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La guardia blanca

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– Vos, amigo mío, vos. Yo soy guerrero viejo como vos y conozco mi oficio, pero no puedo compararme con el gran capitán que fué un tiempo escudero de Guillermo de Marny. Lo que hagáis estará bien hecho.

– Corriente y gracias. Vuestro pabellón ondeará en la proa y el mío á popa. Os daré como vanguardia vuestros cuarenta hombres y otros tantos arqueros míos. Cincuenta hombres más con mis escuderos formarán la guardia de popa. Los demás en el centro y á los costados del barco, á excepción de una docena armados de arcos y ballestas, que irán á las cofas. ¿Qué os parece la distribución?

– Inmejorable. Pero aquí me traen mi armadura y el ponérmela es ya para mí tarea larga y difícil.

Entretanto se notaba gran movimiento á bordo, los arqueros y hombres de armas formaban en grupos sobre cubierta, examinando aquéllos sus arcos y atendiendo á los consejos que les daban el sargento Simón y otros veteranos, expertos en el manejo de la temible arma.

– Firmes, muchachos y que no se mueva nadie de donde yo lo ponga, iba diciendo Simón de grupo en grupo. Mientras tengáis un buen arco en la mano no hay pirata que se acerque. Y sobre todo, no olvidéis que en cuanto se suelta una flecha ya debe estar la otra en la mano y en la cuerda. Esta ha sido siempre la regla en la Guardia Blanca.

– Y digo yo, amigo Simón ¿no es también regla el dar á cada soldado medio cuartillo de vino mientras espera á los piratas con el gaznate seco? preguntó Tristán de Horla.

– Eso vendrá después, borrachín, pero ahora hay que ganarlo. Cada uno á su puesto, que ó mucho me engaño ó apuntan por allí dos mástiles, tras las Agujas de Coves.

Arqueros y hombres de armas se tendieron sobre cubierta, en cumplimiento de las órdenes del barón. Cerca de la proa colgaba de una robusta lanza el escudo de armas de Butrón, una cabeza negra de jabalí en campo de oro, y en el centro de la proa Reno el veterano clavaba el estandarte con las cinco rosas de Morel. Cubrían el centro de la nave los atezados marinos de Southampton, gente aguerrida toda, armada con hachas de abordaje, mazas y picas. Su jefe el capitán Golvín hablaba con el barón á popa, escudriñando ambos el horizonte y vigilando el velamen y los dos timoneles.

– Dad orden, dijo el barón, de que ningún soldado ni marino se deje ver hasta que el clarín les mande tender los arcos. Conviene que esos corsarios tomen al Galeón por un barco mercante de Southampton que huye al descubrir sus naves.

– ¡Allí están! ¿No lo dije yo? exclamó el capitán volviendo apresurado junto al barón después de transmitir su orden. Ved las dos galeras balanceándose plácidamente en la bahía exterior de Coves, y mirad también en tierra, hacia el este, la humareda que levantan sus últimos incendios. ¡Ah, perros! Ya nos han visto; las lanchas de los incendiarios se apartan de la costa á todo remo, dirigiéndose á sus galeras, que Dios confunda. ¡Y qué multitud á bordo! Parece aquello un hormiguero. Os repito, señor barón, que la empresa pudiera muy bien resultar superior á nuestras fuerzas. Esos buques piratas son de primer orden y sus tripulantes gente desesperada, que lucha hasta morir.

– Pues amigo, os envidio la buena vista que tenéis, contestó el señor de Morel con imperturbable calma, guiñando sus ojillos irritados. Por lo pronto, hacedme la merced de decir á la gente que hoy no se da cuartel á nadie. Tratándose de esas fieras, no quiero prisioneros. ¿Tenéis á bordo un sacerdote ó un religioso?

– No, señor barón.

– No importa. La Guardia Blanca se puede pasar sin ellos, porque los tengo á todos bien confesados desde Salisbury y maldito si han tenido ocasión de cometer fechorías desde que emprendimos la marcha. Pero á la verdad, lo siento por el contingente de Vinchester que manda mi noble amigo de Butrón, pues según noticias y señales, es gente díscola y la han corrido en grande estos días. Á ver, dad orden de que recen todos un padrenuestro y un avemaría mientras esperan la señal de ataque.

