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El Reino de los Dragones

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Из серии: La Era de los Hechiceros #1
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CAPÍTULO SIETE

La princesa Erin sabía que no debía estar allí, cabalgando en el bosque hacia el norte, hacia la Espuela. Tendría que estar en el castillo, probándose un vestido para el casamiento de su hermana mayor, pero se retorcía solo de pensarlo.

Le traía demasiados pensamientos acerca de qué le esperaba a ella, y por qué se había ido. Como mínimo prefería estar cabalgando con una túnica, jubón y pantalones cortos antes de estar parada allí, jugando a vestirse de gala mientras Rodry y sus amigos se burlaban de ella, Greave estaba deprimido y Vars… Erin se estremeció. No, era mejor estar allí afuera, haciendo algo útil, algo que demostrara que era más que una hija para casarse.

Cabalgó por el bosque, apreciando las plantas a los lados del camino mientras pasaba, aunque esa era la fascinación de Nerra más que de ella. Cabalgó entre gruesos robles y abedules de plata, observando sus sombras e intentando no pensar en todos los espacios que dejaban esas sombras para que alguien se escondiera.

Probablemente su padre estaría furioso con ella por salir sin escolta. Las princesas necesitaban protección, le diría él. No salían solas a lugares como este, en donde los árboles parecían rodearlas y el camino era poco más que una sugerencia. Estaría furioso con ella por más que eso, por supuesto. Probablemente pensaba que no había escuchado la conversación con su madre, la que la había irse prácticamente corriendo hacia el establo.

—Tenemos que encontrar un esposo para Erin —había dicho su madre.

—¿Un esposo? Es más probable que quiera más lecciones con la espada —había contestado su padre.

—Y ese es el punto. Una mujer no debería hacer esas cosas, ponerse en peligro de esa manera. Tenemos que encontrarle un esposo.

—Después de la boda —había dicho su padre—. Asistirán muchos nobles al banquete y la cacería. Quizás encontremos a un hombre joven que pueda ser un esposo apropiado para ella.

—Quizás debamos ofrecer una dote por ella.

—Entonces lo haremos. Oro, un ducado, lo que sea más apropiado para mi hija.

La traición había sido instantánea y absoluta.  Erin había dado zancadas hasta su habitación para juntar sus cosas: una vara, su ropa y un paquete lleno de provisiones. Entonces, se había jurado a sí misma que no volvería.

–Además —le dijo a su caballo—, tengo la edad suficiente para hacer lo que quiero.

Si bien era la menor de sus hermanos, tenía dieciséis. Puede que no fuera todo lo que su madre quería, era demasiado masculina con el cabello oscuro a la altura de los hombros para que no la estorbara y nunca había estado inclinada a coser, hacer reverencias o tocar el arpa. Aún así, era más que capaz de cuidar de sí misma.

Al menos, eso pensaba.

Tendría que serlo, si quería se parte de los Caballeros de la Espuela. Solo el nombre de la orden hacía que le palpitara el corazón. Eran los mejores guerreros del reino, cada uno de ellos era un héroe. Servían a su padre, pero también salían a enmendar injusticias y luchar contra los enemigos más difíciles. Erin daría cualquier cosa por unirse a ellos.

Por eso cabalgaba hacia el norte, a la Espuela. Por eso también había tomado ese camino por partes del bosque que se consideraban peligrosas hacía mucho tiempo.

Continuó cabalgando, asimilando el lugar. En otro momento hubiese sido hermoso, pero en otro momento no hubiese estado aquí. En cambio, miró a su alrededor rápidamente, demasiado consciente de las sombras a ambos lados del camino y la forma en que las ramas la rozaban al pasar. Era un lugar en el que se podía imaginar que alguien desapareciera para no volver.

De todos modos, era el camino que tenía que tomar si quería alcanzar a los Caballeros de la Espuela. Especialmente si los quería impresionar cuando llegara. Al lado de eso, su miedo no importaba.

–¿Por qué no te detienes ahí? —gritó una voz más allá del sendero.

