Читать книгу: «Vientos de libertad», страница 2
Aquella soleada mañana de febrero de 1786, don Jacinto tuvo que arrear un rebaño para entregarlo personalmente en Dolores, a unos treinta kilómetros de San Miguel el Grande. En ese año del hambre de 1786, los animales aumentaron más su precio por su apreciada y escasa carne. Doña Marina, hermosa madre de veintiún años y esposa de don Jacinto, quince años mayor que ella, aprovechó esa oportunidad para visitar la famosa Poza de San Miguel(6). Marina iba acompañada de sus dos pequeños, Jacinto y Cruz, de cuatro y dos años respectivamente. Al llegar ahí se encontró con un muchacho que parecía ya la esperaba.
—¡Marina! —le gritó—. ¡Qué gusto verte de nuevo!
El muchacho era un mozo criollo, de cabello negro rizado, de escasos dieciocho años de edad. Era alto, de patillas frondosas, de espalda ancha y complexión atlética. No aparentaba la edad que tenía. Marina le creyó cuando le dijo que tenía veintiuno. Las faenas del campo lo mantenían en buena forma, ya que le gustaba montar caballos y lazar reses, como el mejor de los charros de San Miguel.
—Hola Ignacio. Eres puntual a la cita. Ya sabes que no me gusta venir sola al río con los niños.
—Aquí estamos de nuevo, Marina. ¡Por algo será!
Los dos se miraron fijamente y se tomaron de las manos. Marina notó que el pequeño Jacinto los miraba suspicaz. Aun a su corta edad, el chiquillo veía raro que aquel hombre, que no era su papá, tomara a su madre de las manos.
—¿Se quedará don Jacinto en Dolores?
—Sí, Nacho. Son treinta kilómetros y al entregar los borregos cae como muerto en la posada de don Chuy. Estará aquí hasta mañana por la tarde.
—¡Magnífico!
El muchacho la miró con ojos de deseo. Marina era una jovencita muy bella y la maternidad le había asentado muy bien. Nacho y Marina se conocían desde unos meses atrás, cuando Nacho compró unos borregos a su marido. Su destino la unió a los dieciséis con don Jacinto, por órdenes de su padre al querer asegurarle su futuro con un hombre de economía estable, pero quince años más grande.
—Debo aclararte que estos encuentros serán más esporádicos, Nacho. San Miguel es del tamaño de la palma de mi mano y le gente ve y dice cosas. ¡Entiéndelo! Es mejor así para los dos.
—Yo no le veo ningún problema, Marina. Con una vez al mes que te tenga entre mis brazos, es como si me cargara de oxígeno para muchas semanas más.
Marina sonrió halagada y ordenó al niño Jacinto que se sentara con Cruz en una roca junto a un árbol cerca de la orilla del estanque. Ignacio y ella los cuidarían de cerca y así tendrían un poco de libertad para platicar.
—¡Estense sentaditos ahí, hijos!
—Chinto se pone muy serio. ¿Crees que sospeche algo? —le preguntó Nacho, mientras le acariciaba los senos por debajo del vestido. Con el pulso de un relojero pellizcaba deliciosamente sus pezones, agrandándolos entre sus atrevidos dedos.
—No lo creo, Nacho. De todas maneras debemos ser cuidadosos y no hacer nada frente a ellos.
—Lo sé. Ya se dormirán y entonces vendrá lo nuestro.
—¡Calla pícaro! Si mi marido lo supiera me mataría con sus propias manos.
—¡Descuida! Nunca lo sabrá.
La poza de San Miguel se encontraba enclavada en el fondo de una cañada. Su profundidad era desconocida. Ninguno de los mejores nadadores de El Grande había alguna vez tocado su fondo para contarlo. Había rumores que en el fondo de sus aguas vivía El Chan, un monstruo maligno que los lugareños durante varias décadas juraban haber visto. Su corriente era constante y durante su recorrido había molinos para granos y canales artificiales para llevar agua a los cultivos de las haciendas cercanas.
—¿Quieren que las haga un columpio niños? —les preguntó Nacho, sacando una larga cuerda que guardaba a un costado de su caballo.
—Si —respondió Jacinto sonriente.
El columpio quedó listo y los niños se divirtieron de lo lindo, mientras los enamorados se acariciaban discretamente y se decían cosas que sólo entre ellos entendían.
