Sobrevivir a la autocracia

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iii
el presidente de poliestireno extruido

Uno de los tres gritos de guerra de Trump durante la campaña –uno de los tres componentes del “Make America Great Again”– fue “Drenad la ciénaga” (los otros dos fueron “¡Encerradla!” y “Construid el muro”). Podría haber sonado como un grito de batalla contra la corrupción, pero en realidad se trataba de una declaración de guerra contra el sistema de gobierno de EEUU en su forma presente.

El desdén fue el combustible de la campaña de Trump: hacia los inmigrantes, hacia las mujeres, hacia las personas con discapacidad, hacia las personas de color, hacia los musulmanes –hacia cualquiera, en otras palabras, que no fuera un hombre blanco sin discapacidades, heterosexual y nacido en EEUU– y también hacia las élites que habían consentido al Otro. El desdén hacia el Gobierno y su trabajo es un componente de este por las élites, y un motivo retórico que comparte la nueva hornada de líderes antipolíticos del mundo, desde Vladímir Putin hasta Jair Bolsonaro en Brasil. Hacen campaña a partir del resentimiento de los votantes hacia ellas por haber arruinado sus vidas, y siguen jugando con este resentimiento incluso después de ocupar el cargo, como si fuera otra persona (alguien siniestro y aparentemente todopoderoso) quien todavía estuviese en el poder; como si ellos siguiesen siendo insurgentes. Su enemigo es la propia institución del Gobierno –ahora el suyo propio–. Como presidente, Trump ha seguido difamando a los servicios de inteligencia, despotricando del Departamento de Justicia y publicando tuits humillantes sobre los funcionarios de su propia Administración.

Para formar gabinete, Trump escogió a personas que estaban en contra de la labor e incluso de la misma existencia de los organismos que tenían que dirigir. Scott Pruitt, su candidato para la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), había llegado a demandar catorce veces a este organismo por extralimitación regulatoria durante el tiempo que ocupó el cargo de fiscal general del estado de Oklahoma. En el discurso que pronunció en su audiencia de confirmación ante el Senado, el 18 de enero de 2016, Pruitt afirmó que el impacto del ser humano sobre el cambio climático e incluso nuestra capacidad de medirlo eran todavía discutibles.23 Para Salud y Servicios Humanos, Trump nominó al congresista de Georgia Tom Price, que decía que acabaría con la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible y el Medicare. Como fiscal general, eligió a Jeff Sessions, senador de Alabama al que se le había negado la judicatura en una ocasión y que no oculta su antagonismo hacia las leyes sobre los derechos civiles. Su secretario de Trabajo Andrew Puzder, un empresario del sector de la comida rápida que se opone a los derechos laborales. Puzder tuvo que retirar su candidatura en febrero de 2017 porque ni siquiera los senadores republicanos lo respaldaban (aunque esto en realidad se debió a que él apoyaba una reforma de la inmigración centrada en la legalización de mano de obra), así que Trump nominó a Alexander Acosta, decano de una facultad de Derecho que había sido fiscal en el sur de Florida.24 Como fiscal, Acosta supervisó un acuerdo controvertido con Jeffrey Epstein, un millonario acusado de tráfico y abuso sexual a menores. No obstante, y según las normas ya establecidas de la era Trump, en marzo de 2017 la prensa hablaba de Acosta como de un “candidato normal”; al fin y al cabo, tenía experiencia y parte de ella era incluso relevante para el cargo.25 Para ocuparse de Vivienda, Trump nominó a Ben Carson, un neurocirujano retirado sin ninguna experiencia política o pericia en vivienda o cualquier otra área de Gobierno. El elegido de Trump para secretario de Energía, el antiguo gobernador de Texas Rick Perry, había prometido suprimir el Departamento de Energía (junto con Comercio y Educación) durante las primarias republicanas en 2011.26 A todo esto, parecía desconocer en qué consistía la labor de este departamento (que trabaja principalmente con armas nucleares y no, como Perry parecía creer, en la regulación de la industria de la energía). Betsy DeVos, su secretaria de Educación: enemiga acérrima de la educación pública. En su estado natal, Míchigan, la activista millonaria impulsó una reforma que recortó la financiación de los colegios públicos en pro de escuelas concertadas sin ningún tipo de regulación y que contribuyó de manera importante al colapso del sistema público de educación en Detroit. DeVos nunca había trabajado en educación, y durante su confirmación en el cargo reveló una absoluta falta de familiaridad con el tema. Cuando se le preguntó si pensaba que los exámenes debían concentrarse en la competencia o en el progreso del alumno, titubeó de una forma que hacía sospechar que no estaba al corriente de la existencia de ese debate.27 Acerca de las armas en los colegios, comentó que podían ser empleadas contra “potenciales osos”.

