BCN Vampire

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CAPÍTULO XV

El despertar fue más dulce que otras veces y me sentía pleno y con energía, pero la sorpresa más agradable fue ver a gente en la calle, concretamente en Las Ramblas, leyendo la última entrega de mi novela: «BCN Vampire» La sombra del diablo. Para un escritor es un gozo y un orgullo ver que su obra llama la atención, pero lo es más que no lo reconozcan a él públicamente, en la calle, para evitar escenas repetidas y posibles acosos.

―Tú eres Salomón Dark.

Se acabó el incógnito. Me volví hacia la voz de mujer y vi a una muchacha guapísima que me miraba muy fijamente.

―Hola. Sí, así me llaman. ¿Nos conocemos?

Por toda respuesta se acercó a mí y me besó apasionadamente. Al principio me quedé sorprendido y sin moverme, pero viendo su «insistencia» me dejé llevar y bendije mis dotes de escritor. Era la primera fan que se me mostraba, ¡y vaya como lo hacía! Pero llegó un momento en que noté algo anormal, su pasión iba in crescendo sin importarle que estuviéramos en plena calle y a plena luz del día. La separé de mí y ella pareció aceptarlo, quedándose ante mí sin poder apartar su mirada de mis ojos. Yo estaba alucinado.

―Bueno, ¿qué te ha parecido La sombra del diablo?

Su voz era serena.

―Si el diablo eres tú, por mí no hay problema.

No esperaba esa respuesta, más bien un no está mal, me ha encantado…

―Me refiero a «BCN Vampire» La sombra del diablo… ―no contestó, ni siquiera se inmutó― … ¡Mi novela!

―Me parece un bodrio, una estupidez, pero la leo porque es tuya.

Me quedé sin habla, mi cara debió parecer un poema al oír su respuesta.

―¿No te gusta como escribo?

―No me gusta lo que escribes.

―Entonces… el beso…

Se fue acercando de nuevo mientras siseaba.

―Sabes que me puedes tener cada vez que quieras, no me importa nada más de tu vida. Ahora dime si quieres que follemos o si quieres que me vaya.

No me lo podía creer. Aquel bombón no me tiró los tejos, aquel pibonazo fue directa y a la yugular.

―Bueno, ahora no puedo.

―Llámame cuando quieras.

―Sí, lo haré.

Se dio media vuelta y comenzó a andar. Yo seguía sorprendido, cuando de repente caí…

―Espera ―se dio media vuelta y volvió a mí―, no sé tu número de teléfono.

Me cogió la mano y lo apuntó con un rotulador, luego volvió a besarme y comencé a ponerme a tono, notando su entregada pasión, me dejé llevar y fui a besarla en el cuello cuando vi dos pequeñas cicatrices en él; una sensación extraña me embargó por completo y la aparté bruscamente.

―¿Quién eres?

Ella no se alteraba.

―Ya sabes… cuando tú quieras.

Y se marchó. Yo me quedé dándole vueltas a la cabeza e intentando que aquella desagradable sensación se me fuera. Entré por los pórticos de La plaza Real y me metí en El Glaciar a tomar un café. Ese bar siempre se me había antojado como el típico de la ciudad de Nueva Orleans, con sus fotos de tipos de color tocando la trompeta, con ese aíre de encanto a lo Misisipi. Lo que desentonaba un poco eran los dos tipos vestidos de negro y pelo muy largo que estaban sentados en la barra con las caras muy pálidas y mirándome fijamente. Yo los observaba desde la mesa en la que estaba, y llegó un momento en que comenzaba a sentirme incómodo, así que saludé, por cortar el hielo.

―Buenos días.

―Buenos días.

La respuesta no me vino de ellos, sino de un hombre que acababa de entrar por la puerta y que se sentó en la misma mesa que yo sin ser invitado. Su tono de voz era amable, pero firme.

―Usted es Salomón Dark.

Era la segunda vez en esa mañana que me hacían la misma pregunta o afirmación, solamente esperé que este no me besara.

―¿De qué me conoce?

Se rascó la nuca.