Un par de horas después los niños dormían plácidamente bajo la fresca sombra de un sabino. Nacho y Marina aprovecharon para consumar ese encuentro candente que habían postergado desde muchos días atrás. Sin quitarse el vestido, Marina se sentó en la hombría de Nacho, quien permanecía acostado bocarriba, contemplando sus bellos ojos. Marina permaneció sobre él un largo rato, arrancando gemidos de placer al charro de San Miguel, mientras ella contenía los suyos para no despertar a los niños. Solo cuando cayó rendida sobre el pecho de Nacho, él supo que había llegado al máximo placer posible.
Permanecieron descansando bajo la fresca sombra por un largo rato. La joven pareja sin saberlo todavía, engendraría una hermosa niña que vería la primera luz del mundo a finales de ese mismo año de 1786. El atosigado marido se sorprendería del acontecimiento, sabiendo que aun sin haber casi tocado a su esposa en meses, su fertilidad a distancia había consumado el asombroso milagro.
(1) “Se suelen sentir dolores vagos en el cuerpo, principalmente en las espaldas, en los costados, y en el pecho, é impensadamente, y por una causa ligera, asalta un recio escalofrio que dura seis, ocho y doce horas, con dolor en la mitad del pecho, ò en algunos de sus lados ó en un costado, y media espalda: ó suele comenzar por una fluxión que ocupa el pecho y los pulmones, ó por un dolor al hombro que va descendiendo hasta fijarse en el costado. A esto sigue calentura aguda con encendimiento de cara y ojos; el pulso en el tiempo de frío se contrae, pero después hace una impresión en las yemas de los dedos fuerte, frecuente, redoble y con llenura: la respiración es acelerada, semejante a la que hace un ejercicio violento; hay tos, que si lleva esputos consigo se llama húmeda, y si es sin desgarrar se llama seca... la cabeza suele abromarse, amodorrarse, ó sentirse incomodada de dolores, ó de vahídos que no permiten levantarla de la almohada. Algunos sienten en el colodrillo un dolor, como si una mano les comprimiera fuertemente el pequeño cerebro.” (Alzate, 1831, p. 137).
(2) Aunque la mina fue descubierta en 1548, la Valenciana alcanzó sus niveles máximos de producción de 1768 a 1804. En 1760 el joven Antonio de Obregón y Alcocer obtuvo un préstamo del mercader de la mina de Rayas, Pedro Luciano Otero. Durante varios años ambos siguieron invirtiendo en la mina hasta que en 1768 su producción se incrementó de manera considerable. Durante varias décadas la mina de La Valenciana produjo más plata que todas las minas del virreinato del Perú, siendo socios de Obregón, los señores Diego Rul y Otero.
(3) El 20 de marzo de 1780 el rey Carlos III de España, por sugerencia y recomendación del virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa, le otorgó a Obregón, dueño de la mina de la Valenciana, los títulos de vizconde de la Mina y conde de La Valenciana.
(4) La ciudad fue fundada en 1542 por el monje franciscano Fray Juan de San Miguel, quien bautizó el asentamiento como San Miguel el Grande. Era un punto de paso importante del Antiguo Camino Real, parte de la ruta de plata que conectaba Zacatecas con la capital de la Nueva España.
(5) Bartolomé de Medina (1497-1585), fue un metalurgista español, radicado años más tarde en Pachuca, México, donde descubrió el Beneficio de Patio, procedimiento minero para separar la plata o el oro y de otros metales, mediante el uso de mercurio y sales. Su método fue tan exitoso, que en menos de una década, en 1562, sólo en Zacatecas existían 35 haciendas de beneficio por dicho método que permitió explotar minas que por su escasa ley no eran aptas para la fundición.
(6) El Charco del Ingenio es un jardín botánico y reserva natural localizado a unos minutos del centro histórico de San Miguel de Allende. Está provisto de una gran biodiversidad, sus abundantes especies nativas de flora y fauna se aprecian en el matorral, el humedal y la cañada. Conserva una extensa colección botánica de cactáceas y otras plantas suculentas mexicanas, muchas de ellas raras, amenazadas o en peligro de extinción. Sitio consagrado como Zona De Paz por el Dalai Lama que consta de: Conservatorio de plantas mexicanas, miradores, senderos y vestigios históricos, jardín de los sentidos para niños, zona de acampar, tienda y cafetería; así como de diversas actividades como visitas guiadas, temazcales, talleres, conciertos, ceremonias de luna llena y más.
