Sobrevivir a la autocracia

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Sobrevivir a la autocracia
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Título: Sobrevivir a la autocracia

© Masha Gessen, 2020




Edición original: Surviving Autocracy, Riverhead Books, 2020




De esta edición: © Turner Publicaciones SL, 2020 Diego de León, 30 28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2020




De la traducción: © Lucía Martínez Pardo, 2020



Ilustración de cubierta: Primer plano de la Estatua de la Libertad, s. f. © iStock





Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial




ISBN: 978-84-18428-08-1

E-ISBN: 978-84-17866-45-7

DL: M-23079-2020



Impreso en España






La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com





índice





Prólogo






Primera parte.

 La tentativa autocrática



¿Cómo lo llamamos?



ii


Esperando el incendio del reichstag



iii


El presidente de poliestireno extruido



iv


Podríamos llamarlo kakistocracia



v


Podríamos llamarlo corrupción



vi


Podríamos llamarlo autocracia con ambiciones



vii


Podríamos hacer como si fuera un extraterrestre, o llamarlo gobierno de la destrucción



viii


La muerte de la dignidad



ix


Mueller no nos salvó



x


Las instituciones no nos han salvado




Segunda parte.

 El rey de la realidad



xi 

Las palabras tienen significado, o al menos deberían tenerlo



xii


La mentira de poder



xiii


La trampa del tuit



xiv


La normalización es (casi) inevitable



xv


Resistir a la guerra de trump contra los medios



xvi


Así muere la política




Tercera parte.

 ¿Quién es “nosotros”?



xvii.

Una presidencia supremacista blanca



xviii


“Quitarse la máscara de la hipocresía”



xix


La antipolítica del miedo



xx


Enfrentarse a la sociedad civil



xxi


El poder de la autoridad moral



xxii


¿Quién es “nosotros”? ¿y nosotros, quiénes somos?






Epílogo







Agradecimientos







Notas










autocracia



(Del fr. autocratie, y este del gr. αὐτοκράτεια, autokráteia).



1. f. Forma de gobierno en la cual la voluntad de una sola persona es la suprema ley.












prólogo



Los ciudadanos estadounidenses estábamos más que familiarizados con el repertorio de Donald Trump cuando este decidió por fin dirigirse al país el 11 de marzo de 2020 para hablar de la pandemia del coronavirus.1 Conocíamos de sobra su registro: gobierno a golpe de gesto, oscurantismo y mentiras, autobombo, miedo y amenazas. Antes había desestimado en repetidas ocasiones el peligro del coronavirus, tratándolo como una leve gripe e incluso como un engaño; también había vaticinado que desaparecería de manera milagrosa. Hacía dos meses que China, el primer lugar donde la enfermedad se había manifestado, había publicado el código genético del virus.2 EEUU había malgastado la mayor parte de ese tiempo.3 Los hospitales no estaban preparados para enfrentarse a la avalancha de pacientes que se avecinaba. Escaseaban las existencias de equipos de protección. La Casa Blanca había mantenido información esencial en secreto.4 Carecían de pruebas de detección del virus. En el momento en que este se propagaba por todo el país era demasiado tarde para tomar medidas de prevención y nadie tenía un plan para mitigarlo o hacerlo desaparecer. En el estado de Washington, donde se produjeron las primeras muertes diagnosticadas de ciudadanos estadounidenses, empezaba a cundir el pánico, al igual que en California, Nueva York y otros muchos lugares.5 Finalmente, Trump hizo una aparición televisiva.



Puso en escena su repertorio al completo. Anunció que prohi­biría la entrada de viajeros provenientes de Europa –he aquí el gesto grandilocuente–. Se jactó de “responder con gran rapidez y profesionalidad”, prometió pruebas extensivas y terapias antivirales eficaces, y afirmó que las aseguradoras omitirían el copago –he aquí el oscurantismo y las mentiras–. Estas promesas casaban a la perfección con su autobombo habitual, que en esta ocasión pasó por referirse al esfuerzo estadounidense como “el más agresivo e integral”, reivindicar que se había lidiado con la pandemia mejor que en los países europeos y asegurar a su público que el país estaba bien preparado. Nada de esto era cierto. Como broche final, metió un poco de miedo al llamar al COVID-19 “virus extranjero” y señalar a Europa. No tardaría en encontrarle un nombre mejor –“el virus chino”–, provocando un pico en los delitos de odio contra los estadounidenses de ascendencia asiática.



