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La guardia blanca

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– Vuestra vida está en mis manos, exclamó Tránter con triunfante sonrisa.

– ¡Teneos! ¡se rinde! exclamaron á una varios escuderos.

– ¡Otra espada! gritó Gualtero.

– Imposible, dijo Rodolfo; sería contra todas las reglas del duelo.

– Pues entonces, Roger, tirad al suelo ese trozo de espada, aconsejó Norbury.

– ¿Me pedís perdón? repitió Roger dirigiéndose á Tránter.

– ¿Estáis loco? contestó éste.

– ¡Pues en guardia otra vez! gritó Roger, renovando el ataque con vigor tal que compensó la pequeñez de su arma.

Había notado que la respiración de Tránter era fatigosa y se propuso hostigarle y cansarle, haciendo valer la propia agilidad. Su adversario paraba como podía aquel diluvio de golpes, atisbando la oportunidad de acabar el combate con uno de sus mortales tajos; mas ni la corta distancia á que de propósito se mantenía Roger, ni la prontitud de los movimientos de éste le permitían usar su larga espada con ventaja. Pero Tránter, duelista experto, sabía que era imposible sostener dos minutos más aquel ataque violentísimo y fatigoso cual ninguno y que muy pronto cedería el nublado de golpes que caían sobre su espada con rapidez vertiginosa. Así sucedió, en efecto; el cansancio paralizaba ya el brazo de Roger, su adversario comprendió que había llegado el momento de dar un golpe decisivo y oprimiendo con fuerza el puño de su acero, saltó hacia atrás para ganar el espacio que necesitaba… Aquel movimiento salvó á Roger; su adversario había retrocedido sin cesar desde la renovación del combate y llegado sin saberlo á la misma orilla. Al retroceder una vez más le faltó pie y se hundió en las aguas del Garona.

Con una exclamación general de sorpresa precipitáronse todos en auxilio de Tránter, que había desaparecido por completo en las profundas y heladas aguas del río. Dos veces apareció sobre ellas su angustiado rostro y en vano procuró asir los cintos, espadas y ramas que sus compañeros le tendían. Roger había lanzado al suelo su rota espada y contemplaba aquella dolorosa agonía con profunda lástima. Todo su furor habíase disipado como por encanto. En aquel momento apareció por tercera vez sobre las aguas el rostro contraído del escudero; su mirada se cruzó con la de Roger y éste, incapaz de resistir aquella muda apelación, apartó violentamente á un escudero que delante tenía y se lanzó al Garona.

Nadador experto, pocas brazadas bastaron para llevarle junto á su adversario, á quien asió por los cabellos. Pero la corriente era poderosa y muy pronto comprendió el animoso doncel la dificultad de sostener á flote el cuerpo de Tránter y nadar al propio tiempo hacia la orilla. Á pesar de los más vigorosos esfuerzos no parecía ganar una línea. Dió con desesperación algunas brazadas más y un grito de júbilo de cuantos estaban en tierra le anunció que había salido de la peligrosa corriente y llegado á un tranquilo remanso allí formado por una proyección del terreno. Momentos después caía en su diestra mano la extremidad del cinto de Gualtero, al que había anudado éste los de algunos otros escuderos. Asiólo con fuerza, incapaz de seguir nadando un momento más, pero sin soltar á Tránter. Los escuderos los sacaron del agua en un tris, depositándolos casi exánimes sobre la hierba.

Tránter, que no había luchado como su adversario contra la impetuosa corriente, fué el primero en salir de aquel letargo. Incorporóse lentamente y contempló á Roger, que no tardó en abrir los ojos y en sonreirse complacido al escuchar los elogios que todos á porfía le prodigaban.

– Os estoy muy reconocido, señor mío, díjole Tránter, con no muy amistoso acento. Sin vos hubiera perecido en el río, porque soy natural de las montañas de Varén, donde se cuentan muy pocos que sepan nadar.