No tardó en oirse el prolongado murmullo de todas aquellas preces, dichas con singular recogimiento por arqueros, marinos y hombres de armas tan devotos como valientes. Muchos de ellos sacaron cruces y reliquias que besaron fervientemente, tendidos sobre cubierta y sin mostrarse al enemigo.

El Galeón Amarillo había abandonado las aguas del Solent y se alejaba de la costa á toda vela, cortando pesadamente las espumosas olas. En su seguimiento se habían lanzado las dos naves piratas, pintadas de negro, de corte estrecho y largo, que contrastaba con la mayor altura y rotunda forma del galeón á que daban caza. Parecían dos lobos hambrientos en seguimiento de su presa.

– Pero decidme, señor barón. Esos perros han visto ya el escudo y pendón que llevamos á proa y popa y saben que tenemos dos nobles á bordo, dijo Golvín.

– Ya había pensado yo en ello, pero no es de caballeros ni de jefes de tropas reales el ocultar su presencia. Se dirán que os dirigís á Gascuña y habéis recibido nobles pasajeros con destino al cuartel general de nuestro príncipe. ¡Cómo acortan la distancia! Á juzgar por su aspecto y el nuestro diríase que dos halcones se preparan á caer sobre inocente paloma. Pero no es maravilla que nos alcancen tan pronto, con su triple hilera de remos, al paso que nosotros sólo tenemos las velas. ¿Véis alguna señal ó bandera á bordo de esos barcos?

– En la vela mayor del de la izquierda hay pintada una enorme cabeza negra, respondió el capitán.

– Es la galera del cruel pirata normando y la primera vez que la ví fué en Chelsea. También lo ví á él, Cabeza Negra, en medio del combate. Es un gigante con la fuerza de seis hombres y los crímenes de sesenta sobre la conciencia.

– Sólo á un bárbaro como él se le ocurriría entrar en combate con dos infelices colgados de las vergas de su buque. ¿Los véis?

– Así es en efecto, replicó el barón. La Virgen de Embrún me concederá la merced de ahorcarlo también á él dentro de pocas horas. ¿Qué insignia es aquella en las velas del otro pirata?

– La cruz roja de Génova.

– Lo que prueba que tenemos allí al barbudo Tito Carleti, tan valiente y casi tan malo como su compañero de piraterías. Ese genovés pretende que no hay en el mundo arqueros ni soldados como los suyos y tenemos que probarle lo contrario.

– Se lo probaremos, asintió el animoso capitán. Pero entre tanto, bueno será que los arqueros y ballesteros escogidos de antemano suban á las cofas disimulando su presencia y su número lo más posible. Las tres anclas están ya en el centro del buque, con veinte pies de cable cada una y sólidamente amarradas al palo mayor, con cuatro buenos marineros á cargo de cada ancla. Según vuestras órdenes, diez hombres distribuídos á lo largo de la cubierta, con pellejos llenos de agua, cuidarán de apagar todo fuego que puedan producir las flechas incendiarias si las usan esos bandidos. Las piedras están también en las cofas, y los arqueros se encargarán de aplastar con ellas á cuanto grupo de piratas se les ponga á tiro.

– Enviadles á más de las piedras cualquier otro objeto pesado que tengáis á bordo, dispuso el barón.

– Pues en tal caso lo mejor será izarles á Sir Oliver, apuntó Gualtero.

– ¡Brava ocasión para chanzas! dijo el señor de Morel, con mirada tal que hizo temblar al escudero. Además, no se dirá que un servidor mío ha hecho burla de un noble en mi presencia sin el debido correctivo. Después de todo, continuó reprimiendo con trabajo una sonrisa, demasiado sé que ha sido esa una chanza de muchacho, sin intención aviesa. Sin embargo, Gualtero, debo á vuestro padre Carter de Pleyel el ordenaros que procuréis refrenar la lengua.

– Ataque por babor y estribor á la vez, exclamó el capitán Golvín, viendo separarse los dos barcos enemigos. El normando tiene á proa un pedrero y se preparan á disparar.

– Á ver, Simón, tres arqueros, los mejores que tengas, ordenó el barón; que elijan los arcos más poderosos que haya á mano y den una lección á los artilleros apenas crean que no perderán sus flechas.