Los miembros del gabinete de Trump salieron del paso en sus respectivas audiencias de confirmación mintiendo o plagiando a otros. Seis semanas después de que Trump jurara el cargo, la fundación de investigación periodística ProPublica elaboró una lista de mentiras pronunciadas ante el Senado por cinco de los nominados del presidente: Pruitt, DeVos, Steve Mnuchin (Tesoro), Price y Sessions.28 DeVos, además, al parecer había respondido varias preguntas por escrito plagiando documentos de otros funcionarios que podían encontrarse en línea.29

Mentir ante el Congreso es un delito. En otros periodos históricos hubiera sido además algo de lo que avergonzarse. ¿Por qué razón mentirían los nominados a algunos de los cargos más importantes del país, y lo harían de una manera que no fuese difícil de desenmascarar y documentar? ¿Por qué no? No estaban simplemente emulando el comportamiento de su protector, que mentía de manera vistosa, insistente e incesante: estaban demostrando que compartían su desprecio por el Gobierno. Estaban mintiendo a la ciénaga. Les daban igual los usos del Gobierno, porque el mismo les parecía despreciable.

El desdén por la excelencia es un pariente cercano del desprecio por el Gobierno, algo que comparten una serie de líderes contemporáneos, cuyas políticas antipolítica también son claramente antiintelectuales. Como presidente electo, Trump decidió reducir sus reuniones informativas con los servicios de inteligencia a una vez por semana, en lugar de la frecuencia diaria o casi diaria que solía ser costumbre.30 No dejó de explicar por qué: “Soy una persona así como inteligente [sic]”. Y como si fuera un adolescente enfurruñado, añadió: “No necesito que me digan la misma cosa de la misma manera cada día durante los próximos ocho años”. Si algo cambia en el mundo, los jefes de los servicios de inteligencia informarán al presidente. Trump quizá fuera el primer presidente de EEUU que no parecía en absoluto intimidado por la responsabilidad del cargo: no tenía ninguna estima por sus predecesores ni por el trabajo, y las exigencias de este le molestaban.

Las reuniones informativas con los servicios de inteligencia eran una pequeña parte del viaje de candidato a presidente, un componente en la transformación que se suponía que Trump debía sufrir. Después de las elecciones se habló mucho de la probabilidad de que Trump –el bufón, el ordinario, el racista– se volviera “presidencial”. Es cierto que esa palabra significa diferentes cosas en función de quien la use, pero lo cierto es que se asumía que, como presidente, Trump desarrollaría algún tipo de respeto por el cargo (por su cargo) y por el sistema en cuya cúspide le habían colocado los votantes. Esta asunción –esta esperanza infundada– era completamente contraria a la esencia misma del proyecto trumpiano. El 20 de enero de 2017 el país vio que estaba invistiendo a un presidente diferente de todos los demás: un presidente que despreciaba el Gobierno.

Un estudio de los autócratas modernos nos enseñaría que un incendio del Reichstag nunca es un acontecimiento único y señero que cambia el curso de la historia, y también revelaría una verdad que subyace a esta narrativa del acontecimiento único: los autócratas suelen dejar claras sus intenciones desde el principio. Si decidimos no creerles o ignorarles, lo hacemos a nuestra cuenta y riesgo. Putin, por ejemplo, dejó entrever sus planes hacia el final del primer día en el cargo: una serie de parcas declaraciones y de iniciativas legislativas, acompañadas de una redada policial, nos indicaron que se iba a dedicar a remilitarizar Rusia, que desmantelaría sus instituciones electorales y que reprimiría a los medios de comunicación. Su tentativa autocrática –el camino hasta ostentar el poder autocrático: meter a sus oponentes en la cárcel, controlar los medios y anular cualquier tipo de poder político más allá de las puertas de su despacho– le llevó tres o cuatro años, pero sus objetivos habían quedado claros desde el principio.*

