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CAPÍTULO DOS

Mackenzie sintió un nudo en el estómago cuando miró fuera del coche y vio las furgonetas de la prensa amontonadas y los periodistas peleándose por la mejor posición para atacarla a ella y a Porter mientras llegaban a la comisaría. Mientras Porter aparcaba, vio cómo se acercaban varios presentadores de informativos, corriendo por el césped de la comisaría con sus camarógrafos cargados siguiéndoles el ritmo por detrás.

Mackenzie vio que Nelson ya estaba en la puerta de entrada, haciendo lo que podía para apaciguarles. Parecía incómodo y agitado. Hasta desde aquí podía ver el sudor brillando en su frente.

Cuando salieron, Porter se acercó a ella, asegurándose de que no fuera la primera detective que vieran los medios. Cuando pasó junto a ella, le dijo, “No digas nada a estos vampiros.”

Ella sintió una ráfaga de indignación ante su comentario condescendiente.

“Ya lo sé, Porter.”

La multitud de periodistas y cámaras les alcanzó. Había al menos una docena de micrófonos en su cara que salían de la muchedumbre mientras pasaban de largo. Las preguntas les llegaban como un zumbido de insectos.

“¿Ya se ha notificado a los hijos de la víctima?”

“¿Cuál fue la reacción del granjero al encontrar el cadáver?”

“¿Es este un caso de ataque sexual?”

“¿Es buena idea que se asigne una mujer a un caso como este?”

La última pregunta molestó un poco a Mackenzie. Ya sabía que solo estaban intentando obtener una respuesta, con la esperanza de conseguir un jugoso espacio de veinte segundos en las noticias de la tarde. Solo eran las cuatro; si actuaban deprisa, puede que tuvieran una joya que ofrecer a las noticias de las seis.

Mientras se hacía camino a través de las puertas hacia dentro, la última pregunta retumbaba en su cabeza.

¿Es buena idea que se asigne una mujer a un caso como este?

Recordó la carencia de emoción con la que Nelson había leído la información sobre Hailey Lizbrook.

Por supuesto que lo es, pensó Mackenzie. De hecho, es crucial.

Finalmente, entraron a la comisaría y las puertas se cerraron detrás de ellos. Mackenzie respiró aliviada de estar en silencio.

“Malditos parásitos,” dijo Porter.

Ya se había desecho de la bravuconería en su caminar ahora que ya no estaba frente a las cámaras. Caminó despacio pasando de largo el escritorio de la recepcionista hacia el pasillo que llevaba a las salas de conferencias y a las oficinas que formaban la comisaría. Parecía cansado, listo para ir a casa, listo para terminar con este caso de una vez.

Mackenzie entró primero a la sala de conferencias. Había varios agentes sentados a una mesa alargada, algunos en uniforme y otros en ropa de paisano. Dada su presencia y la repentina aparición de las furgonetas de la prensa, Mackenzie imaginó que la historia se había filtrado en todo tipo de direcciones durante las dos horas y media que habían pasado desde que salió de la oficina, fue al maizal y regresó. Era algo más que un espeluznante asesinato al azar; ahora se había convertido en un espectáculo.

Mackenzie agarró una taza de café y tomó asiento. Alguien había colocado carpetas alrededor de la mesa con la poca información que ya se había reunido sobre el caso. Mientras la ojeaba, empezó a llegar más gente a la sala. En cierto momento entró Porter, tomando asiento al otro extremo.

Mackenzie tomó un momento para mirar su teléfono y vio que tenía ocho llamadas perdidas, cinco mensajes en el buzón de voz, y una docena de mensajes en su cuenta de correo electrónico. Era un duro recordatorio de que ya tenía suficientes casos antes de que la enviaran al maizal esta mañana. La triste ironía era que, aunque sus compañeros más mayores se pasaran mucho tiempo degradándola y lanzándole sutiles insultos, también se daban cuenta de que tenía talento. A consecuencia de ello, llevaba una de las carpetas de casos más grandes del cuerpo. Hasta la fecha, sin embargo, nunca se había quedado atrás y tenía un porcentaje estelar de casos cerrados.

Pensó en responder algunos de sus correos electrónicos mientras esperaba, pero el Jefe Nelson entró antes de que tuviera oportunidad y cerró rápidamente la puerta de la sala de conferencias detrás de sí.

