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Un Trono para Las Hermanas

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Из серии: Un Trono para Las Hermanas #1
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CAPÍTULO ONCE

Sofía se forzó a quedarse quieta y observar el baile cuando empezó, grupos de personas que se movían en formales bailes de la corte de los que ella sencillamente no conocía los pasos. Ella deseaba salir corriendo en dirección al Príncipe Sebastián, pero ahora mismo era difícil hacer que sus pies se movieran en la dirección adecuada.

«Entonces, ¿a qué viniste aquí?» —se preguntó Sofía a sí misma.

Esa era la cuestión. No podía asustarse por eso. Si no podía conseguir ni tan solo hablar con el príncipe, entonces tendría que dirigirse hacia uno de los otros hombres que había en la sala. Si no podía hacer eso, tendría que marcharse, vender lo que tenía y esperar que fuera suficiente para sacarla de las calles durante una o dos noches.

¿No era mejor ir hacia el príncipe que cualquiera de esas dos cosas? ¿No era mejor simplemente hablar con un joven que le gustaba? Con ese pensamiento, Sofía pudo volver a moverse y se dispuso a abrirse camino entre la multitud.

No todo el mundo estaba bailando, incluso ahora. La mayoría de nobles más mayores que había allí observaban desde los laterales, hablando entre ellos sobre el hijo, la hija o la sobrina de quién bailaba con más elegancia, sobre las guerras al otro lado del Puñal-Agua, sobre los últimos artistas que eran clientes de la viuda o sobre el hecho que la hija de Lord Horrige había escogido convertirse en monja de la Diosa Enmascarada. Solo mencionarlo fue suficiente para que Sofía se alejara de la conversación.

Continuó avanzando hacia el príncipe. Él todavía no bailaba, aunque su hermano sí, yendo de pareja en pareja con el entusiasmo risueño de un hombre que sabía que podía escoger entre las mujeres. Sofía se aseguró de evitarlo. No le interesaba ser arrastrada el remolino de su entretenimiento.

Mientras se dirigía hacia el Príncipe Sebastián, estaba segura de que lo atrapó hacia ella. Era difícil decirlo con seguridad con la máscara que ocultaba su gesto, pero al parecer su talento pilló su sorpresa.

«¿Está viniendo hacia mí?» Imagino que una chica tan bonita ya tendrá la tarjeta de baile llena.

—Su Alteza —dijo Sofía al llegar hasta él, haciendo una reverencia, pues en la casa de los Abandonados por lo menos les habían enseñado a hacer hasta aquí—. Espero que no le importe que me acerque de esta manera.

«¿Importarme? A menos que empiece a hablar de lo perfecto que es el baile. Odio lo forzadas que son estas cosas».

—No. No me importa —dijo—. Lo siento, no puedo imaginar quién está bajo esa máscara.

—Sofía de Meinhalt —dijo ella, recordando su falsa identidad—. Lo siento, no se me dan muy bien las fiestas. No tengo claro lo que debería estar haciendo.

—A mí tampoco se me dan muy bien —confesó Sebastián.

«Son mercados de carne».

—No tiene que esconderse de mí —dijo Sofía—. Ya veo que no le gustan mucho. ¿Es como si mucha gente estuviera buscando beneficio en un solo lugar? —Hizo una pausa—. Lo siento, he sido demasiado directa. Si quiere que me vaya…

Sebastián la cogió por el brazo.

—No, por favor. Es una novedad conocer a alguien que esté preparado para ser sincero acerca de lo que está sucediendo aquí.

En realidad, Sofía se sentía un poco culpable por ello, ya que era más que consciente de que estaba allí bajo excusas falsas. Al mismo tiempo, sentía como una conexión con Sebastián mientras este estaba cerca de ella que con ninguno de los demás que estaban allí. Parecía auténtico mientras muchos de los demás parecían simples fachadas.

la verdad es que le gustaba y parecía que a él le gustaba ella. Sofía podía ver sus pensamientos con la misma claridad que los peces al fondo de un río. Eran brillantes, sin el filo de crueldad que tenían los de su hermano. Aún más, podía ver cómo se sentía y pensaba cuando la miraba.

