Читать книгу: «Trastornos psicopatológicos y comportamentales en el retardo mental», страница 2

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a) La posibilidad diagnóstica

Es evidente que la posibilidad de diagnóstico etiológico en el RM ha ido variando en estrecho contacto con el avance tecnológico médico, esto se refleja en la disminución progresiva de las causas desconocidas que arrojan las distintas estadísticas, así podemos citar que en 1965 el diagnóstico de certeza se lograba en un tercio de los pacientes, mientras actualmente, en centros de buen desarrollo, esa cifra se acerca al 90%.

Los aportes más trascendentes provienen de la biología molecular, la bioquímica y el diagnóstico por imágenes. Veamos algunos ejemplos.

La biología molecular ha permitido identificar adecuadamente a afectados y portadores de la enfermedad genética hereditaria más frecuentemente ligada al RM, la fragilidad del cromosoma X, así como también facilitó la ubicación de los genes comprometidos en una vasta serie de síndromes hasta entonces sólo identificados por una suma de dismorfias y malformaciones, como la neurofibromatosis 1, con pérdida de DNA en el gen NF1 (17 q 11.2), la neurofibromatosis 2 (22 q. 12), la esclerosis tuberosa (TSA 1 en C9 y TSA 2 en C16), síndrome de Williams (7 q), etc.

La bioquímica hace su aporte fundamental en la descripción creciente de Errores Congénitos del Metabolismo, un grupo de enfermedades en las cuales por una falla genética hay enzimas que no pueden expresarse, conduciendo a una alteración metabólica; en su conjunto estas enfermedades son responsables del 5% de las causas de RM.

Las nuevas técnicas de diagnóstico por imágenes afinan el conocimiento de las malformaciones más sutiles del SNC, y al respecto cabe mencionar el campo abierto por la RMN para el diagnóstico de los Trastornos de la Organización de las Estructuras Corticales, un grupo de patologías vinculadas a la proliferación, migración y establecimiento sináptico de las neuronas. Pero estas técnicas diagnósticas no siempre pueden ser utilizadas en nuestros pacientes ya que:

1) Algunas son de costo elevado y por consiguiente de difícil acceso.

2) Hay imposibilidad de determinar a priori a qué población deben dirigirse, ya que ha cambiado el criterio por el cual se creía que estas patologías se limitaban a un espectro determinado de los RM.

3) Algunas de estas técnicas son de carácter invasivo.

4) En la mayor parte de los casos el conocimiento etiológico no variará el curso de la enfermedad del niño y el abordaje rehabilitatorio.

Esta búsqueda etiológica es sumamente difícil en los establecimientos asistenciales públicos y en aquellos dependientes de las obra social.

b) La suma de riesgos

En muchos casos es difícil evaluar cuál es el factor de riesgo de mayor peso en la determinación del daño neurológico cuando se presentan en forma concomitante (que es lo más habitual), y lo más probable es que se produzca una suma de efectos deletéreos.

c) El cruce con otros riesgos no biológicos

A menudo los médicos omitimos la presencia de otros riesgos no biológicos, como los sociales y los emocionales; este interjuego biopsicosocial explica la sorpresa de los investigadores, quienes tomando modelos exclusivamente biológicos encontraron que el mejor elemento predictivo de los niveles de desarrollo a largo plazo en niños que habían padecido complicaciones neonatales era la condición social y educativa de los padres.

Los niños provenientes de medios desfavorecidos están expuestos a continuos riesgos biológicos; en esos casos hay un doble peligro, mayor exposición y secuelas más graves, pero, aun en forma aislada, las consecuencias de cada factor causal difieren en su impacto. Como ejemplo se puede decir que los niños que han sufrido anemias ferropénicas presentan distintas consecuencias sobre el desarrollo neuropsíquico según el medio social del cual provienen.