– ¡Arnoldo, Renato y Jaime, á popa! exclamó enseguida el veterano. Una sangría al primer babieca que toque aquel pedrero. Trescientos cincuenta pasos, á lo sumo. Arnoldo, hijo mío, tú el primero y á ver si te luces. ¿Ves el canalla aquel con la gorra roja? Pues á ensartarlo, antes de que disparen.

Los tres arqueros nombrados, fija la mirada en la proa del barco enemigo, tendían lentamente la cuerda de sus enormes arcos, sin cuidarse ya de si los veían ó no los piratas. El numeroso grupo que éstos formaban se había apartado del pedrero, dejando solos junto á él á dos hombres encargados de dispararlo. El de la gorra roja se inclinó para apuntar, abrió los brazos y cayó de bruces con una flecha clavada en el costado. Casi en el mismo instante recibió el otro pirata un dardo en la garganta y otro en una pierna y quedó retorciéndose sobre cubierta.

Al grito de furor de los piratas respondieron las carcajadas de los arqueros.

– ¡Bien, muchachos! gritó Simón. Pero ocultaos de nuevo tras la borda, porque veo que han resuelto aprovechar la lección y tienden red de malla para protegerse contra nuestras flechas. Que nadie asome. No tardaremos en oir silbar las piedras de esos jayanes.

CAPÍTULO XVI
DEL COMBATE ENTRE EL GALEÓN AMARILLO Y LOS DOS PIRATAS

EL supuesto barco mercante y sus dos perseguidores se dirigían rápidamente hacia el oeste, dejando al norte la costa de San Albano. No se divisaba otra vela en todo el horizonte. Roger permanecía cerca del timón, mirando las galeras enemigas y recibiendo de lleno en el rostro la fuerte brisa del mar que agitaba su rizado cabello rubio. Digno descendiente de tantos famosos guerreros sajones, su corazón latía con violencia y hubiera deseado llegar á las manos con los piratas sin más tardanza.

De pronto le pareció que una voz ronca le hablaba al oído, y volviéndose prontamente dirigió al timonel una mirada interrogadora. El marino, sonriente, señaló con el pie una gruesa saeta clavada profundamente en un tablón á tres pasos de la cabeza de Roger. Pocos segundos después el timonel cayó de bruces y Roger vió en su espalda el asta ensangrentada de otra flecha. Inclinóse para levantar al infeliz y oyó el ruido de los dardos que caían á bordo, semejante al que produce la lluvia de otoño sobre las hojas secas del bosque.

 

– ¡Redes de malla á popa! ordenó el barón.

– ¡Y otro hombre al timón! dijo imperiosamente el capitán.

– Tú con diez arqueros entretén á los normandos, añadió el señor de Morel dirigiéndose á Simón y que otros diez hombres de Sir Oliver hagan lo mismo con los genoveses. No quiero revelarles todavía toda nuestra fuerza.

Diez arqueros escogidos mandados por Simón se apostaron enseguida en el lado de la popa por donde avanzaba el barco normando, y los tres escuderos vieron con admiración la calma de aquellos veteranos en tales momentos y la precisión con que obedecían las voces de mando, moviéndose á la vez como si fueran un solo hombre. Sus compañeros, ocultos tras la borda, no les escaseaban las chanzas y los consejos.

– Más alto, Fernán, más alto, que todavía no suben al abordaje. Pégate al arco, Renato; no parece sino que le tienes miedo ó temes que la cuerda te manche el coleto. Ten en cuenta el viento, y no desperdicies flecha.

Entre tanto los dos pedreros enemigos habían tomado la ofensiva, bien protegidos los servidores de ambas piezas por alta red de malla. La primera piedra del genovés pasó silbando sobre las cabezas de los arqueros y cayó al mar; la del pedrero normando mató un caballo y derribó á varios soldados, otra abrió un boquete enorme en la vela del Galeón y la cuarta dió en el centro de la proa y rebotando, arrojó al agua dos hombres de armas de Butrón. El capitán miró fijamente al barón.

– Se mantienen á distancia, dijo, porque nuestros veinte arqueros les han causado grandes pérdidas. Pero nos van á matar mucha gente con sus pedreros.