―Es de suponer que por lo mismo que le conocen sus lectores.

Por fin un fan de verdad.

―Vaya, veo que le gusta «BCN Vampire».

―Para nada, me parece literatura basura ―el chasco que me llevé fue tremendo―, permítame que me presente, mi nombre es Adrián Garrido, y soy inspector de homicidios de los Mossos d’esquadra.

No pude evitar soltar una broma.

―¡Hombre, tan mala es la novela que me van a detener!

―Muy gracioso ―su tono era serio―, esto no es ninguna broma ―parecía que me rastreaba la cara―. ¿Nos hemos visto antes?

Mi expresión decía que no, pero la acompañé con una negativa verbal.

―No. Nunca le había visto.

―Bien, seré breve ―miró a los tipos de la barra―, ¿los conoce? ―dijo señalándolos con la barbilla.

―Para nada, pero estos tipos son los que me inspiran para escribir mis historias.

―Bien, me parece muy bien. Hablando de «sus historias», he leído La sombra del diablo, y aunque le he dicho que lo que escribe es literatura basura, esta entrega es bastante buena, para quien le guste estas mierdas demoníacas; pero hay un problema entre «su historia fantástica» y un caso real que estamos investigando, así que tómese el café, porque tendrá que acompañarnos a comisaría.

El corazón se me disparó al ver entrar por la puerta a dos mossos de uniforme que me miraban con caras de pocos amigos.

―¿Estoy detenido?

Garrido sonrió con los ojos.

―No si viene de buen grado.

―Prefiero no tomar el café, ya estoy suficientemente nervioso.

Me levanté para acompañarlos cuando ocurrió algo inesperado: los dos tipos de la barra se movieron como centellas y los mossos y Garrido, este aún se revolvió, cayeron al suelo tras recibir a traición golpes en la cabeza con pistolas, luego me apuntaron con las armas y me sacaron de allí en dirección a Las Ramblas. Allí frenó un coche en seco, me metieron en él y pusimos rumbo hacia la Zona Franca por la parte de Montjuich.

CAPÍTULO XVI

Más que la herida y los golpes, a Adrián Garrido le dolía el orgullo. No se explicaba cómo pudo dejar escapar al principal sospechoso cuando ya lo tenía en sus manos. En el hospital de La Santa Creu de Sant Pau le advirtieron que sería recomendable que se quedara en observación durante cuarenta y ocho horas, pero la rabia le hizo contestar un «y una mierda» a la doctora, y aunque le dolía la cabeza, salió de allí en dirección a la comisaría. Cogió el metro de la L5 en la parada de Sant Pau/Dos de Maig y puso rumbo a su trabajo. Mientras iba en el vagón no paraba de mirar hacia todos lados con expresión malhumorada. La gente lo miraba, pero cuando se cruzaban con sus furiosos ojos apartaban rápidamente la vista. Giraba la cabeza de un lado a otro, creyendo ver Gótik’s por todas partes. Se había obcecado con la idea de que se le había escapado Salomón, y una furia interior le hacía temblar levemente. Decidió bajarse en la estación de Diagonal y fue testigo inoportuno de un hurto en el andén de la estación. Mientras el tren estaba parado, había un tipo calvo con un polo de color rosa que se acercó a una señora mayor preguntándole por Las Ramblas, mientras que una mujer sujetaba las puertas del vagón para que no se cerraran y otro individuo cortaba con un cúter la parte baja del bolso de la víctima y lo dejaba vaciar en una bolsa. Algunos pasajeros se dieron cuenta y comenzaron a gritar: ¡carteristas!; Garrido intentó abrirse paso entre el gentío para coger al de la bolsa, pero entró en escena una pareja de vigilantes de seguridad que se lanzaron en pos del calvo, y el de la bolsa salió corriendo, yendo Garrido tras él, y los vigilantes se dieron cuenta y uno de ellos sentenció:

―Vamos a por esos dos que están corriendo.

