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Un Trono para Las Hermanas

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Из серии: Un Trono para Las Hermanas #1
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—Sí que te conozco –dijo la chica—. Tú eres Sofía. Te recuerdo a ti y a tu hermana de la Casa de los Abandonados. Yo soy Cora. Solo tengo dos años más que vosotras, ¿te acuerdas?

Sofía empezó a decir que no con la cabeza, pero lo cierto era que recordaba a la chica y, llegadas a ese punto, negarlo parecía no tener sentido.

—Sí —dijo—. Sí, lo recuerdo.

—Pero ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Cora—. Venga, siéntate. Debe haber una historia en todo esto.

Sofía había pensado que la chica llamaría a los guardias en aquel mismo momento, así que se sentó casi más por sorpresa que por cualquier otra cosa. Mientras estaba sentada, Cora empezó a quitarle el maquillaje de la cara con manos expertas.

Sofía le contó lo que había sucedido. Le contó que había escapado con su hermana y que habían dormido al raso en la ciudad. Le había contado que se separó de Catalina para intentar encontrar la felicidad y la seguridad del modo que parecía tener más sentido para ellas.

—¿Y estás aquí porque crees que puedes entrar y encontrar un lugar en la corte? —preguntó Cora. Sofía esperaba a que la chica le dijera lo estúpido que era eso—. Supongo que podría funcionar si consiguieras encontrar a las personas adecuadas para que se convirtieran en tus amigos, o en más que amigos. Si pudieras convencer a algún noble para que te tomara como su amante… o su esposa.

Rio al oír aquello, como si fuera algo absurdo, pero para Sofía era la única opción que parecía tener más sentido. Era la única opción que la dejaba a salvo. Sin embargo, lo cierto era que ella haría lo que tuviera que hacer. Se convertiría en el parásito de algún noble, o en su amiga, o cortesana, si fuera necesario.

—¿Así que no piensas que sea estúpido? —preguntó Sofía—. ¿No crees que sea cruel intentarlo?

—¿Cruel? —replicó Cora—. Cruel es el hecho que nos puedan coger y vender como esclavas, sin darnos jamás una oportunidad real de pagar las deudas que dicen que tenemos. Cruel es cuando las chicas nobles me tratan como si yo no fuera nada, aun cuando lo único que hacen es andar por ahí, a la espera del marido adecuado. Tú haces lo que tienes que hacer para sobrevivir, Sofía. Siempre y cuando no hagas daño de verdad a alguien, hazlo y no lo pienses dos veces. Me hubiera gustado tener la valentía para hacer lo que tú estás haciendo.

Ahora mismo, Sofía no se sentía muy valiente.

—No me contestaste si te parecía estúpido. Es decir, si una persona lo descubre y me entrega…

—No seré yo —le prometió Cora—. Y sí, podría ser estúpido, pero solo si lo haces mal. El hecho de que estés aquí dice que has estado pensando algo en ello, pero ¿lo has pensado bien? ¿Quién se supone que eres?

—Pensé en ser una chica de los Estados mercantes —dijo Sofía, cayendo en el rastro de un acento que había elegido—. Estoy aquí…

Lo cierto es que no había pensado en un motivo.

—Que seas del otro lado del mar está bien —dijo Cora—. Incluso el acento se acerca lo suficiente como para engañar a la mayoría de la gente. Di que estás aquí a causa de las guerras. Tu padre era un noble menor de Meinhalt; es una ciudad de la vieja Liga. He oído a a gente decir que las batallas que hubo allí la barrieron, así que nadie podrá comprobarlo. Esto también explicará que no tengas nada.

Sofía de Meinhalt. Sonaba bien.

—Gracias —dijo Sofía—. Yo nunca hubiera… ¿cómo sabes todo esto?

Cora sonrió.

—La gente olvida que estoy allí cuando estoy trabajando en ellos. Ellos hablan y yo escucho. Hablando de esto, siéntate allí y yo… bueno, no te pondré hermosa, ya eres hermosa, pero te convertiré en lo que ellos esperan.

