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Lunes 7 de septiembre

El confesionario

Antonio abrió los ojos lentamente sin saber por un momento dónde estaba. Todo era oscuridad. Entonces comenzó a sentir las mismas molestias en nariz, cuello y pecho. Por unos segundos llegó a pensar que estaba muerto, pero el tiempo y la penumbra le permitieron darse cuenta de que continuaba en el confesionario.

Aún tenía los tubos de plástico en su nariz. El terror que sintió al verse de nuevo en la misma situación se fue tornando poco a poco en alegría: no había muerto; le pareció que había pasado más tiempo que el de un simple desmayo.

La voz del Confesor surgió de nuevo al otro lado de la ventana translúcida del confesionario.

—Ave María Purísima…

Unos segundos más y de nuevo la pregunta:

—Ave María Purísima… ¿Antonio, estás despierto?

—¿Qué coño quieres ahora, cura de mierda? —balbuceó de nuevo con voz gangosa debido a los tubos de la nariz. Su tono era de agotamiento pero no bajó la guardia.

—Ya te lo he dicho, Antonio, quiero datos. Si me los das, tu suplicio acabará pronto. Todo depende de ti. La próxima vez será mucho más doloroso, créeme. Te voy a dejar solo unos minutos para que medites y decidas qué quieres hacer. Y por cierto, no te pongas tan gallito que te measte de miedo. Esta vez no seré tan clemente, el líquido tiene el doble de potencia. Además, he añadido un plus de dolor y ahora tal vez te cagues. Lo dicho: tienes unos minutos.

El reo se volvió a violentar, su instinto le hizo reflexionar sobre su situación: no había muerto, así que seguramente había sido un sistema de tortura químico. No notaba ninguna herida, ni sangre, ni secuela que le preocupara; solo un dolor terrible en el rostro y en la cabeza. Si continuaba allí era porque no había confesado nada. La advertencia de provocarle más dolor le preocupaba de verdad. La vez anterior había sido terriblemente doloroso y no estaba seguro de cuánto más podría resistir.

Su situación le hizo reflexionar de nuevo sobre las palabras de su secuestrador: más dolor. Hizo un reconocimiento mental de todo su cuerpo para poder identificar cualquier otro objeto extraño sujeto a él. En aquella posición y con la cabeza inmóvil solo podía ver parte de sus muslos y las rodillas. No tardó mucho en notar algo extraño; una presión soportable en los lóbulos de las orejas, pero no podía girar la cabeza para saber de qué se trataba.

—¿Qué datos quieres? —preguntó fingiendo que quería colaborar intentando así ganar tiempo para repasar su situación.

—Quiero que me digas en qué cuenta o cuentas de bancos suizos depositaste el dinero que estafaste. No quiero infligirte más dolor pero no pararé hasta que me des los datos y confieses tus delitos. Te repito que tengo todo el tiempo del mundo —arguyó el Confesor de forma pausada.

—¡Los datos te los va a dar tu puta madre! —respondió Antonio de nuevo alterado.

—Tú lo has querido…

Una nueva botella tirada por el amarre de la polea comenzó a subir. Los gritos de pánico rompieron el silencio y Antonio solo pudo escuchar sus propios alaridos durante unos segundos. Una sacudida eléctrica pasó de un oído a otro a través de las pinzas que tenía sujetas a las orejas. Entonces comenzó a tener visiones. Una imagen brillante en forma de espiral de espinas puntiagudas en blanco y negro giraba de adentro hacia afuera sin parar. Lo veía todo dentro de una cortina de electricidad estática. Sintió cómo las ondas le pinchaban el cerebro en todas direcciones. El ácido hirviente empezó a abrirse paso de nuevo en su cabeza desde la nariz hasta la parte trasera de los ojos, penetrando a su paso por todos los rincones de su cara. El dolor era insufrible. Sintió de nuevo como si le rebanaran el cuello. Esta vez era más intenso, como si fuera una sierra de carpintero. No se podía mover ni un milímetro, su cuerpo estaba paralizado debido a la intensa corriente eléctrica. Aunque no escuchaba sus propios gritos, sí podía sentir cómo su boca se abría constantemente cuando intentaba inhalar algo de aire.

