cuando surgieron grandes espíritus como La Bruyere, Moliere, La Fontaine, Madame de Sevigne. "¡Oh!", exclamó la Chatelaine des Rochers, "¡qué gran compañía es el querido hombre! es mi viejo amigo; y justo por la razón de que lo es, siempre parece nuevo. Dios mío, qué lleno de sentido está ese libro". Balzac decía que había llevado la razón humana tan lejos y tan alto como podía llegar, tanto en política como en moral. En cambio, Malebranche y los escritores de Port Royal estaban en contra de él; unos reprendían el libertinaje de sus escritos; otros su impiedad, materialismo, epicureísmo. Incluso Pascal, que había leído atentamente los Ensayos y había sacado no poco provecho de ellos, no ahorró sus reproches. Pero Montaigne ha sobrevivido a las detracciones. Con el paso del tiempo, sus admiradores y prestatarios han aumentado en número, y su jansenismo, que lo recomendó en el siglo XVIII, puede que no sea su menor recomendación en el XIX. Aquí tenemos ciertamente, en conjunto, un hombre de primera clase, y una prueba de su genio magistral parece ser que sus méritos y sus bellezas son suficientes para inducirnos a dejar fuera de consideración defectos y faltas que habrían sido fatales para un escritor inferior.



LAS CARTAS DE MONTAIGNE.



I.-A Monsieur de MONTAIGNE



-En cuanto a sus últimas palabras, sin duda, si alguien puede dar buena cuenta de ellas, soy yo, tanto porque, durante toda su enfermedad, conversó conmigo tan plenamente como con cualquiera, y también porque, como consecuencia de la singular y fraternal amistad que habíamos mantenido el uno por el otro, estaba perfectamente al corriente de las intenciones, opiniones y deseos que se había formado en el curso de su vida, tanto, ciertamente, como un hombre puede estar al corriente de los de otro hombre; y porque sabía que eran elevadas, virtuosas, llenas de firme resolución y (después de todo lo dicho) admirables. Bien preveía que, si su enfermedad le permitía expresarse, no permitiría que se le escapara nada, en tal extremo, que no estuviera repleto de buen ejemplo. En consecuencia, puse todo el cuidado posible en atesorar lo dicho. Es cierto, Monseñor, que como mi memoria no sólo es muy corta en sí misma, sino que en este caso se ha visto afectada por las molestias que he sufrido, a causa de una pérdida tan pesada e importante, he olvidado un número de cosas que me gustaría haber conocido; pero las que recuerdo os las relataré con la mayor exactitud que me sea posible. Porque representar en toda su extensión su noble carrera súbitamente interrumpida, pintaros su indomable valor, en un cuerpo agotado y postrado por el dolor y los asaltos de la muerte, confieso que exigiría una habilidad mucho mejor que la mía: porque, aunque, cuando en años anteriores discurría sobre asuntos serios e importantes, los trataba de tal manera que era difícil reproducir exactamente lo que decía, sin embargo, sus ideas y sus palabras al final parecían rivalizar en su servicio. Porque estoy seguro de que nunca le conocí dar a luz concepciones tan finas, ni desplegar tanta elocuencia, como en el tiempo de su enfermedad. Si me reprocháis, Monseñor, el haber introducido sus observaciones más ordinarias, sabed que lo hago con conocimiento de causa, pues como salieron de él en una época de tan grandes problemas, indican la perfecta tranquilidad de su mente y de sus pensamientos hasta el final.



El lunes 9 de agosto de 1563, a mi regreso de la Corte, le envié una invitación para que viniera a cenar conmigo. Me contestó que estaba obligado, pero que, estando indispuesto, me agradecería que le hiciera el favor de pasar una hora con él antes de partir para Medoc. Poco después de mi cena fui a verle. Se había tumbado en la cama con la ropa puesta, y ya estaba, según percibí, muy cambiado. Se quejaba de diarrea, acompañada de gripes, y decía que la tenía desde que jugaba con M. d'Escars sin más ropa que su jubón, y que a él un resfriado le provocaba a menudo esos ataques. Le aconsejé que se fuera como había propuesto, pero que se quedara a pasar la noche en Germignac, que sólo está a unas dos leguas de la ciudad. Le di este consejo, porque algunas casas, cerca de la que él se encontraba, eran visitadas por la peste, por lo que estaba nervioso desde su regreso de Perigord y del Agenois, donde había hecho estragos; y, además, el ejercicio a caballo era, por mi propia experiencia, beneficioso en circunstancias similares. Así pues, se puso en marcha con su esposa y el Sr. Bouillhonnas, su tío.



Sin embargo, a primera hora de la mañana siguiente, recibí información de Madame de la Boetie de que durante la noche había sufrido un nuevo y violento ataque de disentería. Ella había llamado al médico y al boticario, y me rogó que no perdiera tiempo en venir, lo que (después de la cena) hice. Se alegró mucho de verme; y cuando me marchaba, con la promesa de volver al día siguiente, me rogó con más importunidad y afecto de lo que acostumbraba, que le diera toda la compañía posible. Me sentí un poco afectado; pero estaba a punto de marcharme, cuando la señora de la Boetie, como si previera que algo iba a suceder, me imploró con lágrimas que me quedara esta noche. Cuando consentí, pareció ponerse más alegre. Volví a casa al día siguiente, y el jueves le hice otra visita. Había empeorado, y la pérdida de sangre por la disentería, que había reducido mucho sus fuerzas, iba en aumento. El viernes me retiré de su lado, pero el sábado fui a verlo y lo encontré muy débil. Entonces me dio a entender que su dolencia era infecciosa y, además, desagradable y deprimente; y que él, conociendo a fondo mi constitución, deseaba que me contentara con venir a verle de vez en cuando. Por el contrario, después de eso nunca me separé de su lado.