2 · Cuando los insurrectos se encuentran
Que se eduque a los hijos del labrador y del barrendero como a los del más rico hacendado. José María Morelos y Pavón
Transcurría el año de 1790, y el motivo del festejo no era para menos, el cura don Miguel Hidalgo y Costilla, a sus treinta y siete años de edad, y tras una exitosa carrera de sacrificio dentro de la institución, fue nombrado rector del prestigioso Colegio de San Nicolás Obispo en Valladolid.
Don Miguel, lleno de orgullo y felicidad, organizó una pequeña reunión para festejar con sus amigos y seres queridos el importante ascenso.
—Muchas felicidades, padre. Es un honor estar en esta reunión para celebrar su importante ascenso dentro del colegio —comento uno de los invitados, estrechando amistosamente la mano del cura.
—Muchas gracias por acompañarnos, José María. Tu presencia hace más grato este momento.
El rector vestía un elegante traje de color negro con chaleco rojo y pantalones holgados. Unas lustrosas botas de color negro soportaban las fuertes piernas del sacerdote. Un sombrero de palma protegía su calvo cráneo ante los embates flamígeros del sol de aquella calurosa tarde en el hermoso jardín, que el cura cuidaba como si fuera el Edén mismo. José María, muy al contrario, vestía un sencillo pantalón de arriero de color café claro, con una camisa blanca de manta. Un paliacate de color rojo coronaba su cabeza. Su rostro afilado de piel morena, con grandes ojos negros bajo dos frondosas cejas, contemplaba con admiración y agradecimiento al cura.
—Todo un reto dirigir este grandioso colegio, padre.
Hidalgo saludó con un gesto amistoso a tres invitados que se fueron directo al fondo del jardín.
—En cierta manera ya lo vengo haciendo desde hace tres años que fui nombrado vicerrector, José María. El anterior casi no se metía y me dejaba manga ancha para trabajar a gusto.
—Todos sabemos de su gran capacidad, padre.
—Llámame Miguel, José María. Aunque hasta ahora te había tratado como mi alumno, nuestra amistad es algo diferente. De entre todos mis alumnos, te invité a ti porque eres el de más edad y con el que me puedo abrir de manera diferente. Eres especial José María. Estudiar para sacerdote a tus treinta años es algo singular dentro del colegio. Solo te llevo siete años. Bien podríamos ser compañeros de banca en cualquier otra escuela.
—Muchas gracias, Miguel. En verdad me honras con esta distinción.
—Está muy cerca tu ordenación, José María.
—Sí, Miguel. Este año me traslado al Seminario Tridentino de Valladolid para ampliar mis estudios de teología, filosofía y retórica. —No sabes el gusto que me da que ya pronto te ordenes como
cura y empieces a ejercer en alguna iglesia de Michoacán.
—Sin duda que con su valiosa ayuda esto pronto se dará, padre. —¡Miguel! —reiteró el cura su nombre, chocando su copa de
vino con la de José María.
Un grupo de mujeres de mediana edad soltó una sonora carcajada en una de las mesas bajo un frondoso sabino. El cura Hidalgo gustaba del teatro y con ellas ponía en escena algunas de sus obras favoritas.
—Sí... Miguel... perdón —Morelos sonrió, tomando al cura Hidalgo del hombro.
En una esquina del jardín había tres guitarristas tocando música flamenca para deleitar a los invitados. Los músicos, todos ellos con sus cabezas blancas, pasaban de sesenta años y eran grandes amigos del cura.
Una bella mujer de rasgos indígenas, con tres niños, de doce, seis años y cuatro respectivamente, se acercó a don Miguel para entregarle un jarrito con fresco pulque. Morelos miró discretamente la cintura y busto de la atractiva india, y por respeto desvió la mirada hacia unos rosales que estaban al lado.
—¡José María! —Dijo Hidalgo a Morelos en voz baja— Ella es mi mujer, Manuela Ramos, y mis hijos, Martiniano, Agustina y Lino Mariano.
Morelos entendió perfectamente el juego de discreción que manejaba su amigo y maestro. Muchas cosas se empezaban a decir del polémico cura penjamense.
La bella Manuela estrechó sonriente la mano de Morelos. Martiniano y Lino sólo saludaron con una sonrisa. Les urgía escapar de ahí para ir a comer pastel. Agustina, el vivo retrato de su madre, sólo miró a Morelos conteniendo una risita juguetona.