Entre gritos ahogados comenzó a suplicar clemencia y le dio al Confesor todos los datos que le había pedido.

7

Lunes 7 de septiembre, 10:24 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Madrid

Algunos agentes de Protección Civil, que esperaban para actuar desde hacía media hora, ayudaron a evacuar los edificios aledaños. Todos los ocupantes fueron dirigidos también al parque Santander. El caos reinaba en las calles que rodean el recinto de la Guardia Civil y en varios bloques a la redonda.

A las diez y media en punto se escuchó el helicóptero que transportaba a Talavantes y el resto de su equipo. Bajaron rápidamente y entraron directamente al cuartel de los tedax. Los tres llevaban trajes antiexplosivos ligeros que se habían puesto durante el vuelo.

En una sala improvisada, los otros cuatro artificieros habían montado cinco ordenadores portátiles sincronizados con las frecuencias que les fue indicando el cabo Martínez desde el helicóptero. Se acercaron y se colocaron los micrófonos.

—Beltrán, ¿me escuchas? —preguntó Talavantes a modo de confirmación.

—Veamos —comenzó a decir el capitán—, si la persona que mandó esto hubiera querido, lo habría hecho explotar antes de que llegáramos nosotros. De hecho, la caja pequeña es un aviso de que en la grande seguramente hay un explosivo. Tampoco hay ningún detonador, ni el inhibidor ha detectado señales de detonación a distancia —prosiguió.

—Así es, capitán —respondieron ambos al unísono.

—Creo que todo esto no es más que una advertencia —sentenció de nuevo Talavantes—. Confiad en mí.

—Siempre lo hacemos, señor —respondieron.

—Somos artificieros y nuestro deber es intervenir esas cajas —dijo con energía, consciente de la responsabilidad de sus decisiones—. Álvarez, saca la caja del escáner muy despacio y ábrela. Corta el cartón con cuidado por las aristas superiores. No se ve ningún cable que pase por ahí ni nada que pueda hacerla detonar. Saca la pastilla de nitrocelulosa y llévala al tambor para que la explosionen —ordenó.

—Entendido —respondió Álvarez.

—Beltrán —continuó diciendo el capitán—, en cuanto salga Álvarez inspecciona la caja grande de cerca y dinos qué ves o escuchas. Y por el amor de Dios, no la muevas mucho. Dime si vibra o si oyes algo que nos permita averiguar qué coño hace que se mueva.

—Entendido, señor. —La situación para Beltrán seguía siendo grave. No sabía qué tipo de explosivo iba a manipular y tendría que hacerlo sin ayuda.

Álvarez tecleó en el ordenador del escáner y las puertas se desbloquearon. Al cabo de unos quince interminables segundos sacó el paquete y lo llevó al mostrador de atención al público. Cortó tres de las cuatro aristas superiores y levantó con cuidado la tapa de cartón. Identificó claramente la nitrocelulosa y la sacó. Parecía una pastilla pequeña de jabón de glicerina translúcida envuelta en un plástico de cocina. Dentro tenía un papel a modo de etiqueta. ¿Podría estar el detonador en algo tan fino?, se dijo a sí mismo.

—Álvarez, parece que hay algo escrito en la etiqueta. ¿Qué pone? —se interesó Talavantes.

—No lo sé, no puedo verlo bien con el vaho del casco —respondió Álvarez con fastidio—. Además, el reflejo de la luz de mi lámpara en el plástico no me permite apreciarlas bien. ¿Quiere que me acerque para que lo puedan ver mejor?

—¡No! —dijo Talavantes alarmado—. Podría explotar cerca de tu casco y lesionarte el cuello. Coge tu cámara y haz un par de fotos, pero sin flash. Podría tener un detonador fotosensible.

Álvarez hizo la foto lo más cerca que pudo, no estaba muy seguro de que estuviera bien enfocada. El vaho del casco le impedía ver bien. Cogió las pinzas largas que le había entregado Beltrán y llevó la pastilla al tambor. Salió al patio lentamente sujetando el paquete con firmeza. Depositó la pastilla en el fondo del tambor, instaló una carga explosiva pequeña, la cubrió con un costal de arena especial, para absorber gran parte del impacto de la deflagración; aseguró el tambor con una tapa perforada y se retiró a la zona amarilla. Una vez estuvieron todos resguardados, uno de los artificieros explosionó la carga con un mando a distancia.