“No sé cómo se ha enterado tan rápido la prensa de esto,” gruñó, “pero si descubro que alguien en esta sala es el responsable, va a tener mucho por lo que responder.”

La sala enmudeció. Unos cuantos agentes y personal relacionado comenzaron a mirar nerviosamente el contenido de las carpetas que tenían delante de ellos. Aunque Nelson no le caía demasiado bien a Mackenzie, nadie podía negar que la presencia y la voz del hombre se hacían con el mando de una sala sin apenas ningún esfuerzo.

“Esto es lo que sabemos,” dijo Nelson. “La víctima es Hailey Lizbrook, una bailarina de striptease de Omaha. Treinta y cuatro años, dos hijos, de nueve y quince años. Por lo que hemos averiguado, fue secuestrada antes de fichar en el trabajo, ya que su jefe dice que no apareció la noche previa en absoluto. El video de seguridad del Runway, su lugar de trabajo, no muestra nada. Por tanto, estamos operando con la suposición de que se la llevaron en algún lugar entre su apartamento y el Runway. Eso es una zona de siete millas y media—una zona en la que en este momento tenemos unos cuantos agentes investigando con el departamento de policía de Omaha.”

Entonces miró a Porter como si fuera su alumno preferido y dijo:

“Porter, ¿por qué no describes la escena del crimen?”

Por supuesto, tenía que elegir a Porter.

Porter se puso en pie y oteó la sala como para asegurarse de que todo el mundo estaba prestando la máxima atención.

“La víctima estaba amarrada a un poste de madera con las manos atadas por detrás. El avistamiento de su muerte tuvo lugar en un claro de un maizal, a poco menos de una milla de la autopista. Tenía la espalda cubierta de lo que parecían ser marcas de latigazos, realizados por algún tipo de látigo. Notamos huellas en la tierra que eran de la misma forma y tamaño que los latigazos. Aunque no lo sabremos con certeza hasta después del informe del forense, estamos bastante seguros de que esto no fue un ataque sexual, a pesar de que habían desnudado a la víctima hasta dejarla en paños menores y el resto de su ropa no estaba por ningún lado.”

“Gracias, Porter,” dijo Nelson. “Hablando del forense, estuve hablando con él por teléfono hace unos veinte minutos. Dice que, aunque no lo sabrá con seguridad hasta que realice la autopsia, probablemente la causa de la muerte va a ser pérdida de sangre o algún tipo de trauma—posiblemente en la cabeza o el corazón.”

Sus ojos se volvieron a Mackenzie y había muy poco interés en ellos cuando le preguntó: “¿Alguna otra cosa que añadir, White?”

“Los números,” dijo ella.

Nelson volteó los ojos delante de toda la sala. Su falta de respeto era obvia, pero ella la pasó por alto, decidida a contárselo a todos los presentes antes de que le pudieran interrumpir.

“Descubrí lo que parecían ser dos números, separados por una barra, tallados en la parte inferior del poste.”

“¿Qué números eran?” preguntó uno de los agentes más jóvenes sentado a la mesa.

“Números y letras en realidad,” dijo Mackenzie. “N 511 y J 202. Tengo una fotografía en mi teléfono.”

“Habrá más fotografías aquí enseguida, en cuanto Nancy las imprima,” dijo Nelson. Habló rápida y contundentemente, dejando saber a la sala que la cuestión de estos números estaba cerrada.

Mackenzie escuchó a Nelson mientras hablaba de las tareas que había que llevar a cabo para cubrir la zona de siete millas y media entre la casa de Hailey Lizbrook y el Runway. Aunque solo estaba escuchando a medias, realmente. Su mente no dejaba de regresar a la forma en que el cuerpo de la mujer había sido atado. Algo relativo a la exhibición del cuerpo entero le había resultado familiar casi de inmediato, y todavía continuaba con ella cuando se sentó en la sala de conferencias.

Repasó las notas del informe en la carpeta, esperando que algún detalle menor pudiera despertar algo en su memoria. Repasó las cuatro páginas del informe, esperando que revelaran algo. Ya sabía todo lo que había en la carpeta, pero escaneó los detalles de todos modos.

