Sobrevivir a la autocracia

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vii
podríamos hacer como si fuera un extraterrestre, o llamarlo gobierno de la destrucción

De todos los autócratas que Trump lleva en el corazón, Putin es el único que ha conseguido cautivar la imaginación estadounidense. O, más bien, convertirse en una muleta para la imaginación estadounidense. Putin y su supuesta trama para colocar a Trump en la Casa Blanca no solo prometen una explicación acerca de cómo Trump ha podido sucederle a EEUU, también sirven para generar esperanzas. Cuando finalmente quede al descubierto la conspiración del Kremlin que hay detrás de Trump, la pesadilla nacional terminará. Durante casi dos años, el talk show político más popular del país, The Rachel Maddow Show, en MSNBC, y el periódico más importante del país, The New York Times, dedicaron enormes recursos a la historia insoportablemente lenta, tentadoramente complicada y deliciosamente sucia de la injerencia rusa en las elecciones de 2016 y la supuesta colusión entre la campaña de Trump y el Kremlin.

La teoría de la conspiración no carecía de bases. Había pruebas de un esfuerzo ruso encubierto para influir en las elecciones, pero la existencia real de una conspiración apenas tiene el poder de hacer menos dañina la conspiranoia. La conspiranoia concentra la atención en lo oculto, lo implícito y lo imaginario, y lo aparta de la realidad que se ofrece a la vista de todos.

A la vista de todos, Trump estaba despreciando, ignorando y destruyendo todas las instituciones de rendición de cuentas. A la vista de todos estaba degradando el discurso político. A la vista de todos estaba usando su cargo para enriquecerse. A la vista de todos cortejaba a un dictador tras otro. A la vista de todos estaba promoviendo teorías xenófobas de la conspiración, afirmando ahora que perdió el voto popular por los millones de inmigrantes que habían votado ilegalmente,112 insistiendo, repetidas veces, en que Obama le había puesto escuchas.113 Todo esto, aunque patente, era inconcebible, como la propia victoria de Trump. Cuanto más se dedicaba Trump a atacar la noción de lo posible y lo aceptable, más se hablaba de una Rusia siniestra, todopoderosa, omnisciente, que tenía el mundo en el bolsillo. Finalmente, al buscar una solución mágica que nos librase de tener un teórico de la conspiración xenófobo en la Casa Blanca, llegábamos a una teoría de la conspiración xenófoba: el presidente era una marioneta de los rusos.

Entretanto, Trump se jactaba de haber revocado más leyes en su primer año que ningún otro presidente en todo su mandato; en una ocasión, “dieciséis años de un plumazo”, según sus propias palabras.114 Todo en este alarde era mentira. Lo que sí era cierto es que la suya es la primera Administración que gira en torno a la destrucción.

Los pupilos de Trump empezaron la desregulación revocando o suspendiendo las normas de la era Obama, desde la protección de los derechos de los estudiantes transgénero hasta los parámetros de rendición de cuentas de la enseñanza pública, pasando por la protección de los cauces fluviales frente a las actividades de minería y la restricción de la venta de armas de fuego a personas con discapacidad intelectual. Atacaban a las propias instituciones del Gobierno. Durante el invierno de 2017, por ejemplo, la mayor parte del personal veterano del Departamento de Estado dimitió115 o fue despedido.116 El edificio del Departamento de Estado en Washington se convirtió en una ciudad fantasma. Allí donde una vez podían verse largas colas para pasar los controles de seguridad a la entrada, ahora los guardias estaban ociosos, haciendo tiempo entre visitante y visitante. En el interior, el personal restante trataba de entender lo que sucedía: los programas en los que trabajaban seguían recibiendo financiación –muchos de ellos, suponían, tan solo hasta que entrase en vigor un nuevo presupuesto–, pero ya no tenían una línea de comunicación con el alto mando del organismo ni con los especialistas de los países. Las reuniones informativas diarias del Departamento de Estado se suspendieron (reinstituyéndose de forma puntual cuando Mike Pompeo reemplazó a Tillerson como secretario de Estado),117 igual que las del Pentágono;118 con el tiempo, también la Casa Blanca acabó suspendiéndolas.119

Trump emitió una orden ejecutiva que requería que, por cada norma introducida, dos normas existentes debían desaparecer. La EPA consiguió incluso superar este objetivo.120 A finales de 2017, la EPA había revocado dieciséis normas e introducido una; en 2018 eliminó diez y creó tres.