Durante veinticuatro horas, Trump no solo pisoteó algunos de los más sagrados rituales del poder estadounidense, sino que además hizo de ello un espectáculo. Profanó la investidura con un discurso malévolo, irrelevante y también mal escrito, pronunciado con el más bajo nivel de emoción e inteligencia. “Hemos hecho ricos a otros países mientras que la riqueza, la fuerza y la confianza de nuestro país se ha disipado en el horizonte”, así resumía el legado de la política exterior estadounidense: un juego de suma cero en el que cada dólar gastado –ya sea en una guerra descabellada o en el Plan Marshall– es un dólar perdido. “Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestra nación ha cosechado los frutos del Gobierno, mientras la gente cargaba con el coste” es su síntesis de todo el trabajo de los hombres y las mujeres que le habían precedido, la totalidad de la historia política del país, cuyo fin declaraba ahora: “Esta masacre de América termina aquí y termina ahora”. Tras descartar el pasado político, ofreció, a modo de visión de futuro, una fortaleza sitiada: un país amurallado que se pone a sí mismo por delante de todo, dando al traste con cualquier tradición o consideración hacia los demás.

 

Su estrechez de miras y falta de aspiraciones asemeja de manera curiosa a Trump y Putin, pese a que el origen de la mediocridad recalcitrante de ambos no podría ser más distinto. No debemos confundir aspiraciones con ambición: ambos desean ser más ricos y poderosos, pero ninguno de los dos quiere ser, ni siquiera parecer, mejor. Putin, por ejemplo, se reitera en su falta de aspiraciones haciendo bromas soeces en los momentos más inadecuados, como cuando en una comparecencia conjunta con la canciller alemana Angela Merkel en 2013 comparó la política monetaria europea con una noche de bodas: “Da igual lo que uno haga, el resultado siempre es el mismo”, dijo, elegante a su manera al omitir el “te follan” que era obviamente el remate del chiste. La expresión mortificada de Merkel quedó grabada en vídeo para la historia.

Las primeras horas de Trump como presidente se vieron marcadas por un uso vindicativo del poder: el jefe de la Guardia Nacional del Distrito de Columbia perdió su trabajo hacia el mediodía, al igual que los embajadores de EEUU de todo el mundo –básicamente por la razón de que están “a disposición del presidente” y el presidente entrante tenía ganas de despedir a alguien–.31 Entre celebración y celebración, Trump encontró el tiempo de firmar una orden ejecutiva para empezar a desmantelar el logro de su predecesor, la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible. Limpió la página web de la Casa Blanca de cualquier contenido sobre política climática, derechos civiles, sanidad y derechos LGTB, quitó la página en español y añadió una biografía de su esposa que publicitaba las joyas de venta por catálogo de ella (mientras le daba la espalda en público continuamente a lo largo de ese día). También se encargó de dar un aspecto infame al Despacho Oval con unas cortinas doradas.

La pompa política estadounidense expresa una serie de aspiraciones. El extenso ritual de la investidura transmite la importancia del cargo presidencial y la maravilla y el orgullo por el milagro de la transferencia de poder pacífica reiterada. La ceremonia, el concierto, el almuerzo, el desfile, las recepciones; todo ello busca crear una sensación nacional de celebración y autocomplacencia. Es una especie de boda gigantesca concebida para hacer llorar hasta al pariente más hosco. Es un momento para que todo el mundo brille –los que celebran, en su magnificencia, y los no tan afortunados, por reflejo–. A medida que va avanzando el día y la nueva pareja presidencial acepta el honor y la responsabilidad que se les otorga, se convierten en otra cosa: bajo la atenta mirada del país, adquieren la cualidad de “presidenciales”. O al menos, esto es lo que se espera de ellos.

