BCN Vampire

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CAPÍTULO VI

La música y las luces distraían mi atención. La discoteca estaba llena a reventar y la gente se empujaba para poder pasar. Yo estaba sentado en la barra apurando un chupito de whisky, dejándome llevar por mis fantasías. Era increíble lo que podía llegar a beber sin emborracharme, aunque al final acabara así.

―Ponme otro chupito, encanto.

La camarera me miró pícaramente, y cuando me lo sirvió me guiñó un ojo y lanzó un beso al aire en mi dirección. Yo alcé el vasito a modo de brindis y cuando fui a beberlo un empujón lo derramó por encima de la barra. Giré la cara con calma y vi ante mí a un tipo de metro ochenta y cinco con músculos hasta en las pestañas. Lo miré fríamente.

―¿Por qué has hecho eso?

Fue muy descortés.

―¿Te crees que puedes ir flirteando con las mujeres de otros, payaso?

Mi cinismo salió a relucir.

―A ver si lo entiendo. ¿Ligar con la mujer de otro, payaso? ¿O hacerlo con la mujer de otro payaso… como tú?

Sus ojos parecieron que se le iban a salir de las órbitas. Me cogió del abrigo de piel y me levantó casi en vilo, ya que mis pies tocaban de puntillas el suelo. Alcé los brazos y me deslicé fuera de este y se quedó solo con la prenda en las manos mientras sintió un golpe en la cara que casi lo deja sin sentido. Se quedó sentado en el suelo, aturdido, no creyéndose que yo le hubiera tumbado de un golpe con la mano abierta que le cogió hasta el oído, dejándole un desagradable pitido en este. De pronto aparecieron más musculitos que lo levantaron para después encararse conmigo, pero unos tipos con caras pálidas y vestidos de negro los pararon, poniéndose entre ellos y yo, y estos alzaron las manos mostrando las palmas en señal de rendición, dando a entender que no querían problemas. Yo miré asqueado la escena, pagué a la camarera, que me dijo que la esperara más tarde, y salí de allí desentendiéndome de todo aquello que no me hacía ni pizca de gracia.

Cuando salí de aquel lugar y llevaba unas manzanas recorridas, tuve la sensación de que alguien me seguía, pero cada vez que volvía la cabeza no veía a nadie… hasta que apareció ante mí. Era unos cinco centímetros más alto que yo y vestía al estilo de la película Underworld, una camisa de seda de color azul marino, con unas chorreras adornando la parte del pectoral, cubierta por un abrigo muy parecido al mío, haciendo juego con unos pantalones de terciopelo de color azabache. Una larga y espesa cabellera de color negro con un tono azulado dio a entender que se teñía el pelo. Poseía unos rasgos perfectos, pero sus ojos parecían no haberse cerrado durante días; aun así había decisión en su mirada.

―¿Qué quieres?

Mi pregunta fue obvia, pero directa. Él intensificó su mirada y un halo de reconocimiento me envolvió, pero no supe por qué. Su voz sonó cavernosa.

―Quiero que sepas que cuando tengas un problema acudas a mí, Radu.

Al decir aquel nombre su voz sonó como familiar, pero no podía ser. Mi mente en esos momentos fue un hervidero de contradicciones, las imágenes de un hombre ya viejo en una biblioteca, y la aparición de este personaje que se me antojó él mismo, pero más joven. Fui a preguntar quién era, pero el whisky comenzó a hacerme mella; cerré los ojos haciendo un leve movimiento de cabeza y cuando los abrí ya no estaba allí. Un murmullo sonaba en mi cabeza, dictándome lo que debía hacer.

Recorrí las calles como impulsado por un resorte. Muchos, que tropezaban conmigo, se quedaban alucinados de ver tanta agilidad y energía a esas horas de la noche. Pasé al lado de muchachas que me hacían hervir la sangre con sus miradas lascivas, dulces tentaciones que revolvían lo más hondo de mi ser; mi lado salvaje. Me paré ante una diosa pelirroja que emanaba fuego en la mirada. Estuve hipnotizado ante ella hasta que ocurrió al revés, se me acercó como una autómata y me ofreció sus dulces labios. Un latigazo recorrió mi cuerpo y fui a abrazarla, pero el murmullo volvió a mi cabeza haciéndome retroceder ante su mirada suplicante de más besos. Me alejé de ella, dejándola atrás, quieta como una estatua, mientras observaba como me alejaba.

