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La guardia blanca

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– No pudiera desearlo mejor, contestó el barón. La mar algo alborotada, pero tuvimos la suerte de avistar unas galeras piratas, á las que dijimos dos palabras.

– ¡Siempre afortunado, Morel! Ya nos contaréis la aventura esa. Pero ahora, dejad aquí á vuestros escuderos, seguidme de cerca y creo que el príncipe no vacilará en recibiros fuera de turno, cuando sepa qué par de veteranos ilustres están haciendo antesala.

Los señores de Morel y Butrón siguieron al de Chandos, saludando á su paso entre los grupos de nobles á muchos antiguos compañeros de armas.

CAPÍTULO XIX
ANTE EL DUQUE DE AQUITANIA

AUNQUE no de grandes dimensiones, la cámara del príncipe estaba amueblada y decorada con tanto gusto como riqueza. En el testero, sobre un estrado, dos regios sillones con dosel de terciopelo carmesí esmaltado de flores de lis de plata. Sitiales tallados recubiertos de damasco, tapices, alfombras y almohadones ricamente guarnecidos completaban el mueblaje.

Ocupaba uno de los sillones del estrado un personaje de elevada estatura y formas bien proporcionadas, pálido el rostro y cuya mirada algo dura daba al semblante expresión un tanto amenazadora. Era éste Don Pedro de Castilla. En el sillón de la izquierda se sentaba otro príncipe español, Don Jaime, quien lejos de parecer aburrido como su compañero, mostraba gran interés en cuanto le rodeaba y acogía con sonrisas y saludos á los caballeros ingleses y gascones. Cerca de ambos y sobre el mismo estrado ocupaba también un sitial más bajo el famoso Príncipe Negro, Eduardo, hijo del soberano de Inglaterra. Vestido modestamente, nadie que no le conociese hubiera soñado ver en él al vencedor de tantas y tan grandes victorias, cuya fama llenaba el mundo. En su preocupado semblante se reflejaba en aquellos momentos una expresión de enojo. Á uno y otro lado del salón veíase triple fila de prelados y altos dignatarios de Aquitania, barones, caballeros y cortesanos.

– Hé allí al príncipe, dijo Chandos al entrar. Los dos personajes sentados detrás de él son los monarcas españoles para quienes, con la ayuda de Dios y nuestro esfuerzo, vamos á conquistar respectivamente á Castilla y Mallorca. Muy preocupado está Su Alteza, y no me asombra.

Pero el príncipe había notado su entrada y placentera sonrisa animó su rostro.

– Innecesarios son esta vez vuestros buenos oficios, Chandos, dijo levantándose. Estos valientes caballeros me son muy bien conocidos para necesitar introductor. Bienvenidos á mi ducado de Aquitania sean Sir León de Morel y Sir Oliver Butrón. No, amigos; doblad la rodilla ante el rey mi padre en Windsor; á mí dadme vuestras manos. Bien llegáis, pues cuento daros no poco que hacer antes de que volváis á ver vuestra tierra de Hanson. ¿Habéis estado en España, señor de Butrón?

– Sí, Alteza, y lo que más recuerdo es aquella famosa y deliciosísima olla podrida del país…

– ¡Siempre el mismo, á lo que veo! exclamó el príncipe riéndose, lo mismo que otros muchos caballeros. Pero descuidad, que una vez allí trataremos de que obtengáis vuestro plato español favorito, preparado con todas las reglas del arte. Ya ve Vuestra Alteza, continuó dirigiéndose al rey Don Pedro, que no faltan entre nuestros caballeros admiradores entusiastas de la cocina española. Pero, dicho sea en honor de Sir Oliver, también sabe pelear con el estómago vacío. Bien lo probó allá en Poitiers, cuando batallamos por dos días sin más alimento que unos mendrugos de pan y unos tragos de agua cenagosa; y todavía recuerdo cómo se lanzó en lo más recio del combate y de un solo tajo hizo rodar por tierra la cabeza de un brillante caballero picardo.

– Porque se le ocurrió impedirme el paso á un carro cargado de víveres que tenían los franceses, observó Sir Oliver, con gran risa de todos los presentes.