Trump no sabía qué hacer con nada de aquello: la magnificencia, el brillo, la maravilla (a menos que fuera hacia su persona), el orgullo (más allá del suyo propio), la aspiración. De hecho, la única cualidad de la que dio repetidas muestras fue su falta de aspiraciones. Tomemos su discurso como ejemplo. No, mejor aún, tomemos el pastel como ejemplo. En una de las recepciones, Trump y su vicepresidente Mike Pence cortaron un enorme pastel blanco con una espada. El pastel resultó ser una imitación del que se había servido en el baile de investidura del presidente Obama en 2013. El de Obama lo había creado el famoso chef Duff Goldman. El de Trump venía de una pastelería mucho más modesta de Washington, y el representante del equipo de Trump que lo encargó pidió explícitamente una copia exacta del diseño de Goldman, incluso cuando el pastelero propuso crear una variante.32 Solo una pequeña parte del pastel de Trump era comestible, el resto era de poliestireno extruido (el de Obama era todo pastel). Es posible que este sea el mejor símbolo de la Administración entrante: mucho de lo poco que trajo consigo era un plagio y, en su mayor parte, no resultaba útil para el propósito al que sirven habitualmente las Administraciones presidenciales. No solo no se alcanzaba la excelencia: se rechazaba la idea de que la excelencia fuera algo deseable. Como si desease recalcar esto, DeVos tuiteó que era “un honor ser testigo de esta investidura histórica”, usando en inglés el término historical (que hace referencia al pasado) en lugar de historic (que se refiere a un acontecimiento importante), que era el adecuado.33 Después borró el tuit y culpó del error a sus colaboradores.

Tres años y un día después de la investidura, se diagnosticó en EEUU a la primera persona con coronavirus, un hombre del estado de Washington, poniendo en marcha un cronómetro simbólico ante la inacción de la Administración Trump frente a una pandemia letal.34 Todos los presidentes de EEUU tienen el poder de salvar y destruir vidas, pero solo en momentos de peligro –durante una guerra, desastre natural o epidemia– se ostenta ese poder de manera tan inmediata y con efectos tan devastadores.

Trump se mantuvo firme en su desprecio por el Gobierno y por el conocimiento. Ignoró las reuniones informativas en las que se le advertía de que podía haber fallecimientos en masa.35 Ignoró los alegatos públicos de los epidemiólogos, incluso los de antiguos altos funcionarios de su Administración publicados en The Wall Street Journal.36 En televisión y en Twitter, despachó los temores acerca del coronavirus como “un timo”37 y prometió: “Todo va a ir bien”.38 En la primera mitad de marzo, cuando empezaba a quedar claro el desastre que se avecinaba, Trump visitó los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades vistiendo una gorra con el lema “Keep America Great” y se jactó: “Me gustan estas cosas, realmente las entiendo. A la gente le sorprende que las entienda. Todos los médicos me han dicho: ‘¿Cómo sabe tanto de este tema?’. Será que tengo una habilidad natural. Quizá hubiera debido dedicarme a esto en vez de ser presidente”.39 En medio de un laboratorio, frente a las cámaras, Trump afirmó que cualquier persona en EEUU que necesitase hacerse una prueba de COVID-19 podría hacerlo. Todo lo que dijo era mentira.

No escatimó en alabanzas a sí mismo por actuar con decisión mientras se resistía a tomar medidas como invocar la Ley de Producción de Defensa, algo que podría haber contrariado a los directivos de las grandes corporaciones. En vez de eso, se dedicó a trapichear con esperanzas e incluso curas falsas. Esto no dejaba a los expertos más remedio que, o bien intentar corregir a Trump en tiempo real,40 como trataba de hacer con un gran riesgo personal el doctor Anthony Fauci,41 director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, o bien tratar de neutralizarlo, opción escogida por la coordinadora de su fuerza operativa sobre el coronavirus, la doctora Deborah Birx, muy en detrimento de su reputación como especialista en salud pública.42 A medida que aumentaba el número de víctimas, la falta de aspiraciones de Trump llegó a manifestarse de forma grotesca. No parecía intimidado en absoluto por la catástrofe, ni tampoco asustado; en realidad, apenas se tomó la molestia de ser consciente de ella. En algunos momentos parecía solemne, refiriéndose incluso a sí mismo como “presidente en tiempos de guerra”, pero casi inmediatamente se dejaba distraer por sus preocupaciones reales y permanentes: la adulación y el dinero. Nada ni nadie más importaba.43

* Entre los hitos del establecimiento de una autocracia por parte de Putin se cuentan la detención del hombre más rico de Rusia, Mijaíl Jodorkovski, en 2003 (tres años después de llegar a la presidencia) y la abolición de las elecciones para gobernador en septiembre de 2004.

iv
podríamos llamarlo kakistocracia

El desprecio de Trump hacia la excelencia no es un capricho personal ni tampoco una anomalía entre los autócratas del presente y del pasado. Es lógico: estos ven el trabajo de gobernar como algo que solo merece burla, y por lo tanto siguen burlándose incluso cuando son ellos quienes están en el poder. Es algo que forma parte integral de su actitud general: son hombres que, de manera intencionada, apelan a lo peor del ser humano. El desdén de Trump por la excelencia es congruente con cómo se burló en público de un periodista con discapacidad, de la misma manera que Putin expresa el suyo mediante el humor soez. El proyecto de Trump es el Gobierno de los peores, lo que en términos políticos se denomina kakistocracia.