– No pido ni espero gracias, repuso Roger. Ayúdame á levantarme, Gualtero.

– El río ha sido hoy mi enemigo, continuó Tránter, pero se ha portado como bueno con vos, pues á él le debéis la vida que yo iba á arrancaros…

– Eso estaba por ver, repuso Roger.

– ¡Todo ha concluído! exclamó Germán, y más felizmente de lo que yo creía. Lo que no ofrece duda es que este joven, cuyo nombre me dicen es Roger de Clinton, ha ganado brillantemente el derecho de pertenecer al muy honrado gremio de los escuderos de Burdeos. Aquí está vuestra ropilla, Tránter.

– Y vos, Clinton, echaos esta capa sobre los hombros y venid cuanto antes.

– Lo que más deploro es la pérdida de mi buena espada, que yace en el fondo del río, suspiró Tránter.

– ¡Á la abadía! exclamaron varios escuderos.

– ¡Un momento, señores! dijo entonces Roger, que había recogido del suelo su rota espada y se apoyaba en el hombro de Gualtero. No he oído á este hidalgo retractar las palabras que me dirigió y…

– ¡Cómo! ¿Todavía insistís? preguntó Tránter sorprendido.

– ¿Y por qué no? Soy tardo en recoger las provocaciones, pero una vez resuelto á obtener reparación la exijo mientras me quedan fuerzas y alientos.

– Ma foi, pues bien pocos os quedan ya, exclamó Germán bruscamente. Estáis blanco como la cera. Seguid mi consejo y dad por terminada la cuestión, que no os podéis quejar del resultado.

– No, insistió Roger. Yo no provoqué esta querella, pero ya comenzada, juro no partir hasta haber obtenido lo que vine á buscar ó perecer en la demanda. No hay más que hablar; dadme vuestras excusas ó procuraos otra espada y reanudemos el combate.

El joven escudero, pálido como un muerto, extenuado con el tremendo esfuerzo que acababa de hacer para salvar á su enemigo y con la pérdida de sangre que manchaba su hombro y su frente, probaba sin embargo con su actitud, sus palabras y su acento que lo animaba una resolución inquebrantable. El mismo Tránter admiró aquella energía invencible y cedió ante la gran fuerza de carácter que acababa de demostrar el joven hidalgo.

– Puesto que á tal punto lleváis lo que debisteis de considerar como inocente broma, me avengo á declarar que siento haberos dicho lo que tanto os ofende, dijo Tránter en voz baja.

– Y yo deploro también la respuesta que á ello dí, repuso prontamente Roger. Hé aquí mi mano.

– Y con esta van tres veces que suena la campana llamándonos á comer, exclamó Germán mientras todos se dirigían en grupos hacia la abadía, comentando las peripecias del combate. ¡Por Dios vivo! señor de Pleyel, dad una copa de buen vino á vuestro amigo en cuanto lleguéis, porque está transido, sin contar que ha tragado dos azumbres de agua. Confieso que á juzgar por su aspecto no hubiera esperado de él tanta entereza.

– Pues yo declaro que el aire de Burdeos ha trocado á mi compañero en gallo de pelea, porque jamás había salido del condado de Hanson joven más apacible y modesto que él.

– ¿Sí, eh? Pues también tiene fama de modesto y apacible como una dama su señor el de Morel; y la verdad es que ni uno ni otro aguantan moscas. ¡Cáspita con el mozo!