La detonación fue ligera. Apenas se notó un rastro de vapor caliente, parecido al que se genera en el asfalto de las carreteras en días muy calurosos. Inmediatamente comenzó a oler a caucho y tierra quemada, mientras caía una lluvia tenue de arenisca blanca alrededor del tambor. Aquel olor penetrante permaneció unos minutos flotando en el ambiente.

Nada más escuchar la explosión, Beltrán, siguiendo las instrucciones de su superior, se acercó a la caja y comenzó a palparla. No detectó nada; ni vibraciones, ni ruidos. Parecía como si la caja estuviera hueca.

—Capitán…

—Dime, Beltrán —respondió Talavantes algo impaciente.

—Por la parte superior parece vacía —aseguró Beltrán.

—¿Y más abajo? —continuó preguntando.

—Sí, aquí siento un poco de presión, pero muy ligera —respondió Beltrán intrigado.

—Continúa un poco más abajo —ordenó el capitán.

—Capitán, aquí siento más presión, como si hubiera una masa pesada en el fondo de la caja.

—Prueba por todo el perímetro —continuó diciendo Talavantes.

Beltrán pasó la mano alrededor de la caja por la parte más pegada al suelo.

—¡Capitán! —dijo de repente sobresaltado.

—¿Qué ocurre, Beltrán?

—Se ha movido, ha reaccionado a la presión —exclamó aún con el susto en el cuerpo—. Apenas lo he notado pero juro que se ha movido.

De repente, algo le hizo pararse en seco y permanecer alerta.

—Señor, he oído algo —aseguró todavía inmóvil—. Dirá que estoy loco capitán, me pareció que era como… el llanto de un gatito.

Talavantes meditó unos segundos. ¿Un gatito maullando? Aquello sonaba a broma perversa.

—Beltrán, acércate al escáner y observa la cinta de embalar de la imagen de la caja y dime si se parecen. Fíjate en cada detalle: color, tamaño…

—Sí, señor —obedeció este.

Buscó la imagen y la analizó con atención comparándola con la caja grande.

—Capitán, las dos cintas son idénticas —afirmó.

Talavantes tuvo una nueva corazonada. Todo comenzaba a cuadrar; aquello era un ardid para que la caja grande llegara a su destinatario final: el capitán Ybarra.

—Muy bien, Beltrán —continuó el capitán—. Ahora haz lo mismo; empieza a cortar por las aristas. Si te topas con lo más mínimo que detenga o frene el filo de la cuchilla, para de inmediato.

—Entendido, capitán —respondió solícito.

Empezó a deslizar el cúter por las aristas sin ningún contratiempo. Cuando llegó a la tercera buscó algún indicio de cables o mecanismo que activara la posible carga explosiva. No había nada que indicara la presencia de un detonador. Entonces miró hacía el fondo de la caja.

—¡Pero qué coño…! —gritó alterado el sargento—. Señor, ¿pueden ver lo que yo veo?

Al escuchar la expresión de Beltrán, Talavantes y Núñez imaginaron lo peor.

—Negativo, con la sombra solo apreciamos un gran bulto embalado —respondió Núñez esta vez.

Beltrán encendió la linterna que llevaba instalada en un lateral del casco. Un potente haz de luz iluminó hacia donde dirigía su mirada.

—¡Dios Santo! —exclamó Talavantes. Salió corriendo hacia la recepción dejando a Núñez y Martínez al mando de los sistemas.

En el fondo de la caja había un hombre casi desnudo, amordazado, atado de pies y manos y con claros síntomas de agotamiento, pero respiraba y parpadeaba, aunque muy lentamente. Estaba colocado en posición fetal, recostado sobre su lado izquierdo y rodeado por completo por metros y metros de cinta americana. Tenía la frente pegada a las rodillas y la nariz metida entre los muslos. Estaba totalmente inmovilizado. De hecho, pese a que el cartón no era muy grueso, estaba tan bien embalado que era imposible que pudiera romperlo. En la parte del muslo derecho que quedaba hacia arriba tenía escrito con letras rojas la palabra culpable. La tipografía era estilo esténcil, la misma que se utiliza en las cajas de madera de las mercancías marítimas.