– Pues una estratagema para que se acerquen, y el barón dió brevemente sus órdenes.

Trasmitidas que fueron éstas, los arqueros empezaron á caer como si la artillería y las flechas de los piratas causasen en ellos grandes estragos. Muy pronto no quedaron más que tres arqueros por banda y los barcos enemigos se acercaron rápidamente, con las cubiertas llenas de una turba horrible que lanzaba gritos de triunfo y blandía sables, hachas, puñales y picas.

– Acuden como peces al cebo, exclamó el barón. ¡Á ellos, soldados, á ellos! El estandarte aquí, á mi lado, y los escuderos á defenderlo. Tened las anclas listas para lanzarlas á bordo de esos condenados. ¡Suenen los clarines y Dios proteja nuestra causa!

Una aclamación unánime le respondió y las bordas del barco inglés aparecieron repentinamente cubiertas de proa á popa por una doble línea de cascos. La turba enemiga lanzó gritos de rabia, sobre todo al recibir el nublado de flechas que lanzaron los arqueros ingleses en el centro de aquella abigarrada multitud, compuesta de hombres de todas cataduras y colores, normandos, sicilianos, genoveses, levantinos y moros. La confusión á bordo de ambos piratas fué espantosa y grande la matanza, pues los arqueros lanzaban sus flechas y dardos desde lo alto del enorme Galeón, que dominaba las cubiertas enemigas. Además, en aquella masa compacta, pronta al abordaje del que creían ser punto menos que inofensivo buque mercante, no se perdía una sola flecha y los piratas caían á montones, muertos ó heridos. En tanto los hombres de armas destinados al efecto habían lanzado dos anclas á bordo de los buques enemigos, para impedirles la retirada y las tres naves quedaron unidas por doble lazo de hierro, cabeceando pesadamente.

Entonces empezó una de esas luchas frenéticas, sangrientas y heróicas, no referidas por ningún historiador, no cantadas por ningún poeta, de las que no queda otra señal ni monumento que una nación poderosa y feliz y una costa no devastada por las depredaciones que un tiempo la asolaran.

Los arqueros habían limpiado de enemigos la proa y popa de ambas galeras, pero los piratas éstos atacaron en gran número el centro del Galeón, cayendo con furia por ambos costados sobre los marinos y hombres de armas y luchando con ellos cuerpo á cuerpo, en confusión tal que los soldados y marineros situados en las cofas no se atrevían á lanzar dardos ni peñascos, temerosos de herir y aplastar á sus propios compañeros. En aquella masa confusa de hombres sólo se veía el brillo de sables y hachas que caían con ruido estridente sobre cascos y armaduras, derribando ingleses, genoveses y normandos, en medio de una gritería espantosa, de un tumulto indescriptible. El gigante Cabeza Negra, cubierto de hierro y con una tremenda maza, anonadaba á cuantos se ponían á su alcance; cada golpe de su maza derribaba una víctima. Por estribor se había lanzado al abordaje con no menos ímpetu el genovés Carleti, bajo de estatura, pero cuyos anchos hombros, robusto cuerpo y membrudos brazos denotaban su fuerza. Á la cabeza de cincuenta italianos escogidos y bien armados se abrió paso casi hasta el mástil del barco inglés y los marinos se vieron cogidos como entre dos muros de hierro por sus fieros asaltantes, dando y recibiendo la muerte sin pedir cuartel.