CAPÍTULO XXI
DONDE AGUSTÍN PISANO ARRIESGA SU CABEZA

ABUNDANTE y bien servida era la mesa de los escuderos en la abadía de San Andrés desde que el príncipe Eduardo estableció su corte en aquel histórico edificio. Allí aprendió Roger lo que el lujo y el buen gusto significaban, sobre todo al comparar aquellos festines con las frugales comidas del convento y la parsimonia de la mesa de Morel. Cabezas de jabalí deliciosamente adobadas, faisanes asados, dulces y cremas nunca gustados antes, prodigios de repostería, uno de los cuales representaba en todos sus detalles el exterior del regio palacio de Windsor, tales fueron algunas de las maravillas culinarias que saboreó Roger en la antigua abadía francesa. Un arquero se apresuró á llevarle ropas y traje de los que á bordo del galeón dejara, y después de mudarse y lavar sus heridas no tardó en recobrar fuerzas y buen humor, olvidado por completo de la fatiga de aquella mañana. Un paje le anunció que su señor se proponía visitar aquella noche al canciller de Chandos y deseaba que sus dos escuderos se alojasen en el hostal de la Media Luna, al fin de la calle de los Apóstoles. Al cual mesón se dirigieron Roger y Gualtero al anochecer, después de su larga comida y de oir los brindis y canciones con que pasaron rápidas las horas en compañía de los otros alegres escuderos.

Caía menuda lluvia cuando los dos camaradas empezaron á recorrer las calles de Burdeos, después de dejar bien cuidados sus corceles y el del barón en las caballerizas del príncipe. No hallaban á su paso más alumbrado que el muy escaso de tal cual farol de aceite colgado en una esquina ó á la entrada de las casas principales de la ciudad; pero ni la semiobscuridad ni la lluvia impedían que las calles siguiesen casi tan concurridas como en pleno día. Los transeuntes pertenecían á todas las clases de aquella rica y por entonces bélica ciudad. Allí el obeso comerciante, cuyo rostro complacido y sonriente, traje obscuro de fino paño y repleta escarcela pregonaban su riqueza y bienestar. Tras él modesta sirviente, llevando la encendida linterna que indicaba á su amo donde poner los pies sin grave tropiezo. En dirección contraria veíase un grupo de mocetones ingleses, arqueros del condado de Estápleton á juzgar por el pelícano azul cosido sobre el coleto; gente alegre de cascos y dura de puños, que bebían á más y mejor y cantaban á voz en cuello y cuya presencia obligaba al mercader á apresurar el paso, mientras su fámula ocultaba el rostro con el manto al oir los piropos nada delicados de aquella turba. No escaseaban los soldados de la guardia real, los pajes ingleses elegantemente ataviados, las mujeres del pueblo cuyas agudas voces se oían á gran distancia, parejas de frailes, filas de ballesteros y hombres de armas, marineros, soldados de los cuerpos de guardia, caballeros gascones que vociferaban y gesticulaban según costumbre invariable, campesinos del Medoc, escuderos ingleses y gascones y tantas otras gentes, que cruzaban en todas direcciones ó hablaban en grupos, empleando ya las lenguas inglesa, francesa y del país de Gales, ya el vascuence ó los dialectos de Gascuña y Guiena. Á veces se abrían los grupos para dar paso á la litera de una noble dama, ó á los arqueros que con antorchas encendidas precedían á un caballero de alto rango camino de su alojamiento y procedente de los festines de la corte. Las pisadas y el relinchar de los caballos, los gritos de los vendedores ambulantes, el choque de las armas, las voces de borrachos pendencieros, las carcajadas de hombres y mujeres, todo aquel clamor se elevaba y se cernía, como la neblina en el pantano, sobre las calles obscuras y atestadas de la gran ciudad.

 

La atención de nuestros escuderos se fijó particularmente en dos personas que iban delante y en la misma dirección que ellos. Eran un hombre y una mujer, alto, cojo caído de hombros el primero, que llevaba debajo del brazo un objeto grande y plano envuelto en negro lienzo. La mujer era joven y gracioso su andar, pero mal podía vérsele el rostro, cubierto por tupido manto que sólo daba paso á la brillante mirada de unos ojos grandes y pardos y descubría uno ó dos rizos de negrísimo pelo. El hombre se apoyaba pesadamente en el brazo de la joven, y procuraba proteger cuanto podía el envoltorio que llevaba, evitando el encuentro de los transeuntes que con él pudieran tropezar en la obscuridad. La ansiedad evidente de aquel hombre, que parecía llevar oculta preciosa carga y el aspecto de su compañera despertaron el interés de los dos jóvenes ingleses que los seguían á dos pasos de distancia.