Ahí. Erin sintió un breve escalofrío ante esas palabras, y agitación en su estómago. Detuvo su caballo y luego se bajó hábilmente de la montura. Casi como una ocurrencia tardía, tomó su vara corta con las manos enguantadas sujetándola ligeramente.

–Ahora, ¿qué crees que vas a hacer con ese palo? —dijo el hombre más allá del sendero.

El hombre dio un paso adelante, llevaba ropa de tejido áspero y sostenía un hacha. Dos hombres más salieron de los árboles detrás de Erin, uno con un cuchillo largo, el otro con una espada de combate que sugería que alguna vez había peleado en nombre de un noble.

–Pasé por un pueblo —dijo Erin— y me hablaron de los bandidos en el bosque.

No parecía resultarles extraño que hubiese llegado allí de todos modos. Erin podía sentir el miedo en su interior. ¿Debía haber venido aquí? Había tenido muchos combates de entrenamiento pero esto… esto era diferente.

–Parece que somos famosos, muchachos —gritó el líder con una risotada.

Famosos era una forma de decirlo. Había hablado con una joven en el pueblo que viajaba con su esposo. Ella le había dicho que aún cuando le daban todo lo que tenían a esos hombres, ellos querían más, y lo conseguían. Se lo había contado a Erin en detalle, y Erin había querido tener el trato que tenía Lenore con la gente, o la compasión de Nerra. Erin no tenía ninguno de los dos, todo lo que tenía era esto.

–Dicen que ustedes matan a aquellos que dan pelea —dijo Erin .

–En ese caso —dijo el líder—, sabrás que no debes pelear.

–Casi no vale la pena —dijo uno de los otros—. No se parece para nada a una muchacha.

–¿Te estás quejando? —Lanzó el líder—. ¿Por las cosas que le has hecho a muchachos también?

Erin permaneció allí, esperando. Aún sentía miedo, y este había crecido convirtiéndose en una cosa monstruosa del tamaño de un oso, que amenazaba con aplastarla e inmovilizarla. No debía haber venido aquí. Este no era un combate de entrenamiento y, en realidad, nunca había peleado de verdad contra alguien. Era solo una joven que estaba a punto de ser asesinada, o peor…

No. Erin pensó en eso y en la mujer del pueblo, y se obligó a que la furia  aplastara el miedo.

–Si quieres que esto sea fácil para ti, entregarnos todo lo que tienes. El caballo, las cosas de valor, todo.

–Y quítate la ropa —dijo el otro que había hablado—. Nos ahorrará mancharla de sangre.

Erin tragó pensando en lo que podría significar eso

–No.

–Entonces —dijo el líder—, parece que tendremos que hacerlo por las malas.

El que tenía el cuchillo largo se abalanzó hacia Erin primero, la sujetó y le hizo un corte en el cuerpo con el cuchillo. Erin se soltó pero la hoja le cortó la ropa con la facilidad que lo hubiese con la manteca de una lechera. La mirada lasciva de triunfo del hombre se convirtió rápidamente en sorpresa cuando su hoja se detenía y sentía el sonido del metal contra el metal.

–Atravesar una cota de malla no es un trabajo fácil —dijo Erin .

Lo atacó con su vara y lo golpeó en la cara con el mango, haciendo que se tambaleara hacia atrás. El líder se abalanzó hacia ella con el hacha y ella la bloqueó con su arma, arrojándola a un lado. Lo atacó con la punta y se la clavó en la garganta, haciendo que el hombre gorgoteara y se alejara tambaleándose.

–¡Zorra!—dijo el hombre con el cuchillo.

Entonces Erin giró la vara y le quitó la punta para revelar la larga cuchilla, casi la mitad de su largo. Reflejaba oscuramente la luz moteada del bosque. En el extraño y silencioso momento que siguió, ella habló. No tenía sentido esconder nada ahora.