Pero en aquel instante supremo les llegó el auxilio que tanto necesitaban. El señor de Butrón con sus hombres de armas y el barón seguido de sus escuderos, de Reno, Simón, Tristán de Horla y otros veinte, se lanzaron como leones contra las turbas que por ambos lados habían invadido la cubierta y abriéndose sangriento paso llegaron á lo más recio de la lucha. Roger no se apartó de su señor un solo momento y aunque mucho había oído de sus proezas, nunca hasta entonces había tenido idea de su valor, de su calma en el combate y de la presteza de sus movimientos. Saltaba de uno á otro pirata, derribándolos de una estocada ó un tajo, parando los golpes que le asestaban con el escudo y la espada y llevando el terror entre sus enemigos. Uno de sus golpes alcanzó á Tito Carleti, hiriéndolo en el cuello y por fin el mismo Cabeza Negra resolvió concluir con aquel temible combatiente y lanzándose á su encuentro alzó sobre él la pesada maza. Inclinóse el barón para protegerse mejor con el escudo, al propio tiempo que paraba los golpes del furioso genovés, pero en aquel instante resbaló en un charco de sangre y cayó sobre cubierta. Roger atacó al gigante normando, pero un golpe de la maza de éste hizo pedazos su espada y lo derribó sobre un grupo de muertos y heridos. Iba Cabeza Negra á repetir el golpe, cuando sintió su muñeca cogida como con unas tenazas de hierro y vió á su lado á Tristán, el hercúleo arquero, que doblando hacia atrás el cuerpo del normando, haciendo gala de su increíble fuerza, acabó por romperle el brazo y tenderlo cuan largo era sobre las tablas del puente. Una vez derribado le puso el puñal al rostro por entre las barras de la visera y el temible pirata permaneció inmóvil, único modo de evitar la muerte que tan de cerca le amenazaba.

Desalentados los normandos con la pérdida de su jefe y acosados de cerca, volvieron la espalda y abandonaron el Galeón, saltando atropelladamente sobre la cubierta de su barco, donde empezaron á diezmarlos las flechas de los arqueros ingleses y los peñascos que desde las cofas les lanzaban los marinos. Además, unido firmemente el barco pirata al Galeón por el ancla de éste, pasaron á bordo del normando el señor de Butrón y cincuenta veteranos, en persecución de los fugitivos.

Á estribor continuaba encarnizada la lucha. El genovés y sus secuaces se defendían con vigor, retrocediendo paso á paso ante los furiosos ataques del barón de Morel, Roger, Reno y sus arqueros. Carleti, ronco de ira y de cansancio y cubierto de heridas de las que manaba la sangre en abundancia, volvió á bordo de su buque con los piratas que le quedaban, sin cesar de defenderse y perseguido por una docena de ingleses que se lanzaron al abordaje de la galera. Entonces Carleti abandonó de un salto á sus compañeros, corrió á lo largo de la cubierta y regresando á bordo del Galeón cortó de un tajo el cable del ancla que retenía á su barco. Hecho esto saltó de nuevo sobre la cubierta de su galera, cuyos remeros empezaron á impelirla y apartarla del Galeón.

– ¡San Jorge nos asista! gritó Gualtero de Pleyel. ¡El barón está en la galera, peleando con los genoveses! ¡Se lo llevan!

– ¡Está perdido! gritó á su vez Froilán de Roda. ¡Saltemos, Gualtero! Ambos jóvenes, de pie sobre la borda del Galeón, se lanzaron al espacio. El desgraciado Froilán cayó sobre los remos de la galera pirata y desapareció entre las olas; más afortunado Gualtero, alcanzó la cubierta del barco enemigo y se unió á los compañeros del barón. Roger quiso seguir á sus dos amigos en defensa de su señor, pero Tristán de Horla se lo impidió á la fuerza.

– ¿Cómo has de dar ese salto de muerte, muchacho, si apenas puedes sostenerte en pie? le dijo. Tienes la cabeza llena de sangre.

– ¡Mi puesto está al lado del barón! rugió Roger, forcejeando inútilmente.

– Quédate aquí, te digo, y te quedarás á las buenas ó á las malas. Necesitarías alas para llegar á la galera. Esta se alejaba gradualmente.

– ¡Mirad qué valor, cómo se defienden, cómo atacan! continuó Tristán siguiendo los detalles de la lucha á bordo del pirata. Los nuestros han limpiado la popa de enemigos y adelantan, con el barón á la cabeza. ¡Bravo Simón, buen golpe! Reno se bate como un tigre. El genovés, aunque bandido, es un valiente, no hay que dudarlo. Ha conseguido reunir á su gente en la proa… ¡Por la Cruz de Gestas, ya cayó un arquero, y otro! ¡Maldito Carleti! Pero allá va el barón, á dar cuenta de él. ¡Mira, Roger!