Los grupos asesores dimitieron o fueron desmantelados, empezando por el Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca.121 El conocimiento científico o bien se dejaba al margen, o bien se borraba literalmente, como en el caso de la información sobre el cambio climático, que primero desapareció de la web de la Casa Blanca y después también de las webs de la EPA.122 La mayoría de las carencias de la Administración, incluyendo la de capacidad, casi siempre resultaban invisibles para la mayoría, aunque de vez en cuando salía a la luz un ejemplo desconcertante. Durante una audiencia en mayo de 2019, cuando la miembro de la Cámara de Representantes Katie Porter, profesora de Derecho y antigua funcionaria de supervisión bancaria en California, le preguntó a Ben Carson por los REO –una abreviatura común para “real estate owned”, propiedades en ejecución–, Carson pensó que Porter le hablaba de las galletas Oreo.123 En aquel momento, llevaba más de dos años como secretario del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano.

Carson se encontraba en el Congreso ese día para defender una propuesta que recortaba el presupuesto de su organismo más del 16%. Todos los proyectos de presupuesto de la Administración Trump consistían en recortes al presupuesto de cualquier organismo que no fuera Defensa, Seguridad Nacional y Asuntos de los Veteranos (en 2018, la NASA, Energía, Comercio y Salud y Servicios Humanos fueron añadidos a la columna de “aumentos”,124 pero en 2019 solo quedaba Comercio,125 con un aumento del 7%). Se pretendía reducir la financiación del Departamento de Estado entre el 24 y el 33%, la de la EPA entre el 25 y el 31% y la del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano entre el 13 y el 19%.126 Los directores de los organismos no presentaron objeciones, dejando en manos del Congreso la continuidad de la financiación de una Administración que había decidido dejar de invertir en sí misma.

Entre toda esta destrucción hay un área que permanece aparte: los tribunales federales. La descripción de Magyar de la mecánica de los intentos autocráticos en los países poscomunistas resulta útil a la hora de analizar lo que está sucediendo en EEUU. Magyar habla de conquistar las instituciones del Estado, aniquilando cualquier distinción entre ramas del Gobierno, y hacerse con los tribunales. En el caso de Trump, la conquista de las instituciones estatales ha tenido dos vertientes: su uso para el beneficio personal y su incapacitación para servir al público. La aniquilación de cualquier división entre las ramas del Gobierno ha pasado por subyugar al Partido Republicano. Y hacerse con los tribunales es eso, hacerse con los tribunales.127 En noviembre de 2019, Trump había batido un récord de jueces nombrados. Sus protegidos constituían una cuarta parte de todos los jueces en tribunales de apelación. Había dado la vuelta a los tribunales que podían tomar decisiones clave en relación con su proceso de destitución. Y había nombrado a dos jueces del Tribunal Supremo.

Estos jueces no solo son de extrema derecha desde el punto de vista ideológico: antiabortistas, desdeñosos de la protección de los derechos civiles, contrarios a los derechos LGTB y favorables a la desregulación. Algunos de ellos también brillan por su falta de experiencia. Trump decidió también saltarse el proceso de evaluación del Colegio de Abogados de Estados Unidos, algo que solo George W. Bush había hecho antes de él.128

A medida que pasa el tiempo, sus elegidos son más extremos desde el punto de vista ideológico y están menos cualificados desde el punto de vista profesional –un reflejo cada vez más fiel de la propia Administración–. Algunas de las audiencias de confirmación supusieron un ataque a la política bastante similar al de un mitin o conferencia de prensa de Trump: se siente vergüenza al verlos y escucharlos.

