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CENTRALIDAD DE LA PERSONA

Una institución que mira a cada persona siempre, ante todo, como alguien con un valor único, no puede sino situarla en el centro de todos sus intereses y actividad. Esta centralidad de la persona, en nuestro caso, se traduce en aspirar a ser una universidad que investiga, desarrolla y enseña ciencias y profesiones en las que la persona es el centro. Buscamos la verdad y el bien de la persona y del conjunto de la sociedad desde una visión iluminada por la fe en Jesucristo, en la que la persona es el más excelso de los seres de este mundo, la única criatura a quien Dios ha amado por sí misma.

Ambicionamos que esta centralidad de la persona presida, en primer lugar, las relaciones de todos —profesores, alumnos y todo el personal— en el seno de la comunidad universitaria. A través de la búsqueda de la verdad, el universitario se reafirma cada vez más en el valor y la dignidad de las personas; y, mediante la búsqueda del bien, se compromete a servir a cada una lo mejor que esté en su mano: en una clase, en un despacho, en un viaje de estudios, extendiendo un certificado o en cualquier actividad formativa.

En segundo lugar, estar centrados en la persona —es decir, estar interesados sobre todo en ella, en comprender su misterio, su sentido y su valor y en buscar en todo su bien—, significa investigar y enseñar las ciencias desde el planteamiento en profundidad de las cuestiones fundamentales: la cuestión antropológica, es decir, qué visión del ser humano subyace a la ciencia que estudio o que enseño; la cuestión epistemológica, que se pregunta por la verdad de lo que se transmite y por el método de conocimiento; la cuestión ética, que enfoca tanto el proceso de investigación como los resultados del mismo desde la perspectiva del bien y el mal; y la cuestión del sentido, que inquiere qué o quién puede dar razón del mundo, la historia y la vida de cada uno. Esta razón se proyecta hacia dichas cuestiones a partir del estudio del objeto propio de cada ciencia particular y, por lo tanto, se ensancha para ser capaz de abarcar y explorar aspectos de la realidad que están más allá de lo puramente empírico. Es lo que llamamos una razón abierta.

Para los investigadores, profesores y alumnos de razón abierta tiene pleno sentido plantearse estas preguntas respecto de aquello que enseñan o estudian, pero toda la comunidad puede y debe reflexionar acerca del trabajo diario y el cometido que cada cual desempeña: ¿el respeto y la estima por cada persona preside lo que hago? ¿La forma de realizar mi trabajo me acerca a la verdad y al bien? ¿Cómo se conecta mi labor en la universidad con el sentido global que tiene mi vida?

Formamos a nuestros alumnos en la excelencia académica, humana y cristiana para que, en su incorporación al mundo laboral y a todos aquellos ambientes en los que se integren a lo largo de su vida, lleven consigo el respeto innegociable y la estima profunda del valor de cada persona. Esta formación para la vida no solo se adquiere en el aula, sino también fuera de ella, a través del ejemplo de quienes viven de este modo su trabajo diario en la UFV.

Hay un tercer sentido en el que apostamos por la centralidad de la persona, y concierne específicamente al alumno y a cómo quiere formarlo la UFV. En efecto, poner a la persona en el centro de la formación superior quiere decir también:

• Concebir la plenitud personal del alumno como fin último de la educación, a lo que todo lo demás se subordina.

• Acogerlo como es y allí donde está —no como nos gustaría que fuera o como nos lo imaginábamos—, tanto con sus posibilidades como con sus condicionamientos y partir de sus necesidades concretas.

• Utilizar lo que es más genuinamente personal en el estudiante, que es su actividad consciente, libre y responsable, como medio educativo fundamental. El alumno es el protagonista y agente principal en su propio camino formativo.

SOMOS COMUNIDAD

Poner en el centro a la persona, buscar ante todo su plenitud y felicidad, implica configurarse como una auténtica comunidad, pues la persona, en cuanto ser relacional, necesita de un hábitat comunitario para florecer. En la UFV tenemos lo que, en primer lugar, se necesita para ser una comunidad: una valiosa misión común que nos hace trascender las diferencias para bogar juntos en la misma dirección, compartiendo ilusiones, miedos, inquietudes, anhelos. Pero, en segundo lugar, lo más propio de la comunidad es el tipo de vinculación y la forma de relación que se establece entre sus miembros. En una comunidad, lo que une a las personas es la dinámica del don, que implica tanto la donación gratuita al otro —no solo de lo que se tiene, sino sobre todo de lo que se es— como la aceptación acogedora del don que el otro es para mí. Pues bien, a quienes formamos la UFV nos mueve la voluntad de darnos, la disposición a poner en juego de modo radical lo que tenemos y lo que somos para hacer ser al otro.

En comunidad, la persona no solo no se diluye ni se desvanece como masa, sino que, por el contrario, es más ella misma que nunca, dándose el milagro de la unidad en la diversidad, que es la comunión. En ella nos manifestamos dependientes y necesitados de los otros y, al mismo tiempo, paradójicamente, capaces de enriquecer a quienes nos rodean.

Por otra parte, no podríamos siquiera soñar con las metas que nos hemos propuesto —la búsqueda de la verdad y del bien para la transformación de la sociedad— desde la soledad del individuo. Es necesario abrirse a los otros a través de los valores del encuentro — apertura, escucha, respeto, estima, colaboración, disponibilidad, confianza, humildad, generosidad…— y contar con la riqueza de todos y cada uno para perseguir esas metas.

En definitiva, el quehacer universitario es impensable sin la comunidad, que aporta a la persona el marco adecuado para su crecimiento y posibilita el alcance de los fines que le son propios.