Es necesario develar una trama compleja sobre la relación entre desnutrición y desarrollo intelectual (Tallis, 1991). La carencia de nutrientes en forma y cantidad adecuadas es un factor de riesgo de RM exclusivamente cuando es intensa y sostenida en los primeros meses de vida. En ese momento del desarrollo hay una aceleración del crecimiento del sistema nervioso que lo vuelve más expuesto a las agresiones; aun así, en el 60% de los casos la acción deletérea de la desnutrición no es definitiva y puede revertirse.

Pero estas desnutriciones severas de los primeros meses de vida no son las más frecuentes en nuestro país, por el contrario, lo habitual es que el cuadro se instale después del año de vida con el abandono de la lactancia materna, cursando en forma moderada o leve. Aquí obviamente se produce un cruce con lo socioeconómico y lo cultural, ya que los rendimientos insuficientes de estos niños pueden relacionarse con situaciones de hambre actual o con desnutriciones leves que pueden ser revertidas mediante una adecuada provisión de alimentos y de estimulación. En otros casos estas conductas de seudorretardo se dan sólo en la escuela, porque la misma no incorpora los códigos culturales propios de estas poblaciones marginales.

Por otro lado, respecto al cruce de lo biológico y lo emocional, parece demostrada la relación entre depresión materna y bajo peso al nacer, y es fácil deducir las dificultades que surgen posteriormente al intentar constituir una adecuada relación madre-hijo si en ello interfiere ese estado depresivo, ya que el estímulo materno es el motor central de un apropiado desarrollo neuropsíquico. Si en el lactante se instalan más tarde desventajas cognitivas, será difícil determinar dónde ubicar la causa dentro de la secuencia psicológica-biológica-psicológica.

Habrá que convenir que la tarea es compleja, y un análisis parcializado que no entienda la forma en que se interrelacionan los riesgos bio-psico-sociales incurrirá en errores al planificar las estrategias de prevención.

Pensamos que siempre es deseable llegar a un diagnóstico etiológico y que este anhelo se convierte en una obligación ética insoslayable ante determinadas circunstancias que los padres y terapeutas deben conocer, es decir, tanto frente a la sospecha de enfermedades hereditarias (por el consejo genético) como cuando la certeza diagnóstica posibilita una terapéutica específica (poco habitual) o cuando nos enfrentamos a la posibilidad de enfermedades progresivas deteriorantes.

4. Evaluación

Queremos destacar aquí que cada niño con Retardo Mental es único en su expresión sintomática y que cualquier intento de uniformar su abordaje determinará una asistencia equivocada e incompleta.

Con esto pretendemos decir que el abordaje debe contemplar no solo sus dificultades intelectuales y el intento de encontrar las causas de su cuadro neurológico, sino que debe analizar los factores sociales, culturales, familiares y emocionales que determinan a ese individuo único en su expresión de enfermedad.

Es decir, si bien no tomamos en este texto los casos de seudorretardos ocasionados por situaciones socio-culturales o aquellos provocados por inhibiciones del orden psicológico, estos factores también intervienen en los pacientes con trastornos neurológicos incidiendo en sus capacidades y en sus logros futuros educacionales e individuales.

Es probablemente Esquirol en el siglo XIX el primero en intentar una búsqueda diferencial en el entonces fangoso y prejuicioso campo de la deficiencia mental, planteando en primer lugar la diferencia entre Retardo Mental y Demencia: “… el hombre demenciado es el privado de los bienes que le colmaban, es un rico convertido en pobre. El idiota ha estado siempre en el infortunio y la miseria…” (sic), distingue posteriormente idiocia e imbecilidad según el grado de compromiso intelectual (1838:284-288).

Respecto a la clasificación, Esquirol distinguía en el atraso mental tres niveles de gravedad dentro de la idiotez u oligofrenia: los más severos, los “imbéciles” y los más leves (los “débiles de espíritu”). Para fijar estas categorías utilizó como criterios las dismorfias, el lenguaje, el déficit de juicio, la falta de memoria, el déficit volitivo, etc.