—¿Por qué vino al baile si los odia tanto? —preguntó Sofía—. Yo pensaba que un príncipe podía escoger no hacerlo.

Sebastián negó con la cabeza.

—Tal vez en Meinhalt funcione así. Aquí, el deber lo es todo. Mi madre desea que yo asista y yo asisto.

—Probablemente espera que conozca a una buena chica —dijo Sofía. Miró alrededor intencionadamente—. Estoy segura de que debe haber alguna en algún lugar.

Con eso consiguió hacerlo reír.

—Pensaba que acababa de hacerlo —replicó Sebastián. Al parecer se dio cuenta de lo que acababa de decir—. ¿Y usted, Sofía? ¿Por qué está en este baile?

Sofía pensó que no quería mentirle sobre esto; al menos, no más de lo necesario.

—No tenía ningún otro lugar al que ir —dijo, y Sebastián debió notar la tristeza que había en ello. Evidentemente, no podía conocer la razón para ello, pero incluso aunque pensara que era una noble que había escapado de las guerras, lo importante fue la compasión en sus siguientes palabras.

—Lo siento. Mi intención no era sacar temas difíciles –dijo Sebastián. Le ofreció la mano—. ¿Le gustaría bailar?

Sofía la tomó, sorprendida de ver que en aquel momento no había nada que quisiera más—. Sí que me guastaría.

Fueron juntos hacia la pista de baile. Entonces a Sofía se le pasó por la cabeza que había un problema evidente al hacerlo.

—Probablemente debería advertirle que no soy la mejor bailarina. Ni tan solo conozco los pasos de todos los bailes de aquí.

Vio que Sebastián sonreía.

—Por lo menos tiene la excusa de que allí en Meinhalt hay un conjunto de bailes de la corte completamente diferentes. A mí sencillamente no se me da muy bien y algunos maestros me lo han dicho, así que debe ser cierto.

Sofía le puso la mano encima del brazo. Conocía de primera mano lo que era tener profesores crueles. Dudaba que alguno de los del príncipe le hubiera dado una paliza, pero había maneras de ser cruel sin ni siquiera ponerle un dedo encima a alguien.

—Decir eso a alguien es horrible —dijo—. Estoy segura de que baila mejor de lo que cree.

—Por lo menos, podemos aprender juntos —dijo Sebastián.

Durante los primeros pasos del nuevo baile, Sofía se tambaleaba, sin saber qué hacer. Entonces pensó en lo evidente: había una sala llena de gente a su alrededor que sí que conocía los pasos del baile, y que tendrían que pensar en ellos para poder ejecutarlos.

Escuchó utilizando su poder, con la esperanza de que pillaría todo lo que ella necesitaba, usando los ojos para pillar el resto mientras observaba los ritmos de los otros bailarines. Había una chica un poco más lejos que parecía estar pensando en los pasos con la concentración de alguien a quien un maestro de baile se los ha hecho practicar no hace mucho tiempo.

—Está aprendiendo rápidamente —dijo Sebastián cuando Sofía empezó a moverse.

—Usted tampoco lo hace tan mal —le aseguró.

Así era. A pesar de las afirmaciones de que no sabía bailar bien, el único problema que Sofía veía con el baile de Sebastián era una especie de rigidez por vergüenza. Que parecía ir y venir, dependiendo de si recordaba que la gente lo estaba mirando, así que Sofía decidió distraerlo.

—Cuénteme cosas sobre usted —dijo mientras daban vueltas alrededor de las otras parejas.

—¿Qué puedo contar? —respondió Sebastián—. Soy el hijo pequeño de la viuda de un noble, técnicamente el señor de un ducado menor en el oeste y, principalmente, nada importante en lo que a sucesión se refiere. Hago todo lo que el deber me obliga, lo que incluye asistir a bailes.