Al parecer, Trump leyó su intervención en un teleprónter. Sonaba grave, solemne. En otras palabras, fue una de esas ocasiones en las hubo quien pudo tener la impresión de que Trump era un verdadero presidente básicamente por no parecer completamente trastornado. Por ejemplo, el antiguo gobernador republicano de Ohio, John Kasich, defendió a Trump en la CNN diciendo que “lo había hecho bien”, en parte porque estaba leyendo un guion.6 Pero precisamente por eso, por no verlo en su peor versión –tan solo en modo oscurantista y encantado de haberse conocido– ante una situación extraordinaria como la de la pandemia, lo que teníamos delante era a Trump en todo su esplendor.



Durante las semanas siguientes, el presidente rehuyó cualquier responsabilidad por la crisis, llegando a decir textualmente en algún momento: “No, no me responsabilizo en absoluto”, cuando se le preguntó acerca de la falta de acceso a las pruebas del virus.7 Dejó que los gobernadores se las apañaran para conseguir suministros, sin ofrecer ningún tipo de orientación o elaborar política alguna al respecto.8 Ocupó el estrado de la Casa Blanca en ruedas de prensa casi diarias para dar consejos médicos sin ningún fundamento, ensalzando las virtudes de fármacos no testados9 que algunas personas se apresuraban a utilizar.10 Se resistió ante quienes le instaban a invocar la Ley de Producción de Defensa para obligar a las empresas a destinar sus instalaciones a la producción de equipamiento esencial, claramente para no mermar los beneficios de sus amigos de la industria.11 En ningún momento dejó de alabar su propia sagacidad y visión. Las cadenas televisivas emitieron estas apariciones en directo y los periódicos informaban sobre ellas (y sobre otras declaraciones suyas relacionadas con el coronavirus) como si se tratara de material proveniente de una presidencia inteligible, con posiciones, principios y una estrategia. Como resultado, incluso mientras los hospitales se colapsaban, morían seres humanos y la economía se iba a pique, más de la mitad de los estadounidenses decían aprobar la respuesta de Trump ante la pandemia.12

 



Algunos han comparado la respuesta trumpiana al COVID-19 con la respuesta del Gobierno soviético ante el catastrófico accidente de 1986 en la central nuclear de Chernóbil. Por una vez, esta comparación no parece descabellada. A las personas en mayor situación de riesgo se les negó la información necesaria que podría haberles salvado la vida, y esto fue culpa del Gobierno; había rumores y miedo por un lado, y una peligrosa negligencia por el otro. Y, por supuesto, en ambos casos nos hallamos ante una tragedia intolerable y que podría haberse evitado. No cabe duda de que en 2020 los estadounidenses tenían mucho mayor acceso a la información que los ciudadanos soviéticos en 1986. Pero la Administración Trump comparte dos rasgos clave con el Gobierno soviético: un absoluto desprecio por la vida humana y una obsesión monomaniaca por complacer al líder y hacerle parecer infalible y todopoderoso. Dos rasgos del liderazgo autocrático. En los tres años que lleva en la presidencia, incluso antes de la pandemia del coronavirus, Trump se ha ido acercando al Gobierno autocrático mucho más de lo que nadie se habría imaginado. Este libro habla de esa transformación –y de las posibilidades que aún tenemos de superar el trumpismo–.










Primera parte






i

¿Cómo lo llamamos?



Podría haber sido una semana cualquiera de la presidencia de Trump. Una semana de contradecir constantemente a los expertos del Gobierno acerca de la pandemia del COVID-19, o una semana de filípicas contra el Tribunal Supremo, o una semana de humillar en público a los miembros de su propio gabinete. Por ejemplo, una semana de octubre de 2019, cuando había transcurrido un mes del inicio del proceso de destitución en el Congreso y apenas mil días de presidencia. El embajador en funciones en Ucrania, William B. Taylor júnior testificó acerca de su batalla perdida contra Trump y los suyos para seguir una agenda exterior congruente con la política y la práctica del Gobierno.13 En una bizarra acción directa de miembros del Congreso contra la praxis de la institución, los republicanos tomaron por asalto una audiencia a puerta cerrada.14 El abogado personal de Trump, William S. Consovoy, alegó ante el tribunal que su cliente era inmune ante cualquier proceso fiscal –inclusive, hipotéticamente, en caso de asesinar a alguien en medio de la Quinta Avenida– mientras fuera presidente.15 El viernes por la mañana, la web de The New York Times exhibía dos titulares en la parte izquierda de su página de inicio. El primero informaba de que el Departamento de Justicia había iniciado una investigación penal acerca de la suya propia de la injerencia rusa en las elecciones de 2016.16 La segunda anunciaba que la secretaria de Educación, Betsy DeVos, había sido declarada en desacato al tribunal por seguir recaudando pagos de los créditos de exalumnos de universidades privadas ya desaparecidas, desobedeciendo de manera directa una sentencia judicial sobre el tema.17 El Gobierno libraba una guerra contra sí mismo en todos los frentes.