Binet (1954) a principios del siglo XX abre el camino para la medición de la inteligencia a través de un test por él creado a instancias de un pedido del Ministerio de Instrucción Pública de Francia. La dificultad que implicaba en aquel momento elaborar una medida para determinar la capacidad intelectual de un individuo la podemos entender actualmente si consideramos las complejidades que aparecen al intentar definir qué es la inteligencia y tenemos en cuenta las distintas teorías que existen acerca de la misma; valga sólo citar dentro de las últimas la de Gardner de las inteligencias múltiples.

Ya Binet alertaba acerca de esta dificultad, cuando irónicamente respondía a una pregunta acerca de qué es la inteligencia diciendo: “lo que mide mi test”.

Y entramos en una primera parte de la evaluación que determina un debate: la medición de la capacidad intelectual.

No son pocos los autores que critican los test afirmando que sus resultados son cuestionables, no solo porque están elaborados en función de determinadas características socio-culturales, sino también porque no tienen en cuenta la situación del paciente en la toma, los factores emocionales que pueden alterarlos y la variabilidad de los resultados obtenidos aun en el mismo paciente.

Muchas de estas críticas son correctas. La práctica nos muestra que la obtención de una edad mental o de un cociente intelectual no nos da una verdadera medida de la capacidad real del niño y que pacientes con cocientes similares funcionan de manera totalmente distinta. Además, no hay una constancia numérica a través del desarrollo y suelen cometerse errores de pronóstico a través de la obtención de una escala en determinado momento de la vida.

Quizás la crítica más demoledora es que los test sólo sirven para fijar, y no siempre correctamente, a un niño en un nivel de discapacidad y no determinan sus potencialidades.

En este sentido, las pruebas operatorias basadas en la teoría piagetiana nos muestran una forma de razonamiento del niño que las pruebas clásicas no evidencian, pero tampoco se acercan a las potencialidades cuando interviene un tercero. El abordaje desde el concepto de “zona próxima” de Vigotsky trata de aproximarse a estos aspectos.

Ya hemos dicho que nuestra posición con respecto a los test contempla, por un lado, la necesidad de contar con ellos en las cuestiones legales (recordemos, por ejemplo, que se exigen para la obtención del certificado de discapacidad o para la disposición de una curatela), y, por otro lado, pensamos que pueden servir como un elemento más de la clínica si son puestos en ese contexto y no son tomados con carácter absoluto para definir al niño.

Las críticas a los test también tienen a veces un contenido ideológico, con lo que se pierde una visión objetiva de la realidad; partiendo del hecho de que las pruebas de inteligencia tienen un sesgo cultural, con lo cual omiten evaluar las expresiones intelectuales específicas de ciertas clases sociales o culturas, se termina por invalidar cualquier forma de medición de lo cognitivo. El planteo de que el factor ambiental es el generador absoluto de los retardos mentales es una actitud extrema que niega la biología y desdeña los avances científicos que demuestran la interrelación de la herencia y el ambiente. Parafraseando a Zazzo (1973), eliminando el barómetro no se impide que haya mal tiempo.

Hagamos una somera enumeración de las escalas y los tests más usados en nuestro medio. En el recién nacido es útil el Test de Brazelton; en lactantes y niños pequeños la escala de Lira-Montenegro, el Test de Denver y las escalas de Bayley. En preescolares, el WPPSI (Wechsler Preschool Primary Scale of Intelligence y el Terman Merrill); en los chicos mayores, el Raven y el WISC (Wechsler Intelligence Scal For Children).

Ya nos hemos referido a las pruebas operatorias de sesgo piagetiano que pueden ser tomadas en forma estructurada o no; muchas veces una hora de juego arroja mucha más información sobre el nivel mental del niño que alguna prueba, espe­cialmente en los niños pequeños.

Una vez evaluada la capacidad intelectual, correspondería indagar si existen deficiencias instrumentales que limitan aun más las posibilidades expresivas y de aprendizaje; es decir, si existen trastornos del lenguaje, dispraxias, trastornos de la coordinación viso-motora, trastornos de la percepción, alteraciones del esquema corporal, problemas atencionales, de memoria, etc.