Sofía se sentí y la chica se puso a trabajar, escogiendo la base del maquillaje y el colorete, la sombra de ojos y el color de labios.

—¿Qué conoces del protocolo de aquí? —preguntó Cora—. ¿Conoces a la gente?

—No conozco lo suficiente —confesó Sofía—. Antes, un hombre gordo me pidió mi tarjeta de baile y tan solo sé qué era eso. Empezó a hablar sobre alguien llamado Hollenbroek y creo que hice lo correcto, pero no estoy segura.

—Hollenbroek es un artista —explicó Cora—. Tu tarjeta de baile es un trozo de hueso, mármol o pizarra sobre el que escribir los nombres de las parejas a las que has prometido un baile. Y si un hombre gordo te pregunta por ambas cosas, lo más probable es que sea Percy d’Auge. Evítalo, es un sátiro y no tiene un céntimo.

Siguió con los demás, los nobles y sus familias, la rica viuda y sus dos hijos, el Príncipe Ruperto y el Príncipe Sebastián.

—El príncipe Ruperto es el que va a heredar —dijo—. Es… bueno, todo lo que esperas que sea un príncipe: elegante, guapo, arrogante, inútil. Dicen que Sebastián es diferente. Es más tranquilo. Pero no hace falta que te preocupes por ellos. Tu necesitas algún noble menor, Phillipe van Anter, tal vez.

Mientras Cora continuaba, cada vez era más evidente que Sofía no podía recordarlo todo. Cuando se lo dijo, Cora negó con la cabeza.

—No te preocupes. Al ser del otro lado del mar, nadie esperará que lo sepas todo. De hecho, sería sospechoso que así fuera. Ahí está, creo que casi estás lista.

Sofía se miró en el espejo. Era ella y, de algún modo, a la vez tampoco era ella. Desde luego, era una versión más hermosa de ella que cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Estaba increíblemente lejos de lo que ella hubiera podido haber hecho por sí misma.

—Una cosa más —dijo Cora—. Me gustan las botas, pero las dos sabemos lo que hay debajo. Quítatelas y ocultaré tu marca. Nadie lo sabrá.

Sofía se quitó las botas y las medias, dejando al descubierto la marca que tenía en la pantorrilla. Cora restregó una base de maquillaje espeso en aquel lugar y la mezcló hasta que desapareció por completo.

—Ya está —dijo—. Ahora, si seduces a algún noble menor, no hará falta que te vayas a la cama con las botas puestas.

—Gracias —dijo Sofía, abrazándola—. Muchas gracias por lo que has hecho.

Cora sonrió.

—Soy afortunada. Tengo un trabajo que se me da realmente bien, en un lugar que no me molesta mucho. Pero si puedo ayudar a otra como yo, lo haré. Y ¿quién sabe? Tal vez cuando seas una dama rica, necesitarás una doncella que sepa cómo sacar lo mejor de ti.

Sofía asintió; no iba a olvidar esto. Se quedó delante de los espejos, ahora se sentía como si fuera un caballero anticuado, preparado para la batalla con la armadura. Cuando se puso la máscara, fue como bajar el visor.

Estaba preparada para la batalla.

CAPÍTULO OCHO

Catalina soñaba con el orfanato, lo que significaba que soñaba con violencia. Estaba de pie en una clase. La rodeaban unas siluetas, vestidas con los hábitos de las monjas o las túnicas lisas de los chicos de allí.

Le hacían preguntas que no tenían sentido, sobre cosas estúpidas: la manera correcta de bordar una almohada, las principales exportaciones de Isettia del Sur. Cosas que Catalina no podía esperar saber.

La golpeaban a cada fallo. Las hermanas atacaban con cinturones y bastones, mientras los chicos sencillamente usaban los puños. Todo el tiempo, coreaban lo mismo.

—No estás hecha para ser una chica libre. No estás hecha para ser una chica libre.