Las noticias trumpianas consiguen escandalizar sin sorprender. Cada uno de los sucesos de esa semana por sí solo resultaba estremecedor: una verdadera ofensa a los sentidos y las facultades mentales. Juntos, solo eran más de lo mismo. Trump ha llevado al Gobierno, los medios e incluso el mismísimo concepto de política a un estado irreconocible. En parte por costumbre y en parte por un sentimiento de necesidad, seguimos emitiendo y consumiendo noticias –esta presidencia ha producido más titulares por unidad de tiempo que ninguna otra antes–, pero después de mil días de presidencia no parecemos ser capaces de entender lo que nos está sucediendo.



La dificultad a la hora de asimilar estas noticias reside en cierta medida en las palabras que empleamos, que consiguen normalizar lo ultrajante. La secretaria de Educación es declarada en desacato, y este acontecimiento asombroso se narra con una prosa periodística muy normalizadora: la que probablemente sea la descripción más fuerte habla de una “extremadamente rara reprimenda judicial a una secretaria de gabinete”.18 Esto se queda corto a la hora de describir el drama que supone que una miembro del gabinete continúe impenitente con la apropiación de bienes de personas a las que los tribunales le han ordenado dejar en paz –dieciséis mil personas, concretamente–. E incluso si consiguiésemos encontrar palabras para describir la naturaleza excepcional, apenas concebible, de los sucesos relacionados con Trump, ese enfoque se quedaría corto. ¿Cómo hablar de una serie de acontecimientos prácticamente inimaginables que se han vuelto rutinarios? ¿Cómo describir la confrontación de las instituciones gubernamentales con un aparato presidencial que aspira a destruirlas?



Encontré algunas respuestas en la obra del sociólogo húngaro Bálint Magyar. Al intentar definir y describir lo que había sucedido en su país, Magyar se dio cuenta de que el lenguaje de los medios de comunicación y del mundo académico se quedaba corto. Después del colapso del bloque soviético en 1989, tanto los comentaristas locales como los occidentales adoptaron la terminología de la democracia liberal para describir lo que estaba sucediendo en la región. Hablaban de elecciones y legitimidad, Estado de derecho y opinión pública. Esta terminología reflejaba sus suposiciones y sus limitaciones: asumían que sus países se convertirían en democracias liberales; este parecía ser el resultado inevitable de la Guerra Fría y en cualquier caso no tenían ningún otro lenguaje a su disposición. No obstante, cuando usamos una terminología inadecuada nos es imposible describir lo que vemos. Si usamos palabras creadas para describir peces, nos costará describir un elefante: con palabras como agallas, escamas y aletas no iremos muy lejos.



Cuando algunas de las sociedades postsoviéticas evolucionaron de maneras inesperadas, nuestra capacidad de entender el proceso se vio reducida a causa del lenguaje. Hablábamos de si tenían libertad de prensa, por ejemplo, o elecciones libres y justas. Pero indicar que no las tenían, como dice Magyar, es lo mismo que decir que un elefante no puede nadar o volar: no nos dice mucho acerca de lo que el elefante es. En EEUU estaba sucediéndonos lo mismo: usábamos terminología de desacuerdo político, procedimientos judiciales o debates partidistas para describir algo que se dedicaba a destruir el sistema para el que se había inventado esa terminología.