–Cuando era más joven, mi madre me hacía tomar clases de costura, pero la mujer que nos enseñaba estaba casi ciega, y Nerra, mi hermana, me cubría mientras yo salía a pelear contra los varones con un palo. Cuando mi madre me descubrió se enfureció, pero mi padre dijo que era mejor que aprendiera de forma apropiada, y él era el rey, entonces…

–¿Tu padre es el rey?—dijo el líder , y miedo cruzó su rostro, seguido de avaricia—Si nos atrapan nos matarán, pero lo hubiesen hecho de todos modos, y el rescate que obtendremos por alguien como tú…

Probablemente lo pagarían. Aunque después de lo que había escuchado Erin y el monto que pagarían para deshacerse de ella…

El bandido volvió a lanzarse sobre Erin, interrumpiendo el hilo de su pensamiento al blandir su hacha y golpearla con ella. Erin barrió el golpe del hacha a un lado con una mano, empujó el codo del hombre y luego lo pateó en la rodilla mientras él intentaba patearla a ella, tirándolo al suelo. A su maestro probablemente le hubiese enojado que ella no continuara .

Mantente en movimiento, termínalo rápido, no te arriesgues. Erin casi podía escuchar las palabras del maestro espadachín Wendros. Él había sido el que le había dicho que usara la lanza corta, un arma que podía compensar su falta de altura y fuerza, con su velocidad y alcance. En su momento, Erin se había sentido desilusionada por la propuesta , pero ahora no lo estaba.

Tomando el arma con las dos manos giró, cubriéndose mientras el que tenía la espalda la atacaba. Rechazó los golpes uno tras otro y luego apuntó a herirlo. Una lanza podía herir tanto como una estocada. Él intentó bloquear el golpe alzando su espada y Erin giró las muñecas para lanzar la cuchilla por debajo del bloqueo y atravesarle el cuello con la punta de la lanza. Aún moribundo, el hombre se sacudió intentando golpearla y Erin lo bloqueó a un lado y siguió adelante.

No te detengas. Mantente en movimiento hasta que termine la pelea.

–¡Lo mató!—gritó el que tenía el cuchillo— ¡Mató a Ferris!

Se lanzó hacia ella con el cuchillo largo, claramente con la intención de matarla, no de capturarla. Él se apresuró intentando acercarse a un punto en donde el largo del arma de Erin no fuese una ventaja. Erin atinó a retroceder y luego se acercó más de lo que él esperaba, haciéndolo rodar con la cadera y aterrizar ruidosamente en el suelo…

 

O así hubiese ocurrido, si no la hubiese arrastrado con él.

Muchacha presumida. Solo haz lo necesario.

Ahora era demasiado tarde para eso, porque estaba en el suelo con el bandido, atrapada allí mientras él la apuñalaba, y solo la cota de malla la salvaba de la muerte. Había sido demasiado confiada y ahora estaba en un lugar en el que empezaba a sentir que la fuerza  del hombre era mayor. Ahora estaba sobre ella, presionando el cuchillo hacia su garganta …

De alguna manera, Erin logró acercarse lo suficiente a él como para morderlo y eso le dio espacio suficiente para escaparse gateando, sin ninguna destreza o habilidad esta vez, solo desesperación. El líder ya estaba de pie para entonces, blandiendo su espalda otra vez. Erin apenas logró esquivar el primer golpe, de rodillas, recibió una patada en el abdomen y se levantó escupiendo sangre.

–Elegiste meterte con las personas equivocadas, zorra —dijo el líder y apuntó a golpearle la cabeza.

No había tiempo de esquivar ni de defenderse. Lo único que podía hacer Erin era agacharse y arremeter con su lanza. Sintió el crujido al atravesar la carne, y esperó sentir el impacto del arma del  enemigo en su propio cuerpo, pero por un momento todo se paralizó. Se atrevió a levantar la vista y allí estaba él, paralizado en la punta de la lanza, tan entretenido observando el arma que no había terminado su propio ataque.

Tener suerte es algo bueno, y confiar en ella es estúpido, decía en su mente la voz del maestro espadachín Wendros.

El hombre del cuchillo aún estaba en el suelo, luchando por levantarse.

–Piedad, por favor—dijo el hombre.

–¿Piedad? —Dijo Erin— ¿Cuánta piedad le tuviste a la gente robaste, mataste y violaste? Cuando te rogaron, ¿te reíste de ellos? ¿Los atropellaste cuando se escaparon? ¿Cuánta piedad me hubieses tenido a ?