– ¿Cuántos reclutas me traéis? le preguntó el príncipe.

– Cuarenta hombres de armas, señor, contestó Sir Oliver.

– Y yo cien arqueros y cincuenta lanzas, dijo el señor de Morel; pero cerca de la frontera navarra me esperan otros doscientos hombres.

– ¿Qué fuerza es esa, barón?

– Una compañía famosa, llamada la Guardia Blanca.

Con gran sorpresa del barón, sus palabras fueron acogidas con unánime carcajada. El mismo príncipe y los dos reyes extranjeros participaron de la hilaridad general. El barón de Morel miró tranquilamente á uno y otro lado, y fijándose por último en un fornido caballero de poblada barba negra situado cerca de él y que se reía más ruidosamente que los demás, se dirigió á él y tocándole el brazo le dijo:

– Cuando hayáis acabado de reíros no me negaréis la merced de una breve entrevista, en lugar donde podamos entendernos cara á cara y espada en mano…

– ¡Calma, barón! exclamó Su Alteza. No busquéis querella al señor Roberto Briquet, que tanta culpa tiene él como todos nosotros. La verdad es que cuando entrasteis acabábamos de oir, y yo con enojo, noticias de las fechorías cometidas por esa misma Guardia Blanca, tales y tántas que juré ahorcar al capitán de esa compañía. Lejos estaba yo de hallarlo entre los más valientes y escogidos de mis jefes. Pero mi juramento es nulo, en vista de que acabáis de llegar de Inglaterra y ni sabéis lo que ha hecho vuestra gente por aquí, ni es posible exigiros por ello asomo de responsabilidad.

– Que yo sea ahorcado es cuestión de poca monta, señor, contestó al punto el barón, si bien el género de muerte es menos noble de lo que yo esperara. Pero lo esencial es que el príncipe de Inglaterra y modelo de caballeros, no deje sin cumplir su juramento, por ninguna razón ni pretexto…

– No insistáis, barón. Al oir hace poco á un vecino de Montaubán, que nos refería los saqueos y depredaciones de esos foragidos, hice voto de castigar duramente al que en realidad los manda hoy. Vos y el señor de Butrón quedáis invitados á mi mesa y por lo pronto formáis parte de los caballeros de mi séquito.

Inclináronse ambos nobles y siguiendo al señor de Chandos, llegaron al extremo opuesto del salón, fuera de los apretados grupos de guerreros y cortesanos.

– Muchos deseos tenéis de que os ahorquen, mi buen amigo, dijo Chandos, y por vida mía, en tal caso lo mejor hubiera sido dirigiros al rey Don Pedro, que no hubiera tardado en complaceros, atendido á que vuestra Guardia Blanca se ha conducido en la frontera como una manada de lobos.

– No tardaré en meterlos en cintura, con el favor de San Jorge y una buena cuerda para ahorcar á los más díscolos. Y ahora os ruego, noble amigo, que me digáis los nombres de algunos de estos caballeros, pues son muchas las caras desconocidas que me rodean. En cambio otras las conozco desde que ciño espada.

– Mirad ante todo aquellos graves religiosos, inmediatos á los regios asientos. Es uno el arzobispo de Burdeos y el otro el obispo de Agén. Aquel caballero de la barba entrecana, que sin duda ha llamado vuestra atención por su imponente figura y marcial aspecto, es Sir Guillermo Fenton. Tengo la honra de compartir con él las funciones de la Cancillería de Aquitania.

– ¿Y los nobles situados á la derecha de Don Pedro?

– Son distinguidos capitanes españoles que han seguido al monarca en su destierro, y entre ellos he de nombraros á Don Fernando de Castro, el primero junto á las gradas, modelo de caballeros y tan hidalgo como valiente. Frente á nosotros están los señores gascones, cuyo serio y enojado aspecto revela el reciente disgusto que han tenido con Su Alteza. El de elevada estatura y hercúleo cuerpo es Captal de Buch, nombre que habréis oído con frecuencia, pues no hay en Gascuña más famosa lanza. Habla con él Oliverio de Clisón, apellidado el Pendenciero, pronto siempre á enconar los ánimos y atizar la discordia. Una cuchillada en la mejilla izquierda os señalará al señor de Pomers, á quien acompañan sus dos hermanos y les siguen en línea los señores de Lesparre, de Rosem, de Albret, de Mucident y de la Trane. Tras ellos veo numerosos caballeros procedentes del Limosín, Saintonges, Quercy, Poitou y Aquitania, con el valiente Guiscardo de Angle en último término, el del jubón púrpura y ferreruelo guarnecido de armiño.