Catalina notó unas manos sobre ella e intentó retorcerse y contraatacar. Se giró para arañar, dar puñetazos y morder y no fue hasta que volvió en sí misma que se dio cuenta de que las manos que la sujetaban no eran las de los chicos o las de las hermanas Enmascaradas. En su lugar, Emelina estaba sobre ella, con un dedo delante de los labios.

—Silencio —dijo—. Si haces demasiado ruido, despertarás a los trabajadores de la barcaza.

Catalina consiguió controlarse a tiempo y evitar gritar a raíz de la contrariedad y el pánico.

—Pensaba que eras tú la trabajadora de la barcaza —consiguió decir Catalina.

Vio que Emelina negaba con la cabeza.

—Ellos están durmiendo en la parte delantera. Dijeron que me llevarían río arriba si yo guiaba la barca mientras ellos dormían.

Ahora Catalina no se sentía tan segura. Su nueva amiga la había salvado y Catalina había dado por sentado que en la barcaza solo estaban ellas dos, haciendo camino por el ancho río. Ahora, había hombres a los que no conocía en algún lugar y, en parte, Catalina quería ir hasta ellos y tirarlos de la barca de un empujón, solo por el crimen de atreverse a estar allí.

En realidad, no. Ahora tan solo necesitaba golpear algo y los habitantes del orfanato no estaban a mano. Deseaba volver allí y reducirlo a cenizas, solo para estar segura de que había desaparecido de su vida. Quería venganza por cada humillación y cada golpe que había recibido durante los años que había estado allí.

—Eh, ahora estás a salvo —dijo Emelina—. No tienes por qué preocuparte. Los que te perseguían ahora no te atraparán.

Catalina asintió, pero había una parte de ella que todavía no lo creía. La Casa de los Abandonados no era un lugar que dejases atrás. Al contrario, era un lugar que llevabas contigo, que siempre estaba allí por muy lejos que escaparas. Tal vez esta era una razón por la que nos e molestaban en cerrar las puertas con llave.

Haciendo un esfuerzo por ignorarlo todo, Catalina echó un vistazo a la ciudad. Con la luz del atardecer, la niebla que la había envuelto estaba empezando a arder, dejando al descubierto la amplitud del río que se extendía a ambos lados, iluminada por los candiles de los marineros y cortado por pequeños bancos de arena y remolinos, trozos de agua más rápida y trechos lentos y serpenteantes.

La ciudad, a lado y lado, parecía igual de variada. Había edificios de madera mezclados con otros de piedra, algunos estaban colocados en filas ordenadas, otros llegaban hasta el espacio que pertenecía al agua que fluye. Evidentemente, algunos edificios usaban el agua para sus comercios, con sistemas de poleas o muelles que mostraban el lugar donde las mercancías se cargaban y descargaban. Otros simplemente estaban allí, con vistas al río para los habitantes ricos.

 

Catalina vio a un hombre allí sentado, intentando pintar la escena del río a la luz de una lámpara y se preguntó por qué alguien iba a molestarse. ¡Pero si aquello no era hermoso! La ciudad provocaba un gran impacto en él. El agua tenía el olor lleno de sedimento terroso y aguas residuales de un canal en el que la gente tiraba cosas. La superficie del río estaba demasiado llena de barcas y barcazas como para ver los juncos en los bordes, o los pájaros que revoloteaban entre ellas. No había ningún lugar que ella hubiera querido pintar.

—Cuidado —dijo Emelina cuando Catalina se disponía a levantarse—. Más adelante hay puentes. ¿No querrás golpearte la cabeza?

Catalina, obediente, se sentó de nuevo, mirando hacia delante donde, efectivamente, había un puente largo que cruzaba el río, tan bajo que probablemente solo las barcazas bajas como esta podían atravesarlo.

—Tienen que tener muelles separados a cada lado –dijo Emelina—. Solo las barcazas pueden cruzarlo sin que sus mástiles lo golpeen.