Mujer de treinta y cuatro años, presuntamente asesinada la noche anterior. Latigazos, cortes, varias laceraciones en su espalda, atada a un viejo poste de madera. Se asume que la causa de la muerte sea pérdida de sangre o posible trauma al corazón. El método empleado para atarla sugiere posibles connotaciones religiosas mientras que el tipo de cuerpo de la mujer apunta a una motivación sexual.

Mientras lo leía, algo encajó. Se distrajo por un momento, dejando que su mente fuera donde tenía que ir sin ninguna interferencia de su entorno.

Al tiempo que ella enlazaba los hechos, y se le ocurría una conexión que esperaba fuera equivocada, Nelson comenzó a relajarse.

“… y como es demasiado tarde para que los controles de carreteras sean eficaces, vamos a tener que apoyarnos principalmente en el testimonio de los testigos, hasta en los detalles más minúsculos y aparentemente inútiles. Bueno, ¿alguien tiene algo que añadir?”

“Una cosa, señor,” dijo Mackenzie.

Podía darse cuenta de que Nelson estaba conteniendo un suspiro. Desde el otro extremo de la mesa, oyó como Porter hacía un leve sonido medio riéndose. Ignoró todo ello y esperó a ver cómo le replicaba Nelson.

“¿Sí, White?” preguntó él.

“Me estoy acordando de un caso de 1987 que era similar a este. Estoy bastante segura de que fue justo a las afueras de Roseland. Las ataduras eran las mismas, el tipo de mujer era el mismo. Estoy bastante segura de que el método de la paliza fue el mismo.”

 

“¿1987?” preguntó Nelson. “White, ¿acaso habías nacido ya?”

Esto fue recibido con risas leves de más de la mitad de la sala. Mackenzie no prestó la mínima atención. Ya encontraría tiempo para sentirse avergonzada después.

“No lo había hecho,” dijo, sin miedo de enfrentarse con él. “Pero sí que leí el informe.”

“Se le olvida, señor,” dijo Porter. “Mackenzie se pasa sus horas libres leyendo archivos de casos sin resolver. Esta chica es como una enciclopedia andante en estas cuestiones.”

Mackenzie se dio cuenta de inmediato de que Porter se había referido a ella por su nombre de pila y de que la había llamado una chica en vez de una mujer. Lo más triste es que ella no creía que él ni siquiera se diera cuenta de su falta de respeto.

Nelson se rascó la cabeza y soltó por fin el suspiro tormentoso que había estado acumulando. “¿1987? ¿Estás segura?”

“Casi del todo.”

“¿Roseland?”

“O el área circundante,” dijo ella.

“Está bien,” dijo Nelson, mirando al extremo de la mesa donde estaba sentada una mujer de mediana edad, escuchando con atención. Tenía un ordenador portátil delante de ella, en el que había estado tecleando en silencio todo el tiempo. “Nancy, ¿puedes hacer una búsqueda sobre esto en la base de datos?”

“Sí señor,” dijo ella. Comenzó a teclear algo en el servidor interno de la comisaría de inmediato. Nelson lanzó otra mirada reprobatoria a Mackenzie que básicamente se traducía como: Será mejor que tengas razón. Si no la tienes, acabas de hacerme perder veinte segundos de mi preciado tiempo.

“De acuerdo, chicos y damas,” dijo Nelson. “Así es cómo vamos a dividir esto. En el momento que termine esta reunión, quiero que Smith y Berryhill se dirijan a Omaha para ayudar al departamento de policía local. A partir de ahí, si es necesario, rotaremos en pares. Porter y White, quiero que vosotros dos habléis con los hijos de la difunta y con su jefe. También estamos trabajando para conseguir la dirección de su hermana.

“Perdone, señor,” dijo Nancy, elevando la vista de su ordenador.

“¿Sí, Nancy?”

“Parece que la detective White tenía razón. Octubre de 1987, se encontró a una prostituta muerta y atada a un poste de madera justo fuera de los límites de la ciudad de Roseland. El archivo que estoy mirando dice que la dejaron en su ropa interior y que fue gravemente azotada. No hay signos de abuso sexual y ningún motivo digno de mención.”

La sala se volvió a quedar en silencio porque muchas preguntas condenatorias no fueron expresadas. Al final, Porter fue el que habló y aunque Mackenzie podía asegurar que estaba tratando de descartar el caso, pudo escuchar un toque de preocupación en su voz.