Se inició una persecución de la cual los vigilantes salieron victoriosos, atrapando a los dos individuos. Hubo un forcejeo y Garrido le soltó un puñetazo a uno de los vigilantes que lo dejó fuera de juego mientras el otro estaba enzarzado con el carterista. Garrido no se cortó un pelo y soltó toda su furia en forma de golpe con el puño cerrado que acabó en la cara del ladrón. El vigilante se quedó alucinado.

―Tío, tú le pegas a todo el mundo; a mi compañero, al tuyo…

Lo miró furibundo.

―No es mi compañero, soy policía, gilipollas.

Al vigilante le salió la vena irónica.

―¿Policía, gilipollas; o policía gilipollas?

Garrido lo cogió por la pechera.

―Vuelve a abrir la boca y te parto la cara.

El vigilante no se amilanó.

―Está bien, yo me callo, pero por lo menos enséñeme la placa y la TIP.

―Vigilantes listillos.

Le mostró la documentación y el otro se disculpó. Garrido avisó a sus compañeros y el vigilante pidió una ambulancia por posibles lesiones. Cuando llegó una patrulla, el inspector se fue sin despedirse. Comenzó a bajar por la Rambla Catalunya girando por Plaça Catalunya hasta Vía Layetana. Cuando iba llegando a comisaría se fue acordando de lo sucedido y ello rebajó su malhumor haciendo que una sonrisa aflorara en su rostro.

―Vigilantes listillos ―musitó

Al entrar un compañero lo saludó:

―Pareces que estás de buen humor hoy, Garrido.

Lo miró con sarcasmo.

―Si yo te contara...

―¿No estabas en el hospital?

―¿Ya sabéis lo ocurrido?

―Bueno, no todos los días se le escapa a uno un sospechoso ayudado por… dos «draculines».

Y soltó una tremenda risotada, cosa que hizo que le volviera el malhumor.

―¡Mierda!

Se sentó en su mesa y al abrir el cajón de arriba se encontró una pequeña estaca con una leyenda que decía: «caza vampirillos». Puso cara de fastidio y comenzó a oír risitas tras de sí. Volvió la cabeza y todos se metieron en sus quehaceres. Una voz estridente y grave llamó su atención.

 

―Garrido, a mi despacho… ¡Ya!

―Sí, comisario. Joder vaya día de mierda.

Una vez estaban los dos solos hubo un largo silencio que rompió su superior.

―¿Qué haces aquí?

―Mi trabajo.

―¿Qué es…?

―¿Qué juego es este?

La cara del comisario se ensombreció.

―Mira Adrián, la cuestión es que esto no es ningún juego. Primero dejas escapar a un sospechoso, luego te vas del hospital donde te recomiendan quedarte ingresado, y no contento con ello te metes en una trifulca entre carteristas y seguratas. ¿Qué coño te ha pasado hoy?

―Es la primera vez que me pasa.

―Lo sé, por eso te lo pregunto. Mira, no sé qué coño está pasando últimamente, y me refiero a tu caso, parece que la gente se ha vuelto loca de repente en esta maldita ciudad.

―No entiendo; me voy acercando cada vez más.

―Confío en ti, pero no dejes que este caso surrealista te mine. Ten cuidado.

―Sí, jefe.

Hubo un silencio.

―Venga, vete a casa hoy y descansa. Quiero al sospechoso lo antes posible aquí para interrogarlo.

―Estaré en mi mesa.

Y salió del despacho justo cuando entraban dos hombres muy bien trajeados y con caras de póker.

―¿El comisario Carles Puig?

El jefe puso cara de sorpresa.

―Yo mismo.

Los dos hombres sacaron sus credenciales.

―Somos de Inteligencia.

―¡El CNI!

Garrido ya pensaba en nuevas estrategias para coger a Salomón. Debió adivinar que aquellos dos individuos eran cómplices suyos y se maldijo por ello. Ahora tenía que acercarse mucho más al mundillo gótico y si hacía falta se disfrazaría de draculín para coger a Salomón. Las sospechas vinieron al leer «BCN Vampire» La sombra del diablo, ya que en uno de los pasajes el autor describe un asesinato y posición de las víctimas como si hubiera estado allí, contando incluso un detalle que no se había hecho público. Sí, Salomón Dark sabía más de lo que parecía y él le sacaría la verdad en cuanto lo cogiera.