El día en que Trump juró el cargo, menos de la mitad de su gabinete había sido confirmado; sus predecesores habían empezado a trabajar con la mayoría de los puestos –o, en el caso de Bill Clinton, con todos los puestos– cubiertos.44 Cuatro semanas después de la investidura, tan solo treinta y cuatro de los setecientos puestos que necesitaban confirmarse en el Senado tenían un candidato.45 Con ambas cámaras del Congreso bajo el control republicano, Trump habría encontrado poca oposición a sus nominaciones, habría bastado con que tuviera algún nombre que proponer. En el Capitolio se asumía que el presidente electo no estaba preparado, que su propia victoria le había pillado desprevenido. Pero también era evidente que Trump no sentía mucho interés por la tarea de completar el gabinete, convencido además como estaba de que gran parte del mismo no debería siquiera existir.

El interés de Trump por la presidencia se manifiesta en destellos y atisbos puntuales. A diferencia del Gobierno en general, el Ejército claramente sí le atraía –incluso se dice que había esperado un desfile militar en su investidura–, así que sus primeras nominaciones fueron generales: Mike Flynn como asesor de seguridad nacional, John Kelly como jefe del Departamento de Seguridad Nacional, James Mattis como secretario de Defensa y Mike Pompeo, capitán retirado, en la CIA.46 Al parecer también le interesaba la elección de su personal como espectáculo, así que para elegir al secretario de Estado montó algo que recordaba a su reality televisivo: entrevistó a su antiguo rival electoral Mitt Romney y lanzó la idea de nombrar al antiguo alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, antes de anunciar finalmente que se había decidido por el CEO de Exxon Rex Tillerson, otro magnate sin ningún tipo de experiencia en un Gobierno.47 Las competencias de Tillerson se reducían a haber llevado a buen puerto una serie de negociaciones con algunos de los regímenes más represivos del mundo, como Rusia y Arabia Saudí.

En sus primeras semanas en el cargo, Trump firmó una ristra de órdenes ejecutivas que se correspondían con sus promesas electorales: construir un muro en la frontera sur, aumentar las deportaciones de inmigrantes, prohibir la entrada a EEUU de viajeros de países predominantemente musulmanes y acabar con el sistema de seguridad social creado por la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible.48 Estas órdenes estaban redactadas con descuido y no quedaba claro cuáles iban a ser sus consecuencias, en caso de que las hubiera; los fondos para construir el muro no podían recaudarse mágicamente a golpe de orden ejecutiva, y tampoco era posible revocar la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible de esa manera. The New York Times informaba de que el equipo del nuevo presidente era escuálido, apenas media docena de asesores desorientados en la Casa Blanca, donde no eran capaces ni de encontrar los interruptores de la luz, mientras que el propio Trump se desentendía de todo lo que no saliese de su pantalla de televisión. La jornada de trabajo presidencial finalizaba a las seis y media de la tarde, decía The New York Times.49 Una vez retirado a sus aposentos, se dedicaba a disparar tuits, espoleado por “comentarios aleatorios”, en palabras del mismo periódico.50

Trump había hecho campaña a partir del insulto al Gobierno y él mismo era un insulto a la presidencia. Pero ¿podría alguien tan absurdo, tan incompetente a todas luces, suponer un peligro verdadero? Durante los primeros meses de la presidencia, la esperanza de que Trump se volviera “presidencial” se fue viendo remplazada poco a poco por la de que aquello se le diese lo suficientemente mal como para no poder infligir daños permanentes. Podríamos haber imaginado, aunque no vaticinado, que una pandemia convertiría su ignorancia arrogante en algo letal.