– El barón ha caído…

– No, una de sus tretas. Ahí lo tienes otra vez, más brioso que nunca, ¡Qué espada! El jefe pirata retrocede, cae, atravesado de parte á parte. ¡Viva, viva! Los otros huyen, se rinden. Allá va Simón. ¡Por vida de! Ya arría la bandera de la cruz roja, ya iza la de Morel, las cinco rosas… ¡Viva!

La muerte de Tito Carleti puso fin á toda resistencia y su galera, cambiando de bordada, se dirigió de nuevo hacia el Galeón, saludada por los gritos de entusiasmo de los soldados. El barón y Sir Oliver no tardaron en reunirse sobre la cubierta del barco inglés, y retirada el ancla que lo aferraba á la galera del normando, se hicieron las tres naves á la vela, á corta distancia una de otra. Roger, más débil á cada momento que pasaba, oyó con admiración la voz tranquila del capitán que seguía mandando la maniobra con tanta calma como lo había hecho durante el combate.

– No deja de tener averías bastante graves nuestro pobre Galeón, dijo Golvín al señor de Morel apenas pudo hablarle. La borda destrozada, la vela mayor hecha trizas. ¿Qué dirán los armadores cuando me presente con su barco en tan triste estado?

– Lo triste sería, dijo el barón, que fueseis vos á sufrir por causa mía, sobre todo después de la faena de hoy y de vuestro brillante comportamiento. Nada, os lleváis esas dos galeras como prueba de la jornada y que las vendan los armadores. Con el importe se reembolsarán de los perjuicios que haya sufrido el Galeón Amarillo y el resto que lo guarden hasta mi regreso, para distribuirlo entre todos. No os quejaréis de vuestra parte. Por la mía, debo á la Virgen del Priorato una imagen de plata de diez libras por haberme otorgado la merced de vencer y matar al pirata genovés, cuyo valor y pericia en el manejo de las armas soy el primero en reconocer. ¿Y tú, Roger? ¿Herido?

– No es nada, dijo el doncel con voz débil, quitándose el casco que conservaba claras señales de la poderosa maza del normando. Pero apenas se hubo descubierto, la sangre inundó su rostro y cayó desvanecido.

– Pronto volverá en sí, dijo el noble después de examinarlo atentamente. He perdido hoy un valiente escudero y mal puedo perder otro. ¿Cuántas bajas hemos tenido, Simón?

– Nueve arqueros, siete marinos, once hombres de armas y vuestro escudero el joven señor de Roda.

– ¿Y el enemigo?

– Sólo queda con vida el jefe normando. Ahí está, bien agarrotado. Vos dispondréis de él, señor barón.

– Ahórcalo sin tardanza. Hice el voto y hay que cumplirlo. Pero cuélgalo de una verga de su propio barco, que tal fué mi promesa.

Cabeza Negra, aunque herido y con un brazo roto, se había mantenido de pie junto á la borda, entre dos arqueros. Al oir las palabras del barón se estremeció y su rostro se contrajo violentamente.

– ¿Ahorcado, yo? exclamó en francés. ¿Muerte de villano, á mí?

 

– Pues según noticias, dijo el señor de Morel, vos ahorcabais á cuantos caían vivos en vuestras manos, sin distinción de nobles ó plebeyos. Además he hecho voto de colgaros.

– Soy señor de Andelys y corre por mis venas sangre real…

– Sois un pirata desalmado, replicó el barón volviéndole la espalda, á tiempo que dos marineros asían á Cabeza Negra y le echaban el dogal al cuello.

Al sentir la cuerda hizo el jefe pirata un esfuerzo supremo y rompió las ligaduras que ataban sus manos, derribó á uno de los arqueros que le guardaban y asiendo por la cintura con su único brazo sano al marinero que sujetaba la cuerda, lo levantó y se arrojó con él al mar.

– ¡Se ha escapado! gritó Simón, corriendo hacia el punto de la cubierta por donde había desaparecido Cabeza Negra.

– Decid más bien que ha muerto, repuso el capitán. Ambos se han hundido en las aguas como un plomo.

– No me pesa, dijo el barón; que si bien no he podido cumplir mi voto, el tal pirata se ha portado como valiente en la lucha, ha muerto como tal y hubiera sido lástima ahorcarlo cual si se tratara de uno de esos menguados que lo acompañaban.

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