viii
la muerte de la dignidad

El trumpismo ha atacado diariamente la cultura política estadounidense, pero hay una serie de acontecimientos que parecen destinados a permanecer en la memoria colectiva, no tanto por su impacto desproporcionado, sino quizá porque mostraron con claridad lo que ya se había perdido. Uno de estos acontecimientos fue la confirmación de la nominación de Brett Kavanaugh al Tribunal Supremo. El segundo nominado por Trump al Supremo, Kavanaugh, era aún peor que el primero, Neil Gorsuch. La nominación y la audiencia de confirmación de Gorsuch se hicieron después de que el Senado, dominado por los republicanos, se hubiese negado durante once meses a considerar a Merrick Garland, tercer y último candidato de Obama, para el Supremo. El hecho de que Gorsuch pudiese ahora ser nominado y confirmado suponía una ofensa para la política. En cuanto al propio Gorsuch, parecía ser el tipo de juez conservador que podría haber nombrado cualquier presidente republicano en los últimos tiempos. Para el Tribunal Supremo, un organismo que funciona, o parece funcionar, a partir del civismo y el respeto y la consideración de la pluralidad de opiniones, Gorsuch no resultaba un elemento extraño. Durante el proceso de confirmación llegó incluso a distanciarse de los ataques de Trump a varios jueces.129

 

Con arreglo a su filosofía judicial y opinión política, Kavanaugh no resultaba más extremo que Gorsuch.130 En su primera sesión en el tribunal votó igual que la mayoría con más frecuencia que ningún otro juez (Gorsuch era uno de los dos jueces que menos tendían a votar como la mayoría).131 No obstante, su audiencia de nominación fue la puesta en escena de la muerte de la dignidad en la política.

Hay al menos dos formas en las que el concepto de dignidad es clave en nuestra forma de entender la política. Está la dignidad que otorga a cada ciudadano la participación en el proceso político. Tener una voz, ser escuchados y ejercer la acción política son parte de esta forma de dignidad. También está la dignidad de la representación política, que se apoya en el honor, el procedimiento, las formas de vestimenta particulares y el uso codificado del lenguaje. Durante mucho tiempo, la gente ha entendido que esta representación puede ser un símbolo de la política e incluso un requisito previo. Por supuesto, el espectáculo público de la política puede usarse y se ha usado para excluir a aquellos que no tienen el aspecto o el registro adecuado. Esto subraya la interacción de los dos tipos de dignidad política: la de la participación y la de la representación. El reto de la democracia reside en crear procedimientos que sostengan la dignidad de la representación sin dejar de extender el ámbito de inclusión. El trumpismo ataca a ambos tipos de dignidad, por degradación de la representación de la política y por restricción de la participación en ella.

El 27 de septiembre de 2018, el Comité Judicial del Senado escuchó la declaración de Christine Blasey Ford, una profesora de Psicología de cincuenta y cinco años que afirmó que a la edad de quince había sido agredida sexualmente por Kava­naugh, tres años mayor que ella. Blasey Ford describió al detalle la indignidad de la agresión. Habló del sonido de la risa de su agresor, que se le había quedado grabado para siempre. “Estaba debajo de uno de ellos mientras ambos reían, dos amigos pasándoselo bien de verdad juntos”, declaró.132 El testimonio de Blasey Ford fue comedido, narrado con atención y en ocasiones pesaroso. En otras palabras, mostró respeto por el órgano político y el procedimiento en el que comparecía. Al empezar su declaración, dijo: “Estoy aquí hoy porque creo que es mi deber como ciudadana contarles lo que me sucedió cuando Brett Kava­naugh y yo estábamos en el instituto”. La representación de Kavanaugh, por su parte, fue trumpiana.