En función de la existencia o no de estas alteraciones ins­tru­mentales, Chiva (1973) sugiere la división de la debilidad mental en una forma exógena y una endógena, la primera ligada a agresiones orgánicas externas con deficiencias instrumentales agregadas, y la endógena debida exclusivamente a factores genéticos. A tal efecto elabora una serie de pruebas para diferenciar ambas entidades clínicas del Retardo Mental.

Más vinculado a un análisis de los factores psicopatológicos, Misés (1975) define una debilidad armónica y una disarmónica. En esta última coexisten, junto a la alteración intelectual, trastornos instrumentales y afectivos de variable intensidad, distinguiendo una forma más vinculada a características psi­cóticas y otra de cariz neurótico con fobias, obsesiones, inhibiciones, etc. Las formas armónicas tienen un claro predominio de la debilidad mental como característica clínica.

Si evaluamos las deficiencias acompañantes, no debemos olvidar que la mitad de los niños con RM severo y un 25% de los leves tienen trastornos visuales, especialmente estrabismo y trastornos de refracción. El 20% de los afectados con deficiencia severa también padecen parálisis cerebral y un porcentaje similar epilepsia.

Ya nos hemos referido a la evaluación de las conductas adaptativas, reiteremos que debe hacerse en cada área un análisis de las dificultades y plantear los apoyos necesarios.

Con respecto a lo emocional, este libro se ocupa preferentemente de este aspecto, porque, aunque no se registren conductas psicopatológicas significativas, la evaluación de la vida emocional del niño es parte integral del análisis del equipo interdisciplinario.

En relación con los aspectos socioculturales –si bien ya hemos manifestado que nos ocupamos aquí de los verdaderos retardos y no de aquellos niños que parecen tenerlo cuando en realidad sus dificultades derivan de la pertenencia a un grupo social marginal–, la práctica clínica nos muestra que todas las patologías se agravan en los niños cuya situación social es desventajosa, es la certificación del doble riesgo. Como ejemplo podemos citar un trabajo de evaluación realizado con niños que habían tenido citomegalovirus congénito, el mismo demostraba que a largo plazo los coeficientes de los pacientes que pertenecían a un medio social desfavorable puntuaban muy por debajo de los niños pertenecientes a un medio social alto. Similares consideraciones arrojan los seguimientos a largo plazo de bebés prematuros de muy bajo peso, tema que mantiene su vigencia gracias al incremento de la sobrevida sin secuelas significativas en los primeros años de vida; sin embargo, al ingresar al sistema escolar las dificultades de aprendizaje son mucho más marcadas en los pretérminos que han sido criados en un medio social bajo si se los compara con aquellos que han crecido en mejores condiciones económicas y sociales.

También es significativo el marco cultural, ya que el Retardo Mental tiene una representación social determinada que el equipo profesional debe tener en cuenta, especialmente cuando se trata de culturas más cerradas.

Queda para los médicos la indagación de otras dificultades neurológicas de los niños con deficiencia intelectual, la asistencia integral de su salud, la búsqueda etiológica y terapéutica, cuando ésta sea posible. Por otra parte, el rol del pediatra en el control del niño con RM no se diferencia del que se efectúa con un niño normal, sino que prestará atención al crecimiento físico, a las pautas alimentarias, a la vacunación y al control clínico periódico. En este sentido, es importante saber que el 20% de los niños con RM tiene problemas de alimentación y trastornos del crecimiento. También es conveniente conocer los riesgos eventuales de la patología específica del niño, como la tendencia al hipotiroidismo, a las malformaciones cardíacas y a la subluxación atlantoaxial en el síndrome de Down, la hiperactividad, los trastornos lingüísticos y el autismo en la Fragilidad del cromosoma X, o las conductas autoagresivas en otros síndromes, etc. Ante estas circunstancias se pueden utilizar las normas de seguimiento de algunos cuadros, como las estipuladas por el Comité de Genética de la Academia Americana de Pediatría para el Síndrome de Down (2001: 442-449).