Sofía le rozó el hombro con la mano.

—Me alegro de que lo hiciera. Pero no me interesa nada de eso. Quiero saber de usted. ¿Qué le hace sonreír? ¿Qué es lo que más le gusta del mundo? Cuando está con amigos, ¿todavía le tratan como si fuera un príncipe o para ellos es simplemente Sebastián?

Sebastián se quedó callado durante tanto tiempo que Sofía pensó que se había equivocado a pesar de las ventajas que sus poderes le daban.

—No lo sé —dijo por fin—. Realmente no estoy seguro de tener amigos. Como mucho, siempre he sido el que estaba al margen del grupo social de mi hermano. Confrontado con la mayoría de ellos, tal vez eso no es tan malo. En cualquier caso, mi único trabajo como príncipe más joven es no avergonzar. Resulta más fácil si evito los líos que crea mi hermano. Y, para ser sincero, los libros son más interesantes que la mayoría de ellos.

Sofía se acercó un poco más a él.

—Esto suena a soledad. Por lo menos, yo espero ser más interesante que un libro.

—Mucho más interesante —dijo Sebastián y entonces pareció darse cuenta de lo que había dicho—. Lo siento, no debería…

«Aunque sea cierto».

—No pasa nada —dijo Sofía. Podía ver la vergüenza que tenía por haberse sobrepasado, pero su talento le mostraba lo contento que estaba porque a ella no le importaba y lo que pensaba cada vez que la miraba. Se hacía extraño ver que la sala parecía iluminarse para alguien solo porque Sofía estaba allí.

Parecía que Sebastián estaba a punto de decir algo cuando otra chica escogió ese momento para acercarse a ellos, con el brazo extendido como si le pidiera un baile. Sofía podía ver cómo evolucionaría eso, príncipe pasaría de una chica bonita a otra, y se olvidaría de ella por completo.

Pero, ante su sorpresa, Sebastián dio un paso atrás para alejarse de la chica.

—Quizás más tarde —dijo, aunque lo hizo educadamente—. Como ve, tengo pareja para este baile.

—Yo tengo mi tarjeta de baile… —empezó a decir la chica, pero Sofía ya estaba bailando con Sebastián en dirección contraria.

No tendría que haberse preocupado. Sebastián solo tenía ojos para ella mientras bailaban. A Sofía le encantaba su voz mientras hablaba de las cosas que le entusiasmaban, no las guerras insignificantes que hubieran interesado a la mayoría de nobles, sino del arte y del mundo, de la gente de la ciudad y de lo que podía hacer como príncipe para mejorar las cosas.

 

—Evidentemente —dijo—, no es como los días previos a las guerras civiles, cuando los reyes y las reinas podían hacer lo que querían. Ahora, todo pasa por la Asamblea de los Nobles.

—¿Y le deja con la sensación de que no puede hacer el bien? —intuyó Sofía.

Sebastián asintió.

—Ashton es una ciudad cruel —dijo— y el resto del país no es mucho mejor. Es peor en algunas de las partes más anárquicas. Estaría bien poder ayudarles.

Sofía siempre había dado por sentado que los nobles simplemente despreciaban a los que estaban por debajo de ellos, sin importarles lo duras que fueran sus vidas. En el caso de Sebastián, por lo menos, parecía que se equivocaba.

Aun así, no quería decirle la verdad sobre quién era. Ahora mismo, el momento parecía demasiado hermoso para ello. Parecía igual de bien tejido que una telaraña, e igual de frágil. Un movimiento en falso y todo podría irse al traste.

Sofía no quería que se fuera al traste. Le gustaba Sebastián y una mirada a sus pensamientos le decía que a él le gustaba mucho ella. Ahora mismo, parecía que podía quedarse y bailar con él, hablar con él, toda la noche.