–Por favor —dijo el hombre, poniéndose de pie.

Se volteó para correr, probablemente con la esperanza de dejar a Erin atrás entre los árboles.

Estuvo a punto de dejarlo ir, pero ¿qué haría él entonces? ¿Cuántas personas más morirían si pensaba que podía salirse con la suya otra vez?  Volteó la cuchilla, la alzó y la arrojó.

Si la distancia entre ellos hubiese sido mayor no hubiera funcionado, porque la lanza era más corta que una jabalina, pero en el corto espacio voló por los aires sin esfuerzo, cayendo en el punto en donde estaba el bandido y arrojándolo al suelo.  Erin se acercó a él, puso un pie sobre su espalda y le arrancó la lanza. La alzó y luego la hundió rápidamente en su cuello.

–Esa es toda la piedad que tengo hoy —dijo ella.

Se quedó allí parada y luego se movió a un lado del camino sintiéndose nauseabunda. Le había parecido bien y fácil mientras peleaba, pero ahora…

Vomitó. Nunca había matado a nadie, y ahora el horror y el hedor la abrumaban. Se arrodilló allí durante lo que parecieron horas hasta que su mente le insistió que debía moverse. La voz del maestro espadachín Wendros volvió a ella…

Cuando está hecho, está hecho. Enfócate en lo práctico, y no te arrepientas de nada.

Era más fácil decirlo que hacerlo, pero Erin se obligó a pararse. Limpió la espada en la ropa de los bandidos, luego arrastró los cuerpos a un lado del camino. Esa fue la parte más difícil de todas, porque eran todos más grandes que ella, y además un cuerpo era más pesado que un ser viviente. Para cuando hubo terminado tenía más sangre en la ropa que la que había corrido durante la pelea, por no hablar del corte que el hombre que tenía el cuchillo le había hecho. Tuvo el extraño y repentino pensamiento de que tendría que asegurarse de que un criado la arreglara antes de que su madre la viera. Eso le causó risa, y no pudo para de reírse por un largo rato.

Los nervios del combate. La amenaza más grande para un espadachín, y la mejor droga que el mundo haya tenido.

Erin permaneció allí parada por unos minutos más, dejando que el entusiasmo de la pelea corriera por sus venas. Había matado a unos hombres, y había hecho más que eso. Había demostrado su valor. Ahora los Caballeros de la Espuela tendrían que aceptarla.

CAPÍTULO OCHO

Renard seguía yendo a la posada de la Escama Rota por tres razones, y ninguna tenía que ver con la cerveza, que era muy mala. La primera era la tabernera, Yselle, a quien parecía gustarle los hombres fornidos y pelirrojos como él, y quien alternaba entre acusarlo de engañarla y reclamarle que la visitara más seguido.

La segunda razón era que, en los días en los que estaba dispuesto a ganarse la vida de forma honesta, no les molestaba que él sacara su laúd y tocara algunas viejas baladas. Generalmente, Renard no tenía ganas de hacerlo, pero a veces sus dedos ansiaban la interpretación.

La tercera razón era que sus dedos solían ansiar otras cosas, y la taberna era un buen lugar para escuchar rumores.

–Se parece mucho a un cuento —le dijo al hombre sentado enfrente de él, utilizando la distracción cuidadosamente para cambiar una carta por otra que tenía escondida bajo la manga.

–Llámale cuento si quieres, pero yo lo vi con mis propios ojos —insistió el hombre.

Estaba vestido con ropa de marinero harapienta, y aseguraba que trabajaba en los barcos que navegaban por el largo trayecto hacia afuera, lejos de los peligrosos rápidos del río y del otro lado del mar. Solo eso hacía que Renard sospechara. Los marineros eran dementes, tenían que serlo cuando era mucho más fácil comerciar a través de los puentes entre los reinos del norte y del sur que vagar hacia los peligros de las aguas profundas.

–Así que cuéntamelo otra vez —dijo Renard, mostrando sus cartas.

–¡Ja, te gané! —Dijo el marinero—. No suelo tener esta suerte.