Los ojos verdes del cura hicieron un rápido atisbo a todas las mesas e invitados para ver que todo estuviera bien.
—Que no falte nada en las mesas, Manuela. Diles a las muchachas que te ayuden.
—Sí, padre.
Manuela y los niños caminaron hacia otras mesas donde había más invitados. Antes de irse dijeron con permiso, con una sonrisa en sus rostros, lo que hablaba de su buena educación. Hidalgo y Morelos volvieron a su charla.
—Manuela cuida de mis hijos. Martiniano es adoptado. Vive conmigo desde hace cinco años que quedó huérfano por la hambruna de Michoacán. Lo rescaté de las manos de un cerdo degenerado que explotaba niños para vivir. Agustina y Lino Mariano son los hijos que tengo con Manuela.
—Sin lugar a dudas una mujer muy bella, Miguel. Además de ser toda una responsabilidad. Como curas debemos ser discretos y no hacer alarde de esto.
—Así es, José María. Discreción ante todo. Antes de ser curas somos hombres y contra eso simplemente no se puede luchar. Es como querer amarrar a un toro con listones para que se esté quieto en el corral.
Morelos soltó una sonora carcajada y dio otro trago al curado de tuna que le había entregado Manuela. En sus viajes como arriero hacia la capital, había aprendido a saborear estas delicias del maguey.
—¿Cómo ves la apertura de Carlos IV, de que ya se puede comerciar entre las colonias españolas sin restricción alguna? —preguntó Morelos mientras se llevaba una mordida de taco de barbacoa a la boca.
—Por fin se le ocurrió algo bueno a ese mequetrefe. Desde hace tres siglos todo es saquear a la Colonia sin que ellos retribuyan algo de su parte. España está condenada a perder sus colonias si no incentiva su comercio con Inglaterra y Francia en América también. Hace doce años Francia reconoció el gobierno independiente que fundaron los rebeldes en Estados Unidos. El rey Carlos III se vio obligado a hacer lo mismo que el rey francés y obstruyó el envío de tropas inglesas a América, además de proporcionar ayuda a los colonos de Mississippi, sin percatarse de que con eso sólo estaba incentivando el ejemplo a los colonos inconformes de la Nueva España.
—Los criollos están inconformes por hacerlos de menos los peninsulares.
—Así es, José María. Esos zánganos gachupines se creen mejores que nosotros. Somos para ellos como unos españoles de segunda o de tercera clase.
Hidalgo se sirvió dos tacos de barbacoa con mucha salsa y aguacate. El bendito aguacate se encontraba en todas partes en Valladolid.
—Yo como mestizo no tengo ese problema, Miguel.
—¡Claro que lo tienes! Los gachupines te ven como algo muy cercano a los indios, José María.
—Y a mucha honra lo soy, Miguel. Yo no me siento menos que nadie y mucho menos que un gachupín asqueroso.
—Estoy seguro que toda esta discriminación y odio algún día conducirá a la separación total entre la Nueva España y España.
—Te juro que si algún día hay una rebelión para echar a patadas a los gachupines de México, ahí estaré yo propinándoles los primeros puntapiés en las nalgas.
—Y ahí estaré yo ayudándote a colgarlos de un ahuehuete, José María.
Los dos rieron como mozalbetes y tomaron más de su sabroso pulque de Valladolid. En ese momento parecían ser todo, menos dos respetados sacerdotes de Valladolid.
Una bella invitada se encontraba sola y con un gesto de Hidalgo, José María entendió que debía ir para allá para acompañarla. Ese momento lo aprovechó Hidalgo para cantar con los músicos una canción de agradecimiento a Dios por todo lo que le daba. Después se siguieron con otras de la región. El cura tenía una voz grave y agradable. Los invitados acompañaron la canción con palmadas.
Un singular invitado se acercó a Hidalgo, con una botella en la mano, pidiéndole al cura que brindara con él.
—¡Brinde conmigo, padre! Lo estoy buscando desde hace rato. —Es un gusto compartir una copa con mi gran amigo, Crisanto Giresse.
Crisanto era de estatura mediana, delgado, de facciones finas y ojos grandes y alegres. Un bigotito con las puntas dobladas hacia arriba y el cabello largo recogido en una cola de caballo, le daba un toque como de mosquetero francés. El amigo del cura era tan atractivo que no pasaba desapercibido para ninguno de los invitados al guateque.
—El gusto es mío, padre. Usted es un cura diferente.
