BCN Vampire

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Juan C. Rojas

BCN VAMPIRE

LA SOMBRA DEL DIABLO


1ª edición en formato electrónico: julio 2020

© Juan C. Rojas

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: ImatChus

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

info@terraignotaediciones.com

ISBN: 978-84-122357-3-9

IBIC: FMX FP 1DSE-ES-JAA 2ADS 5X

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.




Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación públidiciemreca o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Juan C. Rojas






BCN VAMPIRE

LA SOMBRA DEL DIABLO

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XX

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXIII

CAPÍTULO XXIV

CAPÍTULO XXV

CAPÍTULO XXVI

CAPÍTULO XXVII

CAPÍTULO XXVIII

CAPÍTULO XXIX

CAPÍTULO XXX

CAPÍTULO XXXI

CAPÍTULO XXXII

CAPÍTULO XXXIII

CAPÍTULO XXXIV

CAPÍTULO XXXV

CAPÍTULO XXXVI

CAPÍTULO XXXVII

CAPÍTULO XXXVIII

CAPÍTULO XXXIX

CAPÍTULO XL

CAPÍTULO XLI

CAPÍTULO XLII

CAPÍTULO XLIII

CAPÍTULO XLIV

CAPÍTULO XLV

CAPÍTULO XLVI

CAPÍTULO XLVII

CAPÍTULO XLVIII

CAPÍTULO XLIX

CAPÍTULO L

CAPÍTULO LI

CAPÍTULO LII

CAPÍTULO LIII

CAPÍTULO LIV

CAPÍTULO LV

CAPÍTULO LVI

CAPÍTULO LVII

CAPÍTULO LVIII

CAPÍTULO LIX

CAPÍTULO LX

CAPÍTULO LXI

CAPÍTULO LXII

CAPÍTULO LXIII

CAPÍTULO LXIV

CAPÍTULO LXV

CAPÍTULO LXVI

EPÍLOGO




«De día es señor de los bosques

habitando los claros y los valles.

De noche es el caballero de los vientos

el dios astado señor de las sombras».

Del Libro de las Sombras



Suponemos que el brillante día

destapa las heridas nocturnas

amparadas por la oscuridad,

pero a veces lo que hace es

deslumbrar nuestra vista

y ocultarnos los mayores

misterios a plena luz.

Juan C. Rojas




La sombra del vampiro


Un batir de negras alas

invisibles a mis ojos

enfriaron mi corazón

volviéndome un demonio.

Mi sonrisa va alumbrando

las calles de la ciudad

en noches de rojo néctar

buscando a quien libar

un poco de su fluido de vida

para al final su mente esclavizar.

Cuerpos que excitan mi ser

luciendo mi lado salvaje

envolviéndolas como una sombra

para poderlas poseer.

La hembra que está maldita

crea en mí desazón

la primera de las vampiras

que hace ver mi maldición.

El día que nunca existe

solo como un recuerdo vago

hace de mí, ser de la noche

envuelto por la sombra del diablo.

Juan C. Rojas


CAPÍTULO I




Las gotas de lluvia resbalaban por mi frente inundando mis ojos y humedeciendo mis labios. Cada vez apretaba más la gabardina contra mi cuerpo en un vano intento de que este no se mojara, pero, muy en el fondo, no solamente no me importaba sino que lo deseaba, tanto como mi sed, una sed que no quería tener ni reconocer. La noche era cerrada y la luz de los faros de los automóviles hacía que se empequeñecieran mis pupilas, así que cuando vi aquel bar abierto a esas horas de la noche no lo pensé dos veces y me adentré en sus olores acres de carne frita y cerveza caliente. Solamente pedí un café en un acto de olvidar, sabiendo que mi mente y mi cuerpo pedían lo que yo no quería.

Me senté en una mesa y perdí la mirada en una máquina de discos que liberaba una melodía para insulsos…, una música que penetraba en lo más hondo de mi ser, hasta que sin darme cuenta, volví la vista hacia la puerta y la vi entrar; no recuerdo desde cuando no estoy con una mujer y me invadió una ola de deseo que casi me hizo soltar un gemido de desesperación. Pero me contuve, solamente la miraba, sin poder dejar de hacerlo; sus ojos bordeados de un negro como la noche, sus medias de malla que resaltaban sus largas piernas. Pero sobre todo llamó mi atención su tatuaje, hecho en el sitio que menos hubiera querido que me atrajese. En su cuello. Cuanto más lo miraba más se despertaba la sed que quería mitigar. Mi corazón se desbocaba y mi pulso se aceleraba hasta parecer el galope de un caballo desenfrenado. Todo el frío que la lluvia caló en mis huesos se tornó de repente en una oleada de calor que invadió toda mi esencia. Los pensamientos pasaban por mi cabeza muy rápidamente, pero no sabía qué decirle. No quería acercarme a ella, pero tampoco quería que se fuera. Deseé pegarme a su cuerpo y sentir su calor aunque solamente fuera por un momento. Al final decidí que debía desaparecer de allí pensando que si me acercaba a ella nada bueno podía ocurrir. Tomé el café de un sorbo, dejé unas monedas y me dirigí hacia la puerta. Al pasar por su lado no pude evitar hablarle:

 

―Hola.