– ¿Qué de los caballeros situados á este lado del salón?

– Son todos ingleses, unos del séquito regio y otros, como vos, capitanes de compañías auxiliares ó del ejército. Ahí tenéis á los señores de Neville, Cosinton, Gourney, Huet y Tomás Fenton, hermano del canciller Guillermo. Fijaos bien en aquel caballero de la nariz aguileña y roja barba, que pone la mano sobre el hombro del capitán de moreno rostro, dura mirada y modesto traje.

– Bien los veo, dijo el barón. Y juraría que ambos están más acostumbrados á ceñir la armadura y repartir mandobles que á figurar entre cortesanos en la regia cámara.

– Á otros muchos nos pasa lo mismo, Sir León, repuso Chandos, y bien puedo asegurar que el mismo príncipe respira más á sus anchas en el campo de batalla que en su palacio. Pero oid los nombres de aquellos dos capitanes: Hugo Calverley y Roberto Nolles.

El señor de Morel se inclinó para contemplar á su sabor á tan famosos guerreros; uno capitán de compañías auxiliares y guerrillero incomparable; el otro paladín renombrado, que desde muy modesta posición habíase elevado hasta ocupar el segundo lugar después de Chandos entre las mejores lanzas inglesas, y conquistádose inmensa popularidad entre los soldados de todo el ejército.

– Pesada mano la de Nolles en tiempo de guerra, continuó el señor de Chandos. Á su paso por tierra enemiga deja siempre tras sí rastro sangriento y en el norte de Francia llaman todavía "Ruinas de Nolles" á los castillos desmantelados y pueblos destruídos que Sir Roberto dejó en aquellas asoladas comarcas.

– Conozco su nombre y no me disgustaría romper una lanza con tan principal y temido caballero, dijo el barón. Pero mirad, muy enojado está el príncipe.

Mientras hablaban ambos nobles había recibido Guillermo el homenaje de otros recién llegados y oído con impaciencia las propuestas de algunos, por lo general aventureros, que ofrecían vender su espada y las reclamaciones de no pocos negociantes y armadores de la ciudad, perjudicados, según ellos, por los excesos de la soldadesca. De repente, al oir uno de los nombres anunciados por el funcionario encargado de presentar á los que solicitaban audiencia, levantóse apresuradamente el príncipe y exclamó:

 

– ¡Por fin! Acercaos, Don Martín de la Carra. ¿Qué nuevas y sobre todo qué mensaje me traéis de parte de mi muy amado primo el de Navarra?

Era el recién llegado caballero de arrogante figura y majestuoso porte. Su moreno rostro y negrísimos ojos, cabellos y barba indicaban su origen meridional. Sobre el traje de corte llevaba luenga capa negra, de forma y material muy diferentes de los usados en Francia é Inglaterra. Adelantóse con mesurado paso y saludando profundamente, dijo:

– Mi poderoso é ilustre señor, Carlos, rey de Navarra, conde de Evreux y de Champaña y señor del Bearn, me ordena saludar fraternalmente á su muy amado primo Eduardo, príncipe de Gales, duque de Aquitania, lugarteniente…

– ¡Basta ya, Don Martín! interrumpió impacientemente el príncipe. Conozco los títulos de vuestro soberano y ciertamente no ignoro los míos. Decidme sin más preámbulos si se halla libre el paso por los desfiladeros, ó si vuestro señor opta por faltar á la palabra que me dió pocos meses há, en nuestra última entrevista.