Hidalgo tomó del hombro a Crisanto y acercándose a su rostro le dijo en voz baja:
—¿Por qué te acepto como amigo, sabiendo que eres un cabrón calavera que no tiene remedio?
—Y porque usted entiende la naturaleza humana y me acepta como soy.
—Dios te hizo mujer y hombre, con la mente y fuerza de ambos, Crisanto. Hasta en esos detalles Dios es un misterio y debemos aceptar sus designios.
—Un secreto de mi vida que sólo usted conoce, padre.
—Eso es para mí como un secreto de confesión, hijo. Por mí jamás nadie lo sabrá.
Crisanto tomó al cura de los antebrazos en un gesto de cariño y amistad.
—Gracias de nuevo por su valiosa amistad, padre. No sabe cuánto lo aprecio.
Crisanto era un excéntrico joven de veinticinco años, hijo de un platero francés casado con una criolla. Al morir el padre, lo dejó en la opulencia y al cuidado de su querida madre, a la que tenía con la compañía de dos mujeres que veían que nada le faltara a la dulce señora. Doña Elvia era una mujer de cincuenta años, veinticinco más joven que su difunto esposo, quien alcanzó a San Pedro a los setenta años.
—Ya te tengo un nuevo libro, traído de Europa en contrabando. Está en inglés, Crisanto.
—¿Cuál es?
—Critica de la razón pura de Immanuel Kant.
El gesto de Crisanto se alegró como si fuera un niño al que se le mostrara un caramelo.
—¡Démelo ya padre! Muero de ganas por empezar a leerlo.
—Pasa mañana por él al colegio. Ya tendremos tiempo de comentarlo. Sólo te puedo adelantar que todo conocimiento se inicia con la experiencia, pero no todo el conocimiento proviene de la experiencia, es decir que la experiencia te permite conocer, pero ella sólo te otorga conocimientos a posteriori, particulares y contingentes; los conocimientos a priori, universales y necesarios, únicamente pueden provenir de la misma mente y son ajenos a cualquier experiencia.
—Muy interesante, padre. A veces me pregunto por qué escapé del seminario y, al verme honestamente en el espejo, entiendo el porqué: una monja jamás será sacerdote en la Nueva España.
—¿Y por eso te refugiaste en esta vida de gozo desenfrenado, Crisanto? Pero en fin, te conocí como eras antes, y te acepto como eres hoy. La amistad es un tesoro inigualable. Pasa por el libro mañana y por favor, no les coquetees a las invitadas.
—No me las esconda, padre. Si ellas quieren probar lo que es amar a un hombre raro como yo, que lo hagan. Al fin que tengo para todas.
Hidalgo sonrió alegremente y brindó de nuevo con él. Crisanto era un personaje singular, que acaparaba toda la atención del rector del Colegio de San Nicolás.
—Te veo mañana, hijo.
Crisanto se retiró de la fiesta saludando con una seña a todos los invitados. Morelos prestó particular atención a las caderas del muchacho al alejarse. Algo raro y atractivo había en aquel hombre. Algo diferente que lo confundía. Ya vendría el tiempo de averiguarlo.
Apenas cayó la noche y el cura encendió el castillo de cohetes que tenía preparado para sus agasajados. La corona voló más alto de lo prometido por el experto cohetero. Martiniano y Lino corrieron por la corona para tenerla como trofeo. La fiesta cerró con tamales, buñuelos y atoles de distintos sabores. Al final Hidalgo terminó platicando con los empleados del colegio, a los que apreciaba mucho por su gran apoyo en su gestión. José María Morelos se despidió temprano en compañía de la invitada que le presentó Hidalgo. Al fin, los dos oriundos de Valladolid, se entenderían a las mil maravillas.
A cinco años de establecidos en Guanajuato, los Larrañeta se habían adaptado perfectamente a la sociedad y modo de vida de la región. La extracción de plata y oro de la mina de la Valenciana era una locura que mantenía en la opulencia a todos los accionistas que orbitaban alrededor del primer Conde de la Valenciana, don Antonio de Obregón y Alcocer, quizá el hombre más rico del mundo en ese fin de siglo XVIII.
Los Larrañeta participaban en la fundición del importante metal. Todo Guanajuato dependía de la extracción de los preciados metales de las veintitrés minas con las que contaba la ciudad. La mina de la Valenciana, propiedad de don Antonio de Obregón, producía las dos terceras partes de toda la plata extraída en la Colonia.