Ella me miró con auto suficiencia, pero luego sonrió advirtiendo mi inseguridad.

―Vas a congelarte. Invítame a un café y toma otro conmigo.

No pude negarme. Mi corazón martilleaba sin descanso; mi respiración se entrecortaba y a ella eso pareció agradarle. Pero yo no me encontraba a gusto, algo me decía que huyera, pero mis piernas solamente obedecían a mis ojos que estaban hechizados por su mirada…, y ese tatuaje…, no sé lo que me pasó en ese momento, solamente recuerdo que le dije que viniera conmigo, recuerdo que la pasión me invadió y que se la contagié; evoco continuamente ese tatuaje entre mis labios, entre mis dientes…, y aquel sabor dulzón que nunca olvidaré. El sabor de la sangre. Dios me perdone y el diablo me lleve, desde aquella noche solo vivo por el púrpura elemento de las mujeres que me incitan a la lujuria. No las mato, pero las muerdo y saboreo su dulce néctar, para luego no volverlas a ver, aunque ellas no paren de buscarme. Mi deseo es una maldición. Me llaman muchas cosas, a cual peor, pero ninguna escuece tanto en mi alma como cuando me llaman… DEMONIO.


CAPÍTULO II




Siempre he creído que había una fuerza cósmica para cada cosa. Antiguamente eran llamados dioses por seres politeístas que hacían de la guerra y el sufrimiento su bandera. Y ahora juro blasfemando a esas fuerzas. Mi piel no es blanca sino curtida por el sol, mis ojos no son claros sino dorados, y mi cuerpo no es delgado con una fuerza sobrehumana, sino musculado con una fuerza limitada. Pero mis dientes sí son blancos como la luna, sobresaliendo dos de ellos un poquito por las esquinas, muy afilados. Desde que aparecieron con mi sed de sangre ya no sonrío, no quiero que vean en el monstruo en que me he convertido. Pero mi seriedad es un atractivo para el sexo femenino, y aunque intento alejarme de las mujeres para no herirlas, no puedo evitar sentirme atraído por ellas y dañarlas. Hasta aquella noche. El frío me estaba calando, solamente sentía un calor infernal cuando me cruzaba con alguna muchacha y se revolvía mi parte salvaje, cosa que no ocurría en dos días gracias a los dioses. De pronto mi corazón casi se paraliza con aquella visión. Era hermosa y salvaje, con una frialdad que podía convertir en cenizas el propio infierno. De una mirada penetrante en unos enormes ojos verdes que helaban el alma, mi vil y endiablada alma. Mis músculos no obedecían a mi cerebro, no sentí las ganas de poseerla como ocurría con las otras, mi sed de sangre no apareció como solía ocurrir. Me miró durante unos eternos instantes, inexpresiva; sentí un pavor como no recordaba haber sentido en años. Quise acercarme a ella, pero fue inútil. Me invadió el miedo. Salí corriendo desapareciendo en la noche. Fue cuando me di cuenta de que estaba maldito. Sí, maldito porque me había enamorado de la única mujer a la que creía que no podría poseer. Esa noche clamé al cielo y a los elementos y deseé no volver a verla jamás. Pero el universo no me hizo caso, ya que me tenía reservadas un par de sorpresas. Caí rendido en el asfalto con una última visión de la mujer diablesa que se había apoderado de mi alma.