Al cabo de media hora se fueron los hombres de negro y el comisario salió de su despacho.

―Adrián ―llamó desde la puerta―, a mi despacho.

Cuando estaban sentados, uno frente al otro, el superior del inspector frunció el ceño.

―Lo que te voy a decir es una orden y no admite réplica, viene del Ministerio del Interior y de instancias aún más altas.

―¿Y cuál es esa orden?

―Deja en paz a Salomón Dark.

La cara de Garrido se descompuso.

CAPÍTULO XVII

Se estaba volviendo una maldita costumbre despertar con la boca pastosa y con la cabeza como si me la hubiera coceado una mula. Uno de los dos tipos raros me inyectó algo en el brazo cuando íbamos en el coche y acababa de volver a la consciencia. Tardé en acostumbrarme a la luz, pero lo que más me costaba era incorporarme, tenía todos los músculos del cuerpo entumecidos. Miré de reojo y los vi en una mesa vieja que había en aquella lúgubre habitación; tuve que hacer un enorme esfuerzo para hablar.

―¿Dónde coño estoy?

Oí la voz de uno de ellos.

―Hombre, ya se ha despertado el escritor.

No tuve fuerzas para replicar, a los pocos segundos dos figuras largas como sequoias se ponían ante mí. No pude evitar una exclamación.

―Dios, ¿qué medís, dos metros cada uno?

Uno de ellos sonrió.

―¿Dios? ¿Los diablos creen en Dios?

Le contesté con otra pregunta mientras me incorporaba cansinamente.

―¿Acaso cree Dios en los diablos?

Contestó el otro.

―Nos ha salido filósofo el escritor.

Iba recobrando la lucidez poco a poco.

―¿Quiénes sois y por qué me habéis raptado?

―¿Raptado?

Salió a relucir mi sarcasmo.

―Si vamos a estar todo el rato haciéndonos preguntas y ninguno contesta no iremos a parar a ningún lado. Debéis saber que, aunque sea escritor, la verdad es que no tengo ni un chavo, lo cual quiere decir que por mucho rescate que pidáis no os van a dar nada, porque nada hay.

―¿Pedir rescate?

―Joder con las preguntitas.

Volvieron a sus asientos y aposentaron sus posaderas. Habló el de los ojos saltones.

―Mi nombre es Paciencia.

―Te estás quedando conmigo.

Sonrió forzadamente.

―Es mi nombre en clave, pertenecemos al grupo operativo del K5. Y este que está conmigo es mi compañero Vehemencia.

Puse una sonrisa idiota sin entender nada, cosa que ellos sabían.

―¿Esto qué es, el juego del poli bueno y poli malo?

―Vamos a ver escritor, no somos polis.

―Eso ya lo sé, sois…

Me cortó la frase.

―Tampoco somos secuestradores ni vamos a pedir ningún rescate.

Ahí fue donde comencé a preocuparme. Pensé en psicópatas, pero me abstuve de decirlo, por si acaso. El otro me sacó de dudas como si me hubiera leído el pensamiento.

―Tampoco somos psicópatas. Aunque tengamos estas pintas somos de Inteligencia Nacional.

Mi interés se incrementó por momentos.

―¿Sois del CNI?

Se miraron entre ellos.

―Estamos esperando a alguien que te va a contar una historia.

―Vaya, me gustan las historias.

―Solo que quizás no te acuerdes luego.

―No tengo tan mala memoria.

―¿Eso es lo que crees?

―Ya empezamos con las preguntitas.

Siguió un largo silencio. Nadie hablaba. Yo me dedicaba a frotar mis brazos para quitarme el desagradable hormigueo que sentía. Vehemencia miró un enorme reloj que llevaba puesto en la muñeca.

―Creo que ya es hora.

No sé por qué, pero fue en ese momento en que vi las correas sujetas a la cama a la altura de los brazos y los pies. Paciencia se dejó oír.