“Eso fue casi hace treinta años,” dijo él. “Yo diría que es una conexión débil.”

“No obstante, es una conexión,” dijo Mackenzie.

Nelson golpeó el escritorio con su puño, su mirada encendida hacia Mackenzie. “Si hay una conexión aquí, ¿sabes lo que eso significa, verdad?”

“Significa que puede que se trate de un asesino en serie,” dijo ella. “Y hasta la idea de que puede que se trate de un asesino en serie significa que tenemos que pensar en llamar al FBI.”

“Ah, demonios, dijo Nelson. “Ahí te estás precipitando. Te estás precipitando mucho, de hecho.”

“Con el debido respeto,” dijo Mackenzie, “merece la pena investigarlo.”

“Y ahora que tu cerebro programado nos ha hecho prestar atención a ello, tenemos que hacerlo,” dijo Nelson. “Haré algunas llamadas y te pondré a trabajar en la investigación. Por ahora, dediquémonos a lo que es relevante y urgente. Eso es todo por ahora, gente. Poneos a trabajar.”

El pequeño grupo sentado a la mesa de conferencias comenzó a dispersarse, llevándose sus carpetas con ellos. Cuando Mackenzie empezó a salir de la sala, Nancy le lanzó una sonrisa de reconocimiento. Era lo más alentador que Mackenzie había experimentado en el trabajo en más de dos semanas. Nancy es la recepcionista que en ocasiones comprueba datos en la comisaría. Que Mackenzie supiera, era uno de los pocos miembros de más edad en el cuerpo que no tenía ningún problema con ella.

“Porter, White, esperad,” dijo Nelson.

Ella percibió que ahora Nelson mostraba más de esa misma preocupación que había visto y oído en la intervención de Porter hacía apenas unos segundos. Parecía que le estuviera poniendo hasta enfermo.

“Buena memoria con el caso del 87,” le dijo Nelson a Mackenzie. Daba la impresión de que le dolía físicamente tener que hacerle un cumplido. “Es un tiro a ciegas. Que hace que te preguntes…”

“¿Te preguntes qué?” inquirió Porter.

Mackenzie, que nunca había sido alguien con pelos en la lengua, respondió por Nelson.

“Por qué ha decidido volver a la acción ahora,” dijo.

Añadió después:

“Y cuando matará de nuevo.”

CAPÍTULO TRES

Estaba sentado en su coche, disfrutando del silencio. Las farolas proyectaban un halo fantasmal sobre la calle. No es que hubiera muchos coches en la calle a esa hora tan tardía, lo que creaba un ambiente inquietante pero sereno. Sabía que lo más seguro es que cualquiera que estuviera en esta parte de la ciudad a estas horas estaría preocupado o llevando sus asuntos en secreto. Le hacía más fácil concentrarse en lo que se traía entre manos—la Buena Obra.

Las aceras estaban oscuras excepto por el ocasional brillo de neón de establecimientos de mala reputación. La tosca figura de una mujer bien dotada resplandeció en la ventana del edificio que él estaba vigilando. Parpadeó como un faro en la mar agitada. Pero no había refugio en tales lugares— al menos no uno respetable.

Sentado en su coche, tan lejos de las farolas como podía, pensaba en el repaso que había hecho en casa. Lo había estudiado con detenimiento antes de salir esta noche. Había restos de su obra en su pequeño escritorio: una cartera, un pendiente, un collar de oro, un mechón de pelo rubio dentro de un contenedor de plástico. Eran recordatorios, recordatorios de que se le había asignado esta tarea. Y que tenía más trabajo por hacer.

Un hombre emergió del edificio en el lado opuesto de la calle, distanciándole de sus pensamientos. Vigilante, se quedó allí sentado esperando pacientemente. Había aprendido mucho sobre la paciencia con los años. Debido a ello, saber que debía operar a toda prisa le había puesto nervioso. ¿Y si no acertaba?

No tenía muchas opciones. El asesinato de Hailey Lizbrook ya estaba en las noticias. Había gente buscándole—como si fuera él el que hubiera hecho algo malo. Ellos no lo entendían. Lo que él había dado a esa mujer había sido un regalo.

Un acto de gracia.