– Mal podría el rey de Navarra faltar á su palabra, dijo el enviado español con irritado acento. Lo único que mi ilustre soberano recaba es la prolongación del plazo para el cumplimiento de lo pactado, así como ciertas condiciones…

– ¡Condiciones, aplazamientos! ¿Habla vuestro rey con el príncipe real de Inglaterra ó con el preboste de una de sus villas? ¡Condiciones! Yo se las dictaré bien pronto. Pero vamos á lo que importa. ¿Entiendo que hallaremos cerrados los pasos de la cordillera?

– No, Alteza…

– ¿Libres, entonces, y expedito el paso?

– No, Alteza, pero yo…

– ¡Nada más digáis, Don Martín! Triste espectáculo en verdad el de tan noble y respetable caballero abogando por causa tan mezquina. Sé lo que ha hecho Carlos de Navarra, y cómo mientras con una mano recibía los cincuenta mil soberanos de oro convenidos á cambio de dejarnos libre el paso de la frontera, tendía la otra mano á Don Enrique el de Trastamara ó al rey de Francia, recibiendo en ella rica compensación por disputarnos la entrada. Pero juro por mi santo patrón que tan bien como conozco yo á mi primo de Navarra me conocerá él á mí muy pronto. ¡Falso!..

– ¡Señor, permitidme recordaros que si tales palabras fuesen pronunciadas por otros labios que los vuestros, yo exigiría retractación inmediata! dijo el de Carra, trémulo de indignación.

Don Pedro frunció el entrecejo y miró sañudo á su compatriota, pero el príncipe inglés acogió aquellas palabras con aprobadora sonrisa.

– ¡Bien, Don Martín! exclamó, ¡digno es de vos ese arranque! Decid á vuestro rey que si cumple lo convenido entre nosotros, no tocaré una piedra de sus castillos ni un cabello de sus súbditos; pero que de lo contrario, os seguiré de cerca, llevando conmigo una llave que abrirá de par en par cuantas puertas él nos cierre. Y ¡ay entonces de Carlos y ay de Navarra!

Inclinóse después Su Alteza hacia los dos caudillos Nolles y Calverley, que cerca tenía, y habló con ellos breves instantes. Ambos nobles salieron inmediatamente de la cámara con altanero paso y gozosa sonrisa.

– Juro por los santos del Paraíso, continuó el príncipe, que así como he sido aliado generoso, sabré ser también enemigo implacable. Vos, Chandos, dad las órdenes oportunas para que el señor de la Carra sea tratado y atendido cual lo merece por su rango y por sus prendas.

– Siempre bondadoso, observó Don Pedro.

– Aun con los que se le muestran tan altivos como acaba de hacerlo ese enviado, añadió Don Jaime.

– Decid más bien que procuro ser siempre justo, repuso el príncipe Eduardo. Pero aquí tengo noticias de interés para Vuestras Altezas; un pliego de mi hermano el duque de Lancaster anunciándome su salida de Windsor para traernos el refuerzo de cuatrocientas lanzas y otros tantos arqueros. Tan luego mi esposa la duquesa recobre la salud, y espero que no tardará mucho, emprenderemos nuestra marcha con la gracia de Dios, para unirnos al grueso del ejército en Dax y poner á Vuestras Altezas en posesión de sus estados.

Un murmullo de aprobación acogió aquellas palabras y el príncipe contempló con satisfacción los rostros de todos aquellos capitanes, ganosos de seguirle y distinguirse bajo sus banderas.

– El titulado rey de Castilla, Enrique de Trastamara, contra cuyas fuerzas vamos á luchar, es un guerrero hábil y animoso y la campaña proporcionará ocasión de conquistar lauros sin cuento. Á sus órdenes tiene cincuenta mil soldados castellanos y leoneses, con más doce mil hombres de armas de las compañías francesas que tiene á sueldo, veteranos cuyo valor reconozco. También es un hecho la misión del sin par Bertrán Duguesclín cerca del Duque de Anjou, para atraerlo á la causa de Enrique y volver á España con tercios numerosos reclutados en Bretaña y Picardía. Y probablemente lo hará como se propone, porque el gran condestable es uno de los hombres de más prestigio y energía de nuestra época. ¿Qué decís á ello, Captal? Duguesclín os venció en Cocherel y esta campaña os ofrece la revancha.