Todos los agentes dispuestos en ambas zonas de seguridad corrieron a ayudar al sargento Beltrán. Álvarez fue el primero en entrar.

Se quitaron los cascos y los guantes para poder maniobrar con más libertad y retiraron la carretilla con suavidad para no lastimar a aquel pobre desgraciado, que además olía realmente mal, seguramente se había meado no pocas veces. Terminaron de desmontar la caja con el cúter y, con mucho cuidado, continuaron con los metros de cinta que cubrían el cuerpo de aquel hombre.

—¡Salgan todos inmediatamente! —ordenó Talavantes al entrar—. Solo quiero aquí a Beltrán y Álvarez. Cualquiera de estos paquetes podría contener otro explosivo; seguiremos el protocolo de actuación como es debido.

En pocos minutos se vieron rodeados de varios guardias civiles que, junto con los artificieros, les ayudaron a liberar al desdichado. El personal sanitario se colocó al ras del límite de la zona roja de seguridad, como indica el estricto protocolo en esos casos.

Mientras terminaban de liberar el cuerpo, Talavantes se colocó un casco antibombas, cumpliendo igualmente con el protocolo. Le gustaba dar ejemplo, solía decirse a sí mismo, de que «el buen pastor comienza por casa».

Aquel individuo estaba rodeado de más metros de cinta de los que aparentaba a simple vista. Una vez hubieron retirado el último trozo, lo sacaron entre cuatro guardias civiles de la oficina de acceso, para que pudieran actuar el equipo sanitario de la ambulancia

Tendieron al hombre, que se había desmayado por hiperventilación, en el suelo. Lo estiraron con cuidado y lo colocaron en la camilla. Una vez en la ambulancia, comprobaron sus constantes vitales y le tomaron una vía de suero en vena.

8

Lunes 7 de septiembre, 10:45 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Madrid

Una vez liberado el sujeto que venía dentro de la caja, Álvarez y Beltrán se dispusieron a revisar los paquetes y sobres que había desperdigados por el suelo de la recepción. Activaron de nuevo el escáner y los pasaron uno a uno por la cinta transportadora revisándolos con cautela pero con más tranquilidad. Estuvieron inspeccionando paquetes unos veinte minutos más. No encontraron nada sospechoso. Solo un par de sobres grandes sin remitente en los que tampoco había nada.

Al mismo tiempo, el personal de la sala de mandos repasaba cada imagen grabada en busca de algún detalle que se les hubiera podido escapar. Pusieron especial atención en las imágenes grabadas por la cámara instalada en el techo de la recepción. Estudiaron el momento en que el mensajero entraba con ambos paquetes. Buscaban un cómplice, alguien que hubiera actuado de forma sospechosa en los minutos previos a que se activara la alarma. No encontraron nada.

El capitán Talavantes ordenó a todo el personal que se reuniera en la sala de conferencias de la quinta planta. También hizo llamar a Ybarra y al equipo de la policía científica. Les esperaba a todos en una hora.

9

Lunes 7 de septiembre, 11:11 horas.

Dirección General de la Guardia Civil

Explanada central

Madrid

Los médicos tardaron al menos diez minutos en estabilizar al sujeto. Tuvieron que administrarle oxígeno y colocarle dos vías con suero glucosado y salino. Cuando estaban sujetando al paciente para subirlo a la ambulancia, se escuchó una voz a sus espaldas:

—¿Este es el hombre que venía dentro de la caja? —dijo Santiago Ybarra con tono autoritario.

—Sí, señor —respondió el jefe del equipo sanitario.

El perfil de Ybarra era poco frecuente entre la Benemérita. Licenciado en criminología por la Universidad de Valencia, con un postgrado universitario en Madrid y un año de intercambio con el departamento de investigadores de Scotland Yard.