Eso es porque juegas muy mal a las cartas, pensó Renard. No estaba seguro de aceptar tener que hacer trampa para perder, ya que francamente parecía echar por tierra la razón principal para hacer trampa, pero con suerte la recompensa sería mejor que las pérdidas.

–Cuéntamelo otra vez —insistió Renard.

–Ah, ¿ansioso por escribir una nueva canción con esta historia?—dijo el marinero.

–Quizás.

–Bueno, esto probablemente no sea para una canción —dijo el marinero—. A lord Carrick no le gustaría.

Renard se encogió de hombros.

–Cuéntamelo de todos modos. Quizás le cambie algunas cosas. Ya sabes lo mentirosos  que pueden ser los cantantes.

–Ah sí —dijo el marinero, y tomó otro trago de la cerveza que Renard le había comprado— Por los dioses, esto es espantoso. Ahora, ¿dónde estaba?

–La historia.

–Oh, sí. Bueno, estaba de tripulante en un barco del tesoro, ¿no? Íbamos por el trayecto largo porque el rey Ravin tenía que cobrarles a sus colonias al oeste, en Sarras.

La mención del rey del sur fue suficiente para que Renard mantuviera su interés.

–¿Y entonces qué?

–Nos acercamos al borde de una de las corrientes, ¿no? —Dijo el marinero—. Nos acercamos demasiado a la boca del estuario del río en la corriente equivocada y nos chupó hacia las rocas.

La expresión de horror en su rostro mientras pensaba en esto fue suficiente para hacer que Renard le creyera. Por qué alguien se arriesgaría a acercarse a la fuerza poderosa del Slate, no lo sabía.

–Apenas pude bajarme —dijo el hombre—. Yo y otros pocos. Obviamente para ese entonces el capitán ya estaba muerto, y algunos de los muchachos fueron lo suficientemente estúpidos para ir a hablar con el señor del lugar, decirle lo que teníamos y que le mostrarían en dónde, por un precio.

–¿Y eso cómo lo sabes? —dijo Renard .

–Porque uno de ellos me lo contó después; parecía asustado, como si hubiese hecho la cosa más estúpida de su vida. Quizás lo había hecho, porque no lo he visto desde entonces. Por lo que él dijo, llevaron a lord Carrick al lugar a donde nos arrastró la marea, y él hizo que sus hombres lo recogieran de forma organizada. Se llevó el tesoro a su lujosa casa en la ciudad. Luego mandó matar a aquellos que sabían. Mi amigo apenas pudo escaparse.

Probablemente ya estaría muerto, meditó Renard. Y probablemente en unos días también lo estaría el marinero. Lord Carrick no tenía fama de ser un señor amable y gentil. La taberna estaba situada en sus tierras y muchos de los que sobrevivían se quejaban de él. Discretamente, si eran sensatos. Por supuesto, eso era lo que hacía que esta idea fuese tan atractiva.

–¿Qué tipo de tesoro había en ese barco? —preguntó Renard .

–¿Por qué? ¿Planeas ir a pedirle algo a su señoría?

Renard fingió reírse de eso.

–Ja, quizás, o quizás solo necesite los detalles para mi canción. ¿Qué había? ¿Estatuas? ¿Arte? ¿Lingotes de oro?

–Dinero —dijo el marinero, y Renard suspiró en silencio, aliviado.

De haber sido alguna de las cosas que había mencionado, serían demasiado pesadas para levantar.

–Mayormente piezas del sur, pero algunas cosas selladas con las marcas de las colonias. Mi amigo me dijo que cuando lo recogieron, un secretario enumeró cada pieza en un libro —sacudió la cabeza—. Probablemente también lo hayan matado.

Renard entendía por qué el hombre bebía tanto. Probablemente sabía lo que le esperaba. Probablemente pensaba que podría despedirse de sus últimos días, totalmente borracho.

–Bueno —dijo él— en cuanto a historia, necesita un poco de trabajo. Para un final mejor, realmente necesitamos a un ladrón astuto pero apuesto que haga una entrada triunfal y se lo lleve todo bajo de las narices de su señoría.