El guerrero gascón acogió aquella alusión del príncipe con avinagrado gesto y no hizo mejor gracia á los caballeros gascones que rodeaban á Captal de Buch, pues les recordaba que la única vez que habían atacado á las tropas francesas sin el auxilio de Inglaterra les había tocado en suerte completa derrota.

– No es menos cierto, Alteza, dijo Clisón, que la revancha la hemos obtenido ya, pues sin el concurso de las espadas gasconas no hubierais hecho prisionero á Duguesclín en Auray, ni quizás roto las huestes del rey Juan en Poitiers…

– Muy alto pretende picar el gallo gascón, y apenas levanta del suelo un palmo, interrumpió un caballero inglés.

– Cuanto más pequeño el gallo mayores suelen ser los espolones, repuso con fuerte voz Captal de Buch.

– Si no se los corta quien puede hacerlo, dijo el señor de Abercombe.

– Á osados y altaneros nos ganáis vosotros los ingleses, contestó el capitán Roberto Briquet. Pero gascón soy, y vos, Abercombe, me daréis cuenta de esas palabras.

– Cuando gustéis, dijo el otro volviéndole la espalda.

– Como vos me la daréis á mí, señor de Clisón, exclamó á su vez Sir Vivián Bruce.

– Ocasión inmejorable, se oyó decir entonces al barón de Morel, para que tan lucida lanza gascona como la del señor de Pomers me haga el honor de cruzarse con la muy humilde mía.

Oyéronse en pocos instantes una docena de retos, que revelaban la mala voluntad y los rencores existentes entre gascones é ingleses. Gesticulaban furiosos los primeros, contestábanles los segundos con impasible desprecio y en tanto el príncipe Eduardo los contemplaba en silencio, secretamente complacido de presenciar aquella escena tan conforme con su espíritu batallador. Sin embargo, la división entre sus propios jefes ningún buen resultado podía darle y se apresuró á calmar los ánimos.

– Haya paz, señores, ordenó extendiendo el brazo. Quienquiera de vosotros que continúe tan tonta querella fuera de aquí, tendrá que darme cuenta de ello. Necesito el concurso de todas vuestras espadas y no permitiré que las volváis unos contra otros. Abercombe, Morel, Bruce ¿dudáis acaso del valor de los caballeros gascones?

– Eso no haré yo, contestó Bruce, pues demasiadas veces los he visto pelear como buenos.

– Valientes son, sin duda, pero no hay temor de que nadie lo olvide mientras tengan lengua para proclamarlo á todas horas, sin ton ni son, dijo á su vez Abercombe.

– No os demandéis de nuevo, se apresuró á decir el príncipe. Si es de gente gascona el decir en alta voz lo que piensan, tampoco falta quien tache á los ingleses de fríos y taciturnos. Pero ya lo habéis oído, señores de Gascuña; los mismos que acaban de tener con vosotros una querella pueril os reconocen el valor y las dotes de todo honrado caballero. Captal, Clisón, Pomers, Briquet, cuento con vuestra palabra.

– La tiene Vuestra Alteza, respondieron los gascones, aunque sin ocultar que lo hacían de pésima gana.

– ¡Y ahora, á la sala del banquete! prosiguió Eduardo. Ahoguemos hasta el último recuerdo de esta contienda en unos cuantos frascos de buena malvasía.

Volviéndose entonces hacia sus regios huéspedes, los condujo con toda cortesía á los puestos de honor que les estaban reservados en la mesa servida en la vecina estancia. Tras ellos siguieron los brillantes caballeros de antemano invitados á la mesa del príncipe.

CAPÍTULO XX
DE CÓMO ROGER DESHIZO UN ENTUERTO Y TOMÓ UN BAÑO

RECORDARÁ el lector que Gualtero y Roger se habían quedado en la antecámara, donde no tardó en rodearlos animado grupo de jóvenes caballeros ingleses, deseosos de obtener noticias recientes de su país. Las preguntas menudearon:

– ¿Sigue nuestro amado soberano en Windsor?

– ¿Qué nos decís de la buena reina Felipa?

– ¿Y qué de la bella Alicia Perla, la otra reina?