Su físico tampoco pasaba desapercibido: un metro noventa y dos centímetros de estatura y ochenta kilos. Vestía siempre con camisa blanca inmaculada, con los puños y el cuello tan almidonados que parecía que las estrenase cada día. Siempre con corbata negra lisa y de seda, con un nudo estilo español de trazo perfecto (tenía siete iguales, una para cada día de la semana). El traje, de casimir inglés y siempre de tonos oscuros, era de color gris grafito. Era su particular forma de ir uniformado. Su cargo de investigador jefe no le hacía olvidar su gusto por los uniformes. Ahora no tenía que llevarlo, pero él se uniformaba a su manera. La disciplina y la rectitud se adivinaban hasta en su forma de andar. A punto de cumplir treinta y ocho años, estaba casado y tenía seis hijos, más otro que venía en camino. Pertenecía a la comunidad del Camino Neocatecumenal, o los kikos[4], fundada por Kiko Argüello.

Participante activo de su comunidad religiosa, Ybarra era un predicador frecuente en los seminarios juveniles. Sus conceptos de lealtad, respeto al prójimo, honestidad y rectitud hacían de él un modelo a seguir.

De tez trigueña, pelo negro liso y abundante, su rostro era alargado, con las facciones angulosas y marcadas en parte gracias a las dos horas diarias de correr y gimnasio. Solía utilizar gafas de pasta negra, de esas entre clásicas y antiguas, que lucen como el último modelo retro.

Santiago Ybarra tenía pocos vicios. Solo fumaba dos puritos habanos al día, de esos que se lían a mano en Cuba; uno después de comer y otro después de cenar. Solo bebía alcohol en ocasiones especiales, casi siempre vino, su pasión. Acostumbraba a tomar una copa tres o cuatro veces por semana.

Un paso por detrás del capitán Ybarra se encontraba su ayudante, el teniente Roberto Negrete; un verdadero personaje. Guardia civil forjado a la vieja usanza, o como él decía, «a base de muchas hostias». Tenía cincuenta y cinco años y treinta y cuatro de servicio, diez de los cuales había servido en la policía local y veinticuatro en la Guardia Civil. Se negaba a retirarse, antes prefería morir en el cumplimiento del deber. Era lo opuesto a Ybarra; tan diferentes como la noche y el día. Mientras Ybarra parecía un gentleman inglés, Negrete era lo más parecido a un gorila, un espalda plateada, incluyendo la prominente y dura barriga que los caracteriza.

Era temido en todo el cuartel, y con razón. Su fuerza era algo fuera de lo normal para una persona de su edad, y sobre todo de su estatura; un metro sesenta y ocho centímetros de músculo comprimido. Para rematar su aspecto, sus colmillos sobresalían ligeramente de la línea circular medía de su encía y eran un poco más alargados, que el resto de los dientes. En una ocasión le soltó una colleja a un chaval imberbe de una tribu urbana de góticos que le preguntó dónde le habían hecho esos colmillos tan «alucinantes».

Sí existe un vínculo genético entre el hombre y el gorila, Negrete era una muestra de ello. Y su inusual fuerza, la confirmación de la teoría. Los gorilas espalda plateada tienen diez veces mas fuerza que el humano promedio.

Había algo que Ybarra y Negrete tenían en común: su rectitud y moral. Eran leales e incorruptibles. Hombres con altos estándares de ética y justicia, de los que quedan pocos hoy en día. Aunque Negrete era más bien de mano dura, casi tanto que se manejaba en la delgada y delicada línea que separa la legalidad de la ilegalidad. Sin embargo, cuando actuaba bajo el velo de la ilegalidad, era porque consideraba que algo era injusto, debido a los vacíos legales o leyes absurdas que regían el país.

Esto no acababa de convencer mucho a Ybarra, que intentaba respetar las leyes a rajatabla. Pero si tenía que poner en una balanza lo bueno y lo malo de Negrete, lo bueno hacía que esta se inclinase a su favor, por mucho.

Así como Ybarra parecía vivir atrapado en los años ochenta, Negrete se había quedado en los sesenta. Usaba un par de americanas de piel negra que alternaba diariamente y que debían ser de buena calidad, ya que llevaba años con ellas. Vestía camisas de colores claros lisos, siempre abiertas hasta un botón antes del pecho, por lo que se podía apreciar lo extremadamente velludo que era. Ese detalle le daba un ligero aire de chulo de aquella época, así como su crucifijo de oro antiguo. Su rostro ancho, anguloso y comprimido estaba enmarcado por un mentón prominente. El cabello abundante y ligeramente rizado le brotaba desde la parte media de la frente, la cual era muy estrecha por la enorme cantidad de pelo que tenía. Utilizaba gomina y se peinaba hacia atrás, lo que le hacía parecer aún más un homínido. Un bigote denso y recortado al estilo Groucho Marx era su rasgo más distintivo. Tenía la nariz deformada y las orejas eran lo más parecido a dos coliflores, consecuencia de su paso por el boxeo amateur, deporte que había practicado durante quince años.