Magyar pasó un decenio ideando un nuevo modelo y una nueva terminología para describir lo que sucedía en su país. Acuñó el término “Estado mafioso” y lo describió como un sistema específico, semejante a un clan, en el que un solo hombre distribuye dinero y poder a todos los demás miembros. A continuación, desarrolló el concepto de transformación autocrática, que se da en tres etapas: tentativa autocrática, avance autocrático y consolidación autocrática.19 Se me ocurre que son términos que la cultura estadounidense podría tomar prestados ahora, en una adecuada y simbólica inversión respecto de 1989; parecen describir mejor nuestra realidad que ninguna palabra del léxico político estadounidense habitual. Magyar analizó las señales y circunstancias de este proceso en los países poscomunistas y propuso una taxonomía detallada para ellos, pero los derroteros que podría tomar en EEUU son todavía territorio inexplorado.












ii

esperando el incendio del reichstag



Inmediatamente después de las elecciones de noviembre de 2016, esa mayoría derrotada de los estadounidenses que habían votado por Hillary Clinton parecieron dividirse en dos facciones, en función del grado de pánico alcanzado. El presidente saliente Barack Obama, que durante los días siguientes parecía querer convencer al país de que la vida seguía, era un buen ejemplo de una de estas facciones. El 9 de noviembre dio una breve y decorosa charla en la que mencionó tres argumentos. El más memorable de ellos fue que el sol había salido esa mañana.



Ayer, antes del recuento de votos, grabé un vídeo que quizá hayan visto en el que les decía a los ciudadanos de EEUU que, independientemente del lado en que estuvieran, independientemente de que su candidato ganase o perdiese, el sol saldría a la mañana siguiente.



Y eso es un pequeño pronóstico que se ha hecho realidad: hoy ha salido el sol.20



Obama reconoció sus “diferencias significativas” con Trump, pero dijo que su conversación a primera hora de la mañana con el presidente electo le había tranquilizado, ya que, a fin de cuentas, demócratas y republicanos, Trump y él mismo, tenían objetivos comunes.



Todos queremos lo mejor para este país. Eso es lo que escuché en los comentarios de Trump anoche. Eso es lo que escuché cuando hablé con él directamente. Y es algo que me reconforta. Eso es lo que el país necesita: un sentimiento de unidad, de inclusión, respeto por nuestras instituciones, por nuestra forma de vida, por el imperio de la ley y respeto mutuo.



Obama terminó con una nota optimista:



Lo importante es que todos avancemos, asumiendo la buena fe de nuestros conciudadanos, porque esa presunción de buena fe es esencial para una democracia dinámica y funcional. Así es como este país ha avanzado durante doscientos cuarenta años. Así es como hemos vencido límites y defendido la libertad en todo el mundo. Así es como hemos extendido nuestros derechos fundacionales para que lleguen a todos nuestros ciudadanos. Así es como hemos llegado tan lejos. Y por eso estoy convencido de que nuestro increíble viaje como americanos continuará.



Todo presidente es, además de comandante en jefe, un cuentacuentos en jefe. El cuento de Obama, que se alimentaba y construía a partir de los cuentos de sus predecesores, era que la sociedad estadounidense avanzaba imparable hacia un mundo mejor, más libre y más justo. Puede haber tropiezos, dice la historia, pero siempre se corrigen. Es en este sentido que Obama entendía su cita favorita de Martin Luther King júnior: “El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. También es la premisa en la que se basa la creencia en el excepcionalismo estadounidense, o lo que el jurista Sanford Levinson llama “religión civil estadounidense”: que la Constitución de EEUU proporciona a perpetuidad un modelo perfecto para la política.21 En 2016, a medida que Trump empezaba a sacar ventaja a sus adversarios para la nominación republicana, a muchos de nosotros nos tranquilizaba pensar que las instituciones de EEUU eran más fuertes que un solo candidato o un solo presidente.



Pero tras las elecciones, este argumento sonaba hueco.



En un artículo mío publicado en The New York Review of Books el mismo día en que Obama celebraba que el sol había salido según lo programado, advertí a los lectores: “Las instituciones no os salvarán”. Me basaba en mi experiencia en Rusia, Hungría e Israel, tres países muy diferentes de EEUU, por supuesto, pero también muy diferentes entre sí. Sus instituciones habían cedido de maneras curiosamente similares. No tenía manera de saber que las instituciones estadounidenses fallarían de la misma forma, pero sí sabía lo suficiente para decir que la fe absoluta en las instituciones estaba fuera de lugar. Muchas personas compartían esta intuición: la facción en la que más había cundido el pánico. Una expectativa común se instaló entre ellos: la expectativa del incendio del Reichstag.