– El diablo te lleve, Haroldo, dijo un alto y fornido escudero, asiendo por el cuello y sacudiendo al que acababa de hablar. ¿Sabes que si el príncipe hubiera oído la preguntilla esa te podría costar la cabeza?

– Y como está vacía poco perdería con ella el buen Haroldo.

– No tan vacía como tu escarcela, Rodolfo. Pero ¿qué demonios piensa el mayordomo? Todavía no han empezado á poner la mesa.

– ¡Pardiez! En todo Burdeos no hay doncel más hambriento. Si las espuelas de caballero y los ricos cargos se ganasen con el estómago, serías ya lo menos condestable.

– Pues digo, que si se ganasen empinando el codo, Rodolfito mío, te tendríamos de canciller hace años.

– Basta de charla, exclamó otro, y que hablen los escuderos de Morel. ¿Qué se dice por Inglaterra, mocitos?

– Probablemente lo mismo que al salir de ella vosotros, contestó picado Gualtero. Sin embargo, tengo para mí que no se hablaba ya tanto como cuando andaban por allí muchos parlanchines…

– ¡Hola! ¿Qué quiere decir eso, moderno Salomón?

– Averiguadlo si podéis.

– Medrados estamos con el paladín éste, que todavía no se ha quitado de los zapatos el barro amarillo de los breñales de Hanson y ya viene tratándonos de parlanchines.

– ¡Qué gente tan lista la de esta tierra, Roger! dijo Gualtero con sorna, guiñando el ojo á su amigo.

– ¿Cómo debemos tomar vuestras palabras, señor mío?

– Tomadlas por donde podáis sin quemaros, respondió Gualtero.

– ¡Otra agudeza!

– Gracias por el cumplido.

– Mira, Germán, lo mejor será que lo dejes, porque el escudero de Morel es más despierto y más listo de lengua que tú.

– De lengua, lo concedo. ¿Y de espada? preguntó Germán.

– Punto es ese, observó Rodolfo, que podrá esclarecerse dentro de dos días, la víspera del gran torneo.

– Poco á poco, Germán, exclamó entonces un escudero de rudas facciones, cuyo robusto cuello y anchos hombros revelaban su fuerza. Tomáis los insultos de esta gente con asombrosa calma, y yo no estoy dispuesto á que me llamen parlanchín sin más ni más. El barón de Morel ha dado pruebas repetidas de lo que puede y vale, pero ¿quién conoce á estos caballeritos? Este otro ni siquiera chista. ¿Qué decís vos á ello?

Al pronunciar estas palabras posó su pesada mano sobre el hombro de Roger.

– Á vos nada tengo que deciros, respondió el doncel procurando contenerse.

– Vamos, este no es escudero, sino tierno pajecillo. Pero descuidad, que vuestras mejillas tendrán menos colorete y más bríos vuestra mano antes de que volváis á guareceros tras el guardapié de vuestra nodriza.

– De mi mano puedo deciros que está siempre pronta…

– ¿Pronta á qué?

– Á castigar una insolencia, señor mío, replicó Roger, airado el rostro y centelleante la mirada.

– ¡Pero qué interesante se va poniendo el querubín éste! continuó el rudo escudero. Vamos á ver si lo describo: ojos de gacela, piel finísima, como la de mi prima Berta, y unos buclecillos tan luengos y tan rubios… Al decir esto, su mano tocó el rizado cabello de Roger.

– Buscáis pendencia…

– ¿Y aunque así fuera?

– Yo os diría que lo hacéis como un patán, y no como hombre bien nacido. Os diría también que en la escuela de mi señor no se aprende á buscar un lance por medio de tan groseros modos…

– ¿Y cómo habéis aprendido á hacerlo vos, modelo de escuderos?

 

– No siendo brutal ni insolente, sino dirigiéndome á vos, por ejemplo, para deciros cortésmente: "He resuelto mataros y espero que me hagáis la merced de designar hora y lugar donde podamos vernos cara á cara y espada en mano." Y tratándose de un escudero comedido y digno de ese nombre, me quitaría el guante, como lo hago ahora y lo dejaría caer á sus pies; pero teniendo que habérmelas con un destripaterrones como vos, se lo lanzaría á la cara!