 

Nos imaginamos a los villanos de la historia como genios del mal. Esto sucede porque aprendemos sobre ellos en los libros de historia, donde se tejen narrativas que imbuyen de lógica retrospectivamente a los acontecimientos, de manera que parecen predeterminados. Los historiadores y sus lectores aportan un sesgo de percepción inevitable al relato: si un acontecimiento histórico provocó una enorme destrucción, entonces la persona que estuvo detrás de este acontecimiento debía ser un monstruo de proporciones correspondientes. Por muy terrorífico que sea contemplar las catástrofes del siglo xx, resultaría todavía más pavoroso imaginar que la humanidad hubiese penetrado en sus momentos más oscuros sin pensar siquiera. No obstante, si leemos textos de esa época, veremos que los contemporáneos de Hitler y Stalin los consideraban personas de escasa inteligencia, educación e imaginación y, de hecho, incompetentes como personas para el liderazgo gubernamental y militar. Contrariamente a lo que se piensa, no eran prodigios de la política poseídos por un talento extraordinario que los llevó hasta el poder. Más bien fue su ignorancia tranquilizadora, esa arma contundente, lo que propulsó su ascenso en un mundo terriblemente complejo.

Los dictadores contemporáneos, cuyo ascenso contemplamos en tiempo real, mantienen sus perfiles humanos. Fuimos testigos de la codicia y la vanidad de Silvio Berlusconi, que hizo una gestión catastrófica de la economía italiana. Reconocemos el deseo desesperado de Putin de despertar admiración o al menos miedo, a menudo literalmente a costa de su propio país. No obstante, la distancia física hace parecer a los villanos más grandes de lo que son en realidad. A medida que empezaba a calar plenamente el absurdo de Trump, acabando con cualquier esperanza de que se volviese un presidente digno, Putin iba convirtiéndose, en la imaginación estadounidense, en un brillante estratega, un experto agente secreto que tramaba el fin del mundo occidental. Lo cierto es que Putin era y sigue siendo un hombre de poca educación, mal informado, poco curioso, cuya ambición es mucho mayor que su comprensión del mundo. Hasta el punto de que, si tiene algún interés por el Gobierno, lo único que le preocupa es su propio papel al respecto –en el panorama mundial o en la televisión rusa–. Ya esté en una cumbre, pilote un avión o vuele en ala delta con grullas siberianas, lo que le interesa es el espectáculo del poder. En esto, Trump y él se parecen: para ellos, el Gobierno, la presidencia y la política empiezan y terminan en el poder, y la política pública no es más que la representación del poder.

Trump estaba instituyendo el Gobierno a golpe de tuit, pero también, de manera más general, a golpe de gesto. Ese gesto podía ser una llamada telefónica a Carrier, el fabricante de unidades de aire acondicionado que aparentemente logró hacerle abandonar sus planes de deslocalizar puestos de trabajo de Indiana a México (lo cierto es que en el mejor de los casos la llamada consiguió retrasar unos meses algunos despidos), o anunciar la prohibición de viajar a EEUU desde Europa como respuesta a la propagación del coronavirus.51 La campaña de Trump se basaba en parte en su convicción de que la presidencia tenía que ser un cargo de decisiones simples y gestos claros. En público predicaba soluciones en una sola frase, mientras en privado se comenta que le preguntó repetidas veces a un asesor de política exterior por qué EEUU no podía usar armas nucleares “ya que las tenemos”.52 Durante su tercer mes en la presidencia autorizó un bombardeo en Siria. Envalentonado por la cobertura televisiva positiva, ordenó que se emplease en Afganistán un dispositivo explosivo gigantesco conocido como “la madre de todas las bombas” y después se jactó de haber dado al Ejército “autorización plena” –¿para qué complicar las cosas poniéndoles limitaciones a los generales?–. Al mes siguiente, Trump anunció que EEUU se retiraría del complejo y extensísimo Acuerdo de París para el clima, que tanto había costado negociar y que aparentemente él no había hecho ningún esfuerzo por entender: la complejidad del acuerdo resultaba ya en sí misma ofensiva, y la solución pasaba por la simplicidad de retirarse de él.