Antes de la audiencia, Kavanaugh había negado las acusaciones en una entrevista con la Fox, donde apareció con su esposa, y en una declaración escrita que se presentó al Comité Judicial del Senado. En la entrevista se mostró tan comedido y humilde como lo sería después la acusación, y también él expresó respeto por el procedimiento. “Lo que busco es un proceso justo, un proceso en el que pueda defender mi integridad y limpiar mi nombre –dijo–. Lo único que pido es justicia y que se me escuche”.133

En su declaración escrita, Kavanaugh reconocía la gravedad de las acusaciones en su contra y, una vez más, expresaba respeto por el proceso: “La agresión sexual es algo horrible. Es algo que está moralmente mal. Es ilegal. Va en contra de mis creencias religiosas. Y contradice la promesa básica de esta nación de que todas las personas son creadas iguales y merecen ser tratadas con dignidad y respeto. Las acusaciones de agresión sexual deben tomarse muy en serio. Aquellos que las realizan merecen ser escuchados. El que es acusado también merece que se le escuche. El proceso legal debido es uno de los cimientos del Estado de derecho estadounidense”.134 Y terminaba: “No estoy poniendo en tela de juicio que la doctora Ford pueda haber sido agredida sexualmente por alguien en algún lugar en algún momento. Pero yo nunca le he hecho eso a ella ni a nadie. Soy inocente de lo que se me acusa”.

Durante la mañana de la audiencia, la CNN informó de que Trump había llamado a Kavanaugh la noche antes y le había instado a ser contundente en sus desmentidos.135 “¿Le funcionará a Kavanaugh hoy el estilo beligerante que Trump ha empleado para refutar acusaciones semejantes?”, se preguntaban.

Kavanaugh empezó a gritar tan pronto como subió al estrado.136 Gritó que había escrito él mismo su declaración. Gritó que nadie había visto su declaración. Gritó: “Mi familia y mi nombre han sido completamente destruidos por acusaciones adicionales perversas y falsas”. Gritó: “Este proceso de confirmación se ha convertido en una vergüenza nacional… Han remplazado el ‘asesorar y consentir’ por el ‘buscar y destruir’”. Gritó que la izquierda era capaz de hacer cualquier cosa con tal de hacer descarrilar su nominación, y calificó las acusaciones en su contra de “venganza de los Clinton”.

La audiencia de Kavanaugh fue la primera en el Congreso en la que habitantes de las dos realidades independientes estadounidenses –la autocracia y la democracia representativa– se dirigían a dos públicos distintos en una misma sala. Blasey Ford se dirigía al Comité Judicial del Senado y a un público más general. Kavanaugh, que usó el tono favorito de Trump, ofendido y agresivo, y uno de sus temas preferidos, el de la conspiración clintoniana, se dirigía a Trump. El presidente disfrutó mucho del espectáculo.137 “El juez Kavanaugh le ha demostrado a Estados Unidos la razón por la que lo nominé –tuiteó–. Su testimonio fue potente, sincero y fascinante. La estrategia de búsqueda y destrucción de los demócratas es vergonzosa y este proceso ha sido una farsa y un intento de postergar, obstaculizar y resistir”.

Mientras Blasey Ford se dirigía al comité, los miembros republicanos de este se negaron a interactuar con ella. En vez de eso, prefirieron invitar a una fiscal de Arizona, Rachel Mitchell –una “asistente femenina” en palabras del líder de la mayoría, Mitch McConnell– para que la interrogara.138 Kavanaugh mantuvo un tono intimidatorio en respuesta a las preguntas de Mitchell y de los senadores, demócratas y republicanos. Les dijo a todos ellos una y otra vez que le gustaba la cerveza. En aquella sala todo el mundo actuaba para Trump excepto los demócratas y Blasey Ford. El espectáculo requería pisotear la dignidad de la política –tanto la de representación, que se vio sustituida por gritos y comentarios sobre la cerveza, como la de participación que se le negaba a Blasey Ford, que intervino frente a un público que mayoritariamente se oponía a escucharla–.