–Ah, eso sí sería interesante —dijo el marinero—. Pero eso no ocurre en la vida real. Los ladrones casi siempre les roban a los pobres, que no pueden defenderse, no a los ricos desgraciados que pueden contratar guardias.

–Es cierto —dijo Renard—. Aún así, es una idea agradable. ¿Otra vuelta?

–Claro —dijo el marinero.

Renard se empezó a preguntar si debía seguir adelante . ¿Quería mantenerse firme  con esto? ¿Quería arriesgarse a fastidiar a Yselle más de lo usual? Su bolso le dio la respuesta. Necesitaba el dinero.

Renard se levantó y fue hacia el mostrador. Yselle estaba allí, y Renard no podía definir si estaba de humor como para que le importara su existencia o no.

–Estás hablando mucho con ese marinero —observó ella.

–Bueno, soy una persona muy amistosa —remarcó Renard, con su sonrisa más encantadora.

–Oh, ya basta, ¿crees que no me doy cuenta cuando mientes? —dijo Yselle.

–¿Le mentiría a alguien tan hermoso? —le preguntó Renard .

–Casi constantemente —replicó la tabernera—. Menos mal que eres lindo, si no te hubiese echado de las orejas muchos meses atrás.

–¿Lindo? —Renard fingió tener el orgullo herido—. Soy elegante y apuesto, pero no…

–Lindo —dijo Yselle con firmeza—. Lindo como una doncella, aunque ambos sabemos que no lo eres. Ahora, ¿querías algo?

–Cuéntame acerca de lord Carrick —dijo Renard.

Yselle se encogió de hombros..

–¿Qué hay para decir? Tú sabes todas las historias, probablemente mejor que yo con tu laúd. Sabes que él es severo con los campesinos, se lleva más que su parte de los cultivos y cuelga a los que se quejan. Sabes que tiene más siervos que la mayoría, y los trata aún peor. ¿Qué más quieres?

Renard lo pensó.

–Alguien que sepa la distribución de su casa sería muy útil.

Yselle frunció el entrecejo.

–No, Renard. Sería algo estúpido.

No conocer la distribución sería estúpido —replicó Renard—. Esto es simplemente estar preparado.

–Sabes a lo que me refiero —dijo Yselle— Hacer lo que estás planeando sería un nuevo nivel de estupidez, incluso para tus estándares.

–Bueno, un hombre siempre debería intentar mejorar —dijo Renard.

Deslizó unas pocas monedas más por el mostrador y levantó una ceja.

–¿Quién, Yselle?

Ella vaciló por largo rato y luego suspiró.

–Uno de sus antiguos guardias vive cerca de aquí. No se fue en buenos términos. Viene aquí a veces, y ya que lord Carrick no se ocupa de aquellos que no trabajan más para él, probablemente sea lo bastante pobre para sobornar.

–Él bastará —dijo Renard.

–En serio, deberías pensarlo bien. Este es un hombre peligroso.

Renard se encogió de hombros.

–Eso es lo que lo hace divertido.

Dijo eso porque probablemente Yselle no comprendería las verdaderas razones. No entendería que no tenía nada que ver con diversión, sino solo en pensar en que lord Carrick podía salirse con la suyas en tantas cosas solo por ser un rufián lo suficientemente importante como para amasar una fortuna. Si robabas una pieza de oro, te podían cortar los dedos. Pero si te robabas un enorme pedazo de tierra, tú tenías que ser el verdugo.

 

Si hombres como Renard no les bajaban los humos a señores como Carrick, ¿quién lo haría? Sí podían tratar mal a aquellos en sus tierras sin derecho a réplica, ¿qué les impedía que lo siguieran haciendo eternamente? Si podían simplemente matar hombres y capturar tesoros, ¿cómo eso los hacía mejores que….

…bueno, que él? Ese era siempre el problema con este tipo de reflexión: tarde o temprano, le demostraba sin rodeos qué tipo de hombre era. Aunque, Renard pensó, al menos estaba el oro, y era un montón, un montón de oro.

Probablemente era suficiente para que valiera la pena arriesgarse.

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