―Mira escritor, esto lo podemos hacer de dos maneras, o voluntariamente o con inyección.

Me alarmé.

―No me jodas que me vais a atar a la cama.

Me levanté y lancé un puñetazo, pero con lo débil que estaba solo conseguí girar en redondo y caer al suelo. Me levantaron con relativa facilidad y me tumbaron de nuevo; aseguraron los correajes alrededor de mis muñecas y mis tobillos y luego otra alrededor de la cabeza por la parte de la frente y otra más alrededor del torso.

―Tíos, sea lo que sea que tengáis pensado, no lo hagáis… joder, menuda mierda… soltadme cabrones.

―Tranquilo escritor, no te vamos a hacer nada. Ahora Vehemencia y yo nos vamos a sentar y vamos a esperar los tres.

Horas más tarde no sabía qué hacía atado por todos sitios, miré de reojo a los dos góticos que había conmigo en la habitación y vi como me observaban alucinados. Comencé a hacer fuerza para soltarme logrando que saltara la cama, por lo que los dos tipos echaron mano de sus armas, temiendo que lo lograra, pero no fue así. Mi mirada se había vuelto diabólica, y un atisbo de temor asomó en los ojos de ellos. De pronto se abrió la puerta y entró un hombre con cara de pocos amigos, acercándose a mí y yendo directo al grano.

―Salomón Dark, queremos que trabajes para nosotros, pagaremos generosamente. Soltadlo.

Los dos góticos fliparon.

―Señor, ¿cree que es conveniente? Mírelo.

El hombre no admitió réplica cuando los miró fijamente.

―He dicho que lo soltéis.

Mientras uno me desataba, el otro me apuntaba con su arma. Cuando me encontré libre miré al que era el jefe.

―¿Qué me impide acabar con vosotros ahora mismo?

No se amilanó.

―Que un arma con balas de carga hueca te está apuntando, y luego lo mejor, que no sacarías ni un euro con nuestra muerte.

Lo miré con cierto desprecio.

―¿De cuánto hablamos?

Sacó un papel y me enseñó una cifra, la cual me convenció al momento.

―¿A quién tengo que matar por ese dinero?

―La pregunta es ¿a quién tienes que amar por ese dinero?

Una mueca de sarcasmo asomó en mi rostro.

―¿Qué es lo que debo hacer?

El hombre sonrió.

―Mi nombre es señor Gran K, y vas a ingresar en nuestro equipo de Romeos como miembro de honor. Tu maldición será tu mejor arma, la que te haga rico y lo más importante… la que salve al país.

CAPÍTULO XVIII

La noche cayó como un manto lúgubre sobre la ciudad, y la muchacha de ojos negros volvía a casa tras un día de trabajo agobiante en la tienda de ropa. A esas horas siempre hay algo de bullicio en el Paseo de Grácia, pero al doblar por la calle Casp el silencio embargó sus sentidos y notó una presencia que no supo entender. Sus pasos se volvieron más acelerados, haciendo eco del sonido de sus tacones golpeando la acera. Hubo un momento en que paró y se volvió.

―¡Seré tonta!

Sonrió mientras reanudaba la marcha y movía la cabeza negativamente, culpándose por alarmista. Siguió camino cruzando la calle Pau i Clarís cuando oyó algo que la paralizó por momentos, una especie de rugido leve, y una inquietud se adueñó de ella; se volvió a asustar, sin entender muy bien que le estaba pasando, y volvió a girar la cabeza, cuando de pronto oyó unas risas y retornó la vista al frente temblando como una hoja, para ver a una pareja, por la otra acera, haciéndose bromas; volvió a sonreír, pero esta vez sin que el temblor la abandonara, sus pasos ya no eran firmes, y comenzó a andar algo más ligera, deseaba más que nunca llegar a su casa, y fue cuando ocurrió algo que la desconcertó y la sumió en un miedo atroz. Se fue la luz de la calle, y ahí fue cuando tuvo que hacer acopio de valor para no desfallecer, ya que, sin saber por qué, el pánico comenzaba a aflorar desde lo más hondo de su ser, los temblores se incrementaron y la cabeza comenzaba a darle vueltas, era como si hubiera sido poseída por un ente maligno. A punto de echarse a llorar, vio pasar a un automóvil con una lucecita verde en el techo, y no lo pensó dos veces, dio el alto y el taxi paró en seco. Se subió con el temblor todavía en el cuerpo, casi tartamudeó cuando dio la dirección, y fue cuando lo vio por el espejo retrovisor; los ojos del taxista parecieron refulgir y la expresión del mismo era lasciva. Sin decir ni una palabra siguió el camino hacia la dirección dada y echando furtivas miradas a su pasajera. A la chica le iba a dar un infarto, arrepintiéndose de haber cogido ese maldito taxi; el trayecto se le estaba haciendo eterno, mientras lágrimas de temor e impotencia resbalaban por sus mejillas, hasta que el taxista habló por primera vez.