Así lo hizo.

Daba vueltas en los brazos de Sebastián mientras sonaba otra canción. Habló con él sobre la vida en palacio, sobre los lugares que había visto y las personas con las que había hablado. De sus pensamientos extraía las partes de él que brillaban como diamantes, alejándolo de los días rutinarios y de las presiones de la vida en la corte.

Cuando llegó el turno de la vida de Sofía, habló tan en general como pudo. Podía confesar que tenía una hermana, pero no podía contarle historias de sus vidas con excepción de los detalles más vagos, pues eso hubiera significado hablar del orfanato. Solo podía continuar con alusiones a las últimas novedades porque podía sacar los detalles de la mente del príncipe. Lo mejor que podía hacer era desviar la conversación hacia Sebastián, o hablar de las cosas que no desvelaran de dónde venía, o lo que había hecho para llegar allí.

En algún momento, sencillamente parecía muy natural besarle. Sofía retrocedió por un instante y, a continuación, se acercó intencionadamente, ignorando las miradas de algunos de los nobles jóvenes que estaban a los lados de la sala. Lo importante no eran ellos. Era ella y Sebastián y…

Cuando sonaron los relojes, el clamor de sus campanas cortó la música y todo lo que había unido a Sofía a Sebastián durante toda la noche. Ese sobresalto hizo que ambos apartaran la mirada y, en aquel instante, todo lo que podía haberlos llevado a un beso se hizo añicos.

Al alzar la vista, Sofía vio que algunos de los que estaban a los lados les observaban y hablaban en voz baja. Indudablemente, las mujeres más jóvenes no parecían felices mientras empezaban a alejarse y se sacaban las máscaras al irse.

—¿Ha terminado la fiesta? —preguntó Sofía—. No… no parece que haya pasado ni una hora desde que empezó.

—Han pasado tres —dijo Sebastián, después de echar una mirada a la esfera reflejada de un reloj para confirmarlo. Sofía vio que para él el tiempo también había volado.—. Es una sensación extraña. Normalmente, estas cosas parecen alargarse una eternidad.

—Debe ser por la compañía —dijo Sofía con una sonrisa.

—Creo que probablemente sea por eso —dijo Sebastián. Entonces se quitó la máscara y, si el corazón de Sofía no hubiera estado latiendo fuerte por pensar en él, lo hubiera hecho entonces. Era más guapo de lo que ella pensaba, no era del montón y fácil de olvidar comparado con su hermano, como parecía en los pensamientos de muchos otros.

—¿Me permite? —preguntó Sebastián, alargando el brazo hacia su máscara—. Trae mala suerte llevar la máscara puesta después de acabar el baile de máscaras, y pensarán que no conoce nuestras costumbres si la lleva de vuelta a su carruaje.

Entonces sintió miedo por un instante. Tras su máscara, ella era Sofía de Meinhalt, una desconocida a quien no podían identificar. Sin ella… ¿sería suficiente?

Sintió que los dedos de Sebastián le quitaban con delicadeza la media máscara tras la que se escondía. Entonces él la miró y Sofía pudo escuchar sus pensamientos con la misma claridad que si los hubiera gritado.

«¡Diosa, es incluso más perfecta de lo que podría haber creído! ¿Es esto… es esto lo que se siente con el amor?»

Sofía se estaba haciendo la misma pregunta y eso iba acompañado de un problema. Sofía intentó esconderlo cuando Sebastián empezó a acompañarla hacia la parte delantera del palacio, deslizándose con ella entre las multitudes de gente.

Sofía vio que algunas de las chicas que había allí la observaban con una hostilidad que apenas escondían.

«¿Quién es? ¿Qué está haciendo aquí?»

Sofía sentía su rabia por no ser ellas las que iban del brazo del príncipe, pero ahora mismo solo quería concentrarse en Sebastián.

—¿Cuándo te volveré a ver? —preguntó Sebastián.