Durante el proceso de confirmación se presentaron ochenta y tres quejas contra Kavanaugh en el Décimo Circuito, alegando que su testimonio era falso y que su comportamiento durante la audiencia había sido irrespetuoso para con el sistema judicial.139 En agosto de 2019, todas esas quejas fueron desestimadas por un comité nacional de jueces federales porque Kavanaugh, como juez del Tribunal Supremo, ya no estaba bajo su jurisdicción.140 Al igual que Trump, que no está sujeto a las reglas sobre conflictos de interés por ser el presidente, Kavanaugh había llegado allá donde las reglas que solían dirigir la política estadounidense no podían alcanzarle.

ix
mueller no nos salvó

Estos tiempos traen extraños compañeros de cama. Cuanto más pisoteaba Trump la política pública, mayor era la energía depositada por la oposición sobre el antiguo director del FBI, el fiscal especial Robert Mueller. Una serie de reportajes halagadores sobre él proyectaban una nostalgia no analizada de la normalidad pre-Trump. The Washington Post comparaba los orígenes de Mueller, de familia adinerada, con los de Trump, procedente de un contexto inmigrante.141 Politico dijo de él que era “la flecha más certera de América”.142 Todo el mundo escribía acerca del estilo de Mueller: trajes Brooks Brothers de confección, camisas blancas y corbatas rojas o azules con motivos pequeños –que el blog de moda masculina Die, Workwear! ensalzaba como “lo opuesto de los trajes Brioni oversize y corbatas de satén brilloso de Trump” –.143 El blog añadía que “Mueller es de verdad. Aprendió a vestirse gracias a su privilegiada educación WASP, no en blogs de estilo como este”. En un artículo de GQ decían llenos de admiración que era “un viaje en el tiempo a un régimen anterior, cuando, cuentan las sagas, los patricios de la Ivy League entraban en el Gobierno para servir, no para enriquecerse”.144 La mayor parte de los que escribían sobre él no dejaban de apuntar también que el reloj de Mueller era un Casio de treinta y cinco dólares que lleva con la esfera en la parte interior de la muñeca, al estilo militar.145 Incluso el mandato extraordinariamente largo de Mueller a la cabeza del FBI –doce años, lo que hizo necesaria una dispensa especial para volverlo a nombrar, un mandato solo superado por el reinado de John Edgar Hoover– alimentaba el furor en torno a su persona.

La gestión de Mueller en el FBI, que empezó el 4 de septiembre de 2001, era tanto síntoma como causa de los procesos que hicieron posible el trumpismo: el alza de la política de la conspiración, la concentración sin precedentes de poder en la rama ejecutiva y la transformación del FBI de organización de policía criminal a agencia de espionaje nacional. En septiembre de 2013, hacia el final del segundo mandato especial de Mueller como director del FBI, la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles publicó un informe de sesenta y nueve páginas acerca del FBI bajo su mando.146 Se titulaba Unleashed and Unaccount­able: The FBI’s Unchecked Abuse of Authority [Desatado e irresponsable: el abuso de autoridad descontrolado del FBI]. El informe concluía que “el FBI está repitiendo errores del pasado y una vez más se está centrando de manera injusta en los inmigrantes, las minorías raciales y religiosas y los disidentes políticos en su vigilancia, infiltración y ‘estrategias de desarticulación’”. Esta vez, no obstante, continuaba el informe, el FBI tenía a su alcance herramientas mucho más poderosas: “Las innovaciones tecnológicas han incrementado significativamente la amenaza a la libertad estadounidense”. El informe detallaba varias ocasiones en las que los agentes del FBI de Mueller habían recurrido a la tortura –palabra ausente de todos los artículos laudatorios–. The Washington Post, en vez de eso, afirmaba que “pese a que se temían más ataques terroristas, Mueller tenía la firme intención de proteger las libertades civiles” –una afirmación que podría haberle granjeado al periódico uno o dos Pinocchios de los que reparte su propio departamento de comprobación de datos–.147 Como apoyo a esta alegación caprichosa, el periódico citaba al antiguo fiscal general Eric Holder: “No permitió que en la era pos 11 de septiembre los agentes usasen en los interrogatorios técnicas que no le parecieran coherentes con la ley y tradición americana”, una afirmación cuidadosamente formulada que no decía estrictamente nada.

Deseábamos tan fervientemente que nos librasen de Trump que nadie pareció detenerse a considerar las implicaciones de que fuese el padre del estado de vigilancia contemporáneo estadounidense, Mueller, quien lo hiciera. Pero es que además tampoco él nos libró de Trump.