El incendio del Reichstag, la sede del Parlamento alemán, se produjo la noche del 27 de febrero de 1933. Adolf Hitler había sido nombrado canciller cuatro semanas antes, y ya había empezado a imponer restricciones a la prensa y a ampliar los poderes de la policía. Pero, más que esos primeros pasos tóxicos de Hitler, es el incendio lo que se recuerda como el acontecimiento tras el cual nada volvería a ser lo mismo, ni en Alemania ni en el resto del mundo. El día posterior al incendio el Gobierno emitió un decreto que permitía a la policía realizar detenciones sin cargos, de manera preventiva. Las fuerzas paramilitares de Hitler, las SA y las SS, se dedicaron a detener a todos los activistas que podían y a llevarlos a campos de internamiento. Transcurrido poco menos de un mes, el Parlamento aprobó una “ley habilitante” que instituyó el Gobierno por decreto, y estableció un estado de emergencia que duraría todo el tiempo que los nazis estuvieron en el poder.

 



El incendio del Reichstag se utilizó para crear un “estado de excepción”, como lo llamaba Carl Schmitt, el jurista predilecto de Hitler. Según Schmitt, el estado de excepción se da cuando una emergencia, un acontecimiento único, sacude el orden preestablecido de las cosas. Este es el momento en que el soberano da un paso adelante e instituye nuevas normas extralegales. La emergencia permite un gran salto cualitativo: una vez reunido el poder suficiente como para declarar el estado de excepción, el soberano, mediante dicha declaración, adquiere mucho más poder sin ningún tipo de control. Esto vuelve el cambio irreversible y el estado de excepción permanente.



Todo acontecimiento decisivo de los últimos ochenta años se ha comparado con el incendio del Reichstag. El 1 de diciembre de 1934, Serguéi Kírov, jefe del Partido Comunista en Leningrado, fue asesinado por un pistolero. Su asesinato se recuerda como el pretexto para instituir el estado de excepción en la Unión Soviética. A ello siguieron juicios amañados y detenciones masivas que llenaron el Gulag de personas acusadas de traición, espionaje y conspiración terrorista. Para gestionar semejante volumen de casos, el Kremlin creó las troikas, grupos de tres personas que dictaban sentencia sin revisar siquiera el caso ni por supuesto escuchar a la defensa.



En el pasado más reciente, Vladímir Putin se ha apoyado en una sucesión de acontecimientos catastróficos para crear excepciones irreversibles. En 1999 estallaron una serie de bombas en apartamentos privados de Moscú y varias ciudades del sur de Rusia y acabaron con la vida de cientos de personas. Esto permitió a Putin declarar que se podía ejecutar sumariamente a quienes calificaba de “terroristas”; también le sirvió como pretexto para una nueva guerra en Chechenia. En 2002, el asedio de tres días a un teatro en Moscú sirvió para demostrar el principio de ejecución sumaria; las fuerzas del orden rusas llenaron el teatro de gas somnífero, entraron en el edificio y dispararon sobre los secuestradores mientras estos yacían inconscientes. El Kremlin usó también el asedio del teatro como pretexto para impedir que los medios de comunicación, bastante amedrentados ya por entonces, trataran de cubrir cualquier operación antiterrorista. Dos años después, más de trescientas personas, en su mayoría niños, murieron tras un ataque a una escuela en Beslán, en el sur de Rusia. Putin aprovechó esta tragedia para anular las elecciones al Gobierno local, aboliendo así de facto la estructura federal del país.



El razonamiento que transforma la tragedia en mano dura no es ajeno a EEUU. Durante la crisis que siguió a las Leyes de Extranjería y Sedición a finales del siglo xviii, los federalistas en el poder y los republicanos de la oposición se acusaron entre sí de traición, de falta de prudencia y de ser marionetas jacobinas. Los tribunales, repletos de federalistas, no perdieron el tiempo a la hora de cerrar los periódicos de sus oponentes. Medio siglo después, el presidente Abraham Lincoln suspendió el habeas corpus, el derecho a no ser encarcelado sin que un juez haya determinado la legalidad del arresto. Su objetivo era poder retener de manera indefinida a los rebeldes, que él consideraba un peligro para la Unión, pero a los que “los tribunales, actuando según las leyes ordinarias, pondrían en libertad”. Hubo que esperar hasta 1866 para que el Tribunal Supremo declarase esta práctica inconstitucional.