Aparecí en una casa desconocida y me encontré ante un artilugio con teclas y un papel en blanco. No sabía qué hacía yo en aquel lugar, pero comencé a golpear las mismas con fruición y noté como mi mente se iba desahogando entre frases e historias.

Supongo que acabé dormido y no noté la aguja que me clavaron en el brazo, deslizándome por ella un líquido que penetró en mi sangre dejándome totalmente indefenso. Luego los dos hombres vestidos con trajes negros me levantaron bajo la atenta mirada de un tercero al que le faltaba el lóbulo de la oreja izquierda y me subieron a un automóvil marca Mercedes con los cristales tintados.

Y así desaparecimos con las primeras luces del alba.

CAPÍTULO VII

El inspector Garrido de los Mossos d’esquadra no daba crédito a lo ocurrido. Un indigente se llevó un susto de muerte aquella madrugada cuando tropezó con el cadáver ensangrentado de la mujer, y su corazón se paró en seco al ver al bebé nonato en el suelo. Tras la espera del forense y su primer informe quedaron desconcertados. La durmieron con cloroformo para, posteriormente, arrancar a la criatura de sus entrañas para llevarse solo una cosa.

―Ha sido brutal, pobre mujer.

El forense contestó sin dejar de examinar.

―Y pobre niño. Ya pueden llevárselo. ¿Sabemos si tiene pareja?

Garrido se rascó la nuca.

―No tiene documentación. Se la habrán llevado. Lo que no entiendo es el posible móvil.

―Haré un examen en profundidad en el laboratorio. Hay algo que se me escapa en este horror. Es la primera vez que me encuentro con un caso así y me siento un tanto inquieto.

―Se han tomado fotografías desde todos los ángulos, no debemos dejar escapar ni el más mínimo detalle.

Durante unos eternos instantes los dos hombres se quedaron mirando los cadáveres, intentando digerir cómo puede haber gente tan loca como para cometer una aberración de semejante magnitud contra un ser humano.

―Necesito un café ―dijo el inspector―, hoy va a ser un día interminable, al que le seguirán días más largos.

―Tengo un pálpito que no me gusta nada. Es un crimen sin sentido. Ahora queda identificar a la víctima.

―Las víctimas.

El forense lo miró inquieto.

―Sí. Las víctimas.

―Avísame cuando se sepa algo.

―Con los últimos recortes presupuestarios vamos a tenerlo un poco crudo. Tardaré.

Garrido suspiró mientras movía la cabeza negativamente. Tras la destitución de la alcaldesa, dejando el cargo vacante, y las luchas internas en la Generalitat, la ciudad se estaba convirtiendo en un desastre. Una encarnizada lucha política instigada desde el Gobierno Central había llevado a un caos interno como nunca se había vivido. El inspector llevaba dos meses sin cobrar, y los ánimos entre los propios policías se iban minando. Los gritos de independencia eran cada vez mayores. Se daba más crédito a la separación que a arreglar el verdadero problema. En Madrid, el Ministerio del Interior estaba comandado por alguien que miraba más por su bolsillo que por el interés general. Y en Barcelona, el nuevo President se convirtió en un títere en manos de empresarios sin escrúpulos.

Garrido intentaba mantenerse sereno sabiendo que el número dos de interior, Jaume Sagasta, intentaba por todos los medios mantener el ministerio cuerdo ante la locura últimamente desatada.

Entró en el bar que le pilló más cerca y se pidió un café. Eran las 8:30 de la mañana y ya era el tercero. Apoyó los codos en la barra, intentando pensar, hasta que sintió unos ojos clavados en él. Volvió la cabeza y vio a dos hombres de entre veinticinco y treinta años mirándolo fijamente. Les dio un repaso visual, viendo que vestían de negro, con las caras muy pálidas y con la raya de los ojos pintada, con unas ojeras que les llegaban a los pies.

―¿Puedo ayudarles?

Los hombres se levantaron de sus respectivos taburetes mostrando una estatura elevada, y lentamente se dirigieron hacia la salida; sin hablar y sin dejar de mirarlo. Garrido sintió un estremecimiento, pero aguantó el envite visual, hasta que desaparecieron. El barman lo miró muy serio.

―Gente muy rara. No me extraña que haya ocurrido lo de esa pobre mujer.

Garrido lo miró estoico.