Después de veintidós largos meses, salió por fin a la luz el informe de Mueller. Con sus cuatrocientas cuarenta y ocho páginas, se trataba del más completo retrato del trumpismo hasta la fecha condensado en un solo documento.

La primera parte del informe trataba de contar la historia de la injerencia rusa y la relación que la campaña de Trump había tenido con ella.148 La gran esperanza de la oposición radicaba en que la investigación uniría los puntos obvios de anteriores cargos y comparecencias, y que narraría la historia de una conspiración que desacreditaría de forma fatal la presidencia de Trump. Pero el informe de Mueller no unía nada con nada. En lugar del relato de un único delito concebido por un solo y genial actor o entidad, contaba con detalle una sucesión de trapicheos, en su mayoría fallidos. En todo caso, llamaba la atención la falta de coordinación entre ellos, así como la naturaleza mezquina y ratera de la mayoría. Los autores eran rusos y estadounidenses y rusoestadounidenses, oscuros abogados, empresarios aún más oscuros y oscurísimos asesores políticos, cada uno de ellos dispuesto a estafar a todos los demás. Todos exageraban lo que sabían y podían aportar. Todos mentían y casi ninguno obtuvo lo que pretendía.

 

Para cuando se publicó el informe, el antiguo jefe de campaña de Trump, Paul Manafort,149 y su abogado,150 Michael Cohen, estaban ambos en la cárcel, condenados a siete años y medio y tres años respectivamente. Pero la naturaleza del trumpismo es tal que sus más estrechos colaboradores pueden estar en la cárcel sin que Trump se vea él mismo afectado, en parte porque ya sabíamos que la suya es una Administración de truhanes y estafadores sin escrúpulos, y habíamos llegado a aceptarlo.

El segundo volumen, tan solo algunas páginas más breve que la parte rusa del informe de Mueller, describía el comportamiento del presidente durante la investigación. Aquí, más allá de acontecimientos y acciones que podían deducirse de los exabruptos en público del presidente (como sus intentos de obligar a la Fiscalía General a anular la investigación sobre Rusia), había información nueva. La revelación más importante era que Trump había ordenado al consejero de la Casa Blanca Don McGahn que destituyese a Mueller (este ignoró la orden) y después había intentado obligarle a escribir una declaración en la que se negaba que algo así hubiese sucedido. A un lego, estas revelaciones le hubieran podido parecer pruebas claras de obstrucción a la justicia. Pero Mueller escribía que no quería determinar si el presidente era culpable de obstruir la justicia. El informe decía:

Finalmente, llegamos a la conclusión de que en el raro caso de que una investigación penal acerca de la conducta del presidente estuviese justificada, las investigaciones para determinar si la motivación del este era deshonesta no deberían entorpecer de manera intolerable el desempeño de sus deberes constitucionalmente asignados. La conclusión de que el Congreso podría aplicar las leyes de obstrucción al ejercicio deshonesto de los poderes de su cargo está en línea con nuestro sistema constitucional de control y equilibrio y el principio de que nadie está por encima de la ley… Puesto que estábamos decididos a no emitir un juicio procesal tradicional, no sacamos conclusiones definitivas acerca de la conducta del presidente.151

En otras palabras, Mueller pensaba que, de procesar a Trump, la presidencia se hubiera paralizado, y no estaba dispuesto a correr ese riesgo. De cualquier modo, también estaba indicando que había recabado pruebas que permitirían al Congreso dar el paso siguiente.

El informe Mueller era un dechado de moderación institucional, muy acorde con el personaje que los medios habían creado a lo largo de casi dos años. A diferencia de su gestión del FBI, la investigación no rebasó en ningún momento los límites de su autoridad, siguiendo un mapa lo más conservador posible. Mueller decidió no interrogar a Trump durante la investigación y, aún más importante, también optó por no determinar nada en cuanto al tema de la obstrucción a la justicia. Pero sí le pedía al Congreso que actuase, que retomase el asunto donde él lo había dejado.