En el pasado, había dejado que pasara mucho tiempo entre sus actos sagrados. Pero ahora, sentía una urgencia. Había mucho por hacer. Siempre había mujeres por ahí—en esquinas, en anuncios personales, en la televisión.

Al final, lo acabarían entendiendo. Lo entenderían y le darían las gracias. Le preguntarían cómo ser alguien puro, y él les abriría los ojos.

Al cabo de unos momentos, la imagen de neón de la mujer en la ventana se ennegreció. El resplandor detrás de las ventanas se apagó. El lugar se había quedado a oscuras; sus luces se apagaban porque habían cerrado por esta noche.

Sabía que eso significaba que las mujeres saldrían de la parte de atrás en cualquier momento, en dirección a sus coches y después a casa.

Cambió de marcha y avanzó lentamente alrededor de la manzana. Las farolas parecían perseguirle, pero él sabía que no había ojos curiosos que le vieran. En esta parte de la ciudad, a nadie le importaba.

En la parte trasera del edificio, la mayoría de los coches eran de lujo. Se hacía dinero exhibiendo el cuerpo. Aparcó en el lado opuesto del aparcamiento y esperó un poco más.

Tras un buen rato, la puerta del personal finalmente se abrió. Salieron dos mujeres, acompañadas por un hombre que parecía que trabajara de seguridad en el lugar. Echó una ojeada al agente de seguridad, preguntándose si podría resultar un problema. Tenía un arma debajo del asiento que usaría si no tenía más remedio, pero prefería no tener que hacerlo. No había tenido que usarla aún. De hecho, él aborrecía las armas. Había algo impuro en ellas, algo casi indolente.

Finalmente, todos se separaron, entraron en sus coches y se fueron.

Vio más gente salir, y entonces se sentó con la espalda erguida. Podía sentir cómo le latía el corazón. Ahí estaba ella.

Era bajita, de pelo rubio postizo que le caía en melena sobre los hombros. La vio entrar a su coche y no avanzó hasta que sus luces de cruce habían doblado la esquina.

Rodeó el otro lado del edificio, para no llamar la atención. Siguió detrás de ella, y notó como su corazón empezaba a acelerarse. Instintivamente, metió la mano bajo su asiento y tocó la soga. Le calmó los nervios.

Le calmó saber que, tras la persecución, llegaría el sacrificio.

Sin duda, lo haría.

CAPÍTULO CUATRO

Mackenzie iba sentada en el asiento del copiloto con varios archivos en su regazo y con Porter al volante martilleando los dedos al ritmo de un tema de los Rolling Stones. Mantenía la radio sintonizada con la misma estación de rock clásico que siempre escuchaba mientras conducía, y Mackenzie levantó la vista, molesta, ya que al final le había hecho perder la concentración. Observó cómo las luces delanteras del coche trazaban surcos en la autopista a ochenta millas por hora, y se volvió hacia él.

“¿Podrías bajar eso, por favor?” le replicó.

Normalmente, le daba igual, pero estaba intentando acceder al estado mental adecuado, para entender el modus operandi del asesino.

Con un suspiro y una sacudida de cabeza, Porter bajó el volumen de la radio. Él la miró con desdeño.

“¿Qué esperas encontrar de todos modos?” preguntó él.

“No espero encontrar nada,” dijo Mackenzie. “Estoy intentando solucionar el rompecabezas para entender mejor la personalidad del asesino. Si podemos pensar como él, tenemos muchas más posibilidades de encontrarle.”

“O,” dijo Porter, “podías simplemente esperar a que lleguemos a Omaha y hablemos con los hijos y la hermana de la víctima como Nelson nos pidió.”

Sin ni siquiera mirarle, Mackenzie podía apostar a que estaba esforzándose por hacer algún comentario inteligente. Tenía que darle algo de crédito, suponía. Cuando estaban solos los dos en la carretera o en la escena de un crimen, Porter mantenía sus bromas sarcásticas y su conducta degradante bajo mínimos.

Ignoró a Porter por el momento y miró las notas en su regazo. Estaba comparando las notas del caso de 1987 y el asesinato de Hailey Lizbrook. Cuanto más las leía, más convencida estaba de que habían sido perpetrados por el mismo tipo. Lo que le seguía frustrando es que no había un motivo claro.