CAPÍTULO III




Nací bajo el signo de Libra y así lo llevo tatuado en mi espalda. Un tribal que en nada se asemeja al símbolo de dicho signo. Al contrario de lo que muchos piensan, los libra nunca encontramos el equilibrio, pero no dejamos de buscarlo. Quizá ello sea la causa de que nos acerque más a él. Pero no es mi caso. Mi alma no tiene contrapeso con otra alma. Mi signo en Libra está maldito. No recuerdo mucho del día, sé que mi piel está más oscura, lo que quiere decir que he estado al sol, pero cuando las estrellas aparecen mi memoria se enturbia y vuelvo a ser el mismo de la noche anterior. Miro a la luna y maldigo su luz, esa luna que antaño tanto adoré, y deduzco que para que el alma sea luminosa necesita de la oscuridad. Pero ¿cuál es mi cometido en esta vida? Creo que solamente soy una bestia al servicio del mal con un corazón que llora por lo que me he convertido. Cuando hago lo que hago mi esencia se desmiembra de tal manera que mis pedazos se disgregan por el fango. Quisiera derramar alguna lágrima, pero no puedo. Solamente me dedico a violar las leyes del ser humano. Conquisto corazones femeninos para luego chuparles la sangre, para dejarlas en un éxtasis que hace que quieran volver a mí. Pero me niego. No quiero que sufran, pero es lo que les voy a hacer, y cuanto más las poseo y más sufren, mayor es mi gozo, hasta que me encuentro solo y entonces el que sufre soy yo. Mi signo en libra me desequilibra por completo.

La noche es fría y despejada. La dama blanca en el negro cielo remarca el dorado de mi mirada y la chica rubia y explosiva me desea. Pero mi pensamiento esa noche estaba obsesionado por otra mirada. Unos ojos grandes y verdes que helaban toda mi pasión para posteriormente hacerla explotar en deseo y temor. Los ojos de la diablesa que consumían mi alma. Quizá si mordiese un par de cuellos más me olvidaría de ella. Eso creía. Pero su imagen me escocía en lo más hondo de mi ser. La deseo y la repudio.

Entré en aquel tugurio para tomar un par de whiskies, ver si me dormía y amanecía tal y como era yo. Pero el destino me la jugó, pues allí estaba ella sentada al lado de la barra. Giró sus ojos y los clavó en los míos. No creo que Dios exista, pero lo aclamé en ese momento ante su verde mirada como la jungla más salvaje. Me quedé hipnotizado, quería irme, huir, pero no podía. Se levantó y se dirigió hacia donde me encontraba; no lo podía creer, la mujer más fascinante de este planeta se acercaba a mí, un maldito como era yo, sintiéndome indefenso ante el fulgor de su mirada como si fuera un niño. En ese momento la deseé más que nunca y más que nunca quise escapar. Cerré momentáneamente los ojos en un intento de esquivar su influjo, esperando una atronadora voz que me enviara al infierno. Luego los abrí…, y ya no estaba. Miré hacia todos lados, buscándola, hasta que la vi en la calle a lo lejos, lanzándome una última mirada antes de desaparecer. Y entendí que nos volveríamos a ver.


CAPÍTULO IV




Mi cerebro no podía procesar con claridad aquel infernal ruido hasta que abrí los ojos, giré la cabeza y me quedé observando el despertador al lado de una botella vacía de Knockando. Me levanté medio zombi, me acerqué a la ventana y subí la persiana. Un haz de luz me cegó por momentos.

―¡Joder!

Hacía un día tan brillante que tuve que tapar mis ojos con la mano mientras frotaba los dientes al notarme la boca pastosa. Miré al suelo y vi una braguita tanga de color negro.

―¿Cómo es posible? ―mi mente era un hervidero― ¿Estuve anoche con una mujer y no me acuerdo? ¡Joder, cómo me duele la cabeza!

Me dirigí al baño para darme una larga ducha tonificante; el agua fue calmando la rara ansiedad que sentía; cuando, de pronto, me pareció ver algo a través de la mampara, como si fuera la figura de una mujer; me alerté y asomé la cabeza no viendo nada. Seguro que la resaca del whisky me la estaba jugando.

Me puse unos tejanos desgastados y una camiseta de color blanco con bambas del mismo color. Al ir a lavarme los dientes noté como un pequeño dolor en los caninos, pero lo alucinante eran las pequeñas manchas en ellos, como alguna pasta seca. Los lavé con fruición y luego me senté ante mi Underwood, esperando que alguna idea viniera a mi cabeza para llenar de frases estúpidas el papel en blanco y golpear sus teclas con fruición. Pero solamente conseguí llenar media papelera de hojas arrugadas y hechas una pelota. Me levanté y me fui a la calle. Necesitaba tomar un café y observar a la gente, sacar alguna idea que me hiciera ensamblar unas palabras con otras y crear algo digno de leerse. La actividad frenética del lunes por la mañana me distrajo por momentos mientras tomaba un capuchino en el bar de la esquina. Hubo un momento en que me quedé absorto hasta que una voz me hizo girar la cabeza.

―Tienes ojeras. ¿Mucha fiesta anoche?