―El hábito no hace al monje. Sí, son raros, pero no por eso han de ser asesinos.

―La policía debería vigilarlos más de cerca.

―Ya. Cada vez hay menos policías y más trabajo. Esto se puede convertir en una anarquía.

―Si la policía no puede protegernos tendremos que hacerlo nosotros. He decidido que voy a agenciarme un arma.

El inspector lo miró e iba a contestar cuando entraron una mujer con un micrófono y un hombre con una cámara, dirigiéndose la primera al mismo.

―Inspector Garrido, ¿qué nos puede decir de este terrible asesinato?

El barman se estremeció al oír la palabra inspector, ya que acababa de decirle que iba a comprar un arma. Se metió en sus quehaceres mientras Garrido puso cara de fastidio.

―¡El Canal 15! ¡Cómo no! ¿Cómo estás Laura?

―Esperando a que nos diga algo al respecto.

―Lo siento, pero no puedo hablar por ahora.

―Pero los ciudadanos tienen derecho a saber…

La interrumpió.

―Exacto, tienen tanto derecho como yo, pero si todavía no sé nada, nada puedo decir. Solo que estamos trabajando en ello desde el primer momento.

 

La periodista sonrió cínicamente.

―¿Desde un bar?

Se levantó como impulsado por un resorte, dejó dos euros en la barra y se dirigió a la salida, malhumorado. Una vez llegó a la puerta se dio media vuelta.

―Encontraremos al culpable.

Cuando desapareció, el barman se dirigió a la periodista.

―Seguro que han sido los tipos de negro.

La periodista se sintió intrigada.

―¿A quiénes se refiere?

El camarero puso tono confidencial y describió a los ojerosos que momentos antes se fueran del bar.

Garrido iba al volante de su Honda Cívic cuando recibió una llamada al móvil. Era el forense.

―¿Tienes algo ya? ¡Qué rápido!

―Ya te dije que algo se me escapaba. Volví al lugar y lo peiné de nuevo, pero no lo encontré, así que decidí observar con más detenimiento los cadáveres.

―¿Y?

―No te lo vas a creer.

Garrido se exasperó.

―¿Me lo vas a decir?

Hubo un silencio.

―Se han llevado el cordón umbilical.

CAPÍTULO VIII

El teléfono no paraba de sonar en mi casa, pero yo no estaba, y al otro lado del auricular se encontraba Marta, la cual se iba enfureciendo más al no contestar nadie. Soltó una maldición mientas colgó con cierta violencia, y su jefe de prensa, que estaba a su lado, dio un respingo aunque ya estuviera acostumbrado a los accesos de malhumor de su jefa.

―Hoy deberíamos comenzar a imprimir la nueva entrega de «BCN Vampire», y Salomón no da señales de vida. Dame alguna idea Esteban.

El llamado Esteban se mostró calmado en contrapartida con la editora.

―Si comenzamos mañana no pasa nada, aún tenemos tiempo. Ya lo conoces, aparece cuando menos lo esperas.

―No quiero dejar margen de error. Dame una solución. Ya.

Él sonrió mientras se removió en su asiento.

―Recuerda que nos dio un número de teléfono y un nombre por si no lo localizábamos.

Ella puso una expresión plana.

―¡Esa tal Alicia! Ponte a ello. Quiero ver hoy a Salomón y a su nueva entrega.

Esteban salió sin despedirse, aunque no le hacía falta, ya que Marta no era un modelo de buenos modales cuando estaba cabreada. Se dirigió a su despacho por un pasillo en cuyas paredes colgaban dos cuadros, dos emblemas para la editorial; las portadas de las novelas de sus dos mejores escritores, uno de cuyos títulos era «BCN Vampire». Al llegar a su mesa se sentó ante ella y descolgó el teléfono. Tras marcar un número de móvil sonó una voz al otro lado.

―¿Sí?

―¿Alicia Montero?

―Sí, yo misma.

―Me llamo Esteban López, soy el jefe de prensa de Ediciones Ícaro, Salomón Dark nos dio este número si no lográbamos localizarlo.

―Ah sí, ya me dijo que pudiera ser que alguna vez me llamarais. ¿Qué ocurre?

―Pues exactamente eso, que no lo encontramos y necesitamos su nuevo trabajo para comenzar la edición.

―Es extraño, pero voy a intentar localizarlo. Cuando sepa algo os llamo.