Miró los documentos una y otra vez, pasando páginas y repasando la información. Comenzó a murmurarse a sí misma, haciéndose preguntas y afirmando hechos en voz alta. Era algo que había hecho desde la secundaria, una rareza que nunca se había acabado de quitar de encima.

“No hay pruebas de abuso sexual en ninguno de los casos,” dijo en voz baja. “No hay conexiones obvias entre las víctimas más que su profesión. No hay posibilidad real de motivaciones religiosas. ¿Por qué no decidirse por la crucifixión completa en vez de unos burdos postes si tienes una motivación religiosa? Los números estaban presentes en ambos casos, pero los números no muestran una clara correlación con los asesinatos.”

“No te lo tomes a mal,” dijo Porter, “pero prefiero escuchar a los Stones.”

Mackenzie dejó de hablar consigo misma y entonces se dio cuenta de que la luz de las notificaciones estaba parpadeando en su teléfono. Después de que Porter y ella se hubieran ido, le había enviado un correo electrónico a Nancy y le había pedido que hiciera unas búsquedas rápidas con las palabras poste, bailarina de striptease, prostituta, camarera, maíz, latigazos, y la secuencia con los números N511/J202 entre los casos de los últimos treinta años. Cuando Mackenzie miró su teléfono, vio que Nancy, como de costumbre, había actuado con rapidez.

El correo que había enviado Nancy de vuelta decía: No hay gran cosa, me temo. No obstante, he adjuntado los informes de los pocos casos que encontré. ¡Buena suerte!

 

Solo había cinco archivos adjuntos y Mackenzie pudo mirarlos bastante deprisa. Estaba claro que tres de ellos no tenían nada que ver con el asesinato de Lizbrook o el caso del 87. Pero los otros dos eran lo suficientemente interesantes como al menos tenerlos en cuenta.

Uno de ellos era un caso de 1994 en que se había encontrado muerta a una mujer detrás de un granero abandonado en una zona rural a unas ochenta millas a las afueras de Omaha. La habían amarrado a un poste de madera y se creía que el cuerpo había estado allí al menos seis días antes de ser descubierto. Su cuerpo estaba rígido y unos cuantos animales del bosque, que se creía que eran gatos monteses, habían empezado a comerle las piernas. La mujer tenía un largo historial criminal que incluía dos arrestos por prostituirse en la calle. Aquí tampoco había señales claras de abuso sexual y aunque había latigazos en su espalda, no estaban tan extendidos como los que habían encontrado en Hailey Lizbrook. Sin embargo, el informe sobre el asesinato no decía nada sobre los números encontrados en el poste.

El segundo archivo que quizá mantenía una relación con el caso trataba de una chica de diecinueve años a la que habían denunciado como secuestrada cuando no regresó a casa para las vacaciones de Navidad de su segundo año en la Universidad de Nebraska en 2009. Cuando se descubrió su cuerpo en un campo abierto tres meses después, parcialmente enterrado, había recibido latigazos en la espalda. Más tarde se filtraron las imágenes a la prensa, mostrando a la chica desnuda y participando de algún tipo de fiesta sexual violenta en una fraternidad. Se habían tomado las fotos una semana antes de que la denunciaran como desaparecida.

El último caso era un tiro a ciegas, pero Mackenzie pensó que ambos podrían estar potencialmente conectados con el asesinato del 87 y el de Hailey Lizbrook.

“¿Qué tienes ahí?” preguntó Porter.

“Nancy me envió informes de algunos otros casos que pueden estar conectados.”

“¿Hay algo bueno?”

Ella titubeó, pero después le puso al día de las dos conexiones posibles. Cuando acabó, Porter asintió con la cabeza mientras miraba hacia la oscuridad de la noche. Pasaron una señal que les dijo que Omaha estaba a veintidós millas de distancia.

“Creo que a veces te esfuerzas demasiado,” dijo Porter. “Te rompes el trasero trabajando y mucha gente se ha dado cuenta. Pero seamos honestos: da igual lo mucho que lo intentes, no todos los casos van a tener alguna conexión importante que vaya a crear un monstruo de caso para ti.”

“Entonces dime,” dijo Mackenzie. “En este momento, ¿qué te dice tu instinto sobre este caso? ¿Con qué estamos tratando?”