Finalmente, hay que señalar el rol esencial del pediatra en la identificación temprana del RM y en el seguimiento del niño y su familia.

5. Diagnóstico temprano

La realidad nos muestra que hay un significativo atraso en el diagnóstico de los retardos mentales. Mientras que las patologías motoras se identifican en una edad promedio de 14 meses y en más del 90% de los casos son los médicos quienes las establecen, el Retardo Mental se diagnostica en una edad promedio que ronda los 39 meses y sólo en un 75% de las veces es el médico el que hace el reconocimiento.

El seguimiento del desarrollo neurológico es parte de la atención primaria y debe ser una tarea habitual del control pe­diá­trico, ya que sin ninguna complejidad permite detectar desviaciones en las adquisiciones psicomotoras por razones biológicas, emocionales o por fallas de la estimulación ambiental.

A pesar de parecer simple, es necesario conocer acabadamente las pautas de normalidad para detectar las anomalías, siendo a veces sutil la línea que separa ambas situaciones y variable el rango normal de la edad en la que suelen aparecer las distintas conductas y habilidades.

Al parecer los pediatras están mejor entrenados para de­tec­tar retrasos en el área motriz, pero cuentan con pocas herramientas para evaluar los componentes intelectuales y lingüísticos. Hay aspectos del desarrollo que no son evaluados en las pruebas standard, como el grado de alerta, el interés del niño en el ambiente, la calidad de la mirada, etc. Por otro lado, las conductas difieren en la importancia de su significación, así las destrezas manipulativas son más trascendentes que las motoras gruesas y tan importante como el momento de adquisición es la habilidad y la rapidez de las respuestas.

Si bien los padres suelen ser buenos observadores del desarrollo de sus hijos, el retraso en el diagnóstico de las alteraciones intelectuales y lingüísticas, en comparación con las motoras, en parte responde a las distintas fases de las preocupaciones paternas. Inicialmente, hasta los 6 o 10 meses de edad, la ansiedad está dirigida al aumento de peso; a partir de los 6 meses se dirige hacia el desarrollo motor, siendo importante para ellos la adquisición de la marcha alrededor del año; recién entre los 18 y 24 meses aparecen las preocupaciones referidas a lo cognitivo y a lo lingüístico.

Hay variadas razones que favorecen la producción de errores conceptuales por parte de los pediatras al evaluar las competencias intelectuales del niño. Por ejemplo, existe una confusión al pensar que las competencias motoras refieren a logros intelectuales, cuando en realidad entre el 30 y el 50% de los niños con retardo profundo caminan a los 15 meses. Otro error frecuente es pensar que los niños con retardo mental tienen rasgos físicos orientadores, de hecho hay toda una serie de cuadros genéticos que son poco evidenciables en el fenotipo y, por el contrario, fenotipos llamativos que no cursan con afectaciones cognitivas. La experiencia muestra que los niños con retardo pero con buen aspecto físico son habitualmente diagnosticados tardíamente.

Debemos resaltar que el llanto y la irritabilidad extrema o, a la inversa, la apatía y el sueño excesivo, la calidad de la mirada, la sonrisa social, el interés por los objetos y las personas, las iniciativas de intercambio con las figuras de crianza, el retraso en el lenguaje, la dificultad para resolver problemas, la calidad de la motricidad fina son indicadores tempranos de las deficiencias del desarrollo intelectual.

Hay consenso en la importancia del diagnóstico temprano en las patologías del desarrollo, ya que ello permite la implementación de tareas terapéuticas que pueden incidir en el pronóstico, mejorando las alteraciones propias de la patología de base y evitando el desencadenamiento de cuadros secundarios.

Esta necesidad de diagnóstico y tratamiento temprano se sostiene fundamentalmente en tres situaciones de la relación organismo-medio ambiente:

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