Empujaba con la vara con la que guiaba mientras se acercaban, alineando la barcaza con uno de los arcos del puente. Catalina vio los pinchos que había allí, con las cabezas de criminales conservadas en alquitrán para que no se pudrieran tan rápidamente. Se preguntaba cuáles eran sus crímenes. ¿Robo? ¿Traición? ¿Algo entremedio?

Además de edificios, había espacios abiertos en el lado del río. en esos espacios, Catalina vio a unos hombres que entrenaban para la guerra, manejando mosquetes y ballestas de madera pues nadie quería gastar dinero en los de verdad por uno simples reclutas. Algunos de ellos estaban practicando en cuadros con barrotes, mientras unos cuantos, probablemente oficiales del ejército, estaban practicando esgrima con floretes frente a los demás.

—Parece que estés deseando nadar hasta allí y unirte a ellos —dijo Emelina.

—¿Tú no lo harías? —dijo Catalina—. Ser así de fuerte, sin que nadie te vuelva a decir lo que tienes que hacer.

Emelina rio al escuchar eso.

—¿En una de las tripulaciones mercenarias? La única cosa que tienen son personas que les dan órdenes. Además, ¿tú querrías atravesar el Puñal-Agua y arriesgar tu vida por una causa que no significa nada?

Catalina no estaba segura de ello. De la manera que Emelina lo dijo, la idea parecía una insensatez, pero también parecía una oportunidad para la aventura.

—Además, podrías no tener que ir al extranjero si los rumores son ciertos —dijo Emelina.

Con la mayoría de las personas, Catalina hubiera leído sus pensamientos para intentar comprender lo que querían decir, pero cuando llegó hasta los de la chica, no pudo ver dentro.

«Catalina» —mandó Emelina—, «¿no sabes que eso es irrespetuoso?».

—Lo siento —dijo Catalina. No quería molestar a su nueva amiga—. Pero ¿a qué te referías?

—Solo a que las guerras tienen la costumbre de no quedarse donde tú quieres —respondió Emelina—. La gente habla de que el Puñal-Agua es un agujero inexpugnable, más que unos treinta kilómetros de mar tranquilo.

Catalina no había pensado en ello de esta manera. Cuando había oído hablar de las guerras al otro lado del mar entre lo estados fragmentados que había allí, siempre le había parecido que era algo que estaba sucediendo en el otro lado del mundo. En realidad, partes de las tierras de allí estaban probablemente más cerca de Ashton que los molinos de agua del norte o las zonas de montaña de granito de más lejos.

—¿Así que no estás pensando en escapar y unirte a una de las compañías? —dijo catalina—. Entonces ¿qué? ¿Por qué estás buscando quien te lleve río arriba?

Emelina medio cerró los ojos y Catalina supo que había alguna fantasía o algo parecido titilando tras aquellos párpados.

—Por el Hogar de las Piedras —dijo Emelina con una voz que, por un instante, parecía atrapada en su éxtasis.

—¿El Hogar de las Piedras? —dijo Catalina—. ¿Eso qué es?

Vio que la chica abría los ojos como platos sorprendida.

—¿No lo sabes? Pero tú… tú eres como yo. ¡Puedes escuchar los pensamientos!

Probablemente lo dijo un poco más fuerte de lo que tenía intención. desde luego, era lo que había dicho más fuerte desde que Catalina había despertado.

—El Hogar de las Piedras es un lugar para gente como nosotras —dijo Emelina—. Dicen que es un lugar en el que puedes estar a salvo y donde los otros no nos atacarán por lo que podemos hacer.

Catalina no estaba segura de creer que existiera un lugar así. Apenas creía que en el mundo hubiera otras personas con el mismo don que ella. Durante mucho tiempo, había estado segura de que solo eran ella y su hermana.

—¿Estás segura de que este lugar existe? —preguntó Catalina. Apenas parecía posible.

—He… he oído rumores —dijo Emelina—. No estoy segura de dónde está exactamente. Si estuviera a la vista, sería demasiado peligroso. Dicen que está en algún lugar pasadas las Vueltas. Pensé que podría centrarme en salir de la ciudad y, a continuación, lo encontraría. es decir, la gente va allí; no puede ser imposible de encontrar.