En abril de 2017 Trump admitía que ser presidente estaba resultando más difícil de lo que esperaba.53 No pareció que el descubrimiento le insuflase humildad alguna. En línea con su manera de entender la política, reprochaba a sus oponentes –su predecesor, las élites, el establishment– que hubiesen complicado tanto las cosas. De no haberlo hecho, las cosas serían como tenían que ser: un hombre daría órdenes y se ejecutarían. No sería necesario tratar con legisladores recalcitrantes o, peor aún, con investigadores entrometidos. Un país, en posesión de las bombas más grandes del mundo, dominaría a todos los demás y no tendría que preocuparse por las intrincadas relaciones entre todos esos otros países. EEUU funcionaría como una empresa, una anticuada compañía vertical de esas que se gestionan mediante el puro y simple ejercicio del poder.

La incompetencia de Trump es militante. No es un factor que pudiera mitigar el peligro: es el peligro mismo. La mecánica de la pugna entre la incompetencia militante y el conocimiento se pudo ver a lo largo de las audiencias de su proceso de destitución en 2019 y, de nuevo unos meses después, durante la pandemia del COVID-19. En este último caso, los propios expertos en salud pública del Gobierno trabajaban para contener la pandemia y sensibilizar a los ciudadanos mientras el presidente desacreditaba estos esfuerzos y minimizaba los riesgos con la petulancia de un hombre orgulloso de su ignorancia. En el otro, Trump, su abogado personal Rudy Giuliani y una pequeña troupe de diletantes y estafadores se dedicaban a lo que ellos llamaban objetivos de política exterior (que la testigo Fiona Hill describió con mayor precisión como “recados políticos”) en las relaciones con Ucrania, acordes con la cosmovisión conspiranoica y vengativa de Trump, mientras un grupo de funcionarios del servicio de exteriores trataba de resistir y mantener políticas congruentes con las normas, las leyes, la lógica y el interés nacional.

En parte podía llegar incluso a resultar cómico. “Había funcionarios europeos de todo tipo […] que aparecían literalmente en la puerta de la Casa Blanca, nos llamaban a nuestros números personales, que en realidad hay que dejar en unas taquillas, así que era difícil comunicarse con ellos –testificó Hill, una de las más experimentadas expertas en Rusia, que estuvo en el Consejo de Seguridad Nacional desde abril de 2017 hasta julio de 2019–. Me encontraba con infinitos mensajes de funcionarios iracundos a los que el embajador Sondland les había dicho que se reunirían conmigo”.54 Hotelero sin ningún tipo de experiencia política o de Gobierno, Gordon Sondland había patrocinado generosamente la campaña de Trump, y este le había nombrado embajador ante la Unión Europea, añadiendo después Ucrania (que no es miembro de esta, por si hace falta decirlo) a su cartera. Sondland había pasado varios meses tratando de conseguir un acuerdo para que el presidente ucraniano Volodímir Zelenski declarase públicamente que estaba investigando a Hunter Biden, hijo del antiguo vicepresidente y contrincante demócrata de Trump Joe Biden, por un presunto caso de corrupción. A cambio, se le concedería una reunión con Trump en la Casa Blanca y aproximadamente cuatrocientos millones de dólares en ayuda militar. Hill testificó que había tratado de que alguien le explicase a Sondland que las cosas no se hacían así; que, entre otras cosas, la política exterior no podía manejarse a través de llamadas a teléfonos móviles personales poco seguros con personas de las que Sondland no sabía nada, en torno a temas de los que no tenía conocimiento alguno: “Básicamente sería como conducir un coche sin guardarraíles ni GPS en un lugar desconocido”. El embajador en funciones ante Ucrania, William B. Taylor júnior, un diplomático de carrera, amenazó con dimitir. Sondland insistió: ahora las cosas se hacían así. Su equipo de incompetentes era más fuerte que los institucionalistas, que o bien se plegaron, o bien perdieron sus trabajos. El consejero de Seguridad Nacional John Bolton dimitió o lo despidieron;55 Hill dimitió; la embajadora ante Ucrania, Marie Yovanovitch, fue llamada a consultas, no sin antes ver su reputación malograda a golpe de rumores y tuits trumpianos.56 Mientras tanto, el diplomático de carrera Kurt Volker, enviado especial a Ucrania, se vio arrastrado al juego de chanchullos diplomáticos,57 y John Eisenberg, abogado principal del Consejo de Seguridad Nacional, ayudó a echar tierra sobre el asunto subiendo la grabación de una llamada incriminatoria entre Trump y Zelenski a un servidor seguro.58 Al parecer, ambos hombres trataban de mitigar los daños que Trump estaba infligiendo al Gobierno, y en vez de eso propiciaron ese mismo daño.

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