– ¡Ánimo, hija mía! exclamó el desconocido en lo que parecía ser uno de los dialectos de aquella región. Cien pasos más y lo ponemos en salvo.

– Cuidadlo bien, padre, y no temáis ya, repuso la mujer en la misma extraña habla.

– La verdad es que nos rodea una turba de bárbaros, borrachos muchos de ellos. Cincuenta pasos más, Tita mía, y juro por el bendito San Telmo no poner otra vez los pies fuera de casa hasta que el enjambre éste se halle en Dax ó donde lo lleven los demonios. ¡Cómo empujan y aullan! Procura apartarlos, hija, adelantando un poco el cuerpo. Dale un codazo á ese animal. Ya es imposible andar. ¡Buena la hemos hecho!

La multitud apiñada que los precedía formaba allí una barrera infranqueable y tuvieron que detenerse. Algunos arqueros ingleses repletos de cerveza se fijaron en la extraña pareja y empezaron á examinarla con curiosidad.

– ¡Por el rabo de Satanás! exclamó uno, mirad la arrogante muleta que usa este viejo. No te apoyes tanto en la chica y más en tus piernas, abuelo.

– ¡Cómo se entiende! dijo otro arquero. Los soldados del rey sin una muchacha que los mire, porque los viejos franceses se las llevan de paseo. ¡Vente conmigo, reina!

– Ó conmigo, paloma. ¡Por San Jorge! la vida es corta y lo mejor es hacerla alegre. ¡No vuelvan á ver mis ojos el puente de Chester si no le digo dos palabritas á esta buena moza!

– ¿Qué lleva el lagarto ese bajo el brazo? preguntó un tercero.

– Á ver, manojo de huesos. Venga el envoltorio.

Los arqueros rodeaban á la pareja y el hombre, azorado, sin comprender una palabra de lo que decían, oprimía con una mano el brazo de la mujer y con la otra apoyaba sobre el pecho el precioso paquete, dirigiendo en torno miradas suplicantes.

– ¡Ea, muchachos! exclamó Gualtero de Pleyel con imperiosa voz, apartando al arquero que más cerca tenía. Os portáis como villanos. ¡Quedas las manos, ó puede costaros caro!

– ¡Tened vos la lengua ó más caro ha de costaros todavía! respondió el soldado más ebrio. ¿Quién sois vos para impedir que los arqueros ingleses se diviertan?

– Un escudero palurdo, acabado de desembarcar, dijo otro. ¡Bonito sería que además de nuestros jefes viniera á darnos órdenes el primer muchachuelo que abandone á su mamá y se aparezca en Aquitania!

– ¡Por Dios, mis buenos señores! suplicó la joven en mal francés ¡amparadnos! ¡Impedid que estos hombres nos maltraten!

– Nada temáis, señora, dijo cortésmente Roger. ¡Suelta, rufián! ordenó dirigiéndose á un arquero que había enlazado con su brazo el talle de la joven.

– ¡No la sueltes, Bastián! aulló un hombre de armas gigantesco, de luenga barba negra, cuya coraza brillaba á la tenue luz del farol más próximo. Y vosotros, mozalbetes, cuidado con tocar esos espadines que lleváis ú os hago tragar un palmo de hierro en menos que canta un gallo.

– ¡Dios sea loado! exclamó en aquel momento Roger, viendo venir hacia ellos un casco enorme sobre roja melena, que descollaba entre la multitud. ¡Á mí, Tristán! Y también Simón. ¡Á mí, compañeros, ayudadme á proteger á una mujer y un anciano!