La siguiente gran guerra fue la Primera Guerra Mundial. Cualquier discurso que se percibiese como crítico o perjudicial para el esfuerzo de guerra estadounidense se castigaba con penas de hasta diez años de cárcel. El historiador Geoffrey Stone ha calificado la Ley de Sedición de Woodrow Wilson (1918) como “la ley más represiva de la historia de EEUU”.22 Miles de personas fueron arrestadas, muchas sin orden de detención, y 249 activistas anarquistas y comunistas fueron deportados a la Rusia soviética. No fue hasta mucho más tarde que los jueces del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes júnior y Louis Brandeis comenzaron la racha de disensiones que en última instancia acabarían restaurando y aclarando las disposiciones de protección a la libertad de expresión.



Durante la Gran Depresión, tribunales estatales, legisladores y fuerzas del orden actuaron de común acuerdo –y con la aprobación tácita del Gobierno federal– para desnaturalizar y deportar a miles de estadounidenses de origen mexicano, la mayor parte de los cuales eran ciudadanos por derecho de nacimiento.



La Segunda Guerra Mundial trajo consigo otro asalto presidencial a la Constitución: el internamiento de más de cien mil estadounidenses de ascendencia japonesa. Después llegó el macartismo, y el Gobierno empezó a espiar al enemigo desde dentro; las acusaciones de traición, con o sin pruebas, arruinaron una vida tras otra. La siguiente generación de estadounidenses vivió el secretismo, el engaño y la paranoia de los años de la guerra de Vietnam, que culminaron en la elección de un presidente que se dedicaba a perseguir y poner escuchas a sus oponentes.



Durante el siglo xxi, el Congreso dio enormes poderes de vigilancia a los servicios de inteligencia y a las fuerzas nacionales del orden. La Administración de George W. Bush mintió al mundo entero para declarar una guerra en Irak y creó un sofisticado mecanismo legal para facilitar el uso de la tortura. La Administración de Obama siguió concentrando poder en el brazo ejecutivo, usando órdenes ejecutivas y forzando los límites de la elaboración de políticas por parte de los organismos federales mientras suprimía la denuncia de irregularidades y mantenía a raya a los medios de comunicación.



Dicho de otra forma, cada generación de estadounidenses ha tenido ocasión de ver al Gobierno arrogarse poderes excepcionales con fines represivos e injustos. Estos estados de excepción intermitentes reposan sobre el estado de excepción fundamental y estructural que afirma el poder del hombre blanco sobre todos los demás. En esta historia Trump no emerge como excepción, sino como consecuencia lógica. Se apoya en una historia de cuatrocientos años de supremacía blanca y quince de movilización de la sociedad estadounidense contra los musulmanes, los inmigrantes y el Otro. Un historiador futuro del siglo xxi podría apuntar al 11 de septiembre de 2001 como el incendio del Reichstag de EEUU.



En este sentido, ni siquiera el incendio del Reichstag original se corresponde con lo que es en nuestro imaginario –un acontecimiento único que cambiaría el curso de la historia de una vez y para siempre–. El Reichstag ardió cinco años antes del Anschluss, seis años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos años estuvieron llenos de grandes y pequeños acontecimientos, cada uno de ellos un paso hacia la posibilidad del futuro más sombrío. Por tentador que resultase imaginar que Trump tendría la deferencia de anunciar el punto de no retorno con un gesto arrollador e inconfundible (e incluso imaginar que ante ese anuncio todos renunciaríamos de forma justificada a cualquier esperanza o que la desesperación nos haría héroes), su tentativa autocrática tampoco ha sido una única acción, sino más bien una serie de ellas que han cambiado la naturaleza del Gobierno y la política estadounidense paso a paso.



Magyar describe cómo los ambiciosos líderes poscomunistas construían sus autocracias socavando gradualmente las divisiones entre las ramas del Gobierno, desmantelando los tribunales y acaparando la autoridad fiscal. Por supuesto, este modelo no se puede trasladar sin más a la realidad estadounidense, en parte también porque algunas de las divisiones oficiales entre ramas del Gobierno hace tiempo que están muy debilitadas. El Departamento de Justicia, por ejemplo –que ostenta la autoridad fiscal en última instancia–, forma parte de la rama ejecutiva, y la independencia de su funcionamiento está determinada por la tradición. El monopolio

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