La miré como siempre lo hacía: con ojos de cordero degollado. Observar su mirada fresca y penetrante, con unos ojos color miel increíbles que me aceleraban el pulso, y una figura grácil y estupenda que alineaba por la espalda con una larga cabellera rubia recogida en una cola de caballo. Alicia era una delicia.

―¡Supongo que sí!

―¿Supones?

No pude evitar una sonrisa.

―No recuerdo lo que hice. Quizá bebí demasiado.

Movió la cabeza cuando una amplia y preciosa sonrisa se dibujó en su rostro mientras bromeaba.

―Cuando te cases conmigo vivirás más tranquilo.

¡Casarme con ella! Ojalá fuera yo de esos, pues ella sería la candidata perfecta. Seguro que sabría hacerme feliz; pero soy un paria del amor, un rebelde y salvaje. Me acerqué y la besé en la mejilla.

―Tú sabes que, aunque no me case contigo, te quiero mucho, y no quiero que faltes en mi vida.

Ella soltó un suspiro.

―Me voy, que debo ir a trabajar. Algunos no tenemos la suerte de ganarnos la vida con la pluma y el pergamino.

Me acordé que tenía una reunión con mi editora. Seguro que me caería una bronca por no tener lista la siguiente historia de la saga «BCN vampire» que llevaba unos tres meses teniendo un éxito aceptable, con lo que mi bolsa se solía ver llena de billetes. Me dirigí al Paseo de Gracia en metro. Cuando llegué me quedé mirando la fachada del edificio donde se encontraba la editorial, muy antigua y muy bonita. Me pregunté cuánto valdría vivir en uno de aquellos pisos; quizá algún día pudiera permitírmelo. Cuando entré en el despacho de Marta esta me miró un tanto malhumorada.

―Muchacho, ¡está a punto de expirar la fecha de entrega de tu manuscrito! ¿Me traes algo?

Saqué a relucir mi mejor sonrisa y me senté en la silla de invitados.

―Estoy a punto de acabarlo.

Me miró de reojo con el escepticismo dibujado en su cara.

―¿Seguro?

―Pasado mañana lo tienes aquí.

Cambió la expresión a pícara.

―Entonces tendrás que compensarme con… ¿una cena por ejemplo?

Lo volvió a hacer. Me volvió a tirar los tejos. Marta era una mujer atractiva para la edad que tenía, pero no era mi tipo, así que tenía que echarle más imaginación para desembarazarme de ella que para escribir mis novelas.

―Tú sabes que algún día tomaremos algo juntos, pero ahora me debo al próximo capítulo de la saga. Porque si no, tomaré algo con una mujer cabreada.

Me levanté y cogí un caramelo de la tacita que había encima de la mesa. Luego sonreí, me encogí de hombros y me dirigí a la salida.

―Ha sido una reunión corta, pero intensa, señora editora.

Mientras me perdía por la puerta ella solo se fijaba en mi trasero. No pude evitar sonreír de nuevo.

Una vez en la calle volví a coger el metro y me fui hasta el Paseo de Sant Joan, a la biblioteca Arús, a ver al hombre que me dio la idea de que escribiera la saga. Vladimir Kälugärul, un rumano de pelo largo y una mirada negra como la noche, afincado en Barcelona desde hacía muchos años; un tipo interesante a la vez que misterioso. Cuando llegué estaba inmerso en la lectura de un libro que parecía muy antiguo.

―Vlad, amigo, se me escapan las ideas.

Su voz era suave y su manera de expresarse muy lenta, como si diera una lección con cada palabra que decía.

―Querido Radu, la inspiración nos vendrá por gracia divina, por aquel que es portador de la luz.

 

Nunca supe por qué me llamaba Radu y no por mi nombre que es Salomón.

―La verdad es que cuando estoy contigo se me llena la mente de ideas. Tenemos que vernos más a menudo, así seré el escritor más prolífico de la ciudad.

Él levantó la vista del libro y la fijó en mí mientras esbozaba una extraña sonrisa. Estuvimos hablando sobre su tierra y los seres míticos que la poblaban en sus tinieblas: los vampiros, empapándome de su sabiduría. Luego nos despedimos.

―Me voy, y ya sabes amigo, tenemos que vernos más a menudo.

Salí de la biblioteca mientras él me miraba cuando me iba. Susurró algo muy bajo que nadie oyó.

―«Muchacho, nunca te acuerdas de que nos vemos cada noche».

Bajó la mirada y siguió en su estudio.