Sólo el domingo comenzó a conversar conmigo sobre algún tema más allá del inmediato de su enfermedad y de lo que los antiguos médicos pensaban de ella: no habíamos tocado los asuntos públicos, pues desde el principio descubrí que le desagradaban.



Pero, el domingo, tuvo un desmayo; y cuando volvió en sí, me dijo que todo le parecía confuso, como en una niebla y en un desorden, y que, sin embargo, esta visita no le resultaba desagradable. "La muerte", le respondí, "no tiene peor sensación, hermano mío". "Ninguna tan mala", fue su respuesta. No había dormido con regularidad desde el comienzo de su enfermedad; y a medida que empeoraba, empezó a dedicar su atención a las cuestiones de las que suelen ocuparse los hombres en el último extremo, desesperando ahora de mejorar, y dándome a entender lo mismo. Aquel día, como parecía estar de bastante buen humor, aproveché para decirle que, en consideración al singular amor que le profesaba, me convenía cuidar de que sus asuntos, que había llevado con tan rara prudencia en su vida, no se descuidaran en la actualidad; y que lamentaría que, por falta de un consejo adecuado, dejara algo sin resolver, no sólo por la pérdida para su familia, sino también para su buen nombre.

 



Me dio las gracias por mi amabilidad, y después de reflexionar un poco, como si estuviera resolviendo ciertas dudas en su propia mente, me pidió que convocara a su tío y a su esposa por sí mismos, a fin de ponerlos al corriente de sus disposiciones testamentarias. Le dije que esto les escandalizaría. "No, no", contestó, "los animaré haciendo ver que mi caso es mejor de lo que es". Y luego preguntó si no estábamos todos muy sorprendidos por su desmayo. Le contesté que no tenía importancia, ya que era algo accesorio a la dolencia que padecía. "Es cierto, hermano mío", dijo, "no tendría importancia, aunque condujera a lo que más temes". "Para ti", repliqué, "podría ser una cosa feliz; pero yo sería el perdedor, que con ello se vería privado de un amigo tan grande, tan sabio y tan firme, un amigo cuyo lugar nunca vería suplido." "Es muy probable que no lo hagas", fue su respuesta; "y estate seguro de que una cosa que me hace estar algo ansioso por recuperarme, y retrasar mi viaje a ese lugar, al que ya estoy a mitad de camino, es el pensamiento de la pérdida que tanto tú como ese pobre hombre y esa mujer de allí (refiriéndose a su tío y a su esposa) deben sufrir; porque los quiero con todo mi corazón, y estoy seguro de que les resultará muy duro perderme. También lo lamentaría por aquellos que me han apreciado en vida, y cuya conversación me gustaría haber disfrutado un poco más; y te ruego, hermano mío, que si dejo el mundo, les lleves de mi parte la seguridad de la estima que les tuve hasta el último momento de mi existencia. Por otra parte, mi nacimiento apenas sirvió para nada, sino para que, de haber vivido, hubiera prestado algún servicio al público; pero, sea como fuere, estoy dispuesto a someterme a la voluntad de Dios, cuando le plazca llamarme, confiando en gozar de la tranquilidad que me habéis predicho. En cuanto a ti, amigo mío, me siento seguro de que eres tan sabio, que controlarás tus emociones, y te someterás a su divina ordenanza con respecto a mí; y te ruego que procures que ese buen hombre y esa buena mujer no lloren mi partida innecesariamente."



Procedió a preguntar cómo se comportaban actualmente. "Muy bien", dije, "considerando las circunstancias". "¡Ah!", respondió, "eso es, mientras no abandonen toda esperanza en mí; pero cuando ese sea el caso, tendrás una dura tarea para mantenerlos". Debido a su gran aprecio por su esposa y su tío, les ocultó cuidadosamente su propia convicción sobre la certeza de su fin, y me rogó que hiciera lo mismo. Cuando estaban cerca de él, asumía una apariencia de alegría y los halagaba con esperanzas. Entonces fui a llamarlos. Vinieron con la mayor serenidad posible, y cuando estuvimos los cuatro juntos, se dirigió a nosotros, con un semblante imperturbable, de la siguiente manera: "Tío y esposa, estad seguros de que ningún nuevo ataque de mi enfermedad, ni ninguna nueva duda que tenga sobre mi recuperación, me ha llevado a dar este paso de comunicaros mis intenciones, pues, gracias a Dios, me encuentro muy bien y esperanzado; pero enseñado por la observación y la experiencia la inestabilidad de todas las cosas humanas, e incluso de la vida a la que estamos tan apegados, y que es, sin embargo, una mera burbuja; y sabiendo, además, que mi estado de salud me hace estar más cerca del peligro de muerte, he creído conveniente arreglar mis asuntos mundanos, contando con el beneficio de vuestro consejo. " Luego se dirigió más particularmente a su tío: "Buen tío -dijo-, si tuviera que enumerar todas las obligaciones que tengo para contigo, estoy seguro de que no acabaría nunca. Permítame decir solamente que, dondequiera que haya estado y con quienquiera que haya conversado, le he representado como si hiciera por mí todo lo que un padre puede hacer por un hijo; tanto en el cuidado con que atendió mi educación, como en el celo con que me impul

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