Y con toda su fuerza arrojó el guante al rostro burlón del escudero.

– ¡Lo pagaréis con vuestra vida! rugió éste, blanco de ira.

– Si podéis quitármela, repuso Roger con entereza.

– ¡Bravo, muchacho! exclamó Gualtero. Tente firme.

– Se ha portado como debía y puede contar conmigo, agregó Norbury, escudero de Sir Oliver.

– Tú tienes la culpa de todo esto, Tránter, dijo Germán. ¿No andas siempre buscando pendencia á los recien llegados? Pues ahí la tienes. Pero sería una vergüenza que el asunto pasase á mayores. El mozo no ha hecho más que contestar á una provocación con otra.

– ¡Imposible! exclamaron algunos. ¡Tránter ha recibido un golpe! Tanto valdría quedarse con una bofetada.

– ¿Pues y los insultos de Tránter? ¿No empezó él por poner su mano en los cabellos del otro? dijo Haroldo.

– Habla tú, Tránter. Ha habido ofensa por ambas partes y bien podrían quedar las cosas como están.

– Todos vosotros me conocéis, dijo Tránter, y no podéis dudar de mi valor. Que recoja su guante y reconozca que ha hecho mal, y no volveré á hablar del asunto.

– Mala centella lo parta si tal hace, murmuró Gualtero.

– ¿Lo oís, joven? preguntó Germán. El escudero ofendido olvidará el golpe si le decís que habéis obrado precipitadamente.

– No puedo decir tal cosa, declaró Roger.

– Tened en cuenta que solemos poner á prueba el valor de los escuderos recien llegados, para saber si debemos de tratarlos como amigos. Vos habéis tomado esa prueba como ofensa mortal y contestado con un golpe. Decid que lo sentís, y basta.

– No llevéis las cosas á punta de lanza, dijo entonces Norbury al oído de Roger. Conozco al tal Tránter, que no sólo es superior á vos en fuerza física sino muy hábil en el manejo de la espada.

Pero Roger de Clinton tenía en las venas noble sangre sajona, y una vez irritado era muy difícil aplacarlo. Las palabras de Norbury que le indicaban un peligro acabaron de afirmarlo en su resolución.

– He venido aquí acompañando á mi señor, dijo, y en la inteligencia de que me rodeaban ingleses y amigos. Pero ese escudero me ha hecho un recibimiento brutal y lo ocurrido es culpa suya. Pronto estoy á recoger mi guante, mas ¡por Dios vivo! no sin que antes me pida él perdón por sus palabras y ademanes.

– ¡Basta ya! exclamó Tránter encogiéndose de hombros. Tú, Germán, has hecho todo lo posible para sustraerlo á mi venganza. Lo que procede es solventar la cuestión en seguida.

– Lo mismo digo, asintió Roger.

– Después del banquete hay consejo de jefes y tenemos lo menos dos horas disponibles, dijo un escudero de cabellos grises.

– ¿Y el lugar del combate?

– Desierto está el campo del torneo, y en él podemos…

– Nada de eso; ha de ser dentro de los límites de este edificio donde reside la corte. De lo contrario, recaería sobre todos nosotros la indignación del príncipe.

– ¡Bah! Conozco yo un lugar inmejorable para tales lances, á la orilla misma del río. Salimos de los terrenos de la abadía y tomamos por la calle de los Apóstoles. En tres minutos estamos allí.

– Pues entonces ¡en avant!, dijo Tránter, echando á andar con gran prisa, seguido de numerosos escuderos.