– ¡Hola, mon petit! gritó Simón con voz tonante, abriéndose paso en un santiamén y seguido del sonriente Tristán de Horla. ¿Qué pasa aquí? ¡Por el filo de mi espada! te advierto, Roger, que si vas á proteger á cuantos se hallen en apuro en esta tierra ya tienes tela cortada para rato. Pero descuida, que al cabo de un año de aprendizaje en la Guardia Blanca harás menos caso de lo que digan y emprendan unos cuantos arqueros calamocanos. ¿De qué se trata, repito? Por ahí viene el preboste con sus guardias y es muy probable que si no tomáis soleta tendremos aquí un par de arqueros ahorcados en menos de diez minutos.

– ¡Digo, pues si es este el viejo Simón Aluardo, de la Guardia Blanca! exclamó el hombre de armas que tan insolente se había mostrado con los escuderos. ¡Un abrazo, Simón! Por vida mía, tiempo hubo en que desde Limoges hasta Navarra no se conocía arquero más pronto en conquistar á una muchacha ó derrengar á un enemigo.

– No lo dudo, amigo Carlín, repuso Simón, y á fe que no creo haber cambiado mucho desde entonces. Pero también sabes que ni tomo yo un beso á la fuerza, ni ataco al enemigo por la espalda y diez contra uno. Al buen entendedor…

Una mirada al resuelto rostro del sargento y á las manazas de Tristán convenció á los arqueros de que allí nada bueno podrían sacar á la fuerza. La mujer y su padre comenzaron á abrirse paso sin que nadie intentase impedírselo y Gualtero y Roger fueron tras ellos.

– Un momento, camarada, dijo Simón á Roger. Ya sé que esta mañana has hecho proezas en la abadía; pero te recomiendo alguna prudencia en eso de sacar la espada á relucir. Mira que he sido yo quien te ha metido en estos líos y que si te pasa algo lo sentiré de veras, muchacho.

– Descuidad, Simón, seré prudente.

– No busques el peligro, mon petit, y espera á tener la muñeca algo más sólida. Oye; esta noche nos reuniremos algunos amigos en la Rosa de Aquitania, á dos puertas de tu hostería de la Media Luna, y si quieres vaciar un vaso en compañía de simples arqueros ¡bienvenido!

Prometió el doncel reunirse con ellos si se lo permitían sus deberes de escudero y deslizándose entre los grupos llegó á donde estaba Gualtero, en conversación con el viejo y la muchacha, en el portal de su casa.

– ¡Gracias, valiente caballero! exclamó el desconocido abrazando á Roger. ¿Cómo manifestaros mi gratitud? Sin vuestro auxilio y el de vuestros amigos habría yo perdido la cabeza y sabe Dios qué suerte hubiera cabido á mi pobre Tita…

– No creo que aquellos energúmenos se hubieran propasado á tal extremo, dijo el joven algo sorprendido.

¡Ah, diavolo! exclamó el otro soltando la carcajada, no hablo de mi cabeza sino de la que llevo aquí bajo el brazo.

– Quizás estos caballeros deseen entrar y reposar un momento en nuestra casa, padre mío. Si seguimos aquí puede estallar otro tumulto de un momento á otro.

– ¡Tienes razón, hija! Entrad, señores. ¡Una luz, Jacobo, pronto! Siete escalones, eso es. Tomad asiento. ¡Corpo di Bacco, qué susto me han dado esos canallas! Pero no es extraño. Tomad un vándalo, un normando y un alano, mezcladlos con el moro más redomado, emborrachad al aborto resultante de esa mezcla y ya tenéis un inglés hecho y derecho… Me dicen que ahora están invadiendo á Italia, mi patria, como han invadido á Francia. ¡Qué gente, Dios eterno! En todas partes se meten, menos en el cielo.

– Padre mío, dijo la joven mientras ayudaba al anciano á sentarse en cómoda poltrona, olvidáis que estos buenos señores que nos han protegido son también ingleses…

– ¡Mil perdones! Pero ¡quién lo dijera! Mirad, señores míos, estas obras de arte que aquí tengo; quizás os interesen, aunque entiendo que allá en vuestra isla no se conoce más arte que el de la guerra.