Sofía no estaba segura de qué decir. ¿Cómo iba a contestar eso, cuando la única razón por la que había entrado allí era una mentira? El gran error de su plan se abría ante ella: le había logrado la entrada a palacio una vez, pero más allá de eso no le proporcionaba nada. Le mostró este mundo y, a continuación, la dejó fuera del mismo.

Sebastián alargó el brazo para tocarle la cara.

—¿Qué sucede?

Sofía no pensaba que su preocupación se notara de una forma tan clara. Pensó lo más rápido que pudo.

—El carruaje que me está esperando… —empezó, intentando no mentir tanto como pudo pero sabiendo que no le quedaba elección— …me llevará de vuelta a …

—¿Al barco? —ofreció él, con preocupación en el rostro—. ¿De vuelta a casa, al otro lado del mar?

Ella asintió, aliviado de que lo dijera él y de que ella no tuviera que pronunciar la mentira.

—Así sería —dijo—, sin embargo… no tengo hogar, en realidad –dijo—. Mi hogar no es lo que era. Está todo en ruinas. —Por lo menos esa parte era fácil de fingir, ya que tenía algo de verdad—. Atravesé el océano en barco para escapar de casa. Soy reacia a volver. Especialmente, tan poco después de conocerte.

Vio que el desconcierto atravesaba la cara de Sebastián y, a continuación, la decisión.

—Quédate aquí —dijo Sebastián—. Esto es un palacio. Hay más habitaciones de invitados de las que puedo contar.

Sofía no respondió. Pensaba que no quería mentirle más de lo necesario. Eso era una estupidez, pues cada centímetro de su ser era una mentira ahora mismo, pero aun así, Sofía no quería decir las palabras.

—¿Me estás ofreciendo quedarme? —dijo—. ¿Así de sencillo?

Sofía apenas podía creerlo. Sebastián llenó el vacío y resultó que solo hicieron falta dos palabras para ello, ofreciéndole su mano mientras los demás iban marchando de la sala.

—¿Quieres quedarte? _preguntó de nuevo.

Sofía alargó el brazo y tomó su mano, que la estaba esperando, y poco a poco sonrió.

—Nada me gustaría más —dijo ella.

CAPÍTULO DOCE

Catalina hizo una mueca de dolor cuando el herrero dio un golpe de martillo al bucle de una cadena que tenía alrededor de la muñeca. Catalina intentó soltar su mano, pero el metal no cedía.

Tampoco parecía ceder el hombre que la había forjado. parecía tan fuerte como el hierro que trabajaba, de pecho fuerte y grueso y poderoso. Su esposa tenía unos rasgos estrechos y un aspecto preocupado.

—¿Ya está, Tomás? ¿Vas a dejarla para que se pueda escapar?

—Tranquila, Winifred —dijo el herrero—. La chica no escapará. Conozco mi trabajo.

Su esposa todavía no parecía convencida. Debería intentar ponerse en el lugar de catalina. Ahora mismo, parecía que le hubieran atornillado la muñeca. Quería soltarse, luchar, pero las armas que había robado habían desaparecido y no podía ni tan solo liberarse.

—Es algo mejor que un animal —dijo la mujer—. Deberíamos entregarla a un magistrado, Tomás, antes de que nos mate a todos.

—No va a matarnos —dijo el herrero, sacudiendo la cabeza ante tanta exageración—. Y si se la entregamos a un magistrado, la colgarán. Apenas es poco más que una niña. ¿Quieres ser responsable de que la cuelguen?

A Catalina le entró sigilosamente miedo al pensarlo. Ya conocía los peligros de robar cuando lo hizo, pero saberlo era muy diferente a la amenaza de que realmente pudiera llegar su muerte. Hacía todo lo que podía para parecer todo lo inocente e inofensiva posible. Catalina no estaba segura de que se le diese muy bien. Era el tipo de cosas en las que Sofía siempre había sido mejor. Algunas veces, en el orfanato, había podido evitar que la pegaran solo porque a las hermanas enmascaradas les gustaba.