Parecía mucho que la chica cifrara sus esperanzas en ello, pero por lo menos la barca era una buena manera de sacarlas de la ciudad. Y tal vez intentar encontrar un lugar donde los que eran como ellas pudieran estar a salvo no era un sueño tan malo.

—¿Cómo era el orfanato? —preguntó Emelina.

Catalina negó con la cabeza.

—Peor de lo que te puedas imaginar. Nos trataban como si no fuéramos personas, la verdad. Solo cosas inadecuadas a las que hay que moldear y vender.

De algún modo, es lo que habían sido. La casa de los Abandonados simulaba ser un lugar seguro para los niños abandonados, pero en realidad era una especie de fábrica de criados, que existía para proveerlos de las habilidades que los harían útiles una vez llegaran a la edad en que los venderían.

—¿Y tú? —preguntó Catalina—. ¿Cómo fuiste a parar a una barca como esta?

Emelina encogió los hombros.

—Durante un tiempo viví en las calles. Fue…duro.

Catalina sabía cuánto dolor cabía en una pausa como esta. Alargó el brazo para rodear a la chica.

—Yo vigilaba para… bueno, básicamente eran ladrones —dijo Emelina—. Ellos entraban en comedores y tabernas y salían con la ropa de otras personas, junto con lo que hubiera en los bolsillos. Yo podía decirles dónde había gente que los vigilaba.

Catalina pensó en las maneras en las que había tenido que usar sus poderes para robar.

—Y qué sucedió?

Emelina encogió los hombros.

Pillé algunos de sus pensamientos. estaban pensando en deshacerse de mí. Pensaban que era demasiado compasiva.

Catalina imaginaba lo duro que debería haber sido. estaba apunto de ofrecerle su apoyo a su nueva amiga cuando oyó el ruido de unos pasos. Esto era lo que odiaba de su talento: que fuera tan impredecible. ¿Por qué no podía avisarle de todos los posibles problemas?

Se dio la vuelta a tiempo para ver a un hombre alto de la barcaza que las estaba supervisando, su pecho de barril presionaba los límites de su camisa manchada de cerveza y tenía las manos cerradas en puños.

—¡Una niña bruja! ¿Dejé subir a una niña a mi barcaza? ¿Y ahora sois dos? ¡No, por ahí no paso! Largaos de mi barcaza.

—Espere un minuto —dijo Catalina.

—He dicho que os larguéis de mi barcaza —dijo bruscamente. Le quitó a Emelina la vara con facilidad, sujetándola del modo en que uno de los soldados de la orilla podría haber sujetado una pica.

—Dicen que las brujas no saben nadar. ¡vamos a averiguarlo!

Primero golpeó a Emelina, lanzándola al agua mientras ella soltaba un pequeño ruido de sorpresa. Catalina estaba de pie, enfrentándose al hombre, deseando poder tener entonces una espada con la que apuñalarlo.

Pero no era así y no había lugar en la barcaza en el que esquivar a la vara cuando se acercó dibujando un arco. Notó que el aire le golpeó con fuerza por el impacto al golpearle en el abdomen y, por un instante, Catalina notó que se la llevaba el aire.

El agua del río le dio una fría bofetada por todo el cuerpo. Catalina se hundió y, por un instante, se puso a pensar que tal vez el hombre de la barcaza tenía razón en que ella no flotaría. Entonces dio un puntapié y apareció de repente en la superficie como un corcho y respirando con dificultad.

No duró mucho. Había otra barca que iba directa hacia ella. Catalina consiguió alejarse de ella a tiempo, pero el movimiento la llevó de nuevo bajo el agua. Se puso a mirar hacia arriba a los cascos de las barcas que pasaban, intentando encontrar un espacio vacío al que salir.