―Ya hemos llegado. Son diez con cuarenta y cinco.

La voz grave del hombre la sacó del trance en el cual se encontraba. Le dio quince euros y no esperó ni el cambio, cosa a lo que el taxista sonrió satisfecho, y ella salió a toda prisa del automóvil y corrió hasta meterse en una portería, a toda velocidad, donde la puerta se fue cerrando lentamente. El ascensor estaba abajo, así que lo cogió cerrando la puerta con fuerza, subiendo dos pisos que le parecieron dos kilómetros, hasta que paró. Abrió la puerta de este y sacó las llaves de su piso con tanto nerviosismo que se le cayeron al suelo, las cogió y fue tanteando, ni se molestó en dar la luz de la escalera, hasta que por fin logró abrir. Fue a entrar para cerrar a toda prisa, y fue entonces cuando sintió unas frías manos que amordazaron su boca empujándola hacia dentro y cerrando tras de sí; la muchacha quiso gritar, pero la mano se lo impidió fuertemente, le dieron la vuelta y fue cuando vio aquella cara, la del taxista, con los ojos desorbitados; en los de ella se dibujó una súplica que fue contestada por un abrir de boca del agresor donde mostró unos caninos como los de un lobo, mordiendo su tierno cuello; ella luchó como pudo e intentó gritar con todas sus fuerzas, hasta que estas desaparecieron y para ella se hizo la oscuridad.

Por la calle pasó un coche patrulla y los mossos que iban en él vieron un taxi con el motor encendido sin nadie dentro y con la lucecita verde apagada; pararon y uno de ellos se acercó mientras el otro vigilaba al lado del coche patrulla.

―Aquí dentro no hay nadie.

El compañero tenía la mosca detrás de la oreja.

―Ningún taxista dejaría su «negocio» con las llaves puestas. Esto es muy extraño.

 

Comenzaron a mirar alrededor, pero no veían nada anormal.

―Vamos a hacer una cosa, nos retiramos de aquí y nos quedamos vigilando durante un rato, y cuando venga quien sea, lo abordamos.

―Puede que lo hayan robado y el ladrón haya huido.

―Ya, pero no perdemos nada con intentarlo, mientras, contacta con la central y les damos novedades.

Y así lo hicieron. No tuvieron que esperar mucho, a los tres minutos salía un individuo de una portería en dirección al taxi; uno de ellos soltó una exclamación.

―Pero qué coño… ¡tiene la cara llena de sangre!

En ese momento el conductor del coche patrulla aceleró, interceptando taxi y conductor, antes de que este hubiera entrado, y al verlos, abrió la boca soltando una especie de rugido violento que dejó pasmados por segundos a los policías; tras ello salió el copiloto con el arma en la mano.

―Alto, policía.

Pero el tipo salió corriendo a una velocidad que no podía ser real.

―¿Qué… qué cojones era «eso»?

Entraron en la portería, tras pedir refuerzos, siguiendo el rastro de la sangre que los llevó a una puerta en concreto. Cuando llegó el apoyo la abrieron con un ariete policial y allí la vieron: a la pobre muchacha con el cuello destrozado.

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