Aunque no muy a menudo. Al fin y al cabo, la Casa de los Abandonados era un lugar duro.

—Lo siento —dijo Catalina.

—Eso apenas me lo creo —dijo bruscamente la mujer del herrero—. Allí hay un caballo que dudo que adquiriera de forma honesta y estaba robando las armas. ¿Por qué iba a querer armas una chica así? ¿Qué estaba planeando hacer? ¿Convertirse en bandida?

—«¿Y si ven el caballo? ¿Y si piensan que estamos amparando a una ladrona?»

Catalina pudo ver que los miedos de la mujer eran más sobre qué pasaría si no entregaban a Catalina, más que un odio real hacia ella.

—Yo no iba a ser una bandida —dijo Catalina—. Iba a vivir libre y cazar mi comida.

—¿Ser un cazador furtivo es mejor? —exigió Winifred—. Esto es una idiotez. Haz lo que quieras, Tomás, yo me mete en casa.

Cumplió con su declaración, yendo ofendida hacia el edificio principal. El herrero observó cómo se iba y Catalina aprovechó la oportunidad para intentar escapar de nuevo. No cambió nada.

—Sería mejor que dejaras de intentarlo —dijo el herrero—. Yo forjo bien mi metal.

—Podría pedir ayuda a gritos —dijo Catalina—. Podría decir a la gente que me secuestrasteis y que me tenéis retenida contra mi voluntad”.

Vio que aquel hombre grande extendía las manos.

—Yo les mostraría la ventana rota y las cosas que intentabas robar. Entonces te enfrentarías al magistrado.

Catalina imaginó que eso era verdad. Probablemente el herrero estaba en el centro de la comunidad de esta pequeña parte de la ciudad, mientras que ella era una chica que había salido de la calle. Después estaba el caballo y la gente que sabría que ella lo había robado.

—Eso está mejor —dijo Tomás—. Tal vez ahora podemos hablar. ¿Quién eres? ¿Tienes nombre?

—Catalina —dijo ella. En aquel momento no podía mirarlo directamente. Realmente se avergonzaba de todo esto y era algo que Catalina no pensaba que sentiría.

—Bueno, catalina, yo me llamo Tomás. —Su voz era más amable de lo que catalina esperaba—. Bueno, ¿de dónde vienes?

Catalina encogió los hombros.

—¿Eso importa?

—Importa si tienes una familia que te esté buscando. Unos padres.

Catalina resopló ante aquella idea. Sus padres se habían ido hacía tiempo, perdidos en una noche que… negó con la cabeza. Incluso ahora se negaba a venir a ella. Sofía podría saberlo, pero Sofía no estaba allí.

—Lo que deja diferentes posibilidades —dijo Tomás. La agarró por la pierna de sus pantalones robados, levantándola hasta dejar al descubierto el tatuaje que la marcaba como una de los Abandonados. Catalina intentó librarse de él, pero para entonces ya era demasiado tarde.

—¿Estás escapando de tu contrato como criada? —preguntó Tomás. Negó con la cabeza—. No, eres demasiado joven. Entonces ¡ de uno de los orfanatos? ¿Te están persiguiendo?

—Mandaron a algunos de los chicos del orfanato —confesó catalina.

Entonces intentó leer al herrero y adivinar qué iba a hacer a continuación. Si la devolvía, no tenía ninguna duda de que habría alguna recompensa para él y, según su experiencia, la gente hacía lo que fuera mejor para su propio interés. Fue a por su mente y vio que la miraba fijamente.

—¿Eres uno de ellos, verdad? —dijo Tomás.

—¿Qué quieres decir? —replicó Catalina.. Por su dolorosa experiencia sabía que cualquiera que supiera lo que era reaccionaría mal. ¿No la había lanzado al río el trabajador de la barcaza por esa razón?