CAPÍTULO V




El extraño momento en que la claridad va desapareciendo y mi energía va en aumento es como una sucesión de imágenes que pasan por mi mente, haciéndome olvidar quien soy. Estoy tranquilo, en pijama, ante la máquina de escribir, y de pronto me veo por la calle recorriendo la ciudad vestido de negro y con un abrigo de piel que me llega casi a los tobillos. Nunca recuerdo donde compro ese tipo de ropa, pero me hace confundirme con la noche oscura, apareciendo cuando uno menos lo espera.

La muchacha que se cruzó en mi camino era una diosa del Olimpo. Aquel pelo negro que caía sobre una espalda acabada en una deliciosa curva que hizo que mi corazón se disparara y mi sed volviera. Sus ojos eran dos ópalos azules luminiscentes que me atrajeron como un imán gigantesco.

Aparecí delante de ella por sorpresa, nos separaban tres metros, y fundí mi mirada con la suya. Se asustó y se quedó paralizada, pero cuanto más me acercaba su miedo se iba transformando, en sus ojos comenzó a nacer el deseo, una atracción que la desarmó. Aunque mi mente no quería que ocurriera, mi cuerpo era el fuego del infierno. Un espasmo de placer recorría toda mi esencia y aquellos pinchazos me hicieron abrazarla y besarla lentamente. Su lengua húmeda era como el terciopelo con sabor a melocotón, y los espasmos iban en aumento. Mis manos eran dos plumas suaves que paseaban por su espalda mientras yo mantenía mis ojos cerrados, para evitar mirar su cuello, un cuello que comencé a besar lentamente hasta que el corazón parecía que me iba a estallar. Mis ojos se abrieron de golpe y la separé bruscamente; ella me miró suplicante, implorando que no la dejara, que llegara hasta el final, pero mi miedo entró en escena, miedo por ella, aunque mi corazón seguía galopando. La cogí de la mano y acabamos en un lugar, del cual tenía la llave, aunque no sabía por qué, donde levanté su blusa y rompí el sujetador que tapaba aquellas dulces delicias que quedaron a la vista. Comencé a besarlas mientras le desabroché el pantalón dejando que cayera al suelo. Ella soltó un gemido que me volvió loco, haciendo que rompiera su braguita, la empujara hacia la cama y me perdiera entre sus muslos. No recuerdo a una muchacha que disfrutara tanto como ella en esos momentos, pero lo peor fue cuando levanté la cabeza y sonreí maquiavélicamente, mostrando unos caninos algo más largos y finos de lo normal. Ella me miró, pero no hubo miedo en su cara, sino más deseo. La fui besando y saboreando mientras iba subiendo por su vientre y pecho con la respiración entrecortada por el placer, hasta que comencé de nuevo a besarle el cuello. Estaba cada vez más extasiada, sus jadeos eran acompasados, y yo más frenético. Aquella carita bonita me volvía loco, pero era el cuello donde más se paseaba mi lengua y aterrizaban mis besos, hasta que comencé a poseerla con un vaivén que me hacía oír retumbes lejanos que no eran otra cosa que mi corazón desbocado. Los golpes eran más fuertes y más seguidos hasta que perdí la noción y mis dientes se clavaron en ella; dio un gritito, pero me pidió más y más, pues no quería que acabara; ella quería que aquello fuera eterno, pero coincidió que mi sed de sangre se mitigó a la vez que explotamos de placer los dos, en un salvaje grito orgásmico. Quedó extenuada y satisfecha, comenzó a acariciarme, pero lo único que hice fue levantarme, ponerme el pantalón y decirle que se fuera. Ella no se opuso, como una autómata se vistió y se dirigió hacia la puerta, y antes de salir se volvió.

―Me llamo…

―No ―la corté tajantemente―, nada de nombres. Vete.

Me miró dulcemente.

―¿Cuándo volveré a verte?

No quería ni mirarla. Mi voz sonó grave:

―Vete.

Desapareció de escena. No sé cuánto tiempo estuve mirando el suelo, pensativo, intentando poner en orden unas ideas totalmente inconexas. Me levanté y me dirigí al mueble bar, cogí una botella de whisky, me acerqué a la ventana y di un trago largo y pausado. La noche era despejada y estrellada, en la calle todavía se veía algo de movimiento. Volví a dar un trago al Knockando y lancé la botella encima de la cama. Me puse la camisa y el abrigo y salí de aquel lugar. Todavía era pronto y comenzaba a tener sed. Pensé que si caminaba mucho se me pasaría, pero había demasiadas mujeres pululando en la noche como para que no me tentaran de nuevo.

Cuando salí de la portería a la calle, unos ojos indiscretos me siguieron desde una ventana situada enfrente del piso que acababa de dejar, y desde ahí una sonrisa malévola iluminó por momentos el cristal de la misma.

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