El agua estaba fría, aun con el calor del día. Tan fría que el cuerpo de Catalina deseaba respirar agitadamente, pero se aguantó las ganas. Nadó hasta la superficie, consiguiendo salir entre dos barcas que remaban con grandes remos.

—¡Ayudadme! —exclamó Catalina, pero los hombres que iban en ellas rieron.

—Para eso tendrás que nadar, chaval —le contestó uno—. Aquí no hay sitio para los tuyos.

En aquel momento, Catalina deseaba poder apuñalarlos a todos, pero apenas podía mantener la cabeza por encima del agua. Miró a su alrededor para intentar encontrar a Emelina, pero allí no había ni rastro de ella. ¿La habían arrastrado las corrientes del río o…? No, no iba a pensar en eso.

«Emelina» —envió Catalina, o lo intentó. Sus poderes no eran consistentes en las mejores circunstancias y ahogándose en medio de un río no era la mejor de las circunstancias. Le pareció entrever una cabeza que se movía de arriba a abajo en algún lugar entre más barcas e intentó nadar en esa dirección.

Las corrientes nos e lo permitían. Lo que habían parecido suaves remolinos cuando estaba en la barca ahora se convertían en cosas más fuertes que agarraban las extremidades de Catalina y amenazaban con arrastrarla bajo el agua en cualquier momento. No había modo de que pudiera nadar en la dirección en que estaba Emelina. Lo único que podía hacer era nadar hacia un lado, atravesando la corriente, en dirección a la orilla mientras el río la llevaba río abajo.

Intentó agarrarse al puente cuando el río la arrastró a través de él, pero el enladrillado era demasiado resbaladizo por el musgo y el barro. Continuó nadando hacia el otro lado, con la esperanza de que si podía llegar a una de las orillas, podría correr, localizar a Emelina y tal vez lanzarle una cuerda o algo. Ayudarla de alguna manera.

Este lado del puente estaba, si cabía, más lleno. Había remos que cortaban camino en el agua y varas y quillas, así que Catalina tenía que esquivar a cada golpe que nadaba. Por fin, fue a parar a aguas más tranquilas y sus músculos adoloridos consiguieron tirar de ella hasta la otra orilla. Catalina sintió que sus manos tocaban tierra en un muelle y consiguió subir.

Durante un minute o más, se quedó tumbada allí sobre la madera, tomando aire. Le ardían los brazos de luchar contra la corriente. Su ropa estaba empapada y sucia de la inmersión en el agua fría del río. Ahora mismo, sentía que podría enroscarse allí mismo y morir.

En cambio, Emelina se incorporó y se obligó a echar una mirada al río en busca de alguna señal de Emelina.

«¿Estás ahí? » —mandó, esperando alguna respuesta de la chica, pero sus poderes nunca eran tan sencillos como eso. Catalina acababa de descubrir que podía comunicarse con otra persona que no fuera su hermana; las posibilidades de conectar de nuevo con Emelina parecían remotas. Como mucho podía esperar divisar a la otra chica flotando río abajo, llevada por las corrientes.

Pero ella había ido primero al agua. Podría haber sido arrastrada más corriente abajo. Catalina intentó correr a lo largo de la orilla en su busca, pero no tenía fuerzas para ello y, en cualquier caso, era inútil. No veía ni señal de la otra chica. En el mejor de los casos, Había sido arrastrada hacia la orilla a unos cuantos kilómetros. En el peor de los casos, estaría muerta en algún lugar bajo el agua.

Aquel pensamiento le provocó un nudo en el estómago a Catalina, pero lo cierto era que no podía hacer nada.

 

Se detuvo y miró a su alrededor. Ahora no sabía dónde estaba dentro de Ashton. Había intentado salir de la ciudad, pero el río la había devuelto una buena distancia. Estaba sola de nuevo, mojada, cansada, con frío y sola.

Catalina se arrodilló y lloró.

«Sofía» —mandó. «¿Dónde estás?».

Esperó, durante demasiado tiempo, en silencio, hasta que finalmente se dio cuenta de que su hermana no podía oírla.

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