Á orillas del Garona había una pequeña pradera limitada en dos de sus extremos por altos paredones. El terreno formaba rápido declive al acercarse al río, muy profundo en aquel punto, y los únicos dos ó tres botes visibles estaban amarrados á gran distancia. En el centro del río anclaban algunos barcos. Ambos combatientes se despojaron prontamente de sus ropillas y birretes y empuñaron las espadas. En aquella época no se conocía la etiqueta del duelo, pero eran muy frecuentes los encuentros singulares como el que describimos, y en ellos, así como en las justas, habíase conquistado el escudero Tránter una reputación que justificaba sobradamente la amistosa advertencia de Norbury. Roger no había descuidado por su parte el diario ejercicio de las armas y podía considerársele como tirador no despreciable, ya que no de los primeros. Grande era el contraste que ambos combatientes presentaban: moreno y robusto Tránter, mostraba el velludo pecho y la recia musculatura de hombros y brazos, en tanto que Roger, rubio y sonrosado, personificaba la gracia juvenil. La mayor parte de los espectadores preveían una lucha desigual, mas no faltaban dos ó tres lidiadores expertos que notaban con aprobación la firme mirada y los ágiles movimientos del doncel.

– ¡Alto, señores! exclamó Norbury apenas se cruzaron las espadas. El arma de Tránter es casi un palmo más larga que la de su adversario.

– Toma la mía, Roger, dijo Gualtero de Pleyel.

– Dejad, amigos, respondió el servidor de Morel. Conozco bien el peso y alcance de mi espada y estoy acostumbrado á ella. Nada importa la desigualdad. ¡Adelante, señor mío, que pueden necesitarnos en la abadía!

La desmesurada tizona de Tránter dábale, en efecto, marcada ventaja. Bien separados los pies y algo dobladas ambas rodillas, parecía pronto á precipitarse de un salto sobre su enemigo, al cual presentaba la punta de su larga espada á la altura de los ojos. La empuñadura tenía una guarda de gran tamaño que protegía bien mano y muñeca, y al comienzo de la cruz, junto á la hoja, una profunda muesca destinada á recibir y retener la espada del adversario y á romperla ó desarmarlo por medio de un vigoroso movimiento de la muñeca. En cambio Roger tenía que confiar por completo en su propia destreza; el arma que empuñaba, aunque del mejor temple, era delgada y de sencilla empuñadura; una espada de corte más que de combate.

Conocedor Tránter de las ventajas que le favorecían no tardó en aprovecharlas y adelantándose de un salto dirigió á Roger una estocada vigorosa, seguida de tremendo tajo capaz de cortarlo en dos; pero con no menos rapidez acudió Roger al doble quite, aunque la violencia del ataque le hizo retroceder un paso y aun así, la punta de la hoja enemiga le desgarró el justillo sobre el pecho. Pronto como el rayo atacó á su vez, mas la espada de Tránter apartó violentamente la suya y continuando su giro descargó otro tajo terrible, que si bien fué parado á tiempo, sobrecogió á los espectadores amigos de Roger. Pero el peligro parecía atraer á éste, que contestó con dos estocadas á fondo, rapidísimas, la segunda de las cuales apenas pudo parar Tránter, y al trazar el quite su espada rozó la frente de Roger, tanto se había aproximado éste. La sangre brotó abundante y cubrió su rostro, obligándole á retroceder para ponerse fuera del alcance de su enemigo, quien se detuvo por un momento respirando agitadamente, mientras los testigos de aquella lucha rompían el silencio que hasta entonces guardaran.

– ¡Bien por ambos! exclamó Germán. Sois tan valientes como diestros y aquí debe terminar esta contienda.

– Con lo hecho basta, Roger, dijo Norbury.

– ¡Sí, sí! exclamaron otros; se ha portado como bueno.

– Por mi parte, no tengo el menor deseo de matar á este doncel, si se confiesa vencido, dijo Tránter enjugando el sudor que bañaba su frente.

– ¿Me pedís perdón por haberme insultado? le preguntó Roger súbitamente.

– ¿Yo? No en mis días, contestó Tránter.

– ¡En guardia, pues!

Los relucientes aceros chocaron con furia. Roger cuidó de adelantar continuamente, impidiendo al enemigo el libre manejo de su larga tizona; alcanzóle ésta levemente en un hombro y casi al mismo tiempo hirió él también á Tránter en un muslo, pero al elevar su espada para dirigirle otro golpe al pecho, la sintió firmemente trabada en el corte hecho con ese objeto en la hoja del contrario. Un instante después se oyó el ruido seco que hacía la espada de Roger al romperse, quedándole tan sólo en la mano un pedazo de hoja de no más de tres palmos de largo.

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