―Oh, muchas gracias. Espero tu llamada.

Esteban se quedó pensativo. Mientras tanto Alicia, que estaba en el trabajo, llamó al número de móvil de Salomón que solamente ella tenía, pero tampoco obtuvo respuesta. Comenzó a preocuparse y pidió a su encargada que le diera tiempo libre para un asunto importante, pero esta le dijo que no, que se ocupara al mediodía. La mañana transcurrió angustiosa, pues Salomón no contestaba a sus llamadas, y era la primera vez que ocurría aquella situación. Cuando llegó la hora de descanso corrió hasta la casa de Salomón y, tras llamar al timbre durante un buen rato, abrió con la llave que este le había dejado para emergencias. Entró con desasosiego, no sabiendo que se podía encontrar.

―Salomón… Salomón.

Pero nadie contestaba. Miró en todas las habitaciones del piso, cocina y baño y nada. No había nadie. Llamó a la editorial. Le contestó Esteban.

―¿No está?

―No. Y es raro que no conteste a sus móviles.

Hubo un silencio.

―¿Sus móviles?

Sin querer había metido la pata, ya que en la editorial no tenían constancia del segundo número.

―Quería decir móvil. Es que estoy un poco nerviosa, ya que es la primera vez que entro en su casa sin estar él.

Esteban insistió.

―¿No sabrás, por casualidad, si tiene terminado su nuevo manuscrito?

Ella se sintió tensa.

―Voy a mirar en su despacho de nuevo.

Al entrar se fijó bien esta vez. Estaba más desordenado que de costumbre, y había una botella de whisky medio vacía al lado de la máquina de escribir, acompañados por un montón de folios escritos.

―Aquí veo muchas hojas apiladas y una en la máquina ―se acercó a esta―, supongo que la habrá terminado porque pone fin.

―¿Y el título?

Le dio la vuelta a la pila de folios.

―«BCN Vampire» La sombra del diablo.

―¿La sombra del diablo? Ese es nuevo. ¿Nos lo podrías acercar?

―Tengo poco tiempo para comer antes de entrar a trabajar de nuevo.

―Pues llévatelo al trabajo y ya me acercó yo a recogerlo. Por favor, es muy importante.

―Está bien.

Le dio la dirección y Esteban pasó a recogerlo. Cuando se lo entregó a Marta esta comenzó a leerlo con interés. Esteban se sentó ante ella esperando el veredicto. Durante tres horas y media la mirada de Marta no se despegó del papel, ante la atenta mirada del jefe de prensa que alucinaba con los cambios de semblante de su jefa, y una vez hubo acabado lo miró fijamente.

―Es lo mejor que he leído en mucho tiempo.

―¿Lo mejor de Salomón?

―Lo mejor de cualquier autor. Su estilo es casi como un ente viviente. Me ha atrapado desde el primer capítulo. Como siga así «BCN Vampire» va a tener pronto su propia serie de televisión.

Los dos se felicitaron mutuamente.

Mientras tanto Alicia sufría por la extraña ausencia de su amigo.

CAPÍTULO IX

Sentí un escalofrío cuando recobré la consciencia. Tenía la sensación de haber estado durmiendo un siglo; mi cuerpo fue recobrando el tacto a la vez que una serie de imágenes inconexas cruzaban por mi cabeza; abrí los ojos lentamente y contemplé un cielo limpio de nubes; un sonido suave dulcificó mis sentidos, era el de los pájaros anunciando el amanecer. Me incorporé despacio para ver que había estado tumbado en un banco de un parque. Me froté las sienes en un intento de conectar con la realidad, pero una sensación desagradable parecía recorrer mis venas; miré a mí alrededor y comencé a reconocer el Parque de La Ciutadella. Me incorporé, todavía exhausto y con la cabeza embotada me puse las gafas de sol y miré hacia todos lados hasta que mi vista tropezó con un bulto en el suelo al lado de otro más pequeño. Como un autómata me dirigí hacia el mismo hasta que frené en seco, y una arcada involuntaria me hizo vomitar. Una muchacha vestida con un chándal pasó corriendo hasta que también lo vio y, sin poder dejar de mirarlo, soltó un tremendo grito de horror; yo me acerqué temblando, conmocionado, y me agaché para comprobar que la joven en el suelo tuviera pulso, pero no, estaba tan muerta como el pequeño bultito al lado de lo que parecía ser un feto nacido antes de tiempo; eso hubiera pensado si no fuera por la carnicería que teníamos ante nosotros. La chica del chándal se tapó la boca hasta que reparó en mi presencia; sé que le dije algo, pero al hablarle ella comenzó a retroceder, y gritar aún más si cabía, mientras me señalaba con el dedo. Yo me quedé estupefacto, hasta que una lucecita se dejó caer por mi cerebro, y sin saber muy bien por qué, salí corriendo de allí como alma que lleva el diablo. Crucé el Paseo Lluís Companys y el Arco de Triunfo como una exhalación para acabar andando con rapidez por el Paseo Sant Joan, cuando vi que alguien me hacía señas desde la puerta de la biblioteca Arús. Al principio no lo reconocí, hasta que me di cuenta de que era Vlad. Fui corriendo a su encuentro.