La urbanización de Guanajuato se adaptaba a los dos procesos mineros básicos implicados en la extracción del mineral, desarrollándose tanto en la zona montañosa, como en la del lavado del mineral, en las haciendas de beneficio en el centro y parte baja de la ciudad. Esto creó un Guanajuato bipolar, que hacía crecer la ciudad tanto en el centro como en las montañas aledañas. El río Guanajuato, sin el que sería imposible este proceso extractivo, atravesaba la ciudad en su recorrido de dieciocho kilómetros de largo, con una tributación de riachuelos de las cañadas, a lo largo de treinta kilómetros más allá de la entrada del río a la urbe aurífera.
El conde de la Valencia, ferviente devoto de San Cayetano, a quien trajo a Guanajuato en escultura, echó la plata y oro por delante para construirle en agradecimiento, la más fastuosa iglesia del momento: un templo con piedra de cantera rosa, tallado en estilo barroco mexicano con los ventanales laterales en amplios arcos. Un hermoso templo edificado(1) con altar y retablos laterales laminados en oro de 24 quilates con incrustaciones de marfil y piedras preciosas.
Aquel soleado domingo se congregó a los habitantes de Guanajuato para agradecer a San Cayetano por todo lo proveído en la semana. Se obligaba a asistir a misa a los mineros que trabajaban en la mina. Para cubrir el espacio del recinto se celebraban varias misas al día, comenzando desde las ocho de la mañana.
Aquella misa del domingo a las nueve, era la más importante del día porque era en la que asistía el conde de la Valenciana, don Antonio de Obregón y Alcocer. Don Anselmo Larrañeta y doña Viridiana se encontraban hasta adelante, justo a un lado del retablo derecho del fastuoso templo. Detrás de ellos se ubicaban sus pequeños Gonzalo, Elena y Ubaldo.
Gonzalo, aun a su corta edad, no salía del asombro al ver las condiciones de la mayoría de los mineros: hombres enjutos de estatura mediana, rostros ojerosos por el desgate al trabajar bajo tierra en condiciones deplorables, en un socavón del infierno, que como un monstruo devorador de hombres los liquidaba en un lapso no mayor a diez años. Bajar y subir los setecientos metros de profundidad de la mina implicaba caminar 1520 metros en un viaje, que por lo regular les tomaba una hora realizarlo. La temperatura de la mina era un horno que aumentaba su intensidad con la profundidad. El minero sólo usaba un calzoncillo de cuero para soportar los inclementes calores del socavón. Su jornada era de doce a catorce horas diarias, lo que los obligaba a hacer doce viajes al día cargando un costal sobre la espalda con casi cien kilos de mineral. Detrás de ellos siempre había capataces que a la menor demora los ponían en marcha de nuevo con un latigazo de advertencia. Los mineros subían las empinadas escaleras en zigzag para evitar una mortal caída por la espalda. Una caída así partía la espalda del minero, lo que obligaba al capataz a rematarlo en el suelo para evitarle más sufrimientos al desdichado.
Gonzalo observó como uno de los mineros intentó contener un tosido en pleno sermón del padre. El hombre lo ahogó con la palma de su mano, la cual quedó embarrada en sangre. Los pulmones de aquel desdichado estaban por sucumbir en un par de semanas. Con un rostro ojeroso, que más parecía una máscara mortuoria, el minero contempló la mirada de asombro del niño. Era una comunicación visual extraña entre dos personas de mundos y tiempos distintos. Uno, un pequeño inocente, hijo de los mineros explotadores; el otro, un indígena chichimeca, un alma condenada a la muerte por esclavitud para incrementar la fortuna del hombre más rico del mundo. Un millonario que al morir nada se llevaría de la tierra a la que le arrancaba sus riquezas. Esa misma tierra que pudriría por igual su carne, como las de los mismos mineros a los que arruinó su vida. Al final, bajo tierra, todos los hombres son iguales.
Otros carraspeados se le vinieron al condenado, al grado que tuvo que ser sacado por uno de los capataces, que ni bajo tierra o en la superficie los dejaban en paz.