No obstante, antes de que el informe pudiese llegar al Congreso pasó por la mesa del jefe de Mueller, el fiscal general Wil­liam Barr, que en ese momento llevaba un total de cinco semanas en el cargo. Barr, fiscal general en la Administración de George W. Bush de 1991 a 1993, había dedicado la mayor parte de su tiempo desde que dejara el cargo a ejercer como abogado para grandes empresas y a donar grandes cantidades al Partido Republicano. También había defendido sin ambages las acciones más controvertidas de Trump, incluidas la prohibición de entrada a los musulmanes152 y la decisión de despedir a James Comey,153 director del FBI, publicando sendos artículos de opinión al respecto en The Washington Post. Después de que Barr defendiese el despido de Comey, Trump le había pedido que fuese su abogado,154 oferta que Barr rechazó, aunque en junio de 2018 escribió al Departamento de Justicia una nota que al parecer nadie le había pedido, con el asunto “La teoría de ‘obstrucción’ de Mueller”.155 En esta nota argumentaba, básicamente, que el presidente tenía toda la autoridad jurídica para hacer lo que le placiese –misma premisa que había usado en su defensa de la prohibición de entrada a EEUU a los ciudadanos de países predominantemente musulmanes–, sentando así las bases del poder autocrático.

Barr, la primera persona ajena al equipo de Mueller en leer el informe, se dirigió al Congreso y al público en general:

Las pruebas recabadas durante la investigación del consejero especial son insuficientes para establecer que el presidente incurriera en un delito de obstrucción a la justicia. Nuestra determinación se hizo con independencia de y sobre la base de las consideraciones constitucionales que rodean al encausamiento y proceso penal a un presidente en ejercicio.156

Esta fue la mayor crisis institucional de la presidencia de Trump hasta la fecha, concentrada en la contradicción entre la conclusión de Mueller, que pedía al Congreso que interviniese y actuase a partir de las pruebas recabadas, y la reinterpretación del informe por parte de Barr, que comunicaba al Congreso que no tenía nada más que hacer en el caso. Mueller escribió a Barr para plantear sus objeciones:

La carta que el Departamento envió al Congreso y publicó en la tarde del 24 de marzo no reflejaba plenamente el contexto, la naturaleza y el fondo del trabajo y de las conclusiones de esta Oficina. […] La opinión pública ahora está confusa acerca de aspectos fundamentales de los resultados de nuestra investigación. Esto amenaza con socavar el objetivo principal por el cual el Departamento nombró al consejero especial: garantizar una plena confianza por parte de la opinión pública en el resultado de las investigaciones.157

Esta carta no se publicó hasta el 1 de mayo de 2019. Para entonces, Barr había publicado el informe. Se trataba de una versión editada, pero contenía la conclusión de Mueller. Llegados a este punto, no obstante, el producto de la investigación de Mueller estaba ya comprometido por una guerra de interpretaciones. La mayor parte de los estadounidenses –y, de hecho, la mayor parte de los miembros del Congreso– no leyeron el informe, pero eran conscientes de que Barr y Mueller, o el presidente y los demócratas, estaban discutiendo acerca de sus conclusiones. Se podía elegir una u otra postura en función de la afiliación política o televisiva de cada uno, como si los actos del presidente fueran en realidad una cuestión de opinión en lugar de un hecho.

El informe llegó al Congreso el 18 de abril de 2019. No fue una bomba. No fue, claramente, ni el fin ni el principio de nada. Fue un ruido sordo. La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, que no deseaba iniciar una batalla en el Senado que pudiera perder (lo controlan los republicanos), optó por no incoar el procedimiento de destitución. Fueron los demócratas más jóvenes los que tuvieron que solicitarlo.158 A lo largo de la primavera y el verano, el número de partidarios de la destitución fue aumentando poco a poco, una o dos docenas de representantes por mes.159 Lo de tener un presidente que ordenaba a su consejero mentir al Congreso, un presidente que mentía él mismo a los ciudadanos, un presidente estafador, no era, al parecer, una urgencia, o al menos las instituciones políticas estadounidenses no estaban preparadas para tratar el tema como si lo fuera.

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