Cuatro lámparas iluminaban ampliamente la estancia de artesonado techo en que se hallaban. Colgadas de las paredes, sobre los muebles, en los rincones, por todas partes se veían placas de vidrio de diferentes tamaños y formas, pintadas delicadamente. Gualtero y Roger miraron en torno asombrados, porque jamás habían visto juntas tantas y tan magníficas obras de arte.

– Veo que os gustan, dijo el artista al notar la expresión de grata sorpresa reflejada en los semblantes de ambos hidalgos. Lo cual me prueba que no faltan ingleses capaces de apreciar tales fruslerías.

– Nunca lo hubiera creído posible, exclamó Roger. ¡Qué colorido, qué perfilado! Admira, Gualtero, este Martirio de San Esteban; no parece sino que tú ó yo podríamos coger esas piedras ahí pintadas.

– ¿Pues y este ciervo, con la cruz que sobre su cabeza destella como una aparición portentosa? Es perfecto; no he visto ciervos más naturales en los bosques de Bere.

– Mira la hierba, de un verde claro, que parece movida por el viento. ¡Por vida de! Cuanto he pintado hasta la fecha ha sido juego de niños. Este hombre debe de ser uno de aquellos grandes artistas de quienes me hablaba el hermano Bartolomé allá en Belmonte.

Una expresión de profundo contento animó el cetrino rostro del artista al oir aquellos espontáneos elogios. Su hija se había quitado el manto que hasta entonces cubriera sus hombros y cabeza y los dos jóvenes admiraron en ella uno de los tipos más acabados de la belleza italiana, que muy pronto atrajo toda la atención y las miradas de Gualtero.

– ¿Y qué me decís de esto? preguntó el anciano, desenvolviendo el paquete que tantas zozobras le había proporcionado.

Era una lámina de vidrio en forma de hoja enorme y pintada en ella una cabeza de admirables líneas, rodeada de resplandeciente aureola. Era tan natural el colorido, tanta la verdad y la expresión del rostro, que parecía imagen viva, mirando dulcemente á los ojos de Roger. Este palmoteó, con el entusiasmo que la belleza produce siempre en todo verdadero artista.

– ¡Es un portento! exclamó; y me admira que hayáis arriesgado por las calles una maravilla tan frágil como ésta.

– Confieso que fué grave imprudencia. ¡Un frasco de vino, Tita, pero del mejor, del florentino! Sin vuestro auxilio no sé qué hubiera sucedido. Examinad bien la tez; á mí mismo me resulta muchas veces demasiado obscura, enrojecida por haberse caldeado los colores, ó pálida y falta de vida. Pero aquí se ven latir las sienes y se siente correr la sangre bajo esa piel bronceada. La pérdida de este trabajo hubiera sido para mí una calamidad irreparable. Está destinado á la iglesia de San Remo y esta tarde fuí con mi hija para ver si ajustaba bien en el marco de piedra que allí lo espera. Me demoré más de lo que esperaba, cerró la noche y ya sabéis lo que sucedió después. Pero vos también, hidalgo, parecéis tener aficiones artísticas. ¿Sois pintor?

– Apenas me atrevo á responderos afirmativamente después de lo que aquí he visto, contestó Roger. Criado y educado en el claustro, no fué tarea muy difícil la de manejar los pinceles mejor que los otros novicios.

– Ahí tenéis colores, pinceles y cartón, dijo el viejo artista, y no os doy vidrio porque eso requiere conocimientos especiales y bastante tiempo. Os ruego que me déis una muestra de vuestro trabajo. Gracias, hija mía. Llena los vasos hasta el borde.