 

Vio que Tomás negaba con la cabeza.

—No tiene sentido que intentes esconderlo. Uno de los hijos de nuestro vecino… era como tú. Siempre parecía saber lo que estábamos pensando, incluso cuando no lo decíamos. Aprendí a sentir cuándo él estaba escuchando. No lo supimos hasta que oímos a algunos de los sacerdotes enmascarados dando sus sermones.

—No sé… no sé de que está hablando –dijo Catalina.

Tomás estiró el brazo y le quitó la cadena de la muñeca.

—Puedes escapar si quieres –dijo—, pero yo no te voy a hacer daño.

Catalina no escapó. Tenía la sensación de que el herrero tenía que decir algo más.

Así fue.

No me importa lo que seas capaz de hacer. En lo que a mí respecta, no estás maldita, ni eres maligna, n nada de lo que dicen. Escucha… mi hijo Will se ha ido a una de las compañías. Quiere ser un gran soldado. Bueno, yo necesito ayuda en la forja desde que se fue.

Catalina frunció el ceño al escuchar eso, intentando entender lo que estaba diciendo el herrero.

—¿Me está ofreciendo un trabajo?

No era por lo que había escapado de la Casa de los Abandonados. Tampoco era lo que había buscado cuando había intentado marchar de la ciudad. Pero debía admitir que las perspectivas eran algo tentadoras.

—Estás escapando —dijo Tomás—. pero supongo que no tienes un plan muy claro. Persiguen a los contratados que escapan. Si te atrapan, te harán daño y después te venderán. de esta manera, trabajas en algo que imagino que te gustaría. Tú estás a salvo y yo tengo ayuda. Puedes tener comida y techo, aprender mi oficio. —Miró a Catalina con esperanza—. ¿Qué dices tú?

Catalina no esperaba esto cuando la atrapó. No esperaba otra cosa que no fuera violencia y, probablemente, la cuerda del verdugo.. Sentía que todo estaba pasando demasiado rápido, dejándola vacilando.

Pero tenía razón. de este modo estaría segura y aprendería algo que quería saber cómo hacer. No estaría en el campo, pero tal vez habría tiempo para eso en el futuro.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó.

***

La herrería era un espacio oscuro cuando entraron en ella y catalina sintió una pizca de preocupación cuando notó la mano de Tomás sobre su hombro, para guiarla. ¿Y si todo esto era una especie de trampa? Pero, ¿para qué? Catalina no podía imaginar lo que podría querer.

Querría algo. Todo el mundo quería algo.

esperó mientras él encendía un candil, después iba hacia la forja, extendía carbón con mucho más cuidado que lo que sería una mezcla aleatoria.

—Observa atentamente –dijo él—. Uno de nuestros trabajos será ayudar a iluminar la herrería por la mañana y hacerlo bien es todo un arte.

Catalina observó sus patrones, intentando verles el sentido.

—¿Por qué hay que hacerlo de este modo? —preguntó—. ¿Por qué nos e tira el carbón y ya está?

Vio que Tomás encogía los hombros.

—El calor es la mayor herramienta de un herrero. Debe tratarse con cuidado. demasiado combustible, o demasiado poco, demasiado aire o demasiado poco, todo esto puede echar a perder el hierro.

Catalina se sorprendió cuando le pasó sílex y acero, señalando hacia un lugar donde había preparado madera para encender fuego.

—Empezamos con madera, después encendemos.

Catalina se puso a trabajar con el sílex y el acero, encendiendo chispas hasta que las llamas destellaron en la madera.

—¿Por qué escapaste? —preguntó Tomás.

—¿Sabe cómo era el orfanato? —replicó Catalina. Era difícil mantener la voz firme al pensar en ello.

—No estuve allí, así que imagino que no —dijo el herrero—. He oído rumores.