BÚSQUEDA COMUNITARIA DE LA VERDAD, EL BIEN Y LA BELLEZA

Somos, pues, una comunidad de personas que buscan respuestas, que ansían saber para qué viven y trabajan, para qué sufren y se levantan cada día, cuál es el sentido de las cosas. Buscar la verdad es esforzarse por conocer y comprender la realidad, la vida, el mundo, la historia, Dios. Buscar la verdad es tomarse en serio la propia existencia y todo lo que nos rodea. Y no hablamos solo ni principalmente de una verdad de tipo teórico-conceptual ni científico-experimental, sino de la verdad concreta de nuestras vidas, de nuestras decisiones, de nuestros actos. La verdad se dirige a la persona en su totalidad y nos invita a responder con todo nuestro ser, de manera que conocer la verdad nos lleva a descubrir el bien, el bien nos llama a la acción, y en ambos —verdad y bien— resplandece una belleza que atrae y que hace vibrar fibras muy profundas de nuestro ser. Como buscadores, queremos explorar a fondo la via pulchritudinis, acceso privilegiado al misterio del ser. La universidad ha de ser un lugar de encuentro con la belleza, donde aprender a captarla, paladearla y generarla. Como sugiere la etimología de la palabra maestro en griego —didáskalos—, la educación superior debe ser capaz de transmitir a los universitarios la belleza para que, con ella, puedan hacer bella y buena su vida.

Nadie puede, pues, sustraerse a la búsqueda de la verdad, el bien y la belleza; no son cuestiones exclusivas de filósofos o teólogos. Todos necesitamos saber, pues es muy difícil vivir sin una explicación y un sentido, y todos tenemos la capacidad de buscarlo y aproximarnos a él. La cultura actual, sin embargo, está marcada por el escepticismo y la posverdad, lo que significa que no solo ha descreído de la capacidad humana para descubrir lo que las cosas son, sino que está en cierto modo de vuelta del interés por la verdad, pues lo que tiene hoy en día capacidad para mover el comportamiento de la gente ya no es la realidad de los hechos, sino cualquier relato de los mismos, por distorsionados que estén, que logren provocar una reacción emocional. Más que nunca, la sociedad necesita de una universidad que ve como parte esencial de su misión despertar en las personas la pasión por la plenitud y unidad de la verdad. En el fondo, «la profunda responsabilidad de llevar a los jóvenes a la verdad no es más que un acto de amor».4 Ciertamente, las consecuencias de vivir fuera de la verdad e incluso de haber descreído de ella, son la desorientación, el sinsentido y la infelicidad. Por tanto, la UFV entiende y vive su misión como un servicio —diaconía— y como una forma esencial de caridad: caridad intelectual.

Uno de los objetivos de esa «diaconía de la verdad» es ayudar a que la razón no se corte a sí misma las alas, a que sea —como ya se ha dicho— una razón abierta, una razón que suelta lastres positivistas y cientificistas y vuela en busca de un fundamento último que sacie profundamente su anhelo de verdad. Si la racionalidad científica se erige como la única forma rigurosa de conocimiento, se expulsan de la universidad ciertas cuestiones vitales para el hombre. Ensanchar los horizontes de la razón para abordar, en toda su profundidad, las preguntas fundamentales es, de nuevo, poner a la persona en el centro de la actividad científica en la universidad.

La verdad se conoce por la ciencia, por el arte, por la experiencia. La universidad no es solo un lugar en el que se transmite el saber, sino también un lugar en el que se hace avanzar el saber. En la universidad se busca, pues, la verdad en la investigación —particularmente a través de los programas de doctorado y de diferentes proyectos que ahondan en algún campo específico del conocimiento— en la enseñanza rigurosamente científica, en la convivencia cotidiana, en el despacho, en el aula, en la cafetería, en la capilla, en el acompañamiento, en la búsqueda.

La verdad se conoce —y el bien se propone y la belleza se manifiesta—, sobre todo, a través de testigos. Como dijo san Pablo VI, el hombre de hoy «escucha más a gusto a los testigos que a los maestros o, si escucha a los maestros, es porque son testigos».5 La verdad que el educador transmite no está tanto en lo que sabe y enseña, o en lo que dice, sino en lo que hace y, sobre todo, en lo que es. Cuando un docente se pone ante sus alumnos, sea cual sea la materia que imparta, les está diciendo: «El mundo es así».

La verdad se conoce también por la fe. Toda universidad católica debe ofrecer a sus miembros la oportunidad de encontrarse con el Dios vivo y de madurar en su fe. Esto implica, ciertamente, una acción pastoral y una vida sacramental para acompañar a la comunidad. Una fe que toca la vida se palpa también en el aula e incide en el aprendizaje de todas las asignaturas de cada titulación, porque lo católico despierta la razón y el corazón en cualquier entorno: dando o recibiendo clases, investigando, acompañando en prácticas sociales, sirviendo en las coordinaciones de alumnos, en las secretarías o en el mantenimiento de la universidad.

Eso no quiere decir que nuestra universidad solo esté abierta a los que comparten esta fe. Lo que convierte a nuestra universidad en una comunidad abierta y viva «no es el estar todos convencidos de lo mismo sino esa honestidad intelectual y esa humilde actitud ética de búsqueda de la verdad».6

Como comunidad nos une una búsqueda y un compartir lo que cada uno ha encontrado en Cristo o en lo que sostiene su vida. Quienes confiesan su fe en Cristo —Verdad plena que sacia todos los anhelos de la razón y el corazón y que nunca se termina de recorrer o abarcar— y la comparten en la vida diaria tienen al mismo tiempo mucho que aprender de los que poseen otras convicciones y otra forma de entender el mundo, y viceversa.

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