Ybarra levantó ligeramente la mascarilla de oxígeno del embalao, como ya lo habían apodado. El hombre continuaba inconsciente. Lo observó un momento y volvió a colocarle la mascarilla con suavidad. Hizo una seña a su compañero y este también le echó un vistazo. Levantó las cejas como señal de sorpresa pero no dijo nada. Ambos se miraron fijamente y asintieron con la cabeza. No mediaron palabra pues cada uno sabía lo que pensaba el otro.

—¿A qué hospital lo van a trasladar? —preguntó Ybarra al jefe de los médicos

—Al Hospital Central, señor —respondió uno de ellos de forma protocolaria.

Ybarra le hizo un gesto a Negrete con la mirada y este asintió. Se retiró un par de metros para hacer una llamada.

—En cuanto lleguen al hospital, un par de nuestros agentes les estarán esperando —dijo muy serio el capitán al médico—. Tendrán órdenes estrictas de no separase de este hombre en ningún momento. Solo lo harán en caso de que tenga que pasar por un quirófano. Por favor, informe a sus superiores en el hospital, es de suma importancia.

—Entendido, capitán —obedeció el sanitario.

Cerraron las puertas de la ambulancia y con las sirenas puestas lo trasladaron al hospital, escoltados por una patrulla de la Policía Nacional que les iba abriendo camino y otra que los resguardaba por detrás. Ybarra se dirigió hacia Negrete, que ya había terminado de hablar por el móvil.

—¿A quién has enviado? —le preguntó mientras se aproximaba a él.

—Al Ruso y al Negro. Harán guardias de seis horas hasta que salga del hospital. De momento los dos van para allá —aseguró Negrete con confianza.

—Bien, pero manda a otros dos —insistió Ybarra—. No quiero que se despeguen de esa puerta ni para mear. Quiero al menos un hombre en todo momento, y dos en las horas de más visitas.

—Vale, jefe. —Negrete se disponía a hacer una llamada cuando Ybarra lo interrumpió.

—Vamos, Talavantes y los de la científica nos esperan en la sala de conferencias.

—¿En la sala de conferencias? —preguntó con sorpresa Negrete.

—Sí, por lo visto somos tantos que no cabemos en la sala de reuniones.

—¿Y tantos para qué? —cuestionó de nuevo Negrete.

—Ni idea, me parece que habrá jaleo —respondió Ybarra ligeramente molesto—. Este asunto ha provocado mucho escándalo y los de arriba quieren respuestas. Ve llamando a los nuestros, seguro que vamos a necesitar refuerzos. Nos van a meter presión.

Negrete continuó dando instrucciones por teléfono para que enviaran un par de refuerzos al hospital, y dando instrucciones a varios de los agentes que investigaban ese caso.

Los hombres de confianza de Negrete para el trabajo duro, el que suponía un esfuerzo físico fuera de lo habitual, eran el Ruso y el Negro; dos guardias civiles con una excelente preparación física, auténticos atletas. Su aspecto físico les había hecho merecedores de sus apodos. Uno podría ser el prototipo de agente de la kgb. Aunque había nacido en Nerja, se notaban claramente los genes de su abuelo alemán. El otro, no era de raza negra, pero era tan moreno que tenía el aspecto de un agente secreto caribeño, aunque era originario de Barcelona. Igualmente se podía apreciar en él la herencia genética de sus antepasados mulatos.

Ambos formaban una de las mejores parejas de investigadores a cargo del capitán Ybarra.

4 Los Kikos forman una escisión de la Iglesia católica, que fue apoyada por Juan Pablo II. Es una comunidad más estricta, dura y ortodoxa que el Opus Dei.

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9788416848027
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