Gualtero sostenía conversación animada y al parecer muy interesante con la hermosa doncella, expresándose él en una mezcla de francés é inglés y ella en graciosas frases franco-italianas, lo cual no les impedía entenderse perfectamente. El artista examinaba atento su última y maravillosa creación para ver si la pintura había sufrido algún rasguño y en tanto Roger manejaba rápidamente los pinceles, hasta dejar bosquejadas las facciones y el torneado cuello de bellísima mujer.

– ¡Bravo! exclamó el maestro; sois pintor, no hay que dudarlo y podéis llegar á serlo muy bueno. ¡Es la cara de un ángel!

– Decid más bien la cara de mi señora Constanza de Morel, exclamó sorprendido Gualtero.

– Algo se le parece, á fe mía, dijo Roger un tanto confuso.

– ¿Con que un retrato? Tanto mejor y más difícil. Joven, soy Agustín Pisano, hijo del maestro Andrés Pisano y os repito que tenéis mano de artista. Diré más; que si os quedáis en mi compañía os enseñaré el secreto de la preparación de esos trabajos sobre vidrio que ahí véis; la composición de los pigmentos y sus mezclas, cómo espesarlos, cuáles penetran el vidrio y cuáles no, el caldeado y glaseado de las placas, en fin, todos los detalles del oficio.

 

– Mucho me placería practicar y aprender con tan gran maestro, dijo el doncel, pero mi deber me obliga á seguir á mi señor, por lo menos mientras dure la guerra.

– ¡Guerra, guerra! ¡Siempre lo mismo! exclamó Pisano. Y por consiguiente llamáis héroes y grandes hombres á los que más destruyen y matan. ¡Per Bacco! para hombres notables, de verdadero mérito, dignos de toda gloria, los artistas que tenemos en Italia, los que edifican en lugar de destruir, los que han creado las bellezas artísticas de mi noble Pisa, los que ennoblecen á toda la nación, los Andrés Orcagna, Tadeo Gaddi, Giottino, Stefano, Simón Memmi, maestros cuyos colores sería yo indigno de mezclar. Y me ha tocado en suerte el contemplar con mis propios ojos sus obras inmortales. He visto al anciano Giotto, discípulo á su vez del gran Cimabue, con anterioridad al cual sostengo que no existía el arte en Italia y hubo que importar artistas griegos para decorar la capilla de los Gondi de Florencia. ¡Ah, señores, esos son los grandes hombres, los bienhechores de la humanidad, cuyos nombres vivirán eternamente! ¡Qué contraste con vuestros soldados, que aspiran á la gloria asolando comarcas enteras, recorriendo la tierra á sangre y fuego!

– Pues tengo para mí que tampoco están de más los soldados, observó Gualtero. De otra suerte ¿cómo podrían esos artistas que nombráis proteger y conservar los productos de su genio?

– De los cuales tenemos no pocos á la vista, agregó Roger. ¿Son todos estos trabajos de vuestra mano?

– Todos. Notaréis que algunos están concluídos en diferentes placas, que unidas forman cuadros de gran tamaño. Aquí en Francia tienen á Clemente de Chartres y algunos otros artífices de mérito, dedicados á esta misma clase de trabajos. Pero ¿oís? Ya suena otra vez el clarín bélico para recordarnos que vivimos bajo la mano férrea del conquistador y no en las regiones donde impera el arte.

– Señal es esa también para nosotros, dijo Gualtero al oir el toque de los clarines. Bien quisiera yo permanecer aquí más largo tiempo, rodeado de tantas cosas bellas – y al decirlo miraba con admiración á la ruborosa Tita – pero fuerza es volver á nuestra posada y eso antes de que á ella regrese el señor de Morel.

Renovaron Pisano y su hija las demostraciones de gratitud, prometieron los escuderos repetir tan grata visita y habiendo cesado la lluvia, se dirigieron éstos de la calle del Rey, donde vivía el artista italiano, á la de los Apóstoles, en cuya esquina ostentaba su muestra la Hostería de la Media Luna.

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