―Radu, estás pálido como la nieve. ¿Dónde te habías metido?

Lo miré extrañado por la pregunta, pero le conté lo que había visto en el parque. Él se quedó pensativo durante unos instantes.

―Es la segunda vez que ocurre. Entra conmigo, no debe verte nadie por ahora.

Yo no entendía nada, ni dónde había estado, ni qué pretendía Vlad, pero le seguí. Entramos en una estancia de la cual en lo único que me fijé era en una tremenda espada colgada en la pared. Vlad estaba delante de mí, dándome la espalda; me acerqué a él y al darse la vuelta sentí un pinchazo en el hombro.

―¿Qué? ―y se hizo la oscuridad para mí…

Vlad miraba mi cuerpo inerte con frialdad.

―Esto lo hago por ti, mi querido Radu. Todavía no es el momento de que sepas la verdad; y hasta entonces debo protegerte.

Sobre las doce de la mañana lucía un sol imponente, y al abrir los ojos no recordaba nada de lo pasado, y la luz que entraba por la ventana comenzó a molestarme. Al incorporarme, miré la mesita y el suelo de toda la habitación, pero ni rastro de botella de whisky ni de tanguita de mujer.

―Creo que es hora de ir al médico. Me está dando la impresión de que me estoy volviendo loco.

Me di una ducha que duró media hora, luego me hice un café bien cargado, recobrando energías. Intenté recordar algo de la noche pasada, pero no había manera de hacerlo. Me dirigí al despacho para ver si por lo menos podía teclear algo, y al llegar a la mesa vi que no había ningún folio, ni en esta ni en la máquina. ¿También olvidé eso? Y de pronto me acordé de Marta, el cabreo que debería tener conmigo sería mayúsculo. Maldije en alto, ya que ella esperaba la nueva entrega y no tenía nada. Parecía que mi vida se estaba yendo al traste. Me senté en el sofá del comedor y estuve pensando durante un buen rato, y decidí que lo correcto era llamarla y decírselo. Marqué el número de la editorial y me encomendé a todos los santos.

―¿Sí?

Era ella.

―Hola Marta, yo…

―Hombre, Salomón, ya era hora.

―Deja que te explique.

―No hay nada que explicar. Déjame que te dé la enhorabuena. ¡Menuda historia!

Yo me quedé totalmente descolocado.

―¿Cómo dices?

―«BCN Vampire» La sombra del diablo es una pasada. Ven aquí al despacho, queremos celebrarlo contigo. Comeremos tú, Esteban y yo. Eres genial.

Me colgó.

Y yo me quedé como un tonto ante el auricular.

CAPÍTULO X

La comisaría de Vía Layetana era un hervidero de gente entre policías y detenidos entrando y saliendo. La muchacha se encontraba sola en una habitación con una mesa y tres sillas; estaba muy nerviosa y la espera no hacía sino acrecentar su angustia. La habían citado tras ser la primera persona que vio los cadáveres. Le sirvieron una tila, no quiso café, pero siguió con el nerviosismo; todavía tenía en la mente la cara de aquel hombre, una imagen borrosa debido al shock, pero inquietante. Al cabo de un rato entró en la habitación un hombre alto, bien vestido con la corbata medio deshecha y con unas ojeras que denotaban falta de sueño. Se sentó frente a ella y esbozó una sonrisa tranquilizadora.