Gonzalo logró escabullirse entre la gente sin que se dieran cuenta sus padres. Tenía que ver que hacían con ese pobre minero que involuntariamente había interrumpido el sermón del padre. El capataz condujo al minero a un costado del atrio, donde no había gente en ese momento. Ahí había otros dos capataces con otros mineros que esperaban bajo el sol a la siguiente misa. Aquella imagen, de decenas de indígenas amontonados en espera de una misa que parecía no mejorarles en nada su situación, quedaría grabada en su mente de por vida. El minero que había tosido fue agarrado a patadas por el capataz que lo había sacado. Una patada en los testículos lo dejó inconsciente. El otro capataz lo contuvo al ver que el hijo de don Anselmo andaba de curioso. El niño regresó impactado a la misa. Aquella vivencia influiría enormemente en su carácter Ahora sabía que su padre participaba en un negocio en el que se mataba en vida a la gente.
La familia Allende y Unzaga(2) era una familia distinguida y bien reconocida dentro de la cerrada sociedad de San Miguel el Grande. Los Allende se codeaban con las familias más distinguidas de la región, familias de renombre y gran riqueza como los De la Canal, Landeta, Malo, Lanzagorta y Sautto. Era un hecho que los Allende y Unzaga, a pesar de no contar con un nivel económico ni siquiera cercano al de las familias antes mencionadas, sí tenían una relación cercana con ellas y contaban con mucho prestigio y reconocimiento, heredado por la buena estirpe de doña María Ana Unzaga, madre de Ignacio. Desde antes de la unión matrimonial entre don Domingo Allende y doña María Ana Unzaga, los Unzaga ya eran una familia prestigiada y sus miembros ocuparon numerosos puestos públicos de importancia dentro de San Miguel.
No obstante, a pesar de la buena amistad y relación con las acaudaladas familias de San Miguel, no era secreto para nadie que la situación económica de los Allende en ese año de 1790, iba en precipitada picada. Don Domingo Allende murió el 24 de febrero de 1787, a los cincuenta años de edad y doña María Ana se le adelantó en 1772, por complicaciones con el parto de su hija Mariana, dejando a la familia en la zozobra de la orfandad. Don Domingo, además de dejar a sus hijos en la tristeza e incertidumbre, también les dejó muchas deudas, por esa extraña obsesión de aparentar ante la sociedad, algo que no se es, y que la misma plenamente percibe.
Por no haber alguien de los hijos, con la edad legal para administrar la herencia de la familia (el mayor de los hermanos Allende y Unzaga tenía apenas 24 años), sus bienes pasaron a ser conducidos por el europeo don Domingo Berrio.
La gestión del otro Domingo, con el menudo patrimonio(3) de los Allende, daría mucho de qué hablar en los siguientes años. Los hermanos mayores de Ignacio estudiarían buenas carreras para sostenerse en puestos públicos, a diferencia de Ignacio, quien se contentaba con pasarla bien con sus ardientes amoríos y sus negocios en venta de ganado.
Ignacio Allende y Juan Aldama, camaradas incondicionales, cabalgaban juntos en una polvorienta vereda que descendía de la Cañada de la Virgen, camino a Guanajuato. Ignacio y Juan se conocían desde niños y ambos estudiaban en el Colegio de San Francisco de Sales en San Miguel.
Juan Aldama era cinco años más joven que Ignacio Allende y tenía un hermano también llamado Ignacio, de la misma edad de Allende. Juan era delgado, con un cabello muy negro como las alas de un zanate y lacio como cerdas de brocha gorda. Su nariz era larga y ganchuda como el pico de un ave. Juan admiraba a Ignacio por sus sonadas vivencias de pendenciero y mujeriego. Ambos participaron en el salvamiento de un anciano conocido como el Tío Arriola, en el centro de San Miguel. El hombre quedó atrapado dentro de su tienda, sofocado por la humareda. Ignacio, exponiendo la vida, tiró la puerta con una pesada piedra y entró a salvar la vida de aquel desdichado. Esta hazaña se contaba una y otra vez entre las familias de San Miguel en tertulias y comidas. Allende era famoso por esta hazaña y por su fama de seductor. Uno de los agraviados por las galanterías del jovenzuelo mujeriego era don Jacinto Iturbe, a quien como broma divina, su niña de cuatro años le había salido con la misma carita que su rival de amores. Marina López, madre de Amalia, juraba que la niña era de don Jacinto, pero en su interior sabía que el padre era el hombre que todas las noches le arrancaba horas de sueño. Marina vivía perdidamente enamorada de Ignacio. Si tan sólo éste le jurara unirse a ella en matrimonio, sin dudarlo dejaría a don Jacinto, aunque la sociedad de San Miguel la aplastara como a una mosca por tamaño escándalo.
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