Rumores. No eran lo mismo que la realidad. Ni tan solo se le acercaban. Un rumor eran unas cuantas palabras, que se olvidaban rápidamente. La realidad había sido dolor, violencia y miedo. Había sido un lugar donde cada día incluía que le dijeran que era menos que cualquiera y que debería estar agradecida por la oportunidad de que se lo dijeran.

—¿Así de malo era entonces? —preguntó Tomás y, con solo decirlo, Catalina imaginó lo mucho que se habría notado en su cara.

—Así de malo era —coincidió Catalina.

—Sí, existen sitios malvados en el mundo —dijo Tomás—. Y a menudo no están donde los sacerdotes nos dicen que están. —Hizo una señal con la cabeza hacia una gran serie de fuelles—. Te haré trabajar duro aquí, Catalina, si quieres quedarte. Vamos a ver si puedes meter algo de aire en el fuego para que se caliente lo suficiente.

Catalina fue hacia los fuelles, esperando que se movieran con facilidad. En cambio, fue tan difícil como lo había sido una de las manivelas de las ruedas de amolar del orfanato. La diferencia era que, cuando ella se esforzaba con los fuelles, veía que algo cambiaba en ellos. El fuego de la forja crecía, cambiaba de color cuando lo alimentaba con aire y carbón. Observó que las llamas cambiaban de amarillo a naranja y a un blanco que podía cambiar el acero.

Tomás cogió un trozo de hierro y lo colocó dentro de la forja.

—Continúa, catalina. El hierro cambia lentamente. Hay cosas que no podemos hacer deprisa.

Lo dijo con la paciencia de alguien que ha trabajado mucho el metal. Catalina continuó trabajando, ignorando el sudor que empezaba a aparecer en su piel. Quería impresionar al herrero. Después de lo que le había ofrecido, quería demostrarle que lo merecía. Era una sensación extraña; en el orfanato, no le había importado. Tal vez fuera simplemente porque no se habían preocupado por ella, excepto como una mercancía.

—¿Ves la sombra que se ha hecho en el hierro? —preguntó Tomás—… Cuando saquemos el metal de la forja, tendremos que trabajarlo rápidamente. Cuando empiece a desvanecerse, tenemos que devolverlo a la forja.

Catalina lo entendió y se apresuró a coger un par de pinzas, para llegar al metal y sacarlo a toda velocidad. No quería desperdiciar ni un solo instante en su forja. El movimiento fue demasiado rápido y Catalina notó el momento en el que el metal resbaló y se le escapó, hasta caer al suelo de piedra de la forja.

Le rozó la pierna al caer y Catalina chilló. Le dio un fogonazo de calor blanco, un simple roce era pura agonía. Tomás llegó allí al instante, volcando un abrevadero de agua tanto encima de ella como del metal. Catalina oyó cómo crujía el metal, pero ahora mismo no había tiempo para preocuparse. Sencillamente, le dolía demasiado.

—Quédate quieta —dijo Tomás, mientras cogía un tarro de ungüento con un olor fuerte. Resultó calmarla y refrescarla, adormeciendo la pierna de Catalina de manera que el dolor agudos e esfumó. desde donde estaba tumbada, veía las grietas en la palanqueta de hierro que había cogido demasiado rápido.

—Lo siento —dijo. Esperaba que Tomás la golpeara por su torpeza, tal y como hubieran hecho las monjas. En cambio, le tendió una mano y la levantó.

—Lo principal es que no te hayas hecho más daño —dijo—. Es una mala quemada, pero sanará.

—Pero el hierro… —empezó Catalina.

Tomás lo ignoró.

—El hierro se agrieta. Lo importante es que tú aprendas a ser paciente. No puedes convertirte en una herrera maestra en un día, ni incluso en cien. No se puede ir deprisa en una forja. Es un lugar para la paciencia y la calma, pues la alternativa es la piel quemada y el metal roto.

—Lo haré mejor —insistió Catalina.

Él asintió.

—Sé que lo harás.

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