―Bien, Vanesa, soy el inspector Garrido de homicidios. Lo primero que te tengo que decir es que estés tranquila.―Ella asintió con ojos tiernos y temerosos―. Aquí no te va a pasar nada y puedes tomarte todo el tiempo que necesites para contestar a mis preguntas. ¿Podrías describirme al hombre que viste y que salió corriendo?

Dio un sorbo de la tila y se removió en el asiento.

―Era un hombre alto, con botas gruesas, pantalón y camiseta de color oscuro… y con un abrigo de piel que le llegaba a los tobillos.

Garrido esperó unos segundos.

―Bien. ¿Y la cara? ¿Pudiste ver bien su cara?

Ella gesticuló nerviosa.

―No, no pude verla bien, pelo negro y con gafas oscuras.

―Quizá alguna cicatriz, algo que lo distinga de otros.

Vanesa lo miró con miedo.

―Estaba muy asustada, solamente le puedo decir lo que ya le he dicho y…

El inspector se rascó la barbilla.

―Si lo vieras de nuevo, ¿crees que lo reconocerías?

―No lo sé.

―Bueno, no te preocupes…

Ella lo cortó.

―Sí que estoy preocupada, claro que lo estoy. Tengo su imagen en mi mente.

 

―¿Qué fue lo que hizo él?

―Se acercó a la muchacha muerta y le puso la mano en el cuello, dio la impresión de que quería ayudar, pero cuando…

Se calló de golpe. Garrido entrecerró los ojos.

―Cuando… ¿Qué?

Ella lo miró con lágrimas resbalándole por las mejillas.

―Cuando vi esos dientes…

―¿Qué le pasaba en los dientes?

―Se que parecerá una locura, pero tenía dientes de vampiro.

El inspector se echó hacia atrás con cara de sorpresa.

―¿Dientes de vampiro?

―Sí. Todo en él era siniestro, pero sus dientes fue lo que más me asustó.

Garrido se levantó y miró a través del cristal de la habitación hacia la oficina. Luego se giró y miró con comprensión a la muchacha.

―En un ratito vendrá un compañero y le describirás todo lo que puedas sobre ese sujeto ante un ordenador. Y tranquila, será un momento.

Salió de la habitación y se dirigió hacia su mesa de despacho, se sentó tras quitarse la americana y se puso a tamborilear con los dedos. Una voz lo sacó de sus pensamientos.

―¿Mal día?

Él miró a la compañera que acababa de hablarle con muchas incógnitas en la mirada. Ella sonrió mientras le alargó un vaso de plástico.

―Te vendrá bien un café.

―Sí, gracias Diana. Este es un caso muy peliagudo. Es el segundo asesinato en la misma semana, y con el mismo modus operandi. Estos dos crímenes no son fruto de la casualidad, aquí hay un patrón de conducta ―la miró muy serio―, nos enfrentamos a un asesino en serie.

―¿Crímenes idénticos?

―Totalmente. Dos mujeres jóvenes a las que arrancan a sus bebés nonatos, y como trofeo se llevan los cordones umbilicales.

La mujer puso cara de dolor.

―Hay cosas a las que nunca me podré acostumbrar en este trabajo.

Hubo un largo silencio que rompió ella.

―¿Algún sospechoso?

―Por la descripción que me ha dado la testigo podría ser cualquiera de esos a los que llaman Gotik’s ―puso cara de recordar―, el día del primer crimen había dos de ellos en el bar de al lado.

―Son gente muy extraña, y es demasiada casualidad que pululen alrededor de los dos asesinatos.

Él se levantó como un resorte mientras se ponía la americana de nuevo.

―Voy a dar una vuelta por los círculos góticos.

―Pero es muy temprano para ellos.

―No lo creas. Los cadáveres se descubrieron por las mañanas, y siempre había alguno de ellos por allí. Empezaré por los dos que vi en el bar. Si no tienes nada que hacer puedes venir conmigo.

―Hoy viene un pez gordo de las finanzas con contactos en la Generalitat, ya sabes, ahora se creen nuestros dueños.

―¿Quién es?

―Si te giras lo verás entrando por la puerta con dos matones por guardaespaldas.

Así hizo y vio a un hombre muy trajeado, con ademanes demasiado exquisitos y con una mirada glacial que no daba tregua a la réplica. Pero lo que más le llamó la atención fue la falta del lóbulo de la oreja izquierda.

Garrido salió de la comisaría pensando en lo que le había dicho la muchacha:

«Dientes de vampiro».

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