“Es un perpetrador común que tiene asuntos sin resolver con su mami,” dijo Porter con desdén. “Si hablamos con suficiente gente, le encontramos. Todo este análisis es una pérdida de tiempo. No se encuentra a la gente entrando en su cabeza. Les encuentras haciendo preguntas. Trabajo de calle. De puerta a puerta. De testigo a testigo.”

Cuando se quedaron en silencio, Mackenzie comenzó a preocuparse al ver qué simplista era su percepción del mundo, qué blanca y negra. No dejaba ni un resquicio para los matices, para nada que no encajara con sus creencias predeterminadas. Ella pensaba que el psicópata con que estaban tratando era demasiado sofisticado para eso.

“¿Qué piensas tú de nuestro asesino?” le preguntó finalmente.

Podía detectar el resentimiento en su voz, como si realmente no hubiera querido preguntarle pero el silencio hubiera podido con él.

“Creo que odia a las mujeres por lo que estas representan,” dijo en voz baja, resolviéndolo en su mente mientras hablaba. “Quizá sea un hombre virgen de cincuenta años que piensa que el sexo es vulgar—pero también existe esa necesidad de sexo en él. Matar a mujeres le hace sentir que está conquistando sus propios instintos, instintos que él considera vulgares e infrahumanos. Si puede eliminar el origen de donde parten esas necesidades sexuales, siente que está al mando. Los latigazos en la espalda indican que está casi castigándolas, seguramente por su carácter provocativo. Además, está el hecho de que no hay señales de abuso sexual. Me hace preguntarme si esto es algún tipo de intención de pureza a los ojos del asesino.”

Porter sacudió la cabeza, casi como un padre decepcionado.

“Eso es lo que quiero decir,” dijo él. “Una pérdida de tiempo. Te has metido ya tanto en esto que ya no sabes ni lo que piensas—y nada de eso nos va a servir de ayuda. Has perdido la perspectiva de conjunto.”

Un silencio incómodo se cernió de nuevo sobre ellos. Cuando parecía que había terminado de hablar, Porter encendió la radio.

Solamente duró unos minutos. A medida que se acercaban a Omaha, Porter bajó el volumen de la radio sin que se lo tuvieran que pedir esta vez. Porter habló y cuando lo hizo, sonó nervioso, pero Mackenzie también pudo escuchar el esfuerzo que estaba realizando para sonar como que él estaba al mando.

“¿Alguna vez has entrevistado a unos chicos después de que pierdan a uno de sus padres?” preguntó Porter.

“Una vez,” dijo ella. “Después de un tiroteo desde un coche. Un niño de once años.”

“También yo tuve unos cuantos. No tiene ninguna gracia.”

“No, no la tiene,” Mackenzie asintió.

“Bueno, mira, estamos a punto de hacer preguntas sobre su madre muerta a dos chicos. Va a acabar por salir el tema de dónde trabajaba. Tenemos que manejar esto con guantes de seda.”

Ella se enfureció. Él estaba haciendo eso de hablarle con condescendencia como si fuera una niña.

“Deja que me encargue de todo. Puedes ofrecerles consuelo si se ponen a llorar. Nelson dice que la hermana también va a estar allí, pero no me puedo imaginar que sea ninguna fuente confiable de apoyo. Probablemente esté tan destrozada como los hijos.”

La verdad es que Mackenzie no pensaba que esto fuera la mejor idea. También sabía que allí donde Porter y Nelson estuvieran implicados, tenía que escoger sus batallas con cuidado. Así que, si Porter quería encargarse de la tarea de preguntar a dos niños huérfanos por su difunta madre, le iba a dejar que se diera ese extraño placer.

“Como quieras,” dijo ella con los dientes apretados.

El coche enmudeció de nuevo. Esta vez, Porter dejó la radio apagada; Mackenzie pasando páginas en su regazo producía los únicos sonidos. Había una historia más amplia en esas páginas y en los documentos que había enviado Nancy; Mackenzie estaba segura de ello.

Por supuesto, para que la historia estuviera completa, había que desvelar todos los personajes. Y por el momento, el personaje central estaba escondido entre las sombras.

El coche bajó la marcha y Mackenzie elevó la cabeza cuando doblaron una manzana silenciosa. Sintió un vacío familiar en el estómago, y deseó estar en cualquier parte menos aquí.

Estaban a punto de hablar con